Un
adolescente en la retaguardia. Memorias de la guerra civil. Plácido María Gil Imirizaldu. Ed.
Encuentro, Madrid 2006
Cuando estalló la guerra civil española,
en julio de 1936, Miguel Gil Imirizaldu era un joven novicio benedictino de 15
años, en el monasterio de Pueyo, cerca de Barbastro, en la provincia de Huesca.
En los primeros días de la guerra una
columna de anarquistas se dirigió al convento y apresó a todos los religiosos, que
fueron encerrados en el colegio de los escolapios de la ciudad del somontano aragonés,
junto a otros religiosos y algunos seglares.
Entre el 2 y el 18 de agosto de 1936 los milicianos asesinaron, en sucesivas sacas, a 51 claretianos, 18 benedictinos, 10 escolapios, al obispo de la diócesis Florentino Asensio, y a varios laicos reconocidos por su fe cristiana. Entre ellos a Ceferino Giménez Malla, un tratante de caballos de etnia gitana, detenido y condenado a muerte por reprender a unos milicianos que golpeaban despiadadamente a culatazos a un sacerdote.
Escena de la película Un Dios prohibido, sobre los mártires de Barbastro |
Aunque buena parte de los fusilados también
eran muy jóvenes, Miguel Gil era apenas un adolescente y finalmente no fue
llevado al paredón.
Escena de la película Un Dios Prohibido |
Muchos años más tarde, Miguel escribió
estas memorias, en las que narra los sucesos de los que fue testigo durante esa
guerra fratricida. Sorprende la precisión de sus recuerdos, la elegante
sencillez de su estilo, y la fina caridad cristiana con que describe los
hechos, sin sombra de rencor y cubriendo con un manto de piedad las atrocidades
de quienes causaron tanto sufrimiento.
Al fin liberado de su encierro, los
anarquistas pusieron a Miguel a trabajar a su servicio, también con ánimo de
convencerle de que abandonara su fe. Vivió el primer año de la guerra
acompañando a la brigada anarquista, sirviéndoles como camarero en Barbastro.
Soportó con fortaleza las pruebas a que era sometido, manteniendo viva su fe en
aquel ambiente anticristiano. Sin duda afirmó su decisión de mantenerse fiel a
Jesucristo el ejemplo de entereza con que sus compañeros habían afrontado las
brutalidades y el martirio.
A medida que el frente de guerra avanzaba,
Miguel retrocedía con las tropas republicanas. De Barbastro, donde estuvo los
primeros meses, pasó a Caspe, donde conoció a Líster. Más tarde llegó a Poal,
en la plana de Urgel, donde fue acogido por una familia de convicciones
cristianas.
La tensión del momento en que los
nacionales van a entrar en el pueblo, el miedo a quedar entre dos fuegos,
quedan reflejados con viveza y realismo. Finalmente, los soldados del ejército
rojo abandonaron el pueblo, y los nacionales entraron sin derramamiento de sangre.
Es significativa la
descripción que hace Miguel del ambiente que se encuentra al llegar por primera
vez al campamento de los nacionales, en las afueras del pueblo, tan distinto de
lo que había vivido entre anarquistas y milicianos.
Ya libre y a salvo
al otro lado de la línea del frente, Miguel pudo regresar a su pueblo, Lumbier,
y abrazar a sus padres, a quienes habían
llegado las noticias de los asesinatos de Barbastro y le habían dado por
muerto. La descripción del cariñoso recibimiento que le dispensó todo el pueblo
es muy emocionante.
Poco después Miguel ingresó
como monje en el monasterio de Valvanera, donde recibió el nombre de Plácido.
Posteriormente se trasladó a la abadía benedectina de Leyre, en Navarra.
Es quizá uno de los mejores libros que he
leído sobre esos tristes años. Es un relato objetivo: el protagonista se limita
a contar lo que vio y vivió, con sencillez y sin apasionamientos. Es un relato
que emociona: describe sucesos y personas con una mirada serena, misericordiosa
y comprensiva, libre de odios y rencores. Sus nítidos recuerdos permiten al
lector introducirse en los hechos tal y como sucedían ante su vista, revivir
aquellos ambientes, y sentir las emociones que bullían en el alma de aquel
joven adolescente.
Al hilo de la lectura la mente no tiene
más remedio que pararse a reflexionar sobre el origen de esa finura de espíritu
que aletea entre las páginas. Un espíritu, el del joven protagonista y el del
ya maduro redactor que escribe sus recuerdos, que parece elevarse por encima de
los sucesos y tender sobre ellos un bálsamo purificador. Un espíritu que entra en creciente resonancia con el Espíritu de Dios, que es misericordioso y compasivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario