Instantáneas de un cambio.
Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei (1994-2016). Ernesto Juliá. Ed Palabra,
colección Testimonios.
Ernesto Juliá (Ferrol,
1932), abogado, y sacerdote desde 1962, trabajó durante muchos años en la sede central
del Opus Dei en Roma. Allí colaboró estrechamente con san Josemaría, y con sus
dos sucesores, el beato Álvaro del Portillo y Javier Echevarría.
Ha sido testigo por tanto de
la transformación paulatina que la
convivencia con dos santos operó en el segundo sucesor del fundador de la Obra,
Javier Echevarría (Madrid 1932-Roma 2016), desde su llegada a Roma a comienzos de los
años 50, siendo aún muy joven, hasta su elección como prelado en 1994, y
después hasta su fallecimiento en 2016. Y a mostrar ese cambio en la persona de
Echevarría dedica esta semblanza.
Javier Echevarría, llegado
a Roma con apenas 20 años, aprende el espíritu del Opus Dei directamente de su
fundador. Primero escuchándole, y muy pronto también viéndole trabajar desde su
puesto de secretario personal. A medida que se va identificando con el espíritu
de la Obra se producen cambios en su persona: en el carácter, en las
disposiciones personales, en el modo de intensificar su colaboración en el
trabajo para hacer realidad el Opus Dei en la vida de millares de personas de
los cinco continentes. Se desarrolla su personalidad, y aparecen matices nuevos que la enriquecen.
Juliá ilustra esos signos
de transformación personal en la conducta de Echevarría con relatos significativos
de su actividad diaria. Aporta también, al hilo del relato, una cuidada
selección de textos y palabras de la predicación de don Javier, y de sus
diálogos en encuentros familiares con otros fieles de la prelatura o con
personas que acudían a visitarle.
En esos encuentros,
Echevarría abría con sencillez su alma y volcaba cuanto había aprendido junto a
sus predecesores. Se notaba cómo cada día acudía a la fuente de lo aprendido
para hacerlo tema de su oración personal,
y cada día descubría matices nuevos en el carisma peculiar de la Obra.
Hablaba con una pasión
emocionada que iba creciendo con los años, y a la vez con un cariñoso respeto a
la libertad, tan propio de la Obra. El Señor quiere que vivamos en la libertad
de los hijos de Dios, decía, sin encerrar el espíritu en una praxis humana.
Dios no quiere que hagamos “algunas cosas”, quiere que nuestro hacer surja del
ser, y no al revés.
Es interesante el análisis
de las cuatro principales tareas que, a juicio del autor, hubo de afrontar
Echevarría en el gobierno del Opus Dei.
La primera, implementar la
Prelatura en la estructura de la Iglesia. La novedad de esta fórmula jurídica,
prevista por el concilio Vaticano II y estrenada para el Opus Dei como fórmula
idónea y perfectamente adecuada a su carisma peculiar, seguía sin ser entendida
ni aceptada por algunos eclesiásticos. Esto exigió de Javier Echevarría una
infinita paciencia para hacerla entender a estas personas.
Aunque muchos otros
eclesiásticos sí entendían la naturaleza de la prelatura, y percibían que el
espíritu del Opus Dei era verdadera obra de Dios, porque lo veían hecho
realidad en la vida de fieles de la Prelatura, algunos canonistas no entendían,
por ejemplo, que la incorporación de los fieles laicos a la Prelatura pudiera
ser completa y permanente: esto era muy novedoso, para una mentalidad que no
acabara de entender que la vocación cristiana entraña plenitud para cualquier
bautizado, y no sólo para sacerdotes y religiosos. No aceptar esa radicalidad del
compromiso cristiano supondría desvirtuar la realidad institucional del Opus
Dei y su carisma fundacional. Era necesario hacerlo entender para evitar
desvirtuaciones futuras, y a esa tarea se dedicó con intensidad don Javier.
La segunda tarea a la que
dio prioridad Echevarría fue sostener el proceso de canonización de Josemaría
Escrivá, secundando el clamor que millares de personas de todas las naciones
hacían llegar a Roma sobre su fama de santidad. La canonización de san
Josemaría, que tuvo lugar en 2002, fue otro modo de asentar el carisma
fundacional, que abría un verdadero camino de santificación en medio del mundo
y mostraba en la práctica la llamada universal a la santidad.
La tercera tarea a la que
se enfrentaba era la de transmitir el espíritu del Opus Dei en su plenitud. Un
espíritu que, en palabra del fundador, duraría mientras hubiese hombres sobre
la tierra. Y ese durar tenía que ser en plena fidelidad, sin anquilosamientos ni desvirtuaciones por falsos acomodamientos al tiempo o los
diversos lugares y culturas.
La cuarta tarea, continuar el
crecimiento del apostolado de la Obra, en servicio de la Iglesia y según su
carisma, en el que lo prioritario es cada persona, más que las obras concretas de
apostolado.
Toda esta labor, observa
el autor, la realizó Echevarría siguiendo el ejemplo que aprendió de san
Josemaría y del beato Álvaro: con el recurso prioritario a la oración, porque
la fecundidad del apostolado está sobre todo en la oración.
**
Son significativas también
las palabras de don Javier acerca de la
creatividad e iniciativa en la misión apostólica del cristiano, y su misión en
la cultura en que vive inmerso. Explicando la perennidad del espíritu de la
Obra, que es la santificación de las actividades ordinarias del cristiano,
mostraba que no hay que acomodar el espíritu del Opus Dei a la cultura vigente
en cada momento, sino iluminar las culturas y civilizaciones que nos
encontremos con el espíritu de la Obra que Dios confió a san Josemaría. Y eso
requiere, decía, que cada uno nos
injertemos en el espíritu de la Obra, sea cual sea la cultura en que nos toque
vivir, y actuar con libertad y creatividad.
Recordaba que era
necesario dar sentido cristiano a la cultura, pero sin reduccionismos fáciles:
porque Cristo no ha venido a establecer una cultura o una civilización. Su
misión redentora es abrir el espíritu de los hombres de cualquier civilización
y cultura a la relación con Dios, a la perspectiva de la vida eterna.
Los fieles de la Obra son
gente de la calle, que viven cada cual de su trabajo y están siempre al día, y
ponen el espíritu de la Obra en las circunstancias presentes, que son distintas
de las que vivió el fundador o de los que vivirán dentro de 50 años. Es en esta
hora histórica, y en cada lugar concreto que tenemos cada uno, donde hemos de
hacer crecer el espíritu de la Obra vivificando todas las actividades. Un
espíritu de concordia, de paz, de contribuir a resolver los problemas de
nuestro entorno y los de la humanidad entera en la medida de las posibilidades
de cada uno, dando a nuestro trabajo un sentido real de servicio a los demás.
Destacan especialmente las
referencias a la centralidad de Cristo en la vida del cristiano, y por tanto de
los fieles de la Obra. Las almas tienen sed de Cristo, no de comunicadores más
o menos convincentes. Sólo en el Evangelio se encuentra la verdad salvadora. La
verdadera felicidad es esa paz espiritual que solo se experimenta en unión con
Cristo.
***
Observa el autor cómo
Javier Echevarría, para hacerse cargo de la ingente labor que le cayó sobre los
hombros, creciente a lo largo de su vida, supo vivir lo que con frecuencia
enseñaba: la humildad, base para acometer empresas grandes en lo sobrenatural.
Hemos de aprender, enseñaba, a
prescindir de la memoria de nuestros errores y limitaciones, que nos lleva a
sentirnos fracasados, a encerrarnos, a no abrirnos a la acción de la gracia.
Somos instrumentos en las manos de Dios, Él pone el crecimiento. No
ensoberbecernos creyéndonos alguien, somos chisgarabís (en expresión que solía
usar san Josemaría), pero instrumentos en las manos de Dios. Y por tanto,
dispuestos a rectificar siempre que sea necesario.
***
Parafraseando unas palabras
de Benedicto XVI, recién elegido Papa, sobre san Juan Pablo II, con el que tan
estrechamente había trabajado durante años, en las que explicaba como sentía
una presencia palpable de su predecesor, de sus palabras, y cómo buscaba la
unión con él en la oración, Ernesto Juliá explica que esa misma cercanía, ese
volver una y otra vez a los textos, a las palabras y a lo vivido junto a san
Josemaría y al beato Álvaro, es la que Echevarría buscó de continuo y de manera
creciente hasta el último día. Y esa presencia cercana de la acción de dos
santos, con la gracia de Dios, fue la luz que le guió en su proceso vital de
realización personal.
Cuando Echevarría viajó aMoscú en 2014, habló a las personas que acudían a recibir formación cristiana
en la Obra de algo que llevaba muy dentro del alma: Todo el mundo debe sentirse
querido. Cada persona que nos trate debe pensar “este me quiere, para él soy
importante”. Esto es lo que se notaba junto a don Javier: trataba a cada
persona con mirada de admiración.
Nunca había sido su trato distante, pero fue
un crescendo de cercanía a medida que pasaban los años. “Lo que Dios manda es
que nos queramos”. Eso lo notamos cuantos le tratamos de cerca: las hechuras de
su carácter se fueron transformando hasta llegar en sus últimos años a las de
un verdadero padre lleno de cariño.
Por donde pasemos, decía,
estamos llamados a crear un clima de familia, humano y cristiano. Había visto
cómo san Josemaría difundía esa enseñanza a personas de todas las profesiones,
y especialmente a las relacionadas con la salud. Una materialización de ese
espíritu es el que san Josemaría infundió en el personal de la ClínicaUniversitaria de Navarra. Don Javier
llevó ese mismo espíritu, entre otros lugares, al Campus Biomédico que impulsó
en Roma, hoy reconocido por la atención esmerada y delicada hacia los enfermos.
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El libro se lee con
facilidad e interés, y ayuda a conocer más de cerca tanto a Javier Echevarría
como rasgos esenciales de la vida y espíritu del Opus Dei.
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