Foto: Duke Law |
Frente
al poder opresivo de las ideologías, filósofos y pensadores, como Javier Gomá o
Higinio Marín, han advertido recientemente a la ciudadanía sobre la necesidad
de defenderse. Se hace preciso optar por “una sutil forma de resistencia” en la
que pongamos en juego nuestra capacidad crítica.
Necesitamos
ejercitar cada día la libertad de opinar por cuenta propia, como señala Higinio Marín: la libertad de salirse del discurso público monocolor, si así lo estima
conveniente nuestra inteligencia. Es un ejercicio que está en los cimientos de
la democracia.
Sin
embargo, todo parece organizado para evitar que las nuevas generaciones sean capaces
de pensar por su cuenta. Con honrosas excepciones, una gran mayoría de nuestros
jóvenes salen de la escuela adormecidos de ideales, sin conocimiento de la
historia ni de sus raíces, con una pobre mochila mental, vacía de ideas y
plagada de eslóganes creados por publicistas, que cada vez se parecen más a los
eslóganes del Gran Hermano en la pesadilla
orweliana.
Hace
falta, dice Javier Gomá, “un ejercicio sutil de la inteligencia, edificado sobre
una base moral que procure ser excelente.” Una sociedad no puede organizarse en
torno a la nada. Necesita una base moral común. Como señaló el cardenal
Ratzinger glosando a Agustín de Hipona, “Una comunidad que no sea una comunidad de
ladrones –es decir, un grupo que rige su conducta conforme a sus fines- solo
existe si interviene la justicia, que no se mide en virtud del interés de un
grupo, sino en virtud de un criterio universal. A eso lo llamamos “justicia” y
es ella la que constituye un estado.”
Hay que proponerse seriamente construir la
sociedad desde una base moral común en la que se eduque a todos. Sólo así
saldrán de la escuela personas maduras, capaces de pensar por sí mismas. Una
base moral transmitida con la educación, en la que se resalte que lo realmente
liberador es optar por la verdad y el bien. Que hay que desterrar de la vida
pública a quienes mienten. Que el fin no justifica los medios. Que donde las
palabras dejan de ser verdaderas, surge la desconfianza y la convivencia se
vuelve irrespirable.
Como
apunta Javier Gomá, hay que apostar por crear no minorías, sino mayorías
selectas, que surgen cuando desde muy jóvenes se enseña a todos que es posible
afrontar el esfuerzo por salir de la vulgaridad en busca de la excelencia. El
objetivo no puede ser igualar por abajo, sino elevar hacia lo mejor que cada
persona es capaz de alcanzar.
Es
valiente, y a mi juicio acertado, el argumento de Gomá, que no se corta en
contradecir a Ortega y su concepto de masas. Las masas no existen. Sólo existen
personas, ciudadanos, uno a uno. No somos número, ni grumo amorfo e impersonal.
Somos ciudadanos, “cada uno en lucha consigo mismo para salir de la vulgaridad
y alcanzar la excelencia.”
Hacer
del pueblo una masa es el
sueño de los totalitarismos, porque la masa no piensa, es manejable.
Pero una sociedad libre y democrática promueve y alienta la mejor educación
posible para sus jóvenes, porque sin instrucción no es posible alcanzar la
verdad, y sin el conocimiento de la verdad no se puede ser libre.
Con
una educación así, en la que se aprende el gusto de conversar, de leer, de
instruirse, y se fomenta la libertad de pensar por libre, es como la sociedad
se libera de ideólogos sectarios y totalitarismos opresivos. Tenemos demasiado
cerca, en el tiempo y en el espacio, ejemplos dramáticos para no ver el peligro
que nos acecha.
En
el ámbito educativo cada vez más voces se alzan contra ideólogos capaces de hundir
un sistema educativo, mejorable pero que funciona, con tal de imponer el suyo,
embutiendo a la ciudadanía en unas hormas que ni son las suyas ni les gustan.
En el sistema político, urgen listas abiertas para que la
ciudadanía pueda elegir realmente a sus representantes, uno a uno, en los que
deposite, o no, su confianza según el cumplimiento de sus promesas, su honradez
y su veracidad. El sistema impide que los supuestos representantes piensen por
su cuenta. Están sometidos a los dictados de sus partidos, por lo que
difícilmente se les puede considerar representantes de los ciudadanos: sólo
representan a su partido.
Urge devolver al ciudadano la competencia de su iniciativa,
ahogada por una concepción estatalizadora de la convivencia, que parece
diseñada para castigar el emprendimiento libre de los ciudadanos. Hay que apostar por una sociedad
civil fuerte, que no abandone su futuro en manos de quienes alcanzan las riendas
del Estado, sino que les pida cuentas. Porque, volviendo a la frase de san
Agustín, si alcanzan el poder quienes no se rigen por el criterio de la
justicia, la conducta del Estado no será muy distinta a la de una banda de
ladrones.
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