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lunes, 12 de abril de 2021

Tomás Luis de Victoria: la música del Siglo de Oro español




Victoria

Josep Cercós. Josep Cabré. Ed. Espasa Calpe

 

He vuelto a ver Converso, la sencilla y genial película documental de David Arratibel. Y me ha conmovido aún más que la primera vez. Es un documento humano, real, hilvanado sin sofisticación mediante llanas y genuinas conversaciones entre los miembros de una familia, que por fin, gracias al propio documental, encuentran la ocasión de sincerarse sobre lo esencial y –sorprendentemente- siempre rehuído: su encuentro personal con Dios.

 

Pero en esta segunda visualización he descubierto un protagonista subyacente: la música. Y no cualquier música, sino una de las más sublimes jamás compuestas en la historia de la música: el O Magnum Mysterium, antífona del II Domingo de Pascua, de Tomás Luis de Victoria.

 

En la familia Arratibel hay profesores de música y un buen organista, y cantan esa pieza a capella, como broche de cierre perfecto para el documental. Me ha cautivado de tal manera esa melodía que la he buscado en la red. Así suena:

 

            

 

 Esa melodía no la puede componer cualquiera. Hace falta finura especial, sintonía con lo espiritual, deseo de poner la música al servicio de lo sagrado. He buscado saber más de su autor. Y me he encontrado con esta pequeña y significativa biografía de Tomás Luis de Victoria, uno de esos luceros que brillaron en el firmamento del nunca suficientemente bien ponderado Siglo de Oro español.

 

Nacido en Ávila en 1548, de familia cristiana, muy joven sintió la llamada al sacerdocio y entró a formar parte del coro de la catedral, donde recibió su primera formación musical. Uno de sus hermanos era amigo de santa Teresa de Ávila. A los 17 de años se trasladó a Roma para seguir sus estudios sacerdotales y perfeccionar los conocimientos musicales como organista y compositor. Su gran maestro fue Palestrina, el famoso compositor italiano, aunque siempre se mantuvo fiel a un estilo propio, claro, sereno, de sobriedad castellana, que llegó a influir en alguna de las obras del propio Palestrina.

 

Los autores de esta biografía resaltan que Tomás Luis de Victoria, a diferencia de otros compositores de la época –y especialmente los de Roma o la escuela flamenca- no escribía según le surgía la inspiración, o por ansia de componer, sino por la necesidad que sentía de contribuir al engrandecimiento del Reino de Dios a partir de lo que sabía hacer: componer música. Por eso fue sobrio no sólo en el estilo, sino también en la cantidad: mientras que Palestrina escribió 300 motetes y 153 misas, Victoria se limitó a 50 motetes y 21 misas. 


En su producción destaca el Oficio de Difuntos para los funerales de María de Austria, hermana de Felipe II, que fue su protectora en las Descalzas Reales:


            

 

El Oficio de Semana Santa es considerado una de las obras cumbre de Victoria, y quizá de la música. Contiene todos los textos litúrgicos desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Resurrección. Incluye un bellísimo Pange lingua a 5 voces:


           

  

La serenidad de la música de Victoria contrasta con la complejidad típica de la escuela flamenca. Victoria sacrifica las posibilidades de su genio musical y su técnica en beneficio de la comprensión de lo que se canta, siguiendo fielmente en esto las disposiciones del Concilio de Trento: la música no debía ser un elemento decorativo o de entretenimiento, sino parte importante de la liturgia, que debía ser inteligible para los fieles. Esta fue también una constante de la música litúrgica de la escuela española: simple, austera, sin artificios, que acompañase a los fieles hacia la contemplación del misterio divino expresado en los textos sagrados.

 

Otra nota que se percibe en la obra, y en la vida, de Victoria es su ausencia de protagonismo, su olvido de sí mismo. A diferencia de otros grandes autores del momento, que  acostumbran ilustrar la portada de sus obras impresas con un retrato del autor, Victoria no lo hizo, y de hecho no existen retratos suyos.

 

Ponía por entero sus composiciones al servicio del fervor religioso, y ese es el secreto de que consiguiera una expresividad musical no superada por ninguno de sus contemporáneos. Es una impronta tan personal que no es posible adscribirlo a ninguna otra escuela. De hecho, influyó en otros autores españoles y en su propio maestro Palestrina, que asumirá en los últimos años de su vida el dramatismo realista propio de Victoria.

 

Una anécdota significativa muestra el diferente modo de ser de Palestrina y de Victoria. Giovanni Pierluiggi da Palestrina, que estaba casado y tenía dos hijos de la edad de Tomás Luis de Victoria, siendo ya mayor enviudó. Muchos pensaron que quizá se retiraría a un convento para seguir componiendo música piadosa. Pero no solo se casó de nuevo con una rica mujer, sino que además abrió un negoció de pieles para suministrar vestimentas a las autoridades romanas y a la Curia. En contraste, ya en esos momentos Victoria ansiaba volver a España, no estaba a gusto en el bullir romano. Soñaba con la vuelta a Castilla, donde todo invitaba al recogimiento y a la oración. Esos caracteres tan distintos, y complementarios desde luego, pues en cualquier vida honesta se puede dar gloria a Dios, marcan también los diferentes estilos de cada uno.

 

Era frecuente en esa época tomar como base para la música religiosa melodías procedentes de la música profana. Fue famosa por ejemplo la canción L’HommeArmé, melodía favorita de Carlos I, sobre la que Cristóbal Morales compuso dos Misas e inspiró también a otros autores. Sin embargo, esta práctica no fue usada por Victoria, incluso antes de que la prohibiera el Concilio. Victoria solo escribió música propiamente religiosa, inspirándose en antífonas del canto gregoriano o en su propio genio creativo. La única excepción fue la Misa pro Victoria, que se compuso sobe la canción La Guerre, de Janequin, y dio origen a la Misa de batalla. Está compuesta a base de notas cortas y repetidas con aire de fanfarria, con un estilo concertante nada usual en Victoria. La dedicó a Felipe II.

 

Victoria rehuyó la vida placentera romana, y fue progresivamente sumergiéndose en la oración y contemplación que subyace en su obra. Señal de esa inmersión hacia el mundo interior es también que a partir de cierto momento deja de dedicar sus obras a personajes de la realeza o de la Curia, para dedicarlos a la Virgen o a la Santísima Trinidad. Se percibe que su intención es volcarse en la contemplación de lo divino, y así logra que también el oyente se sienta sumergido en ese mundo contemplativo.

 

Él mismo lo explica: “He procurado no ser del todo ingrato con Dios, de quien todos los bienes proceden, por esta gracia y beneficio de Dios que me ha concedido y que me inclina por cierto natural instinto a la música sagrada, no sin frutos por lo que oigo decir a otros…” El verdadero destinatario de sus obras es Dios.

 

En la misma línea escribe a Felipe II, cuando está a punto de regresar a España: “Ya desde el principio me propuse no fijarme en el solo deleite de los oídos y del ánimo, ni del contentarme con este conocimiento, antes bien, mirando más allá, resolví ser útil, dentro de lo posible, a los presentes y a los venideros (…) ¿A qué mejor fin debe servir la música, sino a las sagradas alabanzas de aquel Dios inmortal de quien proceden el ritmo y el compás, y cuyas obras están dispuestas en forma tan portentosa que ostentan cierta armonía y cántico admirables?”

 

En la obra de Victoria no hay desnivel de calidad, y toda ella es de grado notablemente superior al de sus contemporáneos. Abundan los temas eucarísticos y marianos: Salve Regina, Alma Redemptoris Mater, Ave Regina. Quizá su máximo esplendor lo alcanza en los motetes de la Pasión. Hay un dramatismo realista, común a composiciones españolas de la época, que los distingue claramente del resto de escuelas europeas, motivado por la profunda y sincera religiosidad, y también por las circunstancias especiales de la situación política, económica y cultural, que dieron un sello propio y esplendoroso a la España del Siglo deOro, que abarca desde finales del siglo XV (1492, año del fin de la Reconquista y del descubrimiento de América) hasta mediados del siglo XVII.

 

Fue una época en la que alcanzaron excelencia todas las áreas del saber y la cultura en España. Fue mítico el prestigio de las universidades de Salamanca y Alcalá de Henares. En la famosa Escuela de Salamanca tuvo su origen el Derecho de Gentes, precursor de los Derechos Humanos, basado en la ley natural e iluminado por la fe cristiana según la cual todos somos hijos de Dios y hermanos.

 

En la literatura surgen figuras inolvidables como Miguel de Cervantes, Lope de Vega o Calderón de la Barca. En la mística, San Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús o fray Luis de León. Grandes fundadores y promotores del saber, como san Ignacio de Loyola. Pintores como Velázquez, José de Ribera o Ribalta. Escultores como Berruguete, arquitectos como Juan de Herrera… Y en esa pléyade irrepetible, brilla la música sacra de Tomás Luis de Vitoria.

 

Nuestros bachilleres deberían retomar el estudio del Siglo de Oro español. ¿Por qué se ha retirado de los planes de estudio, hasta el punto de que probablemente no ya los alumnos, sino muchos de sus profesores ni siquiera hayan oído hablar de que exista un Siglo de Oro español? Los prejuicios que lanzaron los enemigos políticos de España –y de la Iglesia católica, de la que España era un bastión- sin duda han llegado hasta nuestros días, tratando de ocultar con su basura los ricos manantiales de humanidad que fluyeron aquellos años en España. Y que aún están ahí, ofreciendo su saludable influencia. Resultan proféticas las palabras mencionadas de Victoria a Felipe II: “… resolví ser útil, dentro de lo posible, a los presentes y a los venideros.” Y vaya que lo ha sido y seguirá siendo.

 

El Siglo de Oro nos enseña cómo el ser humano, puesto en ambiente favorable ante la trascendencia, ante Dios,  es capaz de alcanzar las más altas cotas de ciencia y cultura, de verdad, bien y belleza. El influjo benéfico de la estela que levantaron aquellos hombres y mujeres españoles del siglo XVI sigue llegando hasta nosotros.

 

De ese benéfico influjo es testigo discreto este buen documental, que muestra que las creaciones musicales, cuando salen de personas que rezan, son capaces de penetrar los abismos celestiales y plasmarlos en melodías, que al ser escuchadas toman nuestra mente y nuestro corazón y los alzan de vuelta hacia las intimidades divinas.

 

Aunque de lo que es mejor testigo el documental Converso es de la acción del Espíritu Santo en la historia y en cada alma. Sigue soplando donde quiere y como quiere. Mayormente allí donde alguien implora su acción y busca sinceramente la verdad.


            

martes, 10 de abril de 2018

Converso



Converso. Un conmovedor film de David Arratibel 

                 

He disfrutado de esta magnífica película justo después del último post sobre el misterioso poder de la música, capaz de elevarnos a alturas insospechadas. Este documental, realista, vivaz y sincero, lo corrobora.

 

La música no es la protagonista del film. Pero está ahí. Porque la protagonista es una familia que ama la música, y es capaz de cantar o tocar el órgano como los ángeles, con esos armónicos que nos suben hasta las mismas puertas del cielo, y parecen dejarnos  a merced del Espíritu Santo. 


Los protagonistas son los propios miembros de la familia de David Arratibel. Uno tras otro, en poco tiempo y cada uno por su cuenta, han descubierto la fe y se han convertido. David, agnóstico y perplejo ante el fenómeno, se propone indagar qué ha pasado, en qué consiste esa conversión.

 

Y le sale una película fresca, llena de vida, que iba a ser de conversiones y ahora es sobre todo de conversaciones. Porque los miembros de la familia, por primera vez, hablan de la fe entre ellos. Y se nota que tenían ganas de hacerlo, porque se quieren.

 

Es encantadora la sencillez y vivacidad con que narran su experiencia. La hermana mayor, María, es un prodigio de alegre espontaneidad. Y el cuñado, organista y profesor de música, explica con sencillez y expresividad de artista ese proceso inefable en el que el principal protagonista es Dios, que nos sale al encuentro como quiere y cuando quiere. Y uno no tiene más que aceptarlo. La pena para David es que “al Espíritu Santo no se le puede grabar”.

 

Es una película de conversaciones pendientes, esas que lastimosamente eludimos, a saber por qué, y que lamentaremos no haber tenido cuando ya sea imposible. El fruto es asombroso, porque el rodaje tiene el efecto de una catarsis familiar, de la que mana un bálsamo que fortalece y une más a todos. Gracias a la comunicación, al diálogo, a la conversación libre de prejuicios y amigable. 

  

David Arratibel nos plantea lo absurdo de eludir hablar de religión entre los seres queridos. Aunque se sea agnóstico o ateo. ¿Por qué da cierto sarpullido sacar el tema? ¿Es una invasión de la intimidad?  Pero, ¿cómo no hablar de Dios si resulta que existe? Y si existe, ¿no es una barbaridad no tenerlo en cuenta? Ese modo de preservar la intimidad ¿no será otra forma de caer en la tiranía del silencio sobre Dios, que es silencio sobre lo esencial? ¿Por qué eres tan miserable de no haber querido hablar de esto con tu familia?

 

Muy reveladoras las confidencias de la madre. Describe su equivocado itinerario, tras el Vaticano II: pensó con buena intención, como otros muchos, que para ser “cristiana comprometida” había que afiliarse a algún partido o sindicato, y “agitar”. Y terminó “comprometida”, pero dejó de ser cristiana.

 

Significativas también las presiones que recibió David, desde algunos rincones del mundo del cine, para no hacer la película. “Si la haces, que sirva para ridiculizarlos o meterlos en la cárcel”. “¿Cómo voy a hacerles eso, si son mi familia?”


Hay persecuciones, ha recordado el Papa Francisco: también en forma de “burlas que intentan desfigurar la fe y hacernos pasar por ridículos.”


Gracias a Dios, Arratibel tiene buena pasta y no ha caído en ese juego sucio. Y nos ha dejado una película que es una delicia de veracidad, respeto y buen hacer.