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viernes, 28 de septiembre de 2018

ESCONDIDOS. El Opus Dei en la guerra civil española


Escondidos. El Opus Dei en la zona republicana durante la Guerra Civil española (1936-1939)

José Luis González Gullón. Ed. Rialp




El historiador José Luis González Gullón reconstruye en este libro la vida de san Josemaría y de los primeros miembros del Opus Dei durante los tremendos años de la guerra civil española. Cuando estalló la guerra, la mayor parte de ellos estaban en la zona controlada por el gobierno republicano, eran jóvenes y se vieron inmersos en medio de una lucha fraticida y en un contexto de persecución contra los católicos.

El relato está basado en la abundante documentación que se conserva: especialmente los diarios de Isidoro Zorzano y Juan Jiménez Vargas, dos de los primeros fieles del Opus Dei, y el increíblemente extenso epistolario de san Josemaría, que incluso en los momentos más dramáticos no se dio tregua para alentar y animar a cuantos se habían acercado a su incipiente labor apostólica.

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Al comenzar la guerra aún no habían transcurrido ocho años desde la fundación del Opus Dei. Era una labor joven, en la que participaban poco más de 150 chicos y chicas, entre los que había universitarios, obreros y empleados. De ellos eran miembros de la Obra 21 varones y 5 mujeres. Varios de ellos estaban en Valencia (Rafael Calvo Serer y Enrique Espinós) o tenían familia en Valencia (Pedro Casciaro y Paco Botella).

El comienzo de la guerra parecía una hecatombre para la Obra. San Josemaría había proyectado tres objetivos para la expansión apostólica del Opus Dei en el curso 1935-1936. El primero, comprar un inmueble para la Academia-Residencia DYA, primera obra corporativa del Opus Dei, y acababan de alcanzarlo el 17 de junio, fecha en que con gran esfuerzo económico  habían firmado el contrato; pero el 20 de julio tuvieron que abandonarla precipitadamente, y desde ese día quedó destrozada y a merced de los violentos.


     San Josemaría con universitarios en la Academia DYA

El segundo objetivo era abrir una Residencia de estudiantes en Valencia: ya estaba nombrado el director, y el 18 de julio se estaba firmando el contrato en Valencia cuando llegó la noticia del alzamiento militar; inmediatamente  se paralizó la compra. El tercer objetivo, comenzar en París en marzo de 1937, lógicamente tuvo también que aplazarse.

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Desde el 20 de julio comenzó una vida oculta, clandestina para casi todos, pero en la que no cesó de alumbrar la llama de la esperanza. La vida de todos corría peligro por su condición de católicos, y especialmente la del fundador por ser sacerdote. Entre todos cuidaron del fundador. Especialmente se ocupó de esa tarea Juan Jiménez Vargas, joven médico de 23 años, decidido y audaz, que no escatimó esfuerzos para preservar su vida, aun a riesgo de la suya propia.

Con la valiosa documentación que ha usado, González Gullón logra que podamos asistir muy de cerca al modo en que se desarrolló la vida y el crecimiento de la Obra en esas dramáticas condiciones, tanto en la vida personal de cada uno de los miembros, como en las personas con las que se relacionaban. El ejemplo de san Josemaría, y su enseñanza, les movía a desarrollar una sociabilidad abierta al trato humano con todo tipo de personas, aun en medio de la inquietud y angustia que significaba vivir en una zona controlada por comunistas y anarquistas.

Aunque es conocido el desenfreno que suele acompañar a las guerras civiles, asegura González Gullón que cuesta hacerse cargo de lo que supuso la persecución religiosa en la guerra española, y el sufrimiento de la población católica en zona republicana. Los datos confirman que hubo una decisión racional de aniquilación del clero católico, y que se intentó alcanzar metódicamente ese objetivo. 

Más de 7.000 sacerdotes sacerdotes, seminaristas y religiosos fueron asesinados en la zona que dominaba el gobierno republicano, en muchos casos después de torturas extremas. Fue una acción coordinada y asumida por el Gobierno, a través de un Comité de Investigación que coordinaba los tribunales revolucionarios, formados por integrantes de partidos y sindicatos del Frente Popular.

Las tristes noticias de asesinatos por motivos religiosos y otras formas de terror revolucionario, como incendios y saqueos de iglesias y monasterios, eliminaron en buena parte de la población católica, a las pocas semanas del comienzo de la guerra, cualquier deseo de regreso a la Segunda República.

En ese contexto, relata González Gullón, la reacción natural de algunos miembros del Opus Dei fue alejarse lo más posible de la vida socio-política y militar, como hizo buena parte de la población madrileña. Ante la represión asesina contra el clero, el fundador se escondió. Los jóvenes en edad militar no se incorporaron a filas porque no deseaban defender un régimen que se autoproclamaba contrario y beligerante con la Iglesia.

                                           Álvaro del Portillo, joven estudiante de ingeniería

Del régimen de Franco sólo conocían lo que les llegaba por la radio clandestina, que protegía la religión católica,  que obispos y clérigos se movían con libertad en el bando nacional, y que para muchos la guerra era una defensa militar de la Iglesia, una cruzada frente a la agresión, también militar, del materialismo ateo.

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Cuando en 1937 se estabilizan los frentes de guerra y quedaba claro que el desenlace de la guerra no iba a ser inminente, san Josemaría  piensa que ya no basta con quedarse encerrado. El Opus Dei es un querer de Dios, cuya expansión no debía frenarse. Y siente que lo razonable es intentar pasar a la zona nacional, donde no se persigue el culto católico ni se prohíben las actividades de formación cristiana.

 No es fácil calcular la energía, estudio y agilidad que requiere, en esas circunstancias, cualquier acción encaminada a pasar al otro lado, por el frente de guerra, por la frontera o por medios diplomáticos. La peripecia, narrada al detalle,  nos pone ante un mundo de actividad no apto para cardíacos,  que requirió en sus protagonistas un temple humano extraordinario. Sólo hay que pensar en lo costoso de establecer comunicación segura con muchachos en edad militar, dispersos por diversos frentes y ciudades y en algún caso aislados o presos, en plena guerra.



Pedro Casciaro. Tenía 21 años al comenzar la guerra civil. Acompañó al fundador en el paso de los Pirineos. 

Junto al temple humano,  aparecen de manera constante la fe y la esperanza cristianas, que ayudan a no rendirse ante obstáculos aparentemente insalvables y a no perder de vista el sentido de la vida.  En los diarios y en  las cartas del fundador, junto a noticias de la vida cotidiana, que permiten una reconstrucción cabal de los hechos históricos, se percibe el sentimiento de paternidad del fundador, que alienta a todos y transmite noticias de unos y otros para que nadie se sienta solo. Y las respuestas de los destinatarios de las cartas, que se sienten movidos a contestar con diligencia y llenos de agradecidos sentimientos de filiación ante el cariño paterno del fundador, que les remite a la unión con Dios y a sentirse queridos por Él. Y todo a pesar de las dificultades técnicas y los peligros de la censura postal y las represalias.

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Para sortear la censura aguzaron el ingenio. Cualquier palabra con sentido cristiano habría despertado sospechas y una detención y asesinato más que probable. Por ejemplo “estar cerca de don Manuel” significaba no olvidar la presencia constante de Dios. Un joven Álvaro del Portillo escribe  a los que se encuentran en Valencia: “El único procedimiento de poder hacer algo, estar todos muy unidos entre nosotros y todos al abuelo (san Josemaría) y a los amigos que éste tiene: D. Manuel (Jesucristo), su Madre (la Virgen)…”
Oculto durante varios meses con algunos de sus hijos en la legación de Honduras, el 4 de abril de 1937 les ayuda a meditar en la finalidad de sus vidas, centradas en la expansión del mensaje cristiano de la Obra, en contraste con el ambiente que les rodea: “Hoy advertimos que este contraste es más radical, más profundo; el odio a Jesucristo, con nuestro deseo de servirle y amarle; la inquietud, la fiebre de afuera, con nuestra paz interior; la disipación y la agitación exteriores, con nuestro recogimiento, con nuestra intención de conocerle y conocernos (…) Sí, España; pero antes que España, Dios y su Iglesia. Porque, ¿qué vale España, Dios mío, si Tú me has mandado conquistar todo el mundo?”

Y el 24 de agosto de 1937 a propósito de las  dificultades para conseguir documentos para la  evacuación: “Hemos trabajado para salir y no lo hemos logrado; uno a uno han ido fracasando todos los medios usados. ¿Qué haremos? No perder la paz, seguir poniendo todos los medios que se nos ocurran: esperar llenos de confianza.”

En sus cartas a los que están en Valencia o dispersos por la zona republicana, los temas son el trato con Dios, los detalles normales de la vida cotidiana, la fraternidad: velar unos por otros, atender a los que están refugiados o en cárceles y a los parientes de todos para mitigar su sufrimiento y en lo posible sus necesidades materiales: compartir alimentos, conseguir abrigo y medicinas... Les hace llegar el calor de familia y les hace sentir la responsabilidad de haber llegado a primera hora a la Obra: “Si el viejo desfilara –dice de sí mismo pensando en el riesgo de muerte- os toca continuar, cada día con más ímpetus, el “negocio familiar”.”

        A Lola Fisac, que se incorporó a la Obra en plena guerra civil y en zona republicana, le escribe: “No me olvides que en mi casa hay mucho trabajo, y trabajo duro (…) Sin embargo, también hay algo que no se encuentra en ninguna parte: la alegría y la paz; en una palabra, la felicidad.”

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Especialmente emocionante resulta el capítulo dedicado a la aventura de la evacuación del fundador y varios miembros de la Obra desde la zona republicana a Francia, a través de Valencia, Barcelona y los Pirineos, por la frontera de Andorra. El 8 de octubre del 37 llegaron a Valencia procedentes de Madrid. San Josemaría pasó la noche y celebró Misa clandestinamente en una vivienda de la calle Eixarch, a la que acudieron los dos jóvenes de la Obra que se encontraban movilizados en el ejército republicano en la ciudad, que se unirían a la expedición más adelante.



San Josemaría en Andorra tras el paso de los Pirineos

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Quizá el reto más difícil para un historiador es explicar el contexto de una guerra civil sin caer en los tópicos de buenos y malos. Pienso que González Gullón consigue no caer en esa simplificación. Escribe sin polarizaciones. Y el resultado es un relato objetivo, lleno de comprensión hacia quien piensa diferente, abierto al perdón, a la reconciliación y a una convivencia en la que impere el diálogo y la paz.

El libro interesará a los amantes del pasado reciente de España, y desde luego a quienes desean conocer más a fondo la vida y enseñanzas de san Josemaría, “el santo de lo ordinario”, como le llamó san Juan Pablo II. 



Rafael Calvo, Isidoro Zorzano, Amadeo Fuenmayor y Santiago Escrivá, en la Malvarrosa




jueves, 15 de marzo de 2018

Días de espera en guerra


Días de espera en guerra. San Josemaría en Barcelona, otoño de 1937
Jordi Miralbell. Ed. Palabra





Relato detallado y cuajado de tensión dramática de los días que el fundador del Opus Dei, acompañado por varios jóvenes miembros de la Obra, pasó refugiado en Barcelona, procedente de Madrid y Valencia, a la espera de conectar con los guías que les condujeran a Francia y desde allí a la zona de España en que no había persecución religiosa.


Desde el comienzo de la guerra, debido a la furia anticristiana desatada en la España dominada por comunistas y anarquistas, san Josemaría estuvo en peligro de muerte y hubo de buscar refugio en varios lugares de Madrid. Baste recordar, para hacerse idea del peligro, que de los 2.000 sacerdotes que había en Madrid, 700 fueron asesinados en los primeros meses de la guerra. 


También tuvieron que esconderse los demás miembros de la Obra, que en esos momentos eran apenas 25 varones y 5 mujeres, como tantos católicos a quienes se perseguía por el mero hecho de ser católico. Sólo mantuvo cierta libertad de movimientos IsidoroZorzano, un joven ingeniero de ferrocarriles que tenía nacionalidad argentina: un brazalete con la bandera de su país le daba ciertas garantías, y ese hecho resultó providencial porque pudo hacer de enlace para mantener la comunicación entre todos y ayudar en las necesarias gestiones de supervivencia.




La imposibilidad de realizar en la zona republicana el trabajo apostólico para el que Dios le llamaba, y el riesgo para las vidas de todos, que se mantenía más de un año después de iniciada la guerra, movió al fundador a intentar el paso a la otra zona a través de los Pirineos. Contó con la ayuda decisiva, además de Isidoro,  de uno de los primeros de la Obra: Juan Jiménez Vargas,  un joven médico de 23 años, audaz y valiente, que en los primeros días de la guerra se salvó providencialmente de ser fusilado.




El plan era audaz: consistía en viajar desde Madrid a Valencia, recoger en la capital del Turia a dos jóvenes de la Obra, Pedro Casciaro y Paco Botella, movilizados en el ejército republicano, y continuar viaje hasta Barcelona. En la ciudad condal  intentarían conectar con alguna red de contrabandistas que ayudaban a pasar a Francia a fugitivos.



Todos los componentes de la expedición tomaron notas de esos días en pequeños diarios, y don Josemaría, que tenía sentido histórico y conciencia de estar en los comienzos de una gran empresa sobrenatural, les enseñó a guardar cuanto pudiera servir para reconstruir aquella aventura: billetes de tranvía, recibos, salvoconductos, cartas en clave recibidas… Dos de ellos –Pedro Casciaro y Miguel Fisac- eran además arquitectos, y acompañaron sus notas de numeroso dibujos descriptivos. 


Gracias a ese material, y a entrevistas con testigos, el periodista Jordi Miralbell ha podido reconstruir con inusitado detalle, casi al minuto, la vida, llena de peligros y peripecias, de esos días, que abarcan desde el 10 de octubre hasta el 19 de noviembre de 1937. Es un relato vivo y realista, de gran valor histórico, en el que es posible sumergirse y contemplar casi en directo la vida de sus protagonistas,  cómo afrontaron cada uno de ellos las duras circunstancias de la guerra, y cómo era la vida en su entorno.




Llama la atención, junto a la valentía y audacia de esos jóvenes que saben que se están jugando la vida, su sentido sobrenatural, es decir, su conciencia de que están en manos de Dios, y que están cumpliendo una misión sobrenatural por encargo divino: hacer el Opus Dei junto al fundador. Saben que cuentan con la ayuda del Cielo, y que tienen el poder de la oración (que no descuidan) y la protección de los ángeles custodios, que se les hace patente en múltiples ocasiones. Esa conciencia les da una enorme paz, hasta el punto de no perder el sentido del humor ni el optimismo, ni en medio de intensos bombardeos, ni atravesando controles policiales con documentación falsa.  



Destaca la figura de Juan Jiménez Vargas, el joven médico, que una y otra vez expone su vida por don Josemaría y por los de la Obra. Su viaje desde Barcelona a Daimiel para rescatar a Miguel Fisac, que llevaba un año escondido en una buhardilla en casa de sus padres, es un episodio de película, que resalta su valentía, decisión y fortaleza. Don Josemaría, que entonces tenía 35 años,  confía en este joven de 23, que transmite audacia y seguridad a todos.




Sorprende también conocer el sufrimiento interno de san Josemaría, que se debate entre la necesidad de huir a la zona nacional para poder realizar su trabajo apostólico con libertad, y la pena de abandonar a los que quedan en la zona roja, expuestos a peligros y penurias. Lucha por controlar su zozobra interior, y no pierde el tiempo: se ocupa de formar a los miembros de la Obra, les enseña a no estar ociosos (cuando parecería tan disculpable en esas circunstancias) y atiende sacerdotalmente a numerosas personas con las que entran en relación. Impresionan sus numerosos desplazamientos  por la ciudad, incluso hasta poblaciones cercanas, para estar con unos y otros a pesar del peligro a que se exponía (por ejemplo veía semanalmente a su entrañable amigo Pou de Foxá, sacerdote también refugiado). Las largas caminatas que se vio obligado a realizar servían también como entrenamiento para la dura travesía de los Pirineos que les aguardaba. 



Por la narración desfila también un buen número de personajes con los que los protagonistas se relacionaron. Hombres y mujeres atrapados en la vorágine de la guerra y sufriendo sus consecuencias. Muchos se comportan con heroicidad y coherencia cristiana, sin darse importancia. Otros intentan justificar su postura alegando pérdida de fe, como el magistrado Galbe, a pesar de todo un hombre de corazón que no dudó en comprometer su seguridad por ayudar a su amigo Josemaría.   


Cada año Andorra celebra el Aplec de san Josemaría, en recuerdo de aquella aventura y en homenaje a cuantos, en un sentido y en otro de la frontera, han alcanzado la libertad por aquellos caminos que nunca debieron cerrarse.