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lunes, 1 de febrero de 2021

Scott Hahn: Mi camino espiritual en el Opus Dei

 


Trabajo ordinario, gracia extraordinaria. Mi camino espiritual en el Opus Dei. Scott Hahn. Ed Rialp

 

 El escritor y teólogo estadounidense Scott Hahn es en la actualidad profesor en la Universidad Franciscana de Steubenville. Su vida dio un giro radical cuando, siendo ministro presbiterano y gran conocedor de la Sagrada Escritura, llegó a la conclusión de que la Iglesia católica era la verdadera depositaria de la tradición evangélica. Sus trabajos sobre apología del catolicismo han tenido desde entonces enorme difusión.

 

 Mientras era un joven profesor de teología en el seminario presbiterano, el estudio detenido de las obras de los Padres de la Iglesia, y especialmente de sus comentarios a los textos bíblicos, le hizo comprender que el protestantismo había roto la línea de continuidad con la fe de la Iglesia primitiva, y que en la práctica la contradecía en puntos esenciales.

 

Hahn se había relacionado con varias personas del Opus Dei cuando era un joven teólogo presbiterano, entre ellos un sacerdote de origen polaco. Percibió en su trato amistoso el “aroma católico”, que antes sólo conocía por los libros. Ahora lo veía hecho vida: “Estas personas leen la vida de Jesucristo”, pensó.  

 

Pero aún no había oído hablar del Opus Dei. La primera vez que oye el término Opus Dei es cuando comenta a un sacerdote católico que le ha sorprendido ver en la iglesia a dos personas leyendo el Evangelio, pues pensaba que los católicos nunca leían la Biblia. “Deben ser del Opus Dei”, le respondió el sacerdote. A Scot Hahn se le encendió una luz al escuchar el nombre del Opus Dei por primera vez.


foto opusdei.es

 

En el estilo de vida de esos amigos descubre poco a poco que el Opus Dei era un sitio donde se sentía en casa. Y explica las razones:

-la devoción a la Biblia de sus miembros: en el presbiterianismo está difundido el prejuicio de que los católicos son unos ignorantes en materia bíblica;

-su cálido sentido ecuménico: no sentían ningún reparo en tratarle amigablemente, lo que chocaba con otro de sus prejuicios: que los católicos rehúyen el trato con los protestantes por considerarlos “herejes”;

-su rectitud de vida: se notaba que trataban de vivir según el Evangelio;

-su vida ordinaria: no eran teólogos, sino profesionales de diversas profesiones que vivían una teología atractiva, no sólo teórica;

-sus nobles aspiraciones profesionales: una sana y “santa ambición” de aspirar a la excelencia en su tarea, inseparablemente unida a una clara y decidida conducta ética;

-eran hospitalarios y acogedores;

-rezaban, dedicaban tiempo a la oración y al diálogo con Dios…

 

Se sentía confortablemente a gusto con amigos así.

 

En otro de sus libros, La cena del Cordero, Hahn cuenta sus primeras visitas a iglesias católicas, llenas de curiosidad, antes de su conversión. En una de ellas, quizá la más determinante para su conversión, contemplaba desde el fondo del templo la asistencia de los fieles a la Misa que se celebraba en ese momento. Seguía atentamente las oraciones que sacerdote y pueblo rezaban: las plegarias iniciales, las lecturas, el Gloria, la ofrenda del pan y del vino, el Sanctus…

 


Y de pronto, al considerar las oraciones de la Misa que estaba escuchando, entendió la grandiosidad de lo que allí sucedía, y que ese era precisamente el significado de uno de los libros más difíciles del Nuevo Testamento, el Apocalipsis: lo que el Apocalipsis describe punto por punto es lo que sucede en la liturgia de la Misa, tal y como la celebran los católicos: la Cena del Cordero, el único Sacrificio de Cristo, que se ofrece eternamente por nuestros pecados. Se sintió deslumbrado por ese descubrimiento: en cada Misa católica se reza y sucede lo que el apóstol san Juan describe majestuosamente en el Apocalipsis.

 

Para un ministro presbiterano, unido al presbiterianismo por fuertes lazos familiares, sociales y profesionales, dar el paso hacia la Iglesia católica no resultó fácil. Junto a su mujer, Kimberly, dedicó otro de sus libros -Roma, dulce hogar- a narrar ese emocionante itinerario.

 

Tras ser admitidos en la Iglesia católica, no tardaron mucho en solicitar la admisión en el Opus Dei como miembros supernumerarios. Es a este aspecto concreto de su conversión -el papel que en ella jugó el espíritu de la institución fundada por el san Josemaría Escrivá- a lo que dedica este libro. Nos da así la oportunidad de conocer el espíritu de esa prelatura de la Iglesia católica desde la perspectiva singular de un norteamericano, experto en estudios bíblicos, que ha sido pastor protestante y es padre de familia.

 

Esa perspectiva ilumina con luces no habituales los rasgos del espíritu de esa prelatura de la Iglesia católica, cuya misión es recordar la llamada universal a la santidad a través del trabajo y de las actividades de la vida ordinaria.  

 

Como no podía ser de otro modo, dada sus conocimientos de Sagrada Escritura, Scott Hahn se detiene en los rasgos del espíritu de la Obra que le remiten a la vida de los primeros cristianos. Por ejemplo, el valor del trabajo como quicio de la santificación, una idea que para su mente formada en prejuicios anticatólicos resultaba novedoso escucharla en labios católicos.


foto opusdei.es

 

Conocedor de la arqueología cristiana, al reflexionar sobre el espíritu de santificación del trabajo cae en la cuenta de que las tumbas de los primeros cristianos no tenían adorno de cruces, sino de herramientas de trabajo, las propias de quien estaba allí enterrado: esas herramientas habían sido su lugar de encuentro con Dios, su forma de contribuir a completar la obra de la creación: por eso las destacaban. Esa es precisamente la cautivadora predicación de san Josemaría, fundador del Opus Dei, para quien el trabajo consiste –sintetiza Scott Hahn- en cosas bien hechas, hechas a tiempo y ofrecidas a Dios.

 

También fue un grato descubrimiento para Hahn la figura de san José, cabeza de la Sagrada Familia, Patrono de la Iglesia, y también del Opus Dei. “San José no se permitió la dispersión en muchas direcciones. Trabaja duro y es conocido por su trabajo: carpintero, artesano.” De san José podemos aprender, como enseñaba san Josemaría, a llevar bien las dificultades de la vida. Como ha escrito alguien, “la vida es eso que te pasa cuando tienes otros planes.” San José supo adaptarse con creatividad a las dificultades que le fueron surgiendo en el camino de la vida, y de su creatividad se sirvió Dios nada menos que para proteger, cuidar y educar a su Hijo.


Foto opusdei.es

Junto al trabajo, el amor. Señala Hahn que lo que impresionó de los primeros cristianos a los antiguos romanos no fue su arte, ni sus argumentos, ni su literatura, sino su amor. “¡Mirad cómo se aman!”. Pero ese amor requiere conversión, que significa salir del egoísmo para poner primero a Dios, y por Él a los demás. Y eso es lo que se procura en el Opus Dei, señala Hahn: cada uno procura sembrar paz y alegría, que son fruto del amor sincero a los demás, en las relaciones sociales, desde el lugar que ocupa en la sociedad.

 

Ese amor lógicamente comienza por la propia familia: “Si buscas la conversión de los amigos, o de la mujer, procura “aflojar” en teología y razonamientos, y aprieta en cariño: “enciende el romance” con tu mujer, aconseja Hahn. Y aporta su experiencia personal. Su mujer, presbiterana como él, y de familia de abolengo presbiterano, sufrió mucho al verlo cambiar. Con el cariño y la comprensión, que era lo que enseñaba san Josemaría, logró superar el conflicto. No mucho después, Kimberly Hahn, razonando y rezando por su cuenta, pidió también ser admitida en la Iglesia Católica.

 

Muestra Hahn el valor esencial de la oración en toda iniciativa de apostolado: en el Opus Dei ha aprendido que lo primero es rezar para que Dios nos haga ver lo que necesitan nuestros amigos, sus auténticas necesidades. El apostolado cristiano consiste sobre todo y primero que nada en querer a los demás, y por eso descubrir sus necesidades, no sólo espirituales, y tratar de ayudarles.

 

El libro se lee con agrado, como también las demás obras del autor, que ayudan a entender mejor el cristianismo y la historia sagrada. 


Sala multimedia en Saxum Visitor Center


Son muy conocidos los videos de Scott y Kimberly sobre Tierra Santa, para dar a conocer Saxum, una iniciativa del Opus Dei cerca de Jerusalén para facilitar a los peregrinos el conocimiento detallado y profundo de los Santos Lugares.

 

 

 

viernes, 19 de mayo de 2017

Jesús de Nazaret




       Esta impresionante trilogía sobre Jesucristo es fruto de un largo camino interior de Joseph Ratzinger, que comenzó a trabajar en el año 2003, antes de ser elegido Papa. Como afirma en el prólogo, ha sentido la urgencia de presentar la figura y el mensaje de Jesús, del Jesús histórico, que es el mismo Jesús de la fe cristiana.


El auténtico punto de referencia para la fe es la íntima amistad con Jesús. De esa amistad depende todo. Y corremos el riesgo de vaciarla de contenido si los exégetas, llevados de teorías poco fundadas, nos ofrecen unas reconstrucciones de la figura de Jesús no basadas en la realidad histórica sino en teorías personales.


Joseph Ratzinger hace un extraordinario trabajo de investigación histórica y teológica, en diálogo con los principales historiadores y teólogos -también no cristianos- acogiendo lo mejor de cada uno y señalando con rigor intelectual los aciertos, desaciertos y dificultades de cada uno.


Encontrarse con el verdadero Jesús, que vivió en la historia entre nosotros, es posible gracias al dato verdaderamente histórico de la personalidad de Jesús, que se nos presenta plenamente unida y enraizada en Dios. “Sin esa comunión no se puede entender nada, y partiendo de ella Él se nos hace presente también hoy”.


La fe bíblica no se basa en leyendas, sino en hechos históricos reales. Aunque la Escritura contenga diversos estilos de narraciones, la historia forma parte esencial de ella y de la fe cristiana. Por eso desde la fe se puede y se debe afrontar el método histórico: es una exigencia de la misma fe. Así, cuando decimos “et incarnatus est” (“y se encarnó”) estamos afirmando que Dios ha entrado en la historia real, se ha hecho uno de nosotros. Si dejamos de lado su realidad histórica, la fe cristiana queda eliminada y se transforma en otra religión.


La Sagrada Escritura no es mera literatura. Hemos de acudir a ella sabiendo que tiene tres autores que interactúan entre sí, y no son autónomos: el redactor, el pueblo de Dios, y Dios mismo.  El redactor o redactores materiales, que  no actúan solos, sino que se saben parte de un pueblo elegido, el Pueblo de Dios, por el que hablan y al que se dirigen; un Pueblo que a su vez se sabe guiado por Dios, que le habla. 


El trabajo de Benedicto XVI ofrece perspectivas insospechadas para entender mejor pasajes esenciales de la Sagrada Escritura, y especialmente del Evangelio. Con finura interior, y con el rigor intelectual  que le caracteriza, nos ayuda a ponerlos en relación con los problemas esenciales de la humanidad.



Es extraordinario, entre otros,  el pasaje en que analiza la oración sacerdotal de Jesús (Juan 17,20) y su profundo enraizamiento con la tradición judía de la fiesta de la Expiación, que restablece la armonía del pueblo con Dios, perturbada por el pecado, y que para los judíos representa la cumbre del año litúrgico. Porque este es el problema esencial de toda la historia del mundo: el ser hombres no reconciliados con Dios.


La historia de la salvación es la historia de la alianza: Dios ha querido crear un pueblo santo que esté ante Él y en unión con Él, y lo ha querido –dice Benedicto XVI- desde antes de pensar en la creación del mundo. Es más: el cosmos fue creado para que hubiese un espacio para la alianza, para el sí del amor entre Dios y el hombre que le responde.


Jesús, en su oración sacerdotal, se presenta como el sumo sacerdote del gran día de la Expiación. Su cruz y su exaltación son el día de la Expiación para todos, en el que la historia entera del mundo encuentra su sentido y se la introduce en su auténtica razón de ser, en su adonde.


Porque reconciliarse con Dios, “con el Dios silencioso, misterioso, aparentemente ausente y sin embargo omnipresente” es la misión para la que ha sido enviado Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Es la gran voz de san Pablo en II Corintios 5,20 l “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.”

Otro capítulo para meditar con frecuencia es el de la institución de la EucaristíaCon la Última Cena llega la hora de Jesús. La esencia de esa hora queda explicada con dos palabras: paso (metábasis) y amor (agapé) hasta el extremo. Es el amor hasta el extremo el que produce el paso aparentemente imposible: salir de la barrera de la individualidad cerrada e irrumpir en la esfera divina. La transformación se produce mediante el amor.

      La fe no es simplemente una decisión autónoma de los hombres. La fe se debe a que Dios sale al encuentro de los hombres, a que las personas son tocadas interiormente por el Espíritu de Dios, que abre su corazón y lo purifica.




viernes, 16 de abril de 2010

Galileo y la Iglesia. Walter Brandmuller.



Galileo y la Iglesia. 
Walter Brandmuller. Ed. Rialp


El asunto Galileo suele despacharse en las columnas periodísticas con frases tópicas y despectivas hacia la Iglesia. Cuando uno se acerca a la realidad histórica, se detiene en analizar los datos, y los juzga con rigor histórico, como hacen los buenos historiadores  –esto es, teniendo en cuenta también las circunstancias y mentalidad de la época en que sucedieron los hechos- se da cuenta de que esas frases tópicas falsean la historia. Deforman los hechos de tal modo que uno no puede dejar de sospechar acerca de las intenciones de quienes las emplean.  Al menos duda de su rigor científico.


El acercamiento a la realidad del caso Galileo  obliga a un largo estudio de los documentos de la época, y estos a prolijos matices y precisiones. Es lo que ha hecho Walter B. con este libro, denso y detallado, que aporta mucha luz al lector que razone y esté libre de prejuicios.


Entre los puntos decisivos para la condena de Galileo, señala Walter B.,  estuvo el menosprecio de la prohibición que se le había impuesto de tratar como irrefutable la teoría copernicana, sin aportar pruebas. E influyó no poco el carácter de Galileo: era un polemista consumado, y toda su vida mantuvo controversias científicas con colegas, en el estilo punzante de la época.


Respecto al proceso en sí, para ser objetivos y juzgar con rigor histórico, hay que conceder a los jueces las normas procesales y mentalidad de la época.  Por otra parte, consta que las opiniones entre los jueces estaban divididas: varios eran partidarios de Galileo. Pero Galileo hizo declaraciones tan patentemente falsas ante el tribunal, que puso difícil el papel de sus partidarios. Consta que los jueces se esforzaron por ser justos. Por ejemplo, que no se recogieran las falsedades declaradas por Galileo  en el  proceso hace ver la benevolencia con que se trató de juzgarle.


La amenaza de tortura si no daba a conocer su verdadera opinión era un formalismo más del proceso. (Formalismo que no deja de ser penoso, sobre todo visto desde la cultura occidental en el siglo XXI.  Pero hay que considerar la mentalidad y costumbres de la época, y mirar también lo que en aquellos años hacían otros tribunales civiles, y otras naciones europeas; por no hablar de las costumbres de países con menor nivel de civilización: ninguno se andaba en sus inquisiciones con tanto formalismo).


Se condenó a Galileo a reclusión formal y breve en el Santo Oficio, y usando unas habitaciones principescas. Su “prisión” fue alojarse en la casa de su amigo íntimo el arzobispo de Siena, que le trató como a un padre. Duró sólo 5 meses: no puede decirse que Galileo fue “recluido y vigilado” por la Inquisición. Además, la condena incluía que durante tres años debía rezar unos salmos una vez por semana, y no difundir su libro Diálogos.


Durante ese tiempo de “confinamiento”, Galileo dio cima a sus investigaciones físicas sobre el cosmos, y publicó sus mejores aportaciones a la física, sin que sufriera ningún obstáculo por parte de la Inquisición. Y por supuesto recibía multitud de visitas de amigos y científicos, de nobles y clérigos, que le apoyaban en sus trabajos.


El motivo que el tribunal adujo para la condena fue que defendía como auténtica, y no como mera hipótesis, la teoría de que el sol no se mueve, que está en el centro del universo, y que la tierra gira en torno a él, sin aportar prueba alguna. Esta doctrina, decía el tribunal con un claro error de juicio, es contraria a la Sagrada Escritura. Pero no se obligó a Galileo a abjurar del heliocentrismo.


Otro matiz necesario es que una sentencia de un tribunal eclesiástico no es un dogma. Hay una gran diferencia entre una declaración en materia de fe emitida por el Papa o un concilio, y una sentencia del Santo Oficio. Esta última no requiere adhesión íntima, como requeriría una verdad de fe o un dogma, sino sólo docilidad. Lo prudente es seguirla, pero uno puede mantener dudas interiores sobre un futuro cambio de criterio.


Por otra parte, la cuestión que subyacía en la discusión acerca de si era el sol o la tierra la que permanecía fija o se movía, era la interpretación y comprensión de la Biblia, y la polémica con el protestantismo, que echaba en cara a la Iglesia católica el alejarse de la literalidad de los textos bíblicos: esta acusación puso en guardia a los eclesiásticos, que extremaron su cuidado en la fidelidad a los textos. Y esta fue la razón por la que una instancia eclesiástica de pronto quiso intervenir en una cuestión que hoy vemos claramente como exclusivamente científica.

J.A.