Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad
pluralista. Joseph Ratzinger. Ed. Rialp
Verdad,
valores, poder, son piedras de toque que nos permiten calibrar la calidad de
una sociedad pluralista. Este libro recoge tres ensayos del cardenal
Joseph Ratzinger sobre cuestiones tan esenciales.
Con
la nitidez y hondura características de su pensamiento, el futuro papa
Benedicto XVI reflexiona sobre el problema al que se enfrenta una sociedad, que
intenta construirse en torno a la democracia, cuando
pierde una
referencia clara acerca de los valores que debe promover, y considera la verdad
un concepto meramente subjetivo. Conceptos fundamentales como conciencia y
culpa se difuminan. En esa sociedad la persona está en riesgo de perder su
libertad.
Las democracias que no se apoyan en un mínimo de valores, no expuestos al arbitraje de mayorías cambiantes, degeneran en tiranías. Las democracias occidentales corren ese riesgo, porque buscan en vano un fundamento en el pantanoso terreno del relativismo, y desprecian el firme apoyo de los valores cristianos sobre los que crecieron.
En La
Democracia en América, Tocqueville escribe que en América era posible un orden de libertades,
una libertad vivida en común, precisamente porque era una sociedad en la que
seguía viva la conciencia moral fundamental alimentada por el cristianismo. Pero
sin convicciones morales comunes las instituciones no pueden durar ni surtir
efecto.
La
historia del siglo XX, afirma Ratzinger, ha demostrado dramáticamente
que la mayoría es manipulable y fácil de seducir, y que la libertad
puede ser destruida en nombre precisamente de la libertad. La mayoría no puede
ser fuente del derecho ni lo único decisivo en democracia. Es indiscutible que
la mayoría no es infalible, y que sus errores no afectan sólo a asuntos
periféricos, sino a bienes fundamentales que dejan sin garantía la dignidad
y los derechos del hombre. Ni la esencia de los derechos humanos ni
la de la libertad es evidente siempre para la mayoría. Si la mayoría siempre
tiene la razón, el derecho tendrá que ser pisoteado.
Ratzinger analiza el comentario de Hans Kelsen, maestro del positivismo jurídico, a la pregunta de Pilatos a Jesús: ¿Qué es la verdad? Kelsen dice que la pregunta ya contenía la respuesta: la verdad es inalcanzable. Por eso Pilatos no espera la respuesta: se dirige a la multitud y les dice: ¿Queréis que os suelte al Rey de los judíos? Es decir: somete la cuestión (sobre qué es la verdad) a la voluntad popular y deja que sea el pueblo quien decida.
Actuando
así, Pilato se comporta como el “perfecto demócrata”: confía
el problema de designar lo que es verdadero y justo a la opinión de la mayoría.
“El hecho de que en el caso de Jesús fuera condenado un hombre justo
e inocente no parece inquietar a Kelsen. No hay otra verdad
que la de la mayoría”.
La
democracia, en el ámbito anglosajón, se apoyaba en un consenso fundamental
cristiano. Pero a partir de Rouseau (siglo XVIII) comenzó a
dirigirse contra la tradición cristiana. Lo democrático será desde
entonces un concepto que se entiende en oposición al cristianismo e incorpora
los dogmas masónicos del progreso necesario, el optimismo
antropológico, la divinización del individuo y el olvido de la persona. Por
eso Ratzinger recuerda que es misión de la Iglesia, y de cada cristiano,
hacer que surja con fuerza renovada aquella evidencia de los valores sin
la que no es posible la libertad común.
Ratzinger
resalta el valor de la conciencia, que en su primer estrato
contiene el recuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero,
insertado por Dios en nosotros. Es una tendencia ontológica del ser creado
por Dios a promover lo conveniente a Dios. Ahí radica el derecho de la
actividad misionera de la Iglesia: aunque lo ignoren, todos esperan
secretamente el Evangelio, la Noticia del Amor de Dios a los hombres.
En
ese recuerdo primordial radica también el que nadie debe obrar
contra su conciencia. Aunque sea errónea, no es culpa nunca seguir la
convicción alcanzada, pero sí puede ser culpa adquirir convicciones falsas y acallar las protestas que proceden de lo
íntimo de nuestro ser. Hitler y Stalin obraron
convencidos, pero son culpables.
Debemos seguir el veredicto evidente de
la conciencia. Pero eso no significa que la conciencia sea infalible, pues
sería tanto como afirmar que la verdad no existe, y todo sería subjetividad. Y
por tanto tampoco existiría libertad.
Ratzinger observa que la falsa idea de que es más libre quien no está cargado con las exigencias de la fe ha paralizado la actividad evangelizadora de la Iglesia en los últimos decenios. Es el pensamiento de que la falsedad y el alejamiento de la verdad podrían aportar una vida más cómoda que la de quien afirma que existe la verdad. ¿No habría que liberar al hombre de la verdad, que lo ata y no lo hace más libre? ¿No es mejor dejar a los hombres sin fe, para no atarles?
“Quien
ve en la fe una pesada carga o una exigencia moral excesiva no puede invitar a
los demás a seguirla. Prefiere dejarlos en la supuesta libertad de su buena
conciencia.”
Esa cierta aversión “casi traumática” a
lo que llaman catolicismo preconciliar quizá procede de una fe soportada como
una carga. Parecen decir que la conciencia errónea protege al hombre de las
exigencias de la verdad.
Pero en realidad “la conciencia es la
ventana que abre al hombre el panorama de la verdad común que nos sostiene y
nos sustenta a todos, haciendo posible que seamos una comunidad de querer y de
responsabilidad apoyada en la comunidad de conocimiento.”
Newman
decía que la conciencia es la presencia clara e imperiosa de la voz de la
verdad en el sujeto. Es la anulación de la mera subjetividad en la tangencia en
que entran en contacto la intimidad del hombre y la verdad de Dios.
Acallar
esa voz, para permanecer en un convencimiento subjetivo, no exculpa al hombre: Hitler
y sus SS actuaron con convencimiento subjetivo, con la seguridad y falta de
escrúpulos que se derivan de él.
Distinguir la verdadera voz de la conciencia
Un hombre de conciencia es el que no
compra tolerancia, éxito, bienestar, reputación y aprobación públicas
renunciando a la verdad.
¿Cómo
distinguir la verdadera voz de la conciencia? Hay dos señales claras: que esa
voz no coincida con los deseos y gustos propios, y que no coincida con lo
aparentemente más beneficioso o llevadero para la sociedad, con el consenso de
grupo, o con las exigencias del poder político o social.
No
se puede comprar el progreso y el bienestar traicionando la verdad reconocida.
Hoy el concepto de verdad ha sido abandonado y sustituido por el de progreso.
El progreso “es” la verdad. Pero es así precisamente como se destruye el
progreso, pues al separarse de la verdad pierde la dirección, y tanto puede ser
progreso como retroceso.
En el hombre existe la presencia
inexcusable de la verdad, de la verdad del Creador, que se ofrece también por escrito
en la revelación de la Historia Sagrada. El hombre puede ver la verdad en el
fondo de su ser. No verla es culpa. Solo se deja de ver cuando no se la quiere
ver.
El error, la conciencia errónea, sólo son
cómodos en un primer momento. Enseguida, tarde o temprano, sobreviene la
deshumanización. En el telón de acero, el sistema marxista era un sistema de engaño,
y produjo embotamiento del sentido moral y una sociedad inhumana. La verdadera
culpa es la supresión de la verdad que precede a la conciencia errónea, que
deja al hombre en una falsa seguridad y en un desierto inhóspito.
Por eso el sentimiento de culpa es
necesario, porque rompe la falsa tranquilidad de la conciencia. Es una señal
tan necesaria para el hombre como el dolor corporal, que nos permite conocer la
alteración de las funciones vitales normales. Quien no es capaz de sentir culpa
está espiritualmente enfermo. El
enmudecimiento de la culpa es una enfermedad de alma más peligrosa que la culpa
reconocida como culpa: no hay más que pensar en los crímenes contra la
humanidad perpetrados por gentes sin escrúpulos de conciencia en los lager y gulags comunistas o en los campos de exterminio nazis.
No acallar la conciencia es lo que nos
salva. En Lc 18, 9-14 vemos a Jesús que puede obrar en el pecador que se
reconoce culpable porque no se oculta tras su conciencia errónea. Jesús sin
embargo no puede actuar en el fariseo que no siente la necesidad de perdón ni
de conversión. Es precisamente el grito de la conciencia que llega al publicano
lo que le hace capaz de alcanzar la verdad y el amor salvador.
El peligro de perder el sentido de culpa
nos acecha a todos, y debemos rezar con el salmo: “¿Quién será capaz de
reconocer los deslices? Límpiame de los que se me ocultan” (Ps 19, 13). El
hombre que no examina su conciencia corre peligro de adormecer ese sentimiento
de culpa, sin el que no es posible acceder al perdón.
Y
este es el reto y la responsabilidad al que se enfrenta el cristiano: conducir
de nuevo a la humanidad hacia el reconocimiento de los valores morales eternos:
desarrollar de nuevo el oído casi extinguido para escuchar el consejo de Dios
que habla al corazón de cada persona.
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