miércoles, 28 de abril de 2021

Jesucristo

 



Jesucristo. Karl Adam

Conocer cada vez mejor a Jesús, el Hijo de Dios hecho Hombre, es un objetivo que debería perseguir todo cristiano. Al fin y al cabo, la vida cristiana consiste en seguirle de cerca, “tan de cerca que nos identifiquemos con Él”, solía decir san Josemaría.

Pero conocer a Jesús ¿no debería formar parte de los intereses de cualquier persona de nuestro tiempo, y no sólo de los cristianos? La huella de sus pasos en la tierra, lo que nos dicen de Él no sólo la teología y los estudios de los Padres de la Iglesia, sino también la historia, la arqueología, los testimonios de quienes le llegaron a conocer personalmente, lo que nos dice la propia tradición de la Iglesia, transmitida generación tras generación hasta nuestros días… ¿no debería ser una tarea ineludible para cualquier persona de nuestros días? Porque sin conocer mínimamente a Jesús no es posible entender el mundo de hoy ni los últimos dos mil años de historia.

El sacerdote y teólogo alemán Karl Adam escribió esta obra pensando precisamente en los hombres de nuestra época y sus dificultades para reconocer lo divino. ¿Es posible hoy que una persona culta acepte la divinidad de Jesús? ¿Qué debemos mirar para reconocerle? ¿Qué nos dice la historia? ¿Cómo alcanzar o reforzar la fe?

Con rigor y profundidad propias de un buen intelectual, Karl Adam nos ofrece un análisis de las fuentes históricas, que arrojan una luz extraordinaria sobre el modo de ser y la conducta de Jesús, sobre su propia intimidad espiritual y sobre el sentido y alcance de los aspectos esenciales de su vida y de sus enseñanzas: la Cruz, la Eucaristía, la Resurrección, la filiación divina y la fraternidad de todos los hombres...


La Piedad, Miguel Ángel


 

Me han parecido especialmente reseñables tres puntos:  

1.  Disposiciones para buscar a Cristo, Dios-Hombre

En nuestros días la mentalidad del hombre se ha ido cerrando a todo lo que está por encima de lo visible a los ojos y lo medible por los sentidos. Tenemos la vista atrofiada para lo invisible, para lo santo y lo divino.

Por eso, antes de tratar de la realidad de Jesucristo, nos resulta ineludible preparar previamente nuestra mentalidad, nuestra actitud:   

a)  Necesitamos una conciencia conmovida e inquieta ante la posibilidad de lo divino.

b)  Una actitud franca y leal, sin prevenciones ni prejuicios, frente a la posibilidad de lo divino, de los milagros.

c)  Una búsqueda humilde y respetuosa, inspirada no en una curiosidad científica, sino en nuestra necesidad existencial de salvación y felicidad, conscientes de nuestra insuficiencia y fragilidad.

 

El alma humana, como ser condicionado y finito que somos, está esencialmente relacionada con un Absoluto, y experimenta esa relación en lo más profundo de su sentimiento vital: como falta de plenitud, como una difusa necesidad de eternidad y perfección, como una fiebre ansiosa de Dios. Lo expresó muy bien san Agustín: “Nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Dios.”

Esta “angustia metafísica” es más fuerte en el hombre de conciencia recta, que experimenta más hondamente la congoja íntima del sentido de culpabilidad ante lo moralmente santo.

 

2.  La fe es un don de Dios: un don sobrenatural, pero no arbitrario

Llegamos al reconocimiento del misterio sobrenatural de Cristo por el camino de la fe, no por el de la ciencia. Esa fe es obra divina, sobrenatural, tanto por su objeto como por su origen: es un don de Dios. (Eph 2,8)

Esa fe en el misterio de Cristo, sobrenatural en su origen, no es, sin embargo, arbitraria. Descansa sobre la evidencia histórica de la credibilidad de Jesús y de su obra: Per Iesum ad Christum: por el conocimiento de Jesús de Nazaret llegamos al reconocimiento de Jesucristo Redentor, Dios y Hombre verdadero. Cuando los teólogos exponen los motivos de credibilidad de Jesús, preparan la fe sobrenatural en Él, pero no la producen.

El argumento de credibilidad establecido por consideraciones puramente históricas y de razón, no logra toda su fuerza concluyente y directiva para el espíritu, cargado con las consecuencias del pecado original, hasta el momento en que la gracia redentora de Dios libera al entendimiento y la voluntad del ser humano de sus trabas hereditarias.

La gracia de Dios está tanto al principio como al fin de nuestro camino hacia Cristo: no es la palabra humana, sino la verdad y el amor de Dios quienes nos mueven.

 

3.  Jesús mismo nos pide confiar en Él: “Tened confianza: soy Yo, no temáis”

Un día, los discípulos navegaban por el lago de Generaseth. Era la cuarta vigilia de la noche. Y he aquí que vieron a Jesús caminar sobre las aguas. “Todos le vieron” dice Marcos 6,49. Le vieron claramente. No obstante, les invadió el miedo: ¿no será tal vez un fantasma, un espectro? “Y gritaron. Entonces Jesús les habló: Confiad, soy Yo, no temáis.”

También nosotros, navegando por el mar agitado del conocimiento puramente humano, aunque sea religioso, veremos claramente a Jesús. Sin embargo, quizá nos asaltará el miedo: ¿no será todo ello un fantasma, una ilusión? Esta será posible mientras permanezcamos en lo puramente humano. Solamente cuando Jesús mismo hable, cuando su palabra divina y su gracia nos alcancen, desaparecerá toda posibilidad de engaño y todo temor: “Consolaos, Yo soy, no temáis.”

Por eso es tan necesaria para el cristiano, y para todo el que desea encontrarse con Cristo, la oración continua, que es un reconocimiento de la propia insuficiencia.

Dios premia siempre a quienes le buscan con actitud sincera, con la rectitud de quien orienta su vida hacia el reconocimiento de la verdad, aunque aparentemente no coincida con sus intereses materiales.

Con esa disposición previa, libre de prejuicios y confiada y abierta a la verdad que se nos manifieste, la lectura del libro resulta sumamente amable y enriquecedora. Y nunca mejor aplicado lo de Sumamente, teniendo en cuenta que se trata del conocimiento de Dios que se nos revela.

 

Sobre el mismo tema:

Jesúsde Nazaret. Joseph Ratzinger

50 preguntas sobre Jesucristo y la Iglesia

 

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