Jesucristo. Karl Adam
Conocer
cada vez mejor a Jesús, el Hijo de Dios hecho Hombre, es un objetivo que
debería perseguir todo cristiano. Al fin y al cabo, la vida cristiana consiste
en seguirle de cerca, “tan de cerca que nos identifiquemos con Él”, solía decir san Josemaría.
Pero
conocer a Jesús ¿no debería formar parte de los intereses de cualquier persona
de nuestro tiempo, y no sólo de los cristianos? La huella de sus pasos en la
tierra, lo que nos dicen de Él no sólo la teología y los estudios de los Padres
de la Iglesia, sino también la historia, la arqueología, los testimonios de
quienes le llegaron a conocer personalmente, lo que nos dice la propia
tradición de la Iglesia, transmitida generación tras generación hasta nuestros
días… ¿no debería ser una tarea ineludible para cualquier persona de nuestros
días? Porque sin conocer mínimamente a Jesús no es posible entender el mundo de
hoy ni los últimos dos mil años de historia.
El sacerdote y teólogo alemán Karl Adam escribió
esta obra pensando precisamente en los hombres de nuestra época y sus
dificultades para reconocer lo divino. ¿Es posible hoy que una persona culta
acepte la divinidad de Jesús? ¿Qué debemos mirar para reconocerle? ¿Qué nos
dice la historia? ¿Cómo alcanzar o reforzar la fe?
Con rigor y profundidad propias de un buen
intelectual, Karl Adam nos ofrece un análisis de las fuentes históricas, que
arrojan una luz extraordinaria sobre el modo de ser y la conducta de Jesús, sobre
su propia intimidad espiritual y sobre el sentido y alcance de los aspectos
esenciales de su vida y de sus enseñanzas: la Cruz, la Eucaristía, la Resurrección, la filiación divina y la fraternidad de todos los hombres...
La Piedad, Miguel Ángel |
1. Disposiciones
para buscar a Cristo, Dios-Hombre
En
nuestros días la mentalidad del hombre se ha ido cerrando a todo lo que está
por encima de lo visible a los ojos y lo medible por los sentidos. Tenemos la
vista atrofiada para lo invisible, para lo santo y lo divino.
Por
eso, antes de tratar de la realidad de Jesucristo, nos resulta ineludible preparar previamente nuestra mentalidad,
nuestra actitud:
a) Necesitamos
una conciencia conmovida e inquieta ante la posibilidad de lo divino.
b) Una
actitud franca y leal, sin prevenciones ni prejuicios, frente a la posibilidad
de lo divino, de los milagros.
c) Una
búsqueda humilde y respetuosa, inspirada no en una curiosidad científica, sino
en nuestra necesidad existencial de salvación y felicidad, conscientes de
nuestra insuficiencia y fragilidad.
El
alma humana, como ser condicionado y finito que somos, está esencialmente
relacionada con un Absoluto, y experimenta esa relación en lo más profundo de
su sentimiento vital: como falta de plenitud, como una difusa necesidad de
eternidad y perfección, como una fiebre ansiosa de Dios. Lo expresó muy bien
san Agustín: “Nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Dios.”
Esta
“angustia metafísica” es más fuerte en el hombre de conciencia recta, que experimenta
más hondamente la congoja íntima del sentido de culpabilidad ante lo moralmente
santo.
2. La
fe es un don de Dios: un don sobrenatural, pero no arbitrario
Llegamos
al reconocimiento del misterio sobrenatural de Cristo por el camino de la fe,
no por el de la ciencia. Esa fe es obra divina, sobrenatural, tanto por su
objeto como por su origen: es un don de Dios. (Eph 2,8)
Esa
fe en el misterio de Cristo, sobrenatural en su origen, no es, sin embargo,
arbitraria. Descansa sobre la evidencia histórica de la credibilidad de Jesús y
de su obra: Per Iesum ad Christum: por el conocimiento de Jesús de Nazaret
llegamos al reconocimiento de Jesucristo Redentor, Dios y Hombre verdadero.
Cuando los teólogos exponen los motivos de credibilidad de Jesús, preparan la
fe sobrenatural en Él, pero no la producen.
El
argumento de credibilidad establecido por consideraciones puramente históricas
y de razón, no logra toda su fuerza concluyente y directiva para el espíritu, cargado
con las consecuencias del pecado original, hasta el momento en que la gracia
redentora de Dios libera al entendimiento y la voluntad del ser humano de sus
trabas hereditarias.
La
gracia de Dios está tanto al principio como al fin de nuestro camino hacia
Cristo: no es la palabra humana, sino la verdad y el amor de Dios quienes nos
mueven.
3. Jesús
mismo nos pide confiar en Él: “Tened confianza: soy Yo, no temáis”
Un
día, los discípulos navegaban por el lago de Generaseth. Era la cuarta vigilia
de la noche. Y he aquí que vieron a Jesús caminar sobre las aguas. “Todos le
vieron” dice Marcos 6,49. Le vieron claramente. No obstante, les invadió el
miedo: ¿no será tal vez un fantasma, un espectro? “Y gritaron. Entonces Jesús
les habló: Confiad, soy Yo, no temáis.”
También
nosotros, navegando por el mar agitado del conocimiento puramente humano,
aunque sea religioso, veremos claramente a Jesús. Sin embargo, quizá nos
asaltará el miedo: ¿no será todo ello un fantasma, una ilusión? Esta será
posible mientras permanezcamos en lo puramente humano. Solamente cuando Jesús
mismo hable, cuando su palabra divina y su gracia nos alcancen, desaparecerá
toda posibilidad de engaño y todo temor: “Consolaos, Yo soy, no temáis.”
Por
eso es tan necesaria para el cristiano, y para todo el que desea encontrarse
con Cristo, la oración continua, que es un reconocimiento de la propia insuficiencia.
Dios
premia siempre a quienes le buscan con actitud sincera, con la rectitud de
quien orienta su vida hacia el reconocimiento de la verdad, aunque aparentemente
no coincida con sus intereses materiales.
Con
esa disposición previa, libre de prejuicios y confiada y abierta a la verdad
que se nos manifieste, la lectura del libro resulta sumamente amable y enriquecedora. Y
nunca mejor aplicado lo de Sumamente, teniendo en cuenta que se trata del
conocimiento de Dios que se nos revela.
Sobre
el mismo tema:
Jesúsde Nazaret. Joseph Ratzinger
50 preguntas sobre Jesucristo y la Iglesia
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