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viernes, 3 de marzo de 2023

Grandes interpretaciones de la historia



Grandes interpretaciones de la historia. Luis Suárez Fernández. Ed. Eunsa.

 

        El historiador Luis Suárez nos ofrece en esta obra un análisis profundo acerca de la percepción histórica y la forma de interpretar los hechos pasados en las diversas culturas de la humanidad, desde la antigüedad hasta nuestros días.

Si la primera concepción de la historia se encuentra en los poemas de Homero, La Odisea y La Ilíada, probablemente debemos a san Agustín una de las primeras intuiciones acerca del sentido de la historia y del tiempo, al percibir la tensión que provoca en el espíritu del hombre la memoria del pasado, la vivencia del presente y la expectación del futuro.

El historiador holandés Johan Huizinga considera que la historia es la forma en que una cultura se rinde cuentas de su pasado. Y que la tarea del historiador consiste no tanto en el estudio objetivo del pasado, como en el conocimiento del presente a través del pasado. En la medida en que este presente cambia, cambian también las preguntas que el hombre formula a su pasado.

Por eso, señala Luis Suárez, casi cada generación necesita rehacer su historia, pues las respuestas dadas por las generaciones que la precedieron ya no satisfacen a los nuevos interrogantes que se plantean. El historiador selecciona, de todos los hechos acontecidos, cierto tipo de hechos, a los que llama “históricos”, que son los que han promovido consecuencias que se reflejan en el conjunto evolutivo de la Humanidad.

Además, del conjunto de los “hechos históricos”, elige solamente los que se relacionan específicamente con su trabajo. Y orienta las investigaciones en el sentido que marcan las tendencias de su propio tiempo: el historiador se sitúa subjetivamente (es necesario) en su propio tiempo.

        La historia trata de entrelazar presente y pasado para someterlos a un orden lógico unitario, explicando el presente por el pasado y el pasado por el presente. Sirve para el autoconocimiento del hombre; sin ella, faltaría en la conciencia científica una dimensión humana esencial: la del tiempo.

        La historia universal es el ámbito en que se mueven las varias culturas, contemporáneas y progresivas; su movimiento constituye sin embargo un proceso único en el sentido de que por medio de él van alcanzando los hombres su libertad –entendida no en el aspecto político, sino en el científico de dominio cada vez más perfecto de la Naturaleza- al mismo tiempo que su unidad.

En las décadas recientes estamos asistiendo al fenómeno de que los hechos históricos se producen a escala mundial; es decir, el hecho histórico está empezando a ser universal. El universalismo es término de llegada más que puro planteamiento científico.

        Luis Suárez señala dos modos de entender la historia:

a) lineal ascensional: la humanidad tiene objetivos exteriores a ella que alcanzar; es común a:

        -providencialismo agustiniano: Dios, supremo motor de la historia, conduce a la humanidad hacia el Reino que no es de este mundo (porque donde Dios quiere reinar es en los corazones…)

        -marxismo: suprime a Dios y su providencia, considerando la meta como un Reino de plenitud humana instalado en el futuro;

        -positivismo: sustituye providencia por progreso, situado fuera de la mente humana; los hombres se dirigen al futuro iluminados por el brillo fulgurante del saber.

b) cíclica: formulada por primera vez por Polibio al constatar el sucederse de regímenes políticos: se cumple en cada cultura; resulta compatible con la concepción lineal de progreso cuando se relacionan unas culturas con otras, ya que ninguna parte de cero, sino de cierto grado de evolución colectiva que sirve de plataforma. En época reciente, coinciden en esta interpretación cíclica las formulaciones de Hegel, Splenger y Toynbee.

Al analizar con detenimiento cada una de esas interpretaciones, Suárez nos ofrece también un ámbito para la reflexión -y revisión quizá- sobre los contenidos esenciales de nuestra particular percepción histórica. ¿Los hemos adquirido de fuentes fiables? ¿O albergamos prejuicios sobre hechos, personajes o culturas? Es notorio el interés de ámbitos de poder, a escala local y global, por ofrecernos visiones sesgadas de la historia, sin otra razón que favorecer sus intereses de dominio económico o político.

Es saludable caer en la cuenta de que la historia se interpreta desde el presente, y que por eso mismo está expuesta no sólo a puntos de vista cambiantes, sino también a falseamientos y manipulaciones de quienes pretenden alcanzar un control ideológico del pueblo. Un ciudadano responsable debe estar atento a quién y cómo formula esas “nuevas interpretaciones”, para no caer víctima del engaño.

El profesor y académico Luis Suárez ha realizado un excelente trabajo científico como historiador, y lo demuestra en cada uno de sus numerosos ensayos, muy recomendables todos ellos: Historia de España Antigua y Medieval, La política internacional de Isabel la Católica, Los Reyes Católicos: el camino hacia Europa, Franco y la Iglesia, etc.

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El pontificado Romano en la Historia

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Historia de la Iglesia 

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viernes, 5 de marzo de 2021

Capacidad crítica y libertad de expresión


Foto: Duke Law


Frente al poder opresivo de las ideologías, filósofos y pensadores, como Javier Gomá o Higinio Marín, han advertido recientemente a la ciudadanía sobre la necesidad de defenderse. Se hace preciso optar por “una sutil forma de resistencia” en la que pongamos en juego nuestra capacidad crítica.

 

Necesitamos ejercitar cada día la libertad de opinar por cuenta propia, como señala Higinio Marín: la libertad de salirse del discurso público monocolor, si así lo estima conveniente nuestra inteligencia. Es un ejercicio que está en los cimientos de la democracia.

 

Sin embargo, todo parece organizado para evitar que las nuevas generaciones sean capaces de pensar por su cuenta. Con honrosas excepciones, una gran mayoría de nuestros jóvenes salen de la escuela adormecidos de ideales, sin conocimiento de la historia ni de sus raíces, con una pobre mochila mental, vacía de ideas y plagada de eslóganes creados por publicistas, que cada vez se parecen más a los eslóganes del Gran Hermano en la pesadilla orweliana.

 

Hace falta, dice Javier Gomá, “un ejercicio sutil de la inteligencia, edificado sobre una base moral que procure ser excelente.” Una sociedad no puede organizarse en torno a la nada. Necesita una base moral común. Como señaló el cardenal Ratzinger glosando a Agustín de Hipona, “Una comunidad que no sea una comunidad de ladrones –es decir, un grupo que rige su conducta conforme a sus fines- solo existe si interviene la justicia, que no se mide en virtud del interés de un grupo, sino en virtud de un criterio universal. A eso lo llamamos “justicia” y es ella la que constituye un estado.”

 

 Hay que proponerse seriamente construir la sociedad desde una base moral común en la que se eduque a todos. Sólo así saldrán de la escuela personas maduras, capaces de pensar por sí mismas. Una base moral transmitida con la educación, en la que se resalte que lo realmente liberador es optar por la verdad y el bien. Que hay que desterrar de la vida pública a quienes mienten. Que el fin no justifica los medios. Que donde las palabras dejan de ser verdaderas, surge la desconfianza y la convivencia se vuelve irrespirable.

 

Como apunta Javier Gomá, hay que apostar por crear no minorías, sino mayorías selectas, que surgen cuando desde muy jóvenes se enseña a todos que es posible afrontar el esfuerzo por salir de la vulgaridad en busca de la excelencia. El objetivo no puede ser igualar por abajo, sino elevar hacia lo mejor que cada persona es capaz de alcanzar.

 

Es valiente, y a mi juicio acertado, el argumento de Gomá, que no se corta en contradecir a Ortega y su concepto de masas. Las masas no existen. Sólo existen personas, ciudadanos, uno a uno. No somos número, ni grumo amorfo e impersonal. Somos ciudadanos, “cada uno en lucha consigo mismo para salir de la vulgaridad y alcanzar la excelencia.”

 

Hacer del pueblo una masa es el sueño de los totalitarismos, porque la masa no piensa, es manejable. Pero una sociedad libre y democrática promueve y alienta la mejor educación posible para sus jóvenes, porque sin instrucción no es posible alcanzar la verdad, y sin el conocimiento de la verdad no se puede ser libre.

 

Con una educación así, en la que se aprende el gusto de conversar, de leer, de instruirse, y se fomenta la libertad de pensar por libre, es como la sociedad se libera de ideólogos sectarios y totalitarismos opresivos. Tenemos demasiado cerca, en el tiempo y en el espacio, ejemplos dramáticos para no ver el peligro que nos acecha.

 

En el ámbito educativo cada vez más voces se alzan contra ideólogos capaces de hundir un sistema educativo, mejorable pero que funciona, con tal de imponer el suyo, embutiendo a la ciudadanía en unas hormas que ni son las suyas ni les gustan.

 

        En el sistema político, urgen listas abiertas para que la ciudadanía pueda elegir realmente a sus representantes, uno a uno, en los que deposite, o no, su confianza según el cumplimiento de sus promesas, su honradez y su veracidad. El sistema impide que los supuestos representantes piensen por su cuenta. Están sometidos a los dictados de sus partidos, por lo que difícilmente se les puede considerar representantes de los ciudadanos: sólo representan a su partido.

 

        Urge devolver al ciudadano la competencia de su iniciativa, ahogada por una concepción estatalizadora de la convivencia, que parece diseñada para castigar el emprendimiento libre de los ciudadanos. Hay que apostar por una sociedad civil fuerte, que no abandone su futuro en manos de quienes alcanzan las riendas del Estado, sino que les pida cuentas. Porque, volviendo a la frase de san Agustín, si alcanzan el poder quienes no se rigen por el criterio de la justicia, la conducta del Estado no será muy distinta a la de una banda de ladrones.

 

 

viernes, 31 de julio de 2020

Cardenal Sarah: avisos para navegantes


                     

Se hace tarde y anochece, Dios o nada, La fuerza del silencio, Desde lo más profundo de nuestros corazones… son los expresivos títulos recientemente publicados por el cardenal Robert Sarah,  prefecto de la Congregación del Culto Divino de la Iglesia católica desde 2014. 

Su contenido se podría describir como verdaderos avisos para navegantes, que eso somos todos en el mar agitado de nuestro mundo actual.

Su aguda percepción de lo que acontece en el mundo es propia de un hombre bien informado que además contempla la realidad con la penetrante mirada de la fe cristiana. Sus respuestas al periodista Nicolas Diat dan luz  no sólo a  los cristianos sino a todo hombre de bien. 

Son respuestas avaladas por la experiencia vital del cardenal Sarah, que ha sufrido en carne propia la barbarie, y también por esa sabiduría profética propia de los hombres de Dios, que les permite conocer las consecuencias que se derivarán de nuestras conductas, y por eso son capaces de avisarnos cuando aún tenemos margen para rectificar. 

Se hace tarde y anochece…” Es hora de cambiar nuestros estilos de vida antes de que la noche caiga sobre nosotros.

Extraigo algunas breves anotaciones tomadas de sus publicaciones. Son muy parciales y no textuales, y van unidas a otras ideas para la reflexión personal al filo de su lectura.  Van agrupadas bajo epígrafes que me han parecido significativos para facilitar su localización. Lo mejor sin duda es la lectura directa y completa de los libros.



Una sociedad en la que Dios no tiene cabida

Muchas personas en Occidente viven como si Dios no existiera. Les molesta. “Dios es un problema para la paz”, dicen. “Organicémonos dejando de lado a Dios”. Con su actitud recuerdan el grito de la rebelión inicial de los ángeles malos contra su Creador: “¡No serviré!”. “¡Hagamos un mundo sin Dios, y ya nunca habrá guerras…” 

Es la nueva Babilonia, que no quiere rendir culto al Dios único y verdadero, y sin embargo se ha creado sus nuevos dioses,  a los que se obliga servilmente: las ideologías totalitarias, ahora bajo la forma del  ateísmo líquido imperante, que margina a quien no se le somete.  

La historia enseña que una sociedad que deja de lado a Dios pronto se deshumaniza y acaba convirtiéndose en un infierno. Miremos lo que supuso el comunismo en Rusia y sus satélites, el nazismo en Alemania, y hoy en día lo que sigue sucediendo en la China roja capital-comunista, en Venezuela o en la deprimente Corea del Norte. 

Pero miremos también a las sociedades democráticas occidentales, que crecieron gracias al impulso de unos valores de origen cristiano, y ahora extienden un materialismo capitalista radical que busca un nuevo orden a base de individuos desarraigados, sin tradición, sin raíces, para que sean más manipulables y fáciles de controlar por el mercado.

En las democracias occidentales la tentación totalitaria es la de una razón que se niega a dejarse purificar por la religión. En el islam fanático sucede al revés: el totalitarismo viene de una religión que se niega a dejarse purificar por la razón. Los cristianos confían en la razón y reclaman la libertad religiosa para que todo el mundo pueda abrazar libremente la verdad. El islam, en cambio, no entiende de libertad: impone su fe empleando la fuerza y la violencia, en nombre de un dios capaz de ordenar lo que es contrario a la dignidad humana.

Hay bastante parentesco entre el espejismo comunista, la locura nazi y el liberalismo democrático tal  como hoy lo entienden y tratan de imponer algunos. Los dos primeros, para lograr su prometida “felicidad a la fuerza” idearon los campos de exterminio. El liberalismo democrático radical, ejercido desde algunos estados occidentales, usa el adoctrinamiento estatal desde la niñez, usurpando el papel de los padres, y la persecución mediática del disidente.



Ídolos del ateísmo líquido

El dinero (dice un proverbio que “cuando el dinero habla, la verdad calla”); la libertad vaciada de contenido (el hombre occidental no soporta ninguna restricción); y el endiosamiento de la democracia (en nombre de la democracia se han masacrado naciones enteras en Oriente Medio y África: Irak, Siria, Libia… países en los que existía un statu quo en el que los cristianos podían vivir, y ahora es imposible); el placer; el poder… son los nuevos ídolos para muchos occidentales.

La Unión Europea (dice Sarah con rotundidad, refiriéndose a algunas directrices comunitarias recientes) sacrifica la historia y la identidad de los Estados por mero interés económico, impone una ideología libertaria que no tiene nada que ver con la deseable cooperación entre pueblos y naciones: la UE piensa que para facilitar la cooperación es preciso borrar las identidades, y con eso corta el flujo de la savia que ha dado vida e identidad a Europa.

Dirigentes de la ONU parecen soñar con un gobierno mundial que arrase las tradiciones y culturas de los pueblos. Las grandes fundaciones filantrópicas occidentales buscan reducir la natalidad en África y poner las naciones al servicio de los objetivos de las multinacionales occidentales. No les importa para lograrlo fomentar las guerras para debilitar, destruir y saquear. Son palabras fuertes que por desgracia muchos hechos confirman.

El individualismo es otro de los males de occidente. Ha generado derechos antinaturales, que han conducido a supuestos derechos transnaturales con los que el hombre quiere redefinir su propia naturaleza: el derecho al hijo, a la eugenesia, al cambio de sexo…

Consumismo. La decadencia de occidente es consecuencia de que los cristianos hayan abandonado su misión: ser la sal de la tierra. Se han mundanizado, y muchos han entrado en el círculo vicioso de la sociedad de consumo: producir y consumir; producir más para consumir aún más.

El buen consumo debería ayudarnos a adquirir mayor calidad interior, moral y espiritual. El consumismo es una utopía que corrompe y reduce al hombre a una dimensión puramente terrenal, y construye una sociedad en la que quien carece de valor de mercado no tiene hueco: todo está dominado por los flujos económicos.

Pero los valores de la amistad, la belleza, el estudio, la contemplación, la oración… sólo surgen en espacios de gratuidad, nunca en el desierto de la rentabilidad dominante. Es urgente crear espacios donde tener la experiencia de la gratuidad, porque es condición de supervivencia para la humanidad.



Trampas del ateísmo

El ateísmo líquido es una enfermedad grave, muy peligrosa porque sus síntomas aparentan ser benignos: unas concepciones falseadas de valores tan nobles como tolerancia, compasión, libertad, bienestar… Y se infiltra por todos los rincones vaciados previamente de la fe y la gracia. Aceptamos hipótesis, teorías, sloganes… que socaban nuestras creencias, sin fijarnos en quién los promueve y qué significan realmente.

Esas ideas materialistas se instalan en nuestro espíritu. No chocan violentamente con las ideas cristianas, lo que significa que nuestras ideas cristianas no son consistentes. Su primer efecto es un letargo de la fe, una anestesia de la capacidad de reconocer el error (el cristiano debe tener una fina “nariz católica” para detectar lo que no es acorde con la fe).

El ateísmo líquido es la trampa definitiva del tentador: fomenta la división, el resentimiento, la mentalidad de partido, la sospecha, la hostilidad… Y lo hace de forma escurridiza. Por eso un cristiano debe proponerse seriamente no contemporizar con ninguna forma de mentira (hipocresía, calumnia, crítica destructiva, marginación del pobre que no aporta al sistema…);  en el cristiano no pueden convivir la luz y las tinieblas, por apatía o comodidad.

No se trata de denunciar o atacar a nadie. Se trata de ser firmemente fieles a Cristo. No podemos cambiar el mundo, pero podemos cambiar nosotros. Si todos tomáramos esa decisión, el sistema de la mentira caería. Su única fuerza es el lugar que ocupa en nosotros. Se alimenta sólo de mis compromisos con la mentira.



Existe una verdad superior al Estado

Ya Agustín de Hipona señaló que si no hay una instancia superior al Estado, pronto los gobiernos se convierten en bandas de ladrones. Existe la verdad, existe el bien, no son ideas nuestras ni fruto del consenso, sino que son realidades externas a nosotros, que se nos han dado, y tenemos la capacidad natural de acercarnos a ellas. Si el hombre no fuera capaz de la verdad, tampoco sería capaz de la ética, no tendría parámetro ninguno sobre lo que está bien o está mal.

La gran tentación de las sociedades políticas consiste en olvidar que ni su fundamento ni su fin último residen en ellas mismas. Ningún Estado puede ofrecer la paz y el bienestar perpetuo, prometer una felicidad total ni una libertad absoluta. Es otro engaño del ateísmo líquido actual. Cuanto más se lo crea, más totalitario será.


Doctrina social de la Iglesia

Una sociedad democrática en la forma necesita además un contenido de fondo: el derecho, el bien. Si no, se organiza alrededor de la nada. El derecho requiere un fundamento trascendente recibido por el hombre. No puede constituirse a sí mismo sin que la autoridad política caiga en la tentación de convertirse en poder totalitario. Hay que recordar a todos que Hitler fue elegido democráticamente

Benedicto XVI afirmó, recordando a san Agustín,  que un estado que pretenda ser agnóstico, que edifique el derecho exclusivamente sobre las opiniones de la mayoría, y no en virtud de un criterio universal, pronto se desintegra porque la guía de su conducta no es diferente a la de una banda de ladrones, que actúa por criterios de grupo necesariamente parciales: 

“La meta del Estado no puede consistir en una mera libertad exenta de contenido; para fundamentar un ordenamiento razonable y vivible de la convivencia necesita un mínimo de verdad, de conocimiento del bien, que no es manipulable. De lo contrario el Estado queda rebajado al nivel de una banda de ladrones que funciona bien, determinado exclusivamente por lo funcional y no por la justicia, que es un bien para todos.” 

Por eso es preciso conocer bien la doctrina social de la Iglesia, que argumenta desde la razón y el derecho natural, o sea a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Con la Iglesia, un cristiano tiene la misión de ayudar a formar las conciencias, que crezcan la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y la disponibilidad de actuar conforme a la justicia.

Benedicto XVI enseña que, como expresiones de fraternidad, el principio de gratuidad y la lógica del don deben tener espacio en las relaciones mercantiles. La relación económica debe convertirse en una relación justa entre hombres justos, y por tanto estar abierta a la gratuidad, a la misericordia y a la comunión, manifestando así el amor de Dios en las relaciones humanas y convirtiéndolas en obras salvíficas.

No es misión de la Iglesia  hacer valer políticamente esa doctrina, pero sí es misión de todo cristiano conocerla y pensar libremente posibles soluciones acordes con esa luz. Serán muchas posibilidades. Algunos no admitirán ese esfuerzo mental, pero hay que saber que la razón que no se deja purificar se convierte en totalitarismo, por mucho que se revista de democracia.

Hay que afirmar la capacidad de verdad del hombre como límite de cualquier poder. El hombre tiene una capacidad esencial de alcanzar la verdad y el derecho de buscarla libremente hasta que la encuentre.

Ese orden natural que los cristianos tienen el deber de defender es el bien de cualquier hombre. Para reconocerlo no hace falta profesar la fe cristiana. Es accesible a todos. Al proclamarlo sin miedo no actúan en nombre de un partido contra otro, sino que son testigos de la verdad y defensores de la naturaleza humana. Hay que estar dispuestos a sufrir y morir por dar testimonio de la verdad.


Crear oasis que irradien la experiencia vital de la fe

No podemos confiar en un mundo cuyo fundamento es el ateísmo. Los laicos deben replantearse sus relaciones sociales y profesionales, el modo de descansar, formarse, informarse y educar a los hijos, para que su vida diaria no les aleje de Dios y les permita una auténtica coherencia con su fe. Su misión es crear oasis en los que se respire esa Presencia de Dios, donde los hijos y sus amigos crezcan experimentando en lo que les rodea el modo de ser cristiano

Por eso ha dicho Benedicto XVI que “debemos abrir lugares de experiencia de fe a quienes buscan a Dios.” Conmueven las familias cristianas que optan por instalarse junto a una parroquia vibrante. Desean vivir al ritmo de la Iglesia y convertir su vida en una auténtica liturgia. Desean que sus hijos no tengan únicamente ideas cristianas abstractas, sino que vivan la experiencia cristiana en un entorno impregnado de presencia divina y una intensa vida de piedad y oración. 

Parroquias, colegios, actividades de formación y diversión, lugares de veraneo, fiestas, iniciativas solidarias y de acción social… Hay que crear o sumarse a lugares e iniciativas que facilitan la experiencia de la fe.



Remedios: fe, confianza

Renovar la fe, adormecida y asustada ante la tormenta. La oración: no dejar que el ruido (enemigo de la reflexión y del amor) nos impida alimentarnos del único y principal remedio. “Este tipo de demonios solo se van con oración y ayuno.” Cogernos de la mano de Dios y estrecharla más fuertemente. “No temáis, Yo he vencido al mundo.” “No temáis, hombres de poca fe…”

La fe no es adhesión a unas ideas, sino a una Persona. Adhesión significa seguimiento cercano. ¿Cómo cuánto de cercano es nuestro seguimiento de Jesús? Él es la encarnación de las bienaventuranzas. De hecho son una discreta descripción que Jesús hace de sí mismo: bienaventurados los pobres (Él no tiene donde reclinar la cabeza), cuando os persigan y calumnien (como a Él, y para evitarlo a veces nos dejamos llevar por la vergüenza, los respetos humanos a la hora de manifestar nuestro estilo de vida cristiano porque choca con el ambiente…), los limpios de corazón (Él ve continuamente al Padre, porque es recto y limpio en su actuar…), los misericordiosos, porque Él es la Misericordia…

Como ha explicado Benedicto XVI en Jesús de Nazaret, en las bienaventuranzas Jesús nos hace una velada pero clarísima invitación a vivir como Él, ha venido a inaugurar un nuevo estilo de vida, que es el propio del Amor, dispuesto a cualquier renuncia de Sí mismo por el amado, que somos cada uno. Un estilo que cambia nuestra escala de valores, tergiversada por el pecado original, para hacerlo a la hechura de Dios. Ahora, para vivir hay que morir, tiene más el que más entrega, el amor se mide por obras de servicio y no de egoísmo, las ofensas no se vengan sino que se perdonan…


La fe es un encuentro con una Persona

La fe no es fruto de una decisión ética, es la consecuencia de un encuentro personal con Dios, que nos tiende la mano y nos hace ver la verdad sobre nosotros mismos. Es un encuentro y un seguimiento radical, no mortecino, ni parcial (esto sí, esto no…): así viven muchos cristianos hoy, con un cristianismo cómodo, a la carta, superficial,… alejado del amor, y por tanto tristones, con una bullanga exterior quizá pero vacíos por dentro. Próximos a dejarse arrastrar por el fluído ateísmo que rodea todo.

Cuando decidimos vivir en coherencia con la fe, aunque haya altibajos, saboreamos la alegría que procede de la cercana presencia de Jesús, que nos ha dicho que estará siempre junto a nosotros. Vivimos de la Eucaristía, donde está Jesús glorioso. 

Estamos felices en el sufrimiento, porque con Jesús descubrimos su sentido. Él es la única fuente de alegría, paz, mansedumbre, fraternidad… Por eso hemos de renovar cada día la fe, y crear oasis de verdad, donde la fe encuentre un ámbito favorable.


Vivir de fe

La fe dilata nuestra mirada para observarlo todo según la mirada de Dios. Dilata nuestra inteligencia (contra lo que sostienen algunos neciamente, porque la fe nos permite descubrir razones que la razón sola no alcanza ). La fe no encierra, no nos impide ni prohíbe reflexionar, sino que hace más honda nuestra visión del mundo y de los hombres. La fe ve más allá de la comunicación intelectual. Es una participación en el propio conocimiento de Dios, que cambia nuestra mirada sobre el mundo y los hombres.

Dios no quiere que instauremos una teocracia (dar al César lo que es del César…) pero sí que le instauremos en el centro de nuestras vidas, y que nuestra conducta recta cree oasis crecientes donde las almas puedan encontrarle y adorarle.

Ratzinger: ¿en qué consiste la reforma de la Iglesia? La Iglesia es Obra de Dios, está ahí. Basta que retiremos todo lo sobrante, que son nuestros pecados y nuestro apegamiento al mundo, que  enmascaran la belleza de la Iglesia: retirar mundanidad, bajezas… Y encontraremos las verdades cristianas que se nos han entregado. ¿Pérdida de fe? Una buena confesión y volverá. Eucaristía y Penitencia.

Es momento de fortalecer nuestra fe, y hacer el propósito renovado de que en mí reine Jesucristo, y no la mentira. No contemporizar con la mentira, que es toda la ideología basada en vivir como si Dios no existiera. Así habrá un ámbito más en que establezca su reinado.

Hacer examen: la vida se nos va, y apareceremos ante Dios con las manos vacías… ¿Qué has hecho, con todo lo que te he dado? Ilusión de que cuando Jesús nos tenga que juzgar se ponga contento.



Fe y alegría

En “La Hora 25”, Virgil Gheorghiu, novelista rumano, describe la mirada transformada y transformadora de un niño que observa a la gente que sale de misa un domingo:

“Ahí estaba el pueblo entero…Porque el domingo nunca falta nadie a la liturgia divina. Todo el mundo parecía transfigurado, despojado de cualquier preocupación terrenal, santificado. Y más que santificado: deificado [...]. Sabía por qué eran tan hermosos todos los rostros y por qué brillaban todas las miradas. Porque las mujeres feas eran hermosas. En las mejillas y las frentes de los dos leñadores brillaban unas luces semejantes a las aureolas de los santos. Los niños parecían ángeles. Al salir de la liturgia divina, todos los hombres y todas las mujeres de nuestro pueblo eran teóforos, es decir, Portadores de Dios [...]. Nunca he visto pieles ni carnes más hermosas que las del rostro de los téoforos, de los que llevan en ellos la luz deslumbrante de Dios. Su carne estaba deificada, sin peso y sin volumen, transfigurada por la luz del Espíritu divino».

La fe nos conduce a la experiencia real de la transfiguración. Naturalmente, esta experiencia se vive todos los días en medio de una oscuridad muchas veces árida. Pero saboreamos por adelantado lo que en la eternidad veremos con la misma mirada de Dios.

Tenemos que vivir a la altura de la grandeza de nuestra fe cristiana. Es una luz incomunicable. Sólo podemos dar testimonio de que Dios nos ha salido al encuentro, y se nos ha revelado. No es producto de experiencias internas, sino un acontecimiento que nos llega desde fuera. Se trata de un encuentro con algo o con alguien, que me eleva sobre mí y crea lo nuevo.



Fe y culto

La fe se manifiesta en el culto a Dios. Necesitamos adorar a Dios: no es por Él, sino por nosotros. El ateísmo fluído lo mira con desprecio, y muchos cristianos inficionados también: consideran que el culto a Dios es propio de personas poco maduras, de niños “crédulos”, algo humillante y arcaico. Pero necesitamos recuperar la adoración, que es el reconocimiento de nuestro ser ante Dios.

El culto no es un regalo a Dios, es algo que le debemos. Es de justicia nuestra devoción interior y nuestros gestos exteriores de adoración. Pero es tan grande nuestro orgullo que muchos sacerdotes y fieles tratan con falta de respeto las cosas divinas, como si les repugnara la adoración.

Uno de los rasgos de la civilización cristiana es la cortesía, la elegancia de la criatura ante su Creador, que se manifiesta en la liturgia, en el culto, y es propia de la virtud de la religión (una virtud muy olvidada…)

San Pablo VI: por la naturaleza del hombre, recibimos de los signos exteriores un estímulo para nuestra actitud interior. Por eso la manifestación exterior del sentimiento religioso no solo es un derecho, sino un deber. La exterioridad religiosa es un ropaje de las cosas divinas, una ofrenda humana a la Majestad divina. ¿Qué sería de un amor humano que nunca se manifestara exteriormente?

Pero en el cristianismo solo existe la fe. Hay que negarse a ver las cosas de otra manera que no sea la fe. La única fuente de paz y mansedumbre es conservar nuestra mano en la mano de Dios.



No contemporizar con la mentira

Babilonia era la ciudad del lujo, de la autosuficiencia, refugio de espíritus impuros, que se destruyó a sí misma. Estamos en la crisis de una civilización orgullosa, que se cree suficiente y termina como Babilonia. Queremos hacer una síntesis de Babilonia y cristianismo, y resulta una civilización que dice ser cristiana pero vive como pagana. 

Ha dicho el papa Francisco: “Hasta que Dios dice Basta. Llegará un día en que el Señor dirá: Se han acabado las apariencias de este mundo” (29-11-2018). Así acabarán las grandes ciudades de este mundo, si seguimos por este camino de paganización.

Papa Francisco: “No vendan la pertenencia, la cultura y lo que recibí de mi familia, mi coherencia de vida, mi identidad. No se dejen embaucar: no hay identidades de laboratorio. (…) Yo ¿vendo la historia de mi pueblo?” Sin caer en la idolatría de la nación, hemos de ser conscientes de que nuestro nacimiento nos hace pertenecer a una comunidad de herencia y destino. Una identidad asumida es garantía de la vida fraternal entre los pueblos.”

Solzhenitsyn, en su obra El primer círculo: “¿Que hay de más valioso en este mundo? Ser consciente de no colaborar en las injusticias (ni con la mentira). Son más fuertes que tú, existen y existirán, pero que no sea por tu culpa.”



Confianza

Aunque parezca que todo está perdido, estamos llamados a ser fuertes y confiar. (“Confiad, soy Yo”, recordaba el Papa Francisco el Viernes 27-3-2020). No se nos ha prometido que seremos muchos, pero sí que nuestra eficacia real procederá de la fe. “Hombres de poca fe, por qué tenéis miedo?” “Si tuvierais fe…” “Si pedís con fe, mi Padre os lo concederá…”

A los de Emaús, que caminaban desesperanzados (“se hace tarde y anochece…) les echa en cara su falta de fe: “Necios y torpes de corazón. ¿No era preciso que el Cristo padeciera y así entrara en la gloria? ¿Qué la Iglesia sufriera por ser fiel a su Maestro? Jesús camina junto a nosotros, nos conforta, aviva nuestra fe. Cuando nos habla (oración…) arde nuestro corazón: ¡Quédate con nosotros, porque se hace tarde y anochece!

Él avivará nuestra fe, el don precioso que nos regaló con el Bautismo, se fortalece con la Eucaristía y la Penitencia, y con una vida coherente, comprometida con la verdad. “Confiad: Yo he vencido al mundo.


Esperanza

Los cristianos deben recordar que el Reino de Dios nunca llegará a instaurarse en la tierra. Su esperanza no es de este mundo. La patria definitiva es el Cielo. 

Eso no significa que un cristiano no deba trabajar por mejorar el mundo. No se trata de instaurar una teocracia, sino de hacer presente a Dios, porque un sistema político al margen de Dios, que actúe como si no hubiera una instancia superior, está condenado a convertirse en totalitario y a deshumanizar la convivencia y al hombre mismo.

El cristiano tiene la misión de hacer presente a Dios, mostrando con decisión su Presencia en su vida, una vida libre de ídolos. Un cristiano no se mueve por el dinero, el placer o el poder. El cristiano se esfuerza por convertir nuestras sociedades en espacios de desarrollo, de fraternidad y honradez, de verdad y de justicia, comenzando por el entorno más próximo, familiar y laboral y social.

Algunos dicen que la pretensión de haber recibido la Revelación de Dios esconde intolerancia y es un peligro para la paz. Pero ignoran que el don de la verdad incluye el respeto a la libertad, rasgo indeleble de la naturaleza humana.



Fortaleza y templanza

La ascética es una disciplina de la fortaleza del alma para el dominio del cuerpo con el fin de hacerlo partícipe del esplendor de las realidades espirituales.

La templanza es saludable: la vida de los monjes (sencilla, sobria y humilde) es larga. Gozan de mejor salud que la mayoría de los occidentales saturados de productos de consumo más o menos adulterados. No desprecian el cuerpo, saben ponerlo en su sitio y conocen la necesidad de la contemplación.

Templanza en el uso de la tecnología. La técnica en el fondo no se dirige a la utilidad y el bienestar, sino al dominio, en el sentido más extremos de la palabra (cfr. papa Francisco, Laudato Sí): nos hace dependientes.

Los frutos de la falta de templanza son la tristeza y la inquietud, porque deseamos tener más y nos entristece no tener suficiente, La autolimitación gozosa es la acción más sabia para el hombre que ha alcanzado la libertad, y nos permite recobrar la conciencia de lo divino y la humildad ante Él (Solzhenitsyn). 

El exceso de consumo anestesia la vida contemplativa, embriaga y rebela al hombre contra Dios, le desafía como un borracho desequilibrado: es lo que sucede al hombre occidental: se cree todopoderoso, y nunca ha sido tan débil.


                 

Caridad

Hemos devaluado esa palabra. No es un sentimiento benevolente, ni una emoción, ni dar limosna. Es una virtud teologal que nos pone en contacto con Dios. Procede de Dios: es Dios mismo, que es Amor. Es una participación en el amor con que Dios nos ama. Todo lo bueno que hay en el hombre, todo lo que en el hombre es amor y digno de amor procede de Dios, porque somos a su imagen.

Jesucristo es Dios con nosotros. Si alguien pregunta qué ha venido a traer (¿paz, justicia?) hay que responder: ha venido a traer a Dios, a que conozcamos su verdadero rostro, y al conocerlo, nos veamos a nosotros mismos. Cristo revela el hombre al propio hombre. En Él vemos cómo debemos ser, vivir, actuar. Nada más hermoso que conocerle y comunicar a los demás la amistad con Él.

Las parábolas de Jesús (el hijo pródigo, la oveja perdida…) son la explicación de su propio ser y obrar. En la Cruz podemos contemplar qué es la verdad de que Dios es Amor, y a partir de allí definir qué es el amor. Y en el sacrificio de la Misa podemos hacernos partícipes de ese Amor. La caridad es la Sangre que riega el corazón de Jesús,  que ha de regar nuestra alma.

La caridad comprende y supera la justicia: amar es dar al otro de lo mío además de darle lo que es suyo, lo que le corresponde por su ser y por su obrar. La justicia es inherente a la caridad e inseparable de ella. Es el mínimum de la caridad, como decía san Pablo VI.

No hay estructura justa que pueda prescindir de la caridad sin deshumanizar la sociedad. Siempre habrá sufrimiento que necesita consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad necesitada de compañía. Como expresaba el  prelado del Opus Dei el 1-4-2020, refiriéndose a la heroica conducta de tantos profesionales en medio de la pandemia causada por el COVID-19: “el alma de la sociedad es el espíritu de servicio.” Ese es el heroísmo cristiano que salvará el mundo, los valores cristianos que el ateísmo a menudo escarnece y amenaza. 

El cardenal Sarah enumera algunos de esos rasgos propios del actuar del cristiano que han contribuido a civilizar nuestras sociedades: la dulzura y la bondad, el corazón abierto; la delicadeza hacia los pequeños; la piedad con los que sufren; el desprecio de medios perversos; la defensa de los oprimidos; la entrega silenciosa que pasa desapercibida; la valentía de llamar al mal por su nombre; el espíritu de paz y concordia; el pensamiento del cielo (que es nuestra esperanza…

Son rasgos que proceden de la caridad de Cristo, que  vive en el corazón de la iglesia y desde allí se irradia a todo hombre. De ahí la urgencia de la invitación de Cristo a los apóstoles. “Id y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Esto, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28, 19-20). Una invitación que nos hace Dios mismo, y que nos interpela.



Presencia de Dios en la Eucaristía, fuente del amor en el mundo

Todo lo bueno de nuestra civilización occidental procede de la adhesión consciente de millones de cristianos a Dios, de la identificación con Él: no sólo con lo que enseñó (las bienaventuranzas) sino con Él mismo, que es la fuente del amor, presente en la Eucaristía, alimento de nuestro amor a los demás.

La Eucaristía no es sólo la Presencia permanente del amor divino y humano de Jesucristo: es la transfusión constante de Jesús a los hombres que son sus miembros y que se convierten también ellos en Eucaristía, y por tanto en el corazón y el amor de la Iglesia. 

Eso lo entendió Teresa de Lisieux, que sabía que podía estar en todas partes si amaba a Cristo. Y el corazón tiene que seguir siendo corazón para que todos los demás órganos estén en condiciones de servir.

Sólo injertándonos en la humildad de Dios que se nos entrega somos capaces de la apertura a todos, como ha explicado Teresa de Calcuta: la primera condición que ponía para empezar una labor era la presencia de un Sagrario donde entronizar la Eucaristía y poder adorarla.

Es en el Sagrario donde experimentamos que basta con el amor de Dios, y que vale la pena renunciar a todo por esa Perla Preciosa. Todos estamos llamados a renunciar a todo, incluso a uno mismo, por amor a Dios. El santo es el que inicia ese retorno al Padre, fascinado por la belleza de Dios.

Un cristiano debe pensar: ¿bebe mi caridad de la fuente del Sagrario? ¿Cuánto tiempo paso delante de Jesús Eucaristía? La presencia humilde y silenciosa de Jesús en medio de nosotros invita a una presencia nuestra humilde y silenciosa con los demás: familia, amigos, vida social… Invita a no querer ser el palico de la gaita, la sal de todos los platos, a ser fajador de desplantes y feos, a no aislarnos…

La raíz de nuestro compromiso no puede ser la acción, sino la adoración, el conocimiento amoroso del Corazón de Jesús: sólo así seremos capaces de aliviar el sufrimiento de los demás, como alivia la mano de Jesús.