Diplomático en el Madrid rojo. Félix Schlayer. Ed. Espuela de Plata
El ingeniero alemán Félix Schlayer era cónsul de Noruega
en España cuando estalló la guerra civil. En este libro, publicado en 1938,
poco después de abandonar España, narra los dramáticos acontecimientos que
presenció y protagonizó durante el primer año de la guerra, y la ingente labor
humanitaria llevada a cabo por el Cuerpo Diplomático para intentar proteger a
miles de personas que huían aterrorizadas de la sangrienta persecución desatada
por milicias anarquistas y comunistas, ante la inacción del gobierno, que en
realidad, según los datos que aporta Schlayer, instigaba los crímenes.
Ante las protestas diplomáticas, miembros del gobierno
alegaban que se trataba de elementos descontrolados. La realidad que constataba Schlayer era que, cuando no se trataba de crímenes instigados directamente por las autoridades,
“el gobierno carecía de la fuerza y del valor suficientes para hacer frente a
la bestialidad de las masas que su propaganda había desatado.”
Diego Martínez Barrio |
Cuando Martínez Barrio, Gran Oriente de la Masonería,
acobardado por el cariz de los acontecimientos, cedió la Presidencia del
Gobierno a José Giral, éste “no sólo entregó las armas al pueblo, sino que les
estimuló a usarlas para eliminar a sus enemigos.” A partir de ese momento,
asegura, "no hubo Magistrados que administraran justicia, pues precisamente fueron
los magistrados los primeros eliminados."
Bastaba una denuncia anónima (“es de derechas”, “es
católico de Misa”…) hecha por alguna persona vengativa o depravada, para
encarcelar, asesinar y expoliar a cualquier familia. La vigilancia de las
prisiones la asumieron milicianos de los partidos, socialistas, comunistas y
anarquistas. Los funcionarios de prisiones del Estado fueron marginados, o
asesinados directamente si eran de derechas o se les uponía "simpatizantes".
Como prueba de la connivencia del gobierno con los asesinos, cuenta Schlayer que tras una conversación con el ministro socialista Alvarez del Vayo, para informarle de los cientos de asesinatos que se habían cometido la víspera en las calles cercanas a la embajada de Noruega, en los días siguientes dejaron de producirse asesinatos en esas calles, pero sencillamente porque los asesinos comenzaron a llevar a sus víctimas a las afueras de la ciudad. La “impotencia del Gobierno” ante la carnicería desatada era fingida, afirma Schlayer. Se trataba de una consigna: alegar que no podían frenarla y que era culpa de los “excesos de los rebeldes” que se habían quedado con todas las tropas.
Félix Schlayer, embajador de Noruega en Madrid |
La narración, sobria y detallada, permite ver la valiente
implicación de Schlayer. Pudiendo haber abandonado España, como hicieron otros
muchos diplomáticos y ciudadanos extranjeros, quiso quedarse para intentar
ayudar a tanta gente aterrada e indefensa que buscaba refugio. El relato trata
de mantenerse objetivo y neutral, como corresponde a un diplomático, y se
percibe el esfuerzo por moderar el lenguaje cuando tiene que describir hechos
execrables, directamente presenciados por él, o de los que le llegaba
información de testigos presenciales. Su sentido de la justicia y su humanidad
se rebelaban y procuraba actuar e interceder.
Un testigo molesto
Schlayer llegó a convertirse en un personaje molesto para el gobierno rojo. Hay que recordar que el término “rojo” no era despectivo para el bando republicano: así se autodenominaba su gobierno o su ejército; en esos años lo preferían al término “republicano”.
El embajador noruego, jugándose la vida, acudía a los lugares más peligrosos y no podía dejar de denunciar lo que veía: fusilamientos sin juicio, torturas en las checas, violaciones, saqueos, culatazos e insultos groseros a las mujeres e hijas de los detenidos en las cárceles cuando iban a llevarles comida.
En junio de 1937 el Director General de Prisiones denegó a
Schlayer el permiso para seguir visitando las cárceles: era un testigo
demasiado incómodo. Se extendió la prohibición a todo el Cuerpo Diplomático. El
embajador, que se estaba jugando la vida para proteger a cientos de personas que iban a ser asesinadas, finalmente él mismo tuvo que huir del país cuando supo que se había emitido
contra él una orden de detención con falsos pretextos: estuvo a punto de ser
arrebatado del vapor francés en el que huía, por los mismos policías que poco
antes habían asesinado a un funcionario de la embajada belga, Borchgrave, que
se ocupaba de atender a refugiados.
El Cuerpo Diplomático, narra Schlayer, se vio abrumado ante los miles de personas inocentes que acudían a las embajadas huyendo de una muerte segura. Da testimonio de que todas las personas que acogió en la embajada noruega se significaban por llevar una vida de trabajo y respeto a los demás, y eran perseguidas simplemente por sus ideas políticas o por ser católicas.
“Nunca se había dado en la Europa civilizada tal carencia absoluta de derechos
para tantos miles de personas.” Obviamente no incluye en esa Europa civilizada a
la Rusia de Lenin y Stalin. Y todavía no había comenzado lo que poco después
estalló en la Alemania nazi.
Schlayer escribe con orgullo profesional que la guerra civil española demostró al mundo que la Diplomacia está para algo más que para funciones protocolarias. Se trataba “de evitar ejecuciones clandestinas, obtener la libertad de aquellas gentes contra la que no existía acusación formal alguna, de ejercer el derecho de asilo, en una medida tan amplia como nunca se había visto entre pueblos civilizados.”
Locura persecutoria en las calles
El rasgo más característico de la revolución, afirma, fue
la locura persecutoria en las calles. “Grupos de bandidos” instalaban cárceles
privadas en las que maltrataban brutalmente a hombres y mujeres sin que nadie
frenara violaciones y asesinatos. Con la aprobación del Gobierno se organizó
una matanza de políticos y militares en la cárcel Modelo, a cargo de milicianos
comunistas y anarquistas, que disparaban fríamente después de despojar a sus
víctimas de sus pertenencias.
La policía con frecuencia entregaba a los milicianos
“certificados de libertad” para presos concretos, que eran sacados de la cárcel
y directamente asesinados. Así en el registro sólo constaba que habían sido
puestos en libertad.
Muchos Guardias civiles con antigüedad fueron
encarcelados y asesinados, y se creó la Guardia Nacional con gente próxima a
los partidos del gobierno y otros guardias civiles que habían sido expulsados del
Cuerpo por mala conducta.
De acuerdo con la opinión generalizada de los
historiadores, afirma que Madrid habría caído en poder de los nacionales en los
primeros días de su ofensiva: de hecho estaban ya dentro de la capital. Sólo
fueron frenados por la llegada de las Brigadas Internacionales, soldados
extranjeros experimentados y con buen armamento, que se hicieron fuertes en la
Cárcel Modelo en noviembre de 1936.
Cementerio de Paracuellos del Jarama |
Para dejar espacio libre a las Brigadas en la Cárcel Modelo, se
sacó a los presos: más de 1.200 fueron llevados a Paracuellos del Jarama y allí
fusilados “por el mismo método sanguinario que usaron los comunistas rusos en
las fosas de Katyn. Ninguno de ellos tenía delito alguno, simplemente
habían sido tomados como rehenes. ¿Hay excusa para un gobierno que se atreve a
inducir a esas atrocidades?” Schlayer constata que el gobierno obedecía
directrices de Moscú, y utilizaba los mismos métodos. En realidad, como muestra en otros pasajes, quienes mandaban en España eran ya los generales y comisarios de la Rusia stalinista.
Las mujeres encarceladas se enteraron de que en los
supuestos “traslados de prisión” o “puestas en libertad” eran esperadas por
milicianos al acecho, que las asaltaban y asesinaban. Acudieron en petición de
socorro al Cuerpo Diplomático, que se asignó la tarea de acompañar a sus casas
a las liberadas siempre que pudo.
Los diplomáticos se reunían en la embajada de Chile, allí
intercambiaban información y lograron coordinar una ejemplar labor humanitaria,
aunque ni mucho menos suficiente. Esa unidad y cohesión humanitaria del Cuerpo
Diplomático molestaba enormemente al gobierno. No fue fácil proteger las
legaciones, porque los milicianos “estaban acostumbrados a no respetar otra
autoridad que sus pistolas”, e irrumpían en todas partes para ejecutar lo que
denomina “sus lucrativos registros”.
En los primeros días de la guerra se desató una ridícula
carrera entre gobierno, partidos y sindicatos para ver quién colocaba antes el
cartel de “Requisado por…” en las mejores casas. A los inquilinos que no
echaban de sus casas les obligaban a pagar un alquiler, a veces a cada una de
las organizaciones que había colgado su cartel.
Las reclamaciones
al Gobierno no servían de nada. Los diplomáticos informaban a sus respectivos Gobiernos
de los asesinatos organizados, de los robos y atropellos, y de la penosa deriva
y desprestigio del Gobierno rojo, que había dejado las cárceles en manos de
asesinos, y a los presos políticos totalmente desprotegidos en manos de
milicianos anarquistas y comunistas.
Los diplomáticos comprobaron que los asesinatos se ejecutaban muchas veces con las firmas de Organismos del Gobierno y el beneplácito de Ministros y Directores Generales. Fueron especialmente crueles en noviembre de 1936. Una nota de protesta del Cuerpo Diplomático al Gobierno fue contestada por éste con amenazas bajo la “acusación” de albergar refugiados. Desde ese momento Schlayer, autor moral de la nota de protesta, se sintió en el punto de mira del gobierno republicano.
Francisco Largo Caballero |
Largo Caballero entregó a Rusia la soberanía española
Schlayer señala a Largo Caballero y a Galarza como los
dirigentes republicanos que más promovieron los crímenes. A propósito del
convenio con Rusia firmado por Largo Caballero, Schlayer escuchó este
comentario de un embajador filocomunista, que había leído el convenio: “Nunca
me sentiría con valor para proponer a otro pueblo un tratado por el que éste
tuviera que renunciar totalmente a su soberanía.” De hecho los generales rusos eran
quienes daban las órdenes. Por su parte el embajador ruso trató sin éxito de
romper la unidad del Cuerpo Diplomático, y tras una sesión vergonzosa en la que
insistió en negar evidencias no volvió a reunirse con sus colegas.
Señala también a Álvarez del Vayo como responsable de la
orden de atentar contra un avión francés en el que viajaba el Delegado de Cruz
Roja. Éste se dirigía a una reunión del Consejo de Seguridad de las Naciones en
Ginebra, para informar de los asesinatos de detenidos que estaban teniendo
lugar en zona roja. El avión fue ametrallado, y aunque pudo volver a aterrizar
murió uno de los tripulantes y otro resultó gravemente herido. La prensa roja,
recuerda el embajador, señaló como responsable a la aviación nacional, cuando
los presentes habían visto con sus propios ojos los distintivos del Gobierno
rojo en el avión atacante. Los historiadores asignan a Álvarez del Vayo oscuras sombras sobre su integridad y su vasallaje al comunismo de Moscú.
Sobre Santiago Carrillo es igualmente duro su juicio: como
era Director General de la Policía, acudió a preguntarle por el abogado de la
embajada, Ricardo de la Cierva, detenido en la Cárcel Modelo y arrebatado allí por los
milicianos. Carrillo dijo no saber nada, dio promesas de buena voluntad y
cuando el cónsul le dijo que sabía de las sacas de presos para fusilar que se
estaban llevando a cabo, Carrillo respondió con cinismo, mostrando que estaba
perfectamente enterado.
Carrillo contó a la representación diplomática cuál era
el plan del gobierno ante el avance de los nacionales: defender Madrid hasta
que no quedara piedra sobre piedra. El embajador anota su opinión al respecto: “Ese
es el espíritu que domina en los dirigentes rojos españoles. La destrucción es,
en todos los campos, parte importante de su programa, y es la envidia y el
resentimiento su móvil esencial.” Preferían destruir todo antes de que los
otros pudieran usarlo, y atribuirían la destrucción al enemigo, pero ellos
sembrarían todo de minas y “antes de entregarlo volará todo por los aires.”
El embajador es buen observador y reflexiona sobre
el carácter hispano. “El español, salvo pocas excepciones, es noble, digno,
incluso de corazón bondadoso, si se le sabe llevar (…) Lo que pierde a los
españoles es su sensibilidad ante lo que puede parecer ridículo. En cuanto se
reúnen varios, cada cual en la conversación se reserva para conocer la opinión
de los demás, y entonces, aunque tenga que reprimir sus buenos sentimientos, y
por miedo a que se rían de él, se manifiesta con un egoísmo todo lo exagerado
que estima conveniente para aparentar ser superior a los demás, sin discriminar
si ello es bueno o malo.”
El miedo al que dirán, la falta de personalidad para afirmar ante los demás lo que se percibe como bueno o malo, el pavor a sentirse aislado al verse en minoría ante un grupo violento, arrastraron a muchos a la barbarie.
Se desató la caza del hombre
El embajador aporta testimonios penosos presenciados por él. “Entre
los habitantes del pueblo (un pueblo al que había viajado con frecuencia),
antes pacíficos y correctos, cundía la bestialidad como un contagio. Empezaron
a tomarle gusto a la caza del hombre. Tales eran los frutos de la educación
bolchevique: el hombre se transforma en hiena. La revolución roja bestializó a
sectores enteros de la población (…) No es extraño que tras la conquista de los
territorios rojos tuviera que seguir la acción severa de tribunales de lo
penal, ante la necesidad de extraer tal veneno del cuerpo social, si se quería
que éste sanara en el futuro.”
En un país en el que hasta poco antes todo el mundo se
descubría al pasar junto a un coche fúnebre, los “paseos” destruyeron el
respeto a la vida de los demás, también en los que acudían a contemplar el
“botín” de las cacerías nocturnas.
Según sus datos, en Madrid cada noche entre finales de julio y mediados de diciembre de 1936 se producían entre cien y trescientos “paseos”, con una cifra total no inferior a los 40.000 asesinatos sin proceso judicial alguno. En toda España esa cifra fue de 300.000.
En la zona nacional
hubo también desmanes, pero casi siempre a los causantes se les juzgaba y
condenaba. Supo por ejemplo del fusilamiento en Salamanca de ocho falangistas,
juzgados por un Tribunal de Guerra que los condenó a muerte por crímenes
durante las primeras semanas de la guerra. Sin embargo, afirma, en la zona roja
todo se convertía en una orgía de pillaje y muerte.
Fue especialmente cruel la caza desatada contra los
católicos, hombres y mujeres asesinados simplemente por su fe. Schlayer narra
incrédulo el cruel asesinato de un grupo
de monjas inofensivas: una de ellas recriminó a los milicianos por la vergüenza
de que siendo hombres iban a asesinar a mujeres indefensas. Le tomaron la
palabra a la monja, pero como ninguna mujer del pueblo estaba dispuesta,
llamaron a Madrid y les enviaron a las seis peores criminales recién salidas de
la cárcel para que cumplieran “la misión”. En otros lugares los milicianos no
se andaban con tantos remilgos, y esas muertes solían ir precedidas de torturas
inhumanas.
Con la camioneta de la legación viajaba a los pueblos de
los alrededores de Madrid en busca de provisiones, y fue testigo también de la
estrategia que se seguía en zona roja -así se autodenominaban los republicanos-
con la población, en la que “se fomentaba el odio y terror a los nacionales
acusándoles de proceder bestial, y obligándoles a abandonar los pueblos” antes
de que fueran conquistados. “Al que se quede lo fusilamos”.
Parecía que más que resolver la guerra, buscaban desatar una furiosa revolución bolchevique
A su juicio buscaban “convertir al pueblo a la ideología
roja. No era la guerra, sino la política roja”, y les resultaba más fácil crear
adeptos si la población se angustiaba por el miedo, el hambre y el desarraigo.
De hecho, juzga que el Gobierno republicano, durante las primeras semanas de la
guerra, se dedicó a desatar una rabiosa revolución bolchevique, más que a resolver
la guerra.
El desorden y la indisciplina se desató en toda la zona
roja, y era frecuente que los milicianos amenazaran a sus propios oficiales con
dispararles cuando las órdenes no eran de su agrado. De hecho, la prolongación
de la guerra se debió sólo a la presencia de las Brigadas Internacionales, que
traían buen armamento y estaban mandadas
por oficiales rusos, y algunos oficiales legionarios franceses, que imponían una férrea
disciplina. Sin ellos piensa el cónsul que los milicianos se habrían dispersado
a finales de 1936 y la guerra habría concluido. Pero la Rusia bolchevique no
quería soltar la apetitosa presa que suponía España para ampliar su hegemonía a
través de la Internacional comunista. Le parece ridículo que no se percataran
de esa intención las democracias occidentales.
Cuando Franco y la Cruz Roja Internacional solicitaron
que se concentrara la población en una zona determinada de Madrid, el gobierno republicano
se negó: en el fondo deseaba usar a la población como escudo humano, y airear
las víctimas civiles en la prensa internacional, presentando alos nacionales
como asesinos. Sin embargo, trasladaron oficinas, personal y suministros del
Gobierno y del ejército rojo a una zona que observaron que nunca bombardeaban
los nacionales por respeto a la población civil.
Pudo comprobar un detalle a su juicio sintomático del
tipo de régimen que se estaba instaurando a cada lado del frente. En la
primavera de 1937, entre Madrid y Valencia había instalados 9 puestos de
control que examinaban a fondo la documentación de todos los pasajeros. En
cambio, en la zona nacional se podía recorrer cientos de kilómetros sin que
nadie te diese el alto. En la España roja dominaba la desconfianza y el afán
inquisitorial, en contraste con la blanca. Y esto “sin duda hablaba de la
actitud de la población ante cada uno de los sistemas.”
Ruinas del Alcázar e Toledo tras el asedio. |
Tremenda y significativa la escena del teniente coronel
Rojo, General Jefe del Estado Mayor del ejército republicano, parlamentando con
el coronel Moscardó, sitiado con algunos de sus hombres en el Alcázar de
Toledo: “Pienso como vosotros, pero tengo a mi mujer y a seis hijos en manos de
los rojos y no quiero verles fusilados.” Y eso es lo que hicieron con el hijo
del coronel Moscardó: “fue fusilado por orden del Comandante local socialista
porque su padre se negaba a entregar el Alcázar.” Se conserva el Diario de Operaciones del Alcázar.
Dolores Ibarruri, la Pasionaria |
La Pasionaria: "No cabe más solución que la de que una mitad extermine a la otra."
El Encargado de Negocios de Noruega entendió lo que estaba pasando cuando en 1937 coincidió en Valencia con La Pasionaria, diputada comunista, que con rotundidad le dijo: “¡Nunca podrán convivir las dos mitades de España. No cabe más solución que la de que una mitad extermine a la otra!”. El procedimiento bolchevique de exterminio de masas que aplicaron los comunistas en zona roja le quedó desvelado. Tener una empresa con varios obreros, por ejemplo, era motivo de persecución. Pocos en el gobierno -quizá sólo Negrín, añade- trataron de hacer ver que esa política sólo conducía a un desastre para todo el pueblo.
Pero también el odio admite sanación. Al final de su vida Dolores Ibarruri, la Pasionaria, volvió a abrazar la fe católica.
Pienso que este libro de Félix Schlayer aporta una descripción viva y fiable, que recomiendo porque procede de un testigo desapasionado, y complementa otras visiones que se suelen dar de lo acontecido en esos trágicos años.
Recordar la historia, con una aproximación lo más objetiva y desapasionada posible a los hechos, es necesario para conocer la verdad y evitar que se repitan actuaciones erráticas o malvadas. No se trata de recordar para avivar el odio, pues eso sólo desata espirales de violencia y arroja veneno a la convivencia. Ni con interés partidista o ideológico, al que tan acostumbrado nos tienen algunos políticos y manipuladores de la opinión pública.
Construir la paz sólo es posible cuando cada
parte reconoce sus errores, no cuando trata de ocultarlos mientras agranda los
de la parte contraria. La verdad, o el intento sincero de acercarse a ella oyendo todas las campanas, es la mejor base para una convivencia pacífica abierta a un futuro esperanzado.