Esta impresionante trilogía sobre
Jesucristo es fruto de un largo camino interior de Joseph Ratzinger, que
comenzó a trabajar en el año 2003, antes de ser elegido Papa. Como afirma
en el prólogo, ha sentido la urgencia de presentar la figura y el mensaje de
Jesús, del Jesús histórico, que es el mismo Jesús de la fe cristiana.
El auténtico punto de referencia
para la fe es la íntima amistad con Jesús. De esa amistad depende todo. Y corremos
el riesgo de vaciarla de contenido si los exégetas, llevados de teorías poco fundadas,
nos ofrecen unas reconstrucciones de la figura de Jesús no basadas en la
realidad histórica sino en teorías personales.
Joseph Ratzinger hace un
extraordinario trabajo de investigación histórica y teológica, en diálogo con
los principales historiadores y teólogos -también no cristianos- acogiendo lo
mejor de cada uno y señalando con rigor intelectual los aciertos, desaciertos y
dificultades de cada uno.
Encontrarse con el verdadero
Jesús, que vivió en la historia
entre nosotros, es posible gracias al dato verdaderamente histórico de la
personalidad de Jesús, que se nos presenta plenamente unida y enraizada en
Dios. “Sin esa comunión no se puede entender nada, y partiendo de ella Él se
nos hace presente también hoy”.
La fe bíblica no se basa en
leyendas, sino en hechos históricos reales. Aunque la Escritura contenga diversos estilos de narraciones, la historia forma parte esencial de ella y de la fe cristiana. Por eso desde la fe se puede y se debe afrontar el método
histórico: es una exigencia de la misma fe. Así, cuando decimos “et incarnatus est”
(“y se encarnó”) estamos afirmando que Dios ha entrado en la historia real, se
ha hecho uno de nosotros. Si dejamos de lado su realidad histórica, la fe
cristiana queda eliminada y se transforma en otra religión.
La Sagrada Escritura no es mera
literatura. Hemos de acudir a ella sabiendo que tiene tres autores que
interactúan entre sí, y no son autónomos: el redactor, el pueblo de Dios, y Dios mismo. El redactor o redactores materiales, que no actúan
solos, sino que se saben parte de un pueblo elegido, el Pueblo de Dios, por el que hablan y al que se dirigen; un Pueblo
que a su vez se sabe guiado por Dios,
que le habla.
El trabajo de Benedicto XVI ofrece
perspectivas insospechadas para entender mejor pasajes esenciales de la Sagrada
Escritura, y especialmente del Evangelio. Con finura interior, y con el rigor intelectual que le caracteriza, nos ayuda a ponerlos en relación con los problemas esenciales de la
humanidad.
Es extraordinario, entre otros, el pasaje en que analiza la oración sacerdotal de Jesús (Juan 17,20) y su profundo enraizamiento con la tradición judía de la fiesta de la Expiación, que restablece la armonía del pueblo con Dios, perturbada por el pecado, y que para los judíos representa la cumbre del año litúrgico. Porque este es el problema esencial de toda la historia del mundo: el ser hombres no reconciliados con Dios.
La historia de la salvación es la
historia de la alianza: Dios ha
querido crear un pueblo santo que esté ante Él y en unión con Él, y lo ha
querido –dice Benedicto XVI- desde antes de pensar en la creación del mundo. Es
más: el cosmos fue creado para que hubiese un espacio para la alianza, para el
sí del amor entre Dios y el hombre que le responde.
Jesús, en su oración sacerdotal,
se presenta como el sumo sacerdote del gran día de la Expiación. Su cruz y su
exaltación son el día de la Expiación para todos, en el que la historia entera
del mundo encuentra su sentido y se la introduce en su auténtica razón de ser,
en su adonde.
Porque reconciliarse con Dios, “con
el Dios silencioso, misterioso, aparentemente ausente y sin embargo
omnipresente” es la misión para la que ha sido enviado Jesús, verdadero Dios y
verdadero hombre. Es la gran voz de san Pablo en II Corintios 5,20 l “En nombre
de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.”
Otro capítulo para meditar con frecuencia es el de la institución de la Eucaristía. Con la Última
Cena llega la hora de Jesús. La esencia de esa hora queda explicada con dos
palabras: paso (metábasis) y amor (agapé) hasta el extremo. Es el amor hasta el
extremo el que produce el paso aparentemente imposible: salir de la barrera de la
individualidad cerrada e irrumpir en la esfera divina. La transformación se
produce mediante el amor.
La fe no es simplemente una decisión autónoma de los
hombres. La fe se debe a que Dios sale al encuentro de los hombres, a que las
personas son tocadas interiormente por el Espíritu de Dios, que abre su corazón y
lo purifica.
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