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jueves, 23 de febrero de 2023

¿Puede una madre olvidarse del fruto de sus entrañas?

 



En su impresionante comentario al Padrenuestro, en el primer tomo de su Jesús de Nazaret, Benedicto XVI se pegunta en qué sentido podemos dirigirnos a Dios como Padre.

Es Padre porque es nuestro Creador, le pertenecemos. Cada uno de nosotros, individualmente y por sí mismo, es querido por Dios, Él conoce a cada uno. Y por eso, en virtud de la creación, somos ya de modo especial hijos de Dios.

Pero somos también hijos en otra y más profunda dimensión: hemos sido creados según la imagen de Jesucristo, el Hijo en sentido propio, de la misma sustancia del Padre. Por eso, ser hijo de Dios, afirma Benedicto, es también un concepto dinámico: todavía no somos plenamente hijos de Dios, sino que estamos llamados a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. La palabra Padre que dirigimos a Dios comporta un compromiso a vivir como hijo.

Dios mismo, como buen Padre, se ha ocupado de muchas maneras en explicarnos cómo es su amor por nosotros. En Isaías 66, 13 lo compara con el amor de una madre por el fruto de sus entrañas: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo.” Y más adelante insiste: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Isaías, 49, 15)

Benedicto XVI explica cómo ese amor aparece reflejado de un modo conmovedor en el término hebreo rahamim, que originalmente significa “seno materno”, y poco a poco pasa a usarse también para designar el amor misericordioso de Dios hacia el ser humano.

La Sagrada Escritura emplea esas imágenes tomadas de la naturaleza para describir actitudes fundamentales de nuestra existencia. “El seno materno es la expresión más concreta del íntimo entrelazarse de dos existencias y de las atenciones a la criatura débil y dependiente que, en cuerpo y alma, vive custodiada en el seno de la madre.”

Ese lenguaje figurado del cuerpo, que nos permite comprender los sentimientos de Dios hacia cada uno de nosotros de un modo más profundo, nos enseña también algo esencial sobre nosotros mismos: lo sagrado de cada vida humana, para la que el Creador ha ideado un recinto de protección y cariño único: el seno materno.

Una madre y un hijo en sus entrañas. No se pueden contemplar esas dos existencias que crecen entrelazadas sin conmoverse,  y sin vivo deseo de protegerlas, porque son vidas humanas llenas de dignidad, y porque nos remiten a algo tan sublime y único como el Amor de Dios por cada uno de nosotros.

 

Relacionado:

Red madre

Jesús de Nazaret, Joseph Ratzinger

Cristianos en la sociedad del siglo XXI, Fernando Ocáriz

Cómo defender la fe sin levantar la voz, Yago de la Cierva

 

lunes, 8 de septiembre de 2014

La columna de hierro. Una gran novela sobre la vida de Cicerón


 
                                                        

La columna de hierro. Taylor Caldwell. Ed. Maeva 



Biografía  novelada de Marco Tulio Cicerón. Nacido en  el año 106 y muerto en el 46 antes de Cristo, vivió en momentos de esplendor del  Imperio Romano, cuando mentes lúcidas como la suya ya intuían su inevitable declive,  a causa de la ambición y corrupción de la clase dirigente. 


Antes de comenzar a redactar el libro, Taylor Caldwell realizó junto a su marido un gran trabajo de documentación, que comenzó en 1947 con la traducción de todas las obras y correspondencia de Cicerón, conservadas en el Archivo Vaticano. Empleó después  un total de siete años en la redacción del libro, que iba acompañada de un arduo trabajo de investigación  para recrear con detalle la vida y costumbres de la época. 


Taylor ve un terrible paralelismo entre  la historia de la República Romana y la de los Estados Unidos de América (y de todo  el Occidente contemporáneo, podríamos añadir).   El menosprecio  de las naciones a las normas establecidas en la Pax Romana, que pretendía  un  gobierno mundial conciliador, le parece muy similar al desprecio actual  a la letra de la Carta de las Naciones Unidas. Cicerón lo advirtió, con frase de Aristóteles: “Las naciones que ignoran la Historia están condenadas a repetir sus tragedias”.  

Fue el mejor jurista y abogado de Roma. Sus dotes oratorias, bien cultivadas durante años, eran espectaculares, con un enorme poder de seducción. Sus famosos discursos contra Catilina, verdaderas arengas a favor de la libertad,  están construidos con tal perfección que podría repetirlos  un político actual.  “La libertad no significa aprovecharse de las leyes con intención de destruirlas. No es libertad la que permite que el caballo de Troya sea metido dentro de nuestras murallas y que los que vienen dentro sean oídos con el pretexto de la tolerancia”. 

 

Destacó además como escritor, poeta, filósofo, moralista y político. Introdujo en Roma la savia de la filosofía griega. En un mundo en que no estaba de moda la moral, trató siempre de interrogarse acerca de  la bondad o maldad de los actos humanos, y especialmente de los actos de los políticos, que deberían trabajar a favor del pueblo y tantas veces lo utilizan para su propio provecho personal, con una retórica manipuladora y disfrazada de palabras de democracia. 


Defendió que los derechos de los hombres están por encima de los del Estado, que la libertad nunca debería ser amenazada por leyes perversas. Denunció y desafió a los dictadores y el ansia de poder de los hombres malvados que se hacen con los recursos del Estado.  Murió asesinado precisamente por orden del  Estado, durante el triunvirato de Marco Antonio, Octavio y Lépido. Los poderosos no soportaban sus alegatos acerca de la necesidad de que el poder respete la ley: “El poder y la ley no son sinónimos. La verdad es que con frecuencia se encuentran en irreductible oposición”.  


El diálogo con la pragmática Terencia, su mujer, refleja el dilema de todo hombre honrado, que prefiere mantenerse alejado de una política en la que sólo suelen triunfar los más astutos o los que compran cargos: “La virtud, las dotes de mando o la capacidad son cualidades que no cuentan para nada. Si sólo se hubiera de elegir a hombres virtuosos y capaces, seguro que la mitad o más de los cargos de Roma quedarían vacantes” (505). Denunció a los “políticos que retuercen la verdad sobre sus adversarios y trabajan por difundir falsedades acusatorias hasta convertir al inocente en culpable a los ojos del pueblo” (714): nihil novum sub sole!


Pero una frase de Pericles pone el dilema en su punto justo: “No decimos que el hombre que no se interesa por la política se ocupa tan sólo de sus propios asuntos. Lo que afirmamos es que no tiene nada que hacer en este mundo”. (148) La política precisa de personas honradas, dispuestas a sufrir si llega el caso el odio y la ingratitud de las masas, manipuladas con tesón y constancia precisamente por quienes sólo buscan en la política su propio provecho. (703)


Sus tratados sobre los deberes para con Dios y para con la patria, especialmente De Republica, continúan siendo citados dos mil años después de ser escritos. Igualmente famosas son sus cartas a Ático, su editor, quien supo valorar la calidad de sus textos: “edades  aún por nacer serán las receptoras de tu sabiduría y todo lo que has dicho y escrito  será una advertencia para naciones aún desconocidas”.  


También se conserva una amplia correspondencia con  Julio César, gran amigo desde la infancia, aunque siempre hubo entre ellos una relación de amor y odio. Cicerón conocía bien a César y no se fiaba de sus intenciones. Sabía que era un trepador. César dijo de él con su cinismo habitual: “Siempre querré a mi pobre Marco (Tulio Cicerón), que jamás cesó de buscar la virtud, sin comprender que no existe en este mundo”.


El ansia del Dios verdadero, patente en la obra de Cicerón, está muy bien reflejada en el libro.  Cicerón conoció el judaísmo y las profecías de la Sagrada Escritura acerca de la venida del Redentor del mundo. Sus escritos revelan que participó de la gran expectación universal que estremeció en su época a  hombres justos de todas las naciones. Sentían próximo el Nacimiento de un Salvador que devolvería al mundo su inocencia original, y rezaban al Dios desconocido que liberaría a la humanidad  de la tiranía del mal y del pecado.  “Ha sido prometido a todos los hombres que tienen oídos para oír y alma para comprender” (725). 


Conocía el texto de Sócrates: “A los hombres les nacerá el Divino, el Perfecto, que curará nuestras heridas, que elevará nuestras almas, que encaminará nuestros pies por el sendero iluminado que conduce a Dios y a la sabiduría, que aliviará nuestras penas y las compartirá con nosotros, que llorará con el hombre y conocerá al hombre en su carne, que nos devolverá lo que hemos perdido y alzará nuestros párpados de modo que podamos ver de nuevo la visión”. (420) 


La lectura del libro de Job le deslumbra. “El hombre no ha sido creado para que se compadezca de sí mismo ante el Eterno y se describa como un ser débil. Fue creado para que él mismo llegara a ser uno de los dioses. El hombre debería pasarse la vida agradeciendo el don no merecido del alma y el cuerpo, de contemplar los tesoros que le rodean aunque fuera solo mortal. Pero Dios nos ha prometido una vida inmortal”. (473) No lo llegó a conocer, pero el gran acontecimiento, el Nacimiento del Mesías esperado,  sucedió al término de sus días. 


La obra de Taylor C. aporta conocimientos históricos muy de agradecer por los no especialistas.  La contextualización y recreación de la vida en la Roma de la época está muy lograda. Sorprende por ejemplo  conocer  que hace más de  dos mil años Roma ya disponía de periódicos diarios (tres, rivales entre sí) y que eran utilizados para difundir propaganda, también política.  Julio César fue uno de sus columnistas más destacados. 


Contiene  elementos muy válidos para aprender a juzgar sobre  la sinceridad de las palabras y gestos de quienes viven en o de la política. Sin duda Caldwell  escribe pensando en los males de nuestra época, pero es respetuosa con el mensaje de Cicerón: “El político que promete puede estar seguro siempre de contar con entusiastas seguidores”. Lacras de la vida pública como el recurso al halago del pueblo y a la mentira no son de ahora. Y el riesgo que acecha siempre al político honrado, que sufre incomprensión y  es puesto bajo sospecha  cuando  sólo intenta hacer el bien: “Los hombres, antes que creer la verdad, prefieren pensar mal de los otros hombres”. (697)


Junto a textos que hacen pensar, abundan también  las ideas que cautivan y llenan de esperanza. Así, el momento en que  Cicerón recita una poesía de Lucrecio a unos conocidos (“todo fluye, nada permanece…”) y de pronto surge en su interior la visión de una evidencia: no tiene sentido su angustia ante la lenta agonía de Roma. Puede morir Roma, como han muerto otras muchas civilizaciones. Pero Dios permanece, permanecen sus planes hacia la humanidad. Y por eso la irremediable ruina de Roma no debe ser motivo para dejar de luchar contra el mal, porque los que luchan contra el mal son los soldados de Dios, que permanece y vive siempre. Los impíos mueren, pero el hombre persiste. (437)


Parece que Cicerón no acertó en sus dos matrimonios. Su retrato de la mujer terrible refleja una dura experiencia propia: “Meterá las narices en todos tus asuntos, te dará consejos y te hará reconvenciones si no los sigues. Sabrá todo lo que haces. Es dominante y tacaña y ella decidirá quiénes han de ser tus amigos. Vuestros hijos serán de ella y no tuyos. Serás un verdadero esclavo de sus caprichos y pronto te convencerá de que estás loco”. (485) 


En suma: una obra valiosa, de lectura grata y enriquecedora. Vale la pena.

sábado, 4 de mayo de 2013

Tomás de Aquino: la razón al servicio de la fe


Tomás de Aquino. Vida, obras y doctrina. 
James A. Weisheilpl EUNSA 1994 



Thomas Aquinas (Sandro Botticelli, Abegg Stiftung, Riggisberg)


Este libro del dominico  canadiense James Weisheilp es quizá la mejor biografía de santo Tomás de Aquino.  Traza un cuadro detallado y riguroso de cuanto sabemos hasta la fecha sobre la vida y evolución intelectual de una de las mentes más poderosas de la historia de Occidente, con un  método histórico-crítico de gran precisión en el análisis de las fuentes.  


Tomás de Aquino (1223/4-1274)  vivió en una época que, a semejanza de la nuestra, estuvo sometida a profundas tensiones y cambios culturales. Fue un hombre santo que desde su juventud –casi desde su niñez- puso la inteligencia al servicio de la fe cristiana, mostrando  no sólo que creer es razonable, sino que a la luz de la fe nuestra mente puede avanzar segura en el  conocimiento de Dios. La Iglesia sigue viendo en santo Tomás un guía seguro para adentrarse en el conocimiento teológico sin perder el norte de la fe revelada.


Nació  en fecha incierta entre 1223 y 1224, en el castillo de Roccasecca (Italia). Con apenas 8 años, en 1231, su familia le envió para formarse a la abadía benedictina de Montecasino. En 1239, con unos 15 años, el abad convenció a sus padres para que lo enviasen a estudiar artes liberales a la universidad de Nápoles. Allí dedicó 5 años intensos al estudio, dirigido por profesores universitarios. 






Sabemos del joven Tomás que era más alto que la media en aquella época, de cierta corpulencia, tranquilo y serio para su edad, de pocas palabras, reflexivo, muy dado a la oración.


En Nápoles se formó en el aristotelismo con el maestro Pedro de Hibernia. La corte de Federico II era  un importante centro de traductores, que vertieron al latín las obras de griegos aristotélicos, Averroes y otros autores árabes. Estas obras influyeron en la formación aristotélica de Tomás antes de que conociera a san Alberto Magno, quien se había nutrido más bien de autores neoplatónicos.


Un factor decisivo para su vocación como dominico fue la relación y amistad en Nápoles con los frailes predicadores de la Orden de Santo Domingo,  que se habían establecido allí poco antes, en 1227. Su estilo de vida, el celo por las almas y la pobreza que vivían le removieron. Tomás  eligió ser dominico, y con eso frustró los planes de su familia, que esperaban verlo como benedictino prominente en la abadía de Montecasino.


Los dominicos (Orden de Frailes Predicadores) habían sido fundados en 1215 por el sacerdote español Domingo de Guzmán. Éste, en viaje con su obispo Diego de Acebes hacia Dinamarca, descubrió en el sur de Francia la devastación causada por la herejía albigense.  Los jefes de la secta, cátaros, convencían a la gente poniendo mucho interés e ingenio intelectual, y mostrando una vida pobre.  Domingo y su obispo se dieron cuenta de que los herejes sólo serían convertidos por la práctica de la pobreza evangélica, profundos conocimientos teológicos y gran celo por las almas. Así nació la Orden de Frailes Predicadores.



Aunque no se sabe con exactitud, Aquino pudo recibir el hábito dominicano en 1244, a los 19 años. Ese mismo año, en mayo, marchó de Nápoles camino de París. Probablemente los superiores dominicos veían conveniente que pusiera distancia de su poderosa familia, y por otra parte en la universidad de París podría recibir una preparación acorde con su capacidad.



Las universidades habían surgido en Europa en 1179, con el Papa Alejandro III, y a raíz del Concilio III Laterano, que declaró que toda iglesia catedral debe tener una escuela anexa y un maestro que enseñe teología y gramática al clero secular y a los estudiantes pobres.



Thomas de Aquino a Velázquez depictus (Temptatio Sancti Thomae, Museo Diocesano, Orihuela [España])


En el camino hacia París tuvo lugar el incidente del secuestro.  No hay detalles precisos.  Parece que la familia de Tomás no veía bien que entrara en una Orden que vivía de la limosna, y la madre encargó a uno de los hermanos, Reinaldo, que servía en el ejército, que se lo trajera.    Antes de llegar al castillo familiar de Rocassecca,  tuvo  lugar el episodio de la prostituta, provocado por Reinaldo y los soldados que le acompañaban, para tentar a Tomás. Es imposible que el suceso ocurriera en Roccasecca: doña Teodora, su madre, no lo hubiera tolerado. El relato del “cíngulo angélico” podría ser un recurso  simbólico de los hagiógrafos para resaltar la castidad de Tomás, que supo vencer esa prueba y toda su vida, según testimonió su confesor, vivió fielmente la virtud de la  pureza.


En Roccasecca estuvo retenido entre uno y dos años, quizá hasta el verano de 1245. No era tratado propiamente como prisionero: tenía tiempo para el estudio, la oración y hablar con su familia. También recibía la visita de otros dominicos. En ese tiempo se dedicó al estudio de la Biblia y de las Sentencias de Pedro Lombardo.  


El encierro no sólo no tuvo éxito, sino que después de muchas discusiones, Tomás convenció a su madre de que se hiciera monja: llegó a ser priora benedictina en Santa María de Capua en 1252. No parece cierta la leyenda de la fuga de Tomás, huyendo del castillo descolgándose con una soga. Lo más probable es que marchara honorablemente, con la bendición de su madre. 


Marchó finalmente a París, donde estuvo tres años. De allí fue enviado a  Colonia, para formarse con san Alberto Magno, que había creado en 1248  el Studium Generale de la Orden. Cuando Tomás descubrió la maravillosa sabiduría de san Alberto, que estaba haciendo la compilación de la enciclopedia aristotélica y dominaba todos los saberes, se dio cuenta de la gran oportunidad que se le brindaba –poder escucharle- y comenzó a ser más silencioso que nunca, más asiduo al estudio y más devoto en la oración.


En 1252 regresó a París, y  en 1256 accedió al grado de maestro en Teología, en un ambiente de grandes tensiones en la universidad por el derecho a la dotación de una segunda cátedra de los dominicos y la polémica antimendicante.  Intentó excusarse por su escasa edad y falta de preparación, pero le insistieron en someterse a la prueba de acceso.  


En medio de sus grandes temores, tuvo lugar el episodio del sueño (¿o visión?): un anciano se le aparece en sueños y le dice que no tema, porque Dios le ayudará a llevar la carga de ser maestro, y que escoja como tema de la lección el Salmo 103, 13, sobre la sabiduría divina: “Rigans montes de superioribus”: “Tu regaste las colinas desde tus altas moradas: la tierra se llenará con el fruto de tus obras”. Del mismo modo que la lluvia riega las montañas desde lo alto y forma ríos, que fluyen hacia los valles y fecundan el suelo, así también la sabiduría espiritual fluye de Dios a la mente de los oyentes por mediación de los profesores. (A esa imagen acudía también san Josemaría, al comentar la tarea que deben asumir los intelectuales: ver por ejemplo aquí ).


Tomás puso en ejercicio sus extraordinarias cualidades para el trabajo intelectual. De poderosa memoria, retenía cuanto hubiera leído una sola vez. Tenía gran capacidad de abstracción.  Cuando se concentraba en una idea o buscaba la solución a un dilema,  lo hacía con tal intensidad que perdía la noción  de cuanto sucedía a su alrededor. Para acelerar el trabajo de preparación de textos, y también por su letra poco legible, disponía de secretarios,  y era capaz de dictar simultáneamente hasta a cuatro de ellos,  sobre temas distintos y sin perder el hilo de cada dictado.





Entre 1252 y 1273 realizó prácticamente toda su monumental obra escrita.  Tan poco tiempo  (21 años, de los 49 que vivió), indica una intensa laboriosidad, sobre todo teniendo en cuenta los escasos medios de la época. Especialmente desde 1269 fue consciente de un modo más profundo de la urgencia de intensificar el apostolado de la doctrina. Se volcó de tal manera que “estaba continuamente ocupado en enseñar,  en escribir, o en predicar o en la oración, consagrando el menor tiempo posible a comer o a dormir”. Fue opinión común de quienes le conocieron que “apenas había desperdiciado un solo momento de su vida”.


Esa titánica intensidad, mantenida especialmente en los últimos cinco años, le llevó probablemente a la extenuación. Algo sucedió el 6 de diciembre de 1273  que cambió su vida. Durante la Misa se sintió súbita e intensamente mente conmovido.  Después de la Misa ya nunca más escribió ni dictó. “Todo lo que he escrito, me parece como paja comparado a lo que ahora se me ha revelado”, dijo a su secretario y confesor, Reginaldo. Poco después, el 7 de marzo de 1274, fallecía. 


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Weisheilp realiza un extraordinario trabajo de contextualización del momento histórico. Tanto las ideas como las personalidades de la historia sólo pueden ser comprendidas dentro del contexto de los tiempos en que se desarrollaron. Muchas tergiversaciones y manipulaciones ideológicas de nuestro tiempo, especialmente las relacionadas con la historia de la Iglesia,  tienen su origen en la falta de contextualización, intencionada o perezosamente omitida.


Por ejemplo, es sabido que en el siglo XIII la Cristiandad estuvo sumergida en una confusión entre los planos político y espiritual. Tomás respondió con claridad a esa confusión, en un doble plano:

                a) doctrinal: el papa, en virtud de su ministerio apostólico, es la cabeza espiritual de la Iglesia, y nada más. Cualquier otra función política o mundana es un mero accidente histórico, que puede faltar sin disminuir la naturaleza espiritual de la Iglesia.

                b) personal: rechazó cualquier beneficio que le mezclase en cuestiones de tipo temporal, que papas y eclesiásticos de la época consideraban tarea ordinaria y propia de su ministerio.


 Weisheilp realiza también un gran trabajo  de objetivación de las fuentes, ajustando con  realismo los hechos a su grado de verosimilitud. No duda en dejar  como interpretaciones simbólicas, o hechos poco probables, algunos de los relatos de tono extraordinario que han llegado hasta nosotros, si las fuentes no son suficientemente cercanas o fiables, al margen de su buena fe.


La lectura de esta biografía ayuda a repasar cuestiones filosóficas y metafísicas que están en la base de la teología, que resultan imprescindibles para avanzar sobre terreno sólido en el saber teológico.  


La gran aportación de Tomás es la metafísica. Hay algo en el universo que no es material. Si podemos decir esto, o sea, si podemos decir que “no todos los seres son materiales”, entonces surge un nuevo sujeto que se debe estudiar, que no pueden estudiar ni las matemáticas (que abstraen la materia para estudiar la materia inteligible, esto es, una cantidad mental que solo existe en la mente) ni las ciencias naturales (que abstraen la naturaleza de una especie para hacer leyes sobre hechos universales y no sobre individuos concretos). Eso sucede con la felicidad, con el amor, con Dios…


Tomás insiste en la racionalidad de la fe. Aprender, estudiar y llegar a ser expertos en las ciencias sagradas, es el medio esencial para el apostolado que el cristiano debe hacer en servicio de la Iglesia y de las almas. El estudio asiduo de la Verdad divina es requisito del apostolado de la doctrina. Contemplar a Dios en la oración y en el estudio, para dar a otros los frutos de esa contemplación.


Para Tomás, siguiendo la costumbre de la época, la mejor forma de enseñar la Sagrada Escritura consiste en las tres etapas básicas: lección+disputa+sermón. Nada es plenamente comprendido y fielmente predicado si no es primero masticado por los dientes de la disputa. El maestro, y los alumnos, deben estar preparados para mantener un intercambio de argumentos razonables,  para extraer la mejor interpretación de los pasajes de la Escritura.


En De rationibus fidei explica que la meta del misionero no debe ser demostrar la fe, porque podría ridiculizarla, sino defenderla. El cristiano debe estar preparado para demostrar que la fe católica no puede ser racionalmente refutada. No se puede demostrar, porque sería menospreciar una fe que nos excede a nosotros y a los ángeles.


Sobre las 5 vías por las que afirma que puede demostrarse la existencia de Dios, Tomás está convencido de que sirven y han llevado incluso a Platón y Aristóteles y otros paganos a conocer la existencia del verdadero Dios. Otra cosa es que estas pruebas puedan convencer a todos, porque los sentimientos entorpecen fácilmente el camino de la lógica.


Es interesante cuanto afirma sobre la felicidad y el fin último del hombre. La persona, teniendo libre albedrío y dominio de sus actos, puede pensar que su último fin consiste en lo que no lo es: riquezas, honores, fama, poder, bienestar físico, sexo,  sabiduría o alguna otra realización personal, cuando en verdad sólo  Dios, la bondad increada, puede satisfacer los más altos deseos del hombre. Dios es el verdadero objeto de la felicidad del hombre. Aquí se puede recordar con San Agustín: “nos has hecho para Ti, oh Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en Ti”.


 Aunque la escuela franciscana explica que el fundamento de la felicidad es el amor, que es una actividad de la voluntad, Tomás insiste en que el amor deriva del conocimiento. Para que el amor no sea ciego, presupone conocimiento intelectual. Por lo tanto, la felicidad consiste en la contemplación, que desborda en amor y alegría. Contrasta el intelectualismo tomista con el voluntarismo franciscano. Para Tomás, la raíz de toda verdadera felicidad consiste en la contemplación de Dios: aquí, a través de la fe; y después por la visión facial. El hombre puede ser feliz en esta vida, pero sólo si pone su meta en el conocimiento y amor de Dios.


Sin embargo, no hay que pensar que la felicidad pertenece exclusivamente al conocimiento, que es una actividad de la inteligencia, y menos en esta vida. En esta vida el amor puede aventajar con mucho a nuestro conocimiento; pero sin algo de conocimiento el amor es ciego. Por tanto, el elemento primario de la felicidad eterna es la visión beatífica de Dios, que es una actividad intelectual.


La felicidad, dice Tomás,  sólo se alcanza totalmente en el cielo. Aquí en la tierra el conocimiento de Dios es una plenitud parcial de la felicidad, que tiene otro elemento importante en el placer, o sentimiento de bienestar en el objeto poseído: un estado de euforia de la mente y del cuerpo  que el hombre disfruta imperfecta y  esporádicamente en esta vida, pero plenamente en la otra.


La felicidad en esta vida requiere rectitud de la voluntad, esto es, una vida virtuosa; y además la salud del cuerpo, un mínimo de bienes temporales y la compañía de amigos. La amistad es un don de Dios, que no puede ser ni forzada, ni comprada, ni exigida. Debe ser acertada y atesorada, porque es parte de la felicidad del hombre sobre la tierra y en el cielo, donde disfrutaremos de la compañía de los santos.


Tomás sabía ser contundente cuando lo exigía la verdad. Por ejemplo, en Contra retrahentes se muestra implacable con “la enseñanza perniciosa y errónea” de algunos maestros que intentaban  disuadir a los jóvenes de la vida religiosa, alegando la corta edad. Muestra su admiración ante los padres que facilitan la vocación de sus hijos desde pequeños, “porque las cosas que aprendemos en la niñez se nos graban más firmemente en nuestro interior”. Pensaba seguramente en su propia experiencia. Usa palabras fuertes:   “Si alguien desea contradecir mis palabras… que no lo haga parloteando ante los muchachos, sino que escriba y publique sus escritos, para que personas inteligentes puedan juzgar lo que en ellos hay  de verdad, y puedan ser capaces de impugnar lo que es falso con la autoridad de la verdad”.


Para Tomás  los salmos recapitulan toda la teología. En sus comentarios al Salterio (Salmos 1 a 54), explica que los salmos alaban todas las obras de Dios, el opus dei: la creación, el gobierno, la reparación, la glorificación. Como todas las obras de Dios se refieren a Cristo, la materia de los salmos es Cristo y sus miembros. “Todo lo referente al fin de la Encarnación está expresado claramente en esta obra, de modo que casi parece ser un Evangelio y no una profecía”. “El salterio contiene la totalidad de la Sagrada Escritura”, porque la obra de glorificación y todas las otras obras de Dios se reconocen claramente en ellos.


Tomás admite que los salmos tienen un sentido literal, se refieren a la historia judía. Pero afirma que para el cristiano es más importante el sentido espiritual, en el que personas, cosas y sucesos significan a Cristo o a su Iglesia en la tierra o en el cielo. El sentido espiritual del Antiguo Testamento es más relevante para el culto y la vida personal del cristiano que el sentido literal.


Se desprende también de la lectura de esta biografía la importancia del conocimiento del latín. Gran parte de la teología consiste en saber qué se puede decir y qué no se puede decir para preservar la verdad de la Revelación. A veces los problemas que se plantean son de gramática latina al servicio de la fe. Por ejemplo, unus (uno) se dice de Cristo, pero no unum (neutro). De ahí la importancia que la Iglesia siempre ha dado al uso del latín, que permite expresar conceptos con un significado preciso e indistinto para todos, sea cual sea el idioma particular de cada uno


El libro incluye un catálogo breve de 101 obras auténticas de santo Tomás, sobre las que también realiza un importante esfuerzo de datación y verificación.  


Para saber más, consultar el blog del profesor Enrique Alarcón, de la Universidad de Navarra.  Es el  portal de internet más completo sobre el Aquinate. 




sábado, 2 de marzo de 2013

Creación y pecado. Joseph Ratzinger









Creación y pecado. Joseph Ratzinger . Ed NT, 1992 


    En 1991 el cardenal Joseph Ratzinger pronunció cuatro conferencias cuaresmales en la catedral de Munich. Deseaba cubrir una laguna que observaba en la catequesis de aquellos años: se omitía la referencia a los relatos de la Creación, contenidos  en el Libro del Génesis. Algunos pensaban que habían quedado obsoletos, que no eran ya  válidos.  

      Ratzinger sale al paso de este error, procedente de una falsa interpretación de la Sagrada Escritura, y nos enseña las maravillas que encierra el libro del Génesis cuando lo leemos guiados por el mismo Jesucristo, Palabra de Dios Encarnada.


 Este libro aporta una visión clara y penetrante acerca del orden primigenio de la creación, su belleza y armonía, inexplicables por el puro azar. Y acerca de quién es el hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza, "del barro de la tierra", según la imagen del Génesis. 

Cada hombre, en cada generación, se hace la pregunta necesaria: ¿quién soy? y ¿qué quiero ser como hombre? De la respuesta que de a esa esencial pregunta depende su futuro como persona y el futuro de la sociedad. ¿Qué es el ser humano?




Ratzinger  aporta una sugerente visión acerca del significado del pecado original, cuyo carácter hereditario parece chocar con la bondad divina. El pecado del hombre introduce el desorden en el cosmos, y ahora se trata de restablecer el equilibrio inicial, para que en el mundo vuelva a brillar la gloria de Dios y del hombre. Es un pecado que ha dañado a todo el género humano porque el hombre no está encerrado en sí mismo, es un ser relacional. Es esencialmente relación a los otros.


       Ser verdadero hombre significa estar en la relación del amor, primero y esencialmente con Dios, y también con los demás. Y el pecado significa estorbar esa relación, o destruirla totalmente. El pecado, al  pretender convertir al hombre en Dios, interrumpe su relación a los demás, falsea todas las relaciones, y afecta por tanto a todos los hombres. Cada hombre llega al mundo con una interdependencia en la que las relaciones han sido falseadas. Ya desde el comienzo de su existencia el hombre está perturbado por el pecado, que le tiende la mano… y el hombre lo comete.

         Esta idea del hombre como ser esencialmente relacional, que se comunica con otros, ha sido tratada también por Ratzinger en su libro Jesús de Nazaret.  Cuando el hombre rompe la comunicación  con Dios, rompe la más esencial de sus relaciones. Esa es la mayor tragedia del hombre de nuestros días, que ha olvidado su necesidad de dirigirse a Dios y hablar con Él. De ahí la importancia de recuperar el sentido de la oración y la necesidad de rezar.


Jesucristo, Pantocrator del Sinaí



         La Sagrada Escritura adquiere su sentido verdadero cuando la leemos hacia atrás,  desde Jesucristo, guiados por Él. Desde Él, desde su vida y sus palabras, la Palabra escrita en el Antiguo Testamento adquiere su pleno sentido. Y con Él, vemos que Dios ha creado el Universo para poder establecer con los hombres una historia de amor, para poder hacerse hombre y desparramar -dice Ratzinger- su amor entre nosotros.

          Dios formó al hombre "del barro de la tierra", dice el Génesis. Esa imagen explica mucho sobre nuestra realidad más íntima. Explica  que no somos dioses: no nos hemos hecho a nosotros mismos. Y explica que somos iguales, formados todos del mismo barro, de la misma materia. Nadie es más que otro. Por eso el cristianismo es una rotunda negación de toda forma de racismo.

          Pero el relato del Génesis dice mucho más: "a imagen de Dios lo creó". Al hacerlo a su imagen, Dios entra a través del hombre en la creación. Al hacernos a su imagen, Dios prepara el camino para su Encarnación como uno de nosotros: desde ese momento era posible. 

 Donde deja de verse al hombre como imagen de Dios, colocado bajo su protección, surge la barbarie. Y al contrario: donde se descubre que el otro, cada ser humano, es una imagen de Dios, aparecen la categoría de lo espiritual y la categoría de lo ético. No todo vale. Dios obra el bien, y también nosotros hemos de obrar como Él. Debemos hacer el bien y evitar el mal.   No todo lo que se puede hacer es bueno. Mi conducta debe ser ética, acorde con mi dignidad de imagen de Dios, y con la dignidad del otro que también es imagen de Dios.

  Una consecuencia más: si somos imagen de Dios, es que hay Otro del que somos esa imagen. El hombre que se encierra en sí  mismo y se niega a hablar con Dios, dirigiéndose a Él con un “Tú” personalísimo, niega lo más esencial de su ser, que es la relación con su Dios Creador, que le ha dado el ser y de quien es imagen. Por eso rezar, dirigirse a Dios, es la acción más propiamente humana.


 Ratzinger no rehúye el diálogo razonado con los que se manifiestan  ateos. Así, glosando las palabras de Monod y al hilo de su discurso, hace ver cómo los grandes proyectos de la vida que descubrimos mediante la ciencia, y maravillan incluso a quienes se piensan ateos, nos remiten a una Razón creadora.

   Este libro es  una extraordinaria catequesis sobre cómo leer la Sagrada Escritura. Un ejemplo entre muchos: cuando glosa las palabras de Pilatos mostrando a Jesús destrozado por la cruel tortura  de la flagelación: Ecce Homo. Ved aquí al hombre. Esto es el hombre. Lo que significa: "Esto es lo que es capaz de hacer el odio, cuando descarga su ira contra un inocente". Pero también: "Esto es lo que es capaz de soportar el amor de Dios". El Dios hecho Hombre, de quien somos imagen, que se nos ofrece como ejemplo de vida, nos descubre con su ejemplo hasta qué punto debemos amar a los demás, estando dispuestos a perdonar sus ofensas hasta el heroísmo.

 Un libro profundo, como todos los de Ratzinger, que constituye una delicia para la inteligencia y un manantial de sentido para la vida.




martes, 20 de marzo de 2012

Grisolía y la Biblia

    



    Santiago Grisolía, como hombre de ciencia, sabe que los conocimientos científicos van quedando obsoletos a medida que avanza nuestro conocimiento del mundo. 

    Nada más anticuado que un libro de física de hace apenas cincuenta años. Todo científico sabe que mañana su ciencia será superada por nuevos descubrimientos. Porque todo lo humano es limitado.

    Pero ni la Iglesia ni la Escritura son humanos. Son una manifestación de Dios a los hombres. Y Dios no se queda obsoleto, ni necesita progresar: lo sabe todo. 

    De hecho, la ciencia, si está bien orientada, es un continuo acercarse a la Verdad, que es Dios. 

    La Escritura es el mensaje que Dios nos ha dejado para no desorientarnos. Podemos entenderla cada vez mejor (para eso está el Magisterio de la Iglesia, querido también por Dios); o no entenderla, o incluso malinterpretarla. 

    Pero no podemos superarla, ni escribirla de nuevo: ya dijo Santa Teresa que Dios no se muda.


Jesús Acerete
(publicado en Las Provincias)