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martes, 13 de agosto de 2019

Hablar de Dios hoy


 Cómo hablar de Dios hoy. Fabrice Hadjadj. Ed Nuevo Inicio




Fabrice Hadjadj es ensayista y dramaturgo. De padres de ascendencia judía e ideología maoísta, se convirtió al catolicismo en 1998.  Casado y padre de familia numerosa, es director del Instituto Europeo de Estudios Antropológicos Philanthropos, de Friburgo.
Este libro (ya publiqué una reseña anterior, que ahora actualizo y amplío) es una valiosa reflexión sobre la presencia de la palabra Dios en la conversación humana. “¿Puede ser Dios un tema de conversación? ¿Se le puede mencionar entre los resultados de la Champions y la predicción meteorológica? ¿La misma boca que acaba de decir “¡Pásame la sal!”, podría decir algo acerca de la divinidad?”
Quienes pretenden exaltar a Dios, ¿no lo rebajan hablando de Él con imprecisión, sin apenas comprenderlo? Y por el contrario, ¿no lo honran, mencionándolo constantemente,  quienes parecen desear liberarse de su presencia?
Hadjadj observa que el fundamentalista y el ateo tienen en común que hablan mucho de Dios. Y quizá por eso provocan otros dos tipos de personas: el agnóstico y el cristiano vergonzante. El agnóstico se ahorra tener que intentar demostrar hasta la obsesión que Dios no existe, como hace el ateo. El cristiano vergonzante no quiere complicaciones. Y ambos deciden no hablar de Dios para nada.
Y luego están aquellos que no se encuentran en ninguna de estas cuatro facciones. Aquellos que se dan cuenta  de que no saben hablar de Dios, pero saben que menos aún pueden callar. Lo experimentó san Pablo: “¡Ay de mí si no predicare el Evangelio! Es un deber que me incumbe.” (1 Cor 9, 16) Tartamudean, balbucean, “como payasos que han de dar testimonio de algo que los supera…” Son llamados “la luz del mundo”, y apenas saben explicarse. Se saben hijos del Dios infinito, y sin embargo extremadamente finitos…
Es a esas personas especialmente a las que se dirige este ensayo: a quienes saben que deberían hablar de Dios pero dudan de cómo hacerlo. Quizá piensan que les falta alguna estrategia de comunicación. 
Hadjahj nos recuerda que lo esencial no es “qué tengo que hacer” ni “qué tengo que decir”. La clave está en  “qué tengo que ser”. 
O, mejor aún, ¿con Quién estoy llamado a identificarme? 


La clave es el encuentro personal con Jesús
Quien desee encontrar a Jesús, puede buscarle en el Evangelio, que es Palabra viva de Dios, que contiene lo esencial de cuanto hizo y enseñó, y ha quedado escrito porque Él quiere decírnoslo hoy y ahora a cada uno de nosotros.
Dios no ha querido el Evangelio simplemente para promover valores, sino para  que podamos encontrarnos con Él, con Jesús, que es perfecto Dios y perfecto hombre.
Tendré palabras para hablar de Dios si me identifico con la Palabra, que es Dios. Precisamente así comienza el Evangelio de san Juan: “En el principio era el Verbo”.  Verbo, Palabra, es el nombre del Hijo que revela al Padre en el Espíritu Santo.
Hablar de Dios es hablar de la Palabra, y sobre todo ponerse a la escucha de la Palabra en el seno de la Iglesia, que a pesar de las deficiencias de sus hombres es, por voluntad de Dios, Cuerpo y Esposa de la Palabra hecha Carne.
Desde luego que hay un infinito entre la Palabra de Dios y la palabra humana. Pero incluso ese infinito supone también relación: la Palabra ha creado a su imagen nuestra palabra, finita pero participación de la Palabra creadora.
“En su fuente más original y más silenciosa la palabra humana no cesa de beber de la Palabra divina.” Y es precisamente por eso que remontar el curso de nuestra palabra humana no puede hacer otra cosa que llevarnos a Dios.
Teresa de Jesús, como tantos santos que han sido íntimos de Dios, usó con tal maestría la palabra para describir su relación con Dios, que la lectura de sus escritos ha movido a conversiones como la de Edith Stein.
Fadjahj cita a la santa de Ávila: “Parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza, estando ya dentro.” Dios no es “otra cosa”, que esté ahí fuera, lejos. Aprender cómo hablar de Dios es llegar adonde ya tenemos su morada, intensificar nuestra presencia en lo que ya está presente.



Hablar con Dios y escucharle en el silencio
Más que hablar de Dios, conviene hablar a Dios en la oración y convertir en acciones prácticas su Voluntad, que desde luego incluye la de hablar de Él, porque Él desea hacerse presente entre los hombres.
Un cristiano no puede no hablar de Él, porque forma parte de su ser esencial. “No se esconde la lámpara debajo de la cama, sino sobre el candelero, para que alumbre la estancia. Vosotros sois la luz del mundo…

La palabra es el acto más profundo del hombre
Para un ser como el hombre, que se caracteriza por la palabra, la palabra es su acto más profundo. Se puede decir que el lenguaje define y construye la personalidad del que habla. “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”, dice Pedro a Jesús, porque habla con la autoridad del que vive lo que dice y dice lo que es.
En contraste, ¡qué vulgar personalidad se construyen tantos personajes públicos con su palabrería hueca, sucia, agresiva, mentirosa…!
La eficacia de nuestra palabra no se encuentra esencialmente en el poder de inducir a los demás a un comportamiento que nos sea favorable: reside en el poder de dar vía libre a su propia vocación, que consiste en designar las cosas tal como ellas son, más allá de lo que nos resulta útil. Esa es la eficacia del Evangelio: la de llamar a las cosas por su nombre, sin malabarismos.
Nombrar es llamar por el nombre: vocare. Es llamada, vocación. La palabra llama, prepara una morada adonde las cosas puedan ir. La palabra revela la vocación de cada ser. “Un niño, sin las llamadas de sus padres por encima de su cuna, acabaría muriendo o sin poder acceder a su propia humanidad. Esas palabras le preparan la morada donde él podrá llegar a abrirse al mundo.”
Esas palabras que empleamos para calificar las cosas de verdaderas, buenas, o sencillamente para expresar que son, nos remiten a nociones puras que se aplican menos propiamente a las criaturas que a Aquel que es la Verdad, La Bondad, la Belleza y el Ipsum esse subsistens (el mismo Ser subsistente).
La palabra no cesa de remitir a lo inefable: “Sólo Dios es absolutamente bueno (Lc 18, 19). Incluso cuando decimos de unos macarrones que están buenos, eso nos remite a Dios, que es la Bondad. Pero las cosas prometen menos de lo que dan, no salvan, no pueden nada contra el mal y la muerte. Dios sí.


Oración y canto, donde mejor se expresa lo inefable
De un modo poético, pero no exento de realismo, Hadjahj señala dos ámbitos donde propiamente “se habla bien”: la oración y el canto. Son los ámbitos “del balbuceo supremo, de la palabra quebrada por lo indecible, boquiabierta ante lo inefable: la palabra que aflora el espíritu”.
Hablar sin tender al canto no es llamar a las cosas de un modo que delimite el misterio de su presencia. Y hablar sin tender a la oración no llega a ser hablar, porque sólo en la oración se arranca a las cosas de la amenaza de la nada.
La oración y el canto no son adornos: florecen desde la palabra misma. Basta decir que algo es, que es bueno, bello y verdadero, para que la palabra nos hable ya de lo que sólo se realiza absolutamente en Dios, y cuya causa es Dios. Basta que llamemos a alguien por su nombre, de corazón, para que le oigamos decir “presente”, y para que “su nombre esté escrito en los cielos” (Lc X, 17).
La vieja tentación sofista
Cuando tantos emplean la palabra para engañar, o dándole un sentido distinto del que tiene, son proféticas estas palabras de Louis de Massignon a Paul Claudel, en 1912: “Me pregunto si el suplicio de las generaciones venideras no consistirá en ser torturadas con palabras que mienten a su sentido original, con ideas vueltas contra Dios.”
No es algo nuevo. Ya el Salmo 11, 5 pone en boca de los impíos, que se jactan: “La lengua es nuestro fuerte, nuestros labios por nosotros. ¿Quién va a ser nuestro  amo?” Es la vieja perversión sofística, en que la palabra se entiende como instrumento de manipulación, y no como hospitalidad al misterio del ser.
Pero la palabra dice lo que es, aunque saliera de una boca impía, aunque no queramos oírla, aunque la queramos reducir a un significado distinto del que ella quiere decir.



Ideologías inhumanas
Frente a ideologías sin Dios, que proponen que desertemos de nuestra condición humana, la Palabra de Dios nos ofrece una transformación de la persona que preserva lo humano.
Hadjahj advierte cuatro ideologías que van contra el hombre: nihilismo (no hay nada que podamos esperar);  tecnocracia (el hombre es mera química); ecologismo (el hombre es un animal que desestabiliza la naturaleza); fundamentalismo (el hombre sometido a un dios agobiante, a un libro que hay que recitar, o a una flor de loto que meditar.) Son ideologías que, al abandonar a Dios, destruyen nuestra condición humana.
Tenemos tristes recuerdos de adónde nos conduce la creencia en el Progreso continuo, en el hombre que se salva por sí mismo: liberalismo y totalitarismo son intentos de construir un mundo sin Dios.
Los totalitarismos no han sido fruto de la barbarie, sino de una planificación ideal y bien estudiada, basada en la utopía del Progreso continuo, que desembocaron en imperios del terror. Nazismo y comunismo crearon los Auschwitz y los Gulags, en los que se destruía al hombre en nombre del bien de la humanidad.
Tampoco el  liberalismo ha salvado al hombre, con su vía libre a una jungla feroz, en la que sufren los más débiles, y acaba provocando el ascenso de los  totalitarismos.
El cristiano está llamado por vocación a llevarse bien con todos, pero Hadjajh pone en guardia frente a ciertos ateísmos que para afirmar la laicidad instauran un clero laico encargado de excomulgar al clero religioso. “El ateo consecuente debería tener cuidado de no divinizar el ateísmo, y por tanto de aceptar que no tiene la última palabra, y reconocer por tanto que debe haber una última palabra que se nos escapa.”
No hay que dejarse imponer esa nueva religión dogmática fabricada desde el ateísmo.


Humanismo teocéntrico
Ante esas deserciones de lo humano del “humanismo ateo”,  lo que el Evangelio ofrece es precisamente preservar lo humano: nos dice que valemos mucho porque hemos sido creados por Dios, somos fruto cada uno de un pensamiento amoroso y eterno de Dios (Benedicto XVI).      
El Evangelio nos propone predicar la esperanza, en vez de fabricar una nueva moral;  anunciar la misericordia, en vez de denunciar al miserable; encontrar para lo humano una legitimidad no temporal, sino eterna.
Nos ofrece la salida para superar todas las crisis del hombre: un humanismo teocéntrico. En realidad, el gran problema de la humanidad es éste: si está dispuesta o no a hacer presente a Dios, ¡al Dios que le da la vida!
 “Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas ni están fuera de tu alcance… sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica.”


Poner la palabra en el corazón
Es una cuestión de amor, de poner en el corazón esa palabra y desear que sea: amar es, antes incluso que querer el bien del otro, querer que el otro sea.
Por eso hablar de Dios no es importar unas palabras del exterior. Esa palabra ya está siempre ahí, en nuestra boca, implícita en nuestras palabras más cotidianas porque hemos sido creados por la Palabra de Dios, y antes incluso de hablar de ella, nuestro mismo ser es una proclamación suya.
Hablar de Dios requiere amar como Dios
Hablar de Dios es indisociablemente amar a aquel con el que conversamos, porque es reverberar la palabra que le da la existencia, y por tanto desea infinitamente que él exista. Porque la Palabra de Dios confiere el ser a todo hombre, incluso al que me es hostil. Es el amor de Dios quien lo extrae de la nada. Quizá él no lo sepa, pero un apóstol de Cristo no puede ignorarlo, y tiene que pasar por encima de sus antipatías.
No se trata de una estrategia de comunicación, sino que está en juego la verdad de la identidad cristiana. Además, de todos podemos aprender algo: sabio es quien encuentra algo que aprender en cada hombre.


Experimentar la presencia de Dios en el otro para hablar de Él
Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar (…) por más que Dios no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos.” (Hech 17, 23-28).
En realidad, sólo se puede hablar a alguien de Dios si primeramente el que habla ha experimentado la maravilla de la presencia del otro en Dios. Sólo se puede llamar a adorar en la luz si el que llama es capaz de reconocer cómo el otro adora ya en la oscuridad.
Dios está presente hasta en el más anticristiano, con su presencia de creación y de inmensidad. Cuando hable con él de Dios, debo ser consciente de que Dios lo ha creado y lo mantiene en la existencia con amor. 
La capacidad de maravillarme ante la bondad de origen de quien me trata como enemigo, que pasa por encima de nuestra antipatía inicial, es la que permite “dominar hasta el corazón del enemigo” (Salmo 109). Porque ni la violencia, que sólo puede dominar el cuerpo, ni la seducción, son capaces de atraer las profundidades de la inteligencia y de la voluntad.
El corazón del peor enemigo de Dios ha sido hecho por Dios y para Dios. Por eso es un gran aliado. El hecho de que mi interlocutor se oponga a mí no significa que se oponga a Dios. Incluso el más hostil podría estar más cerca de Dios que yo. Su corazón, a pesar de sus muecas externas, sigue siendo amigo del apóstol.
Si nuestra palabra no brota de ese maravillarse ante el corazón naturalmente fraternal de nuestro peor adversario, no hablamos de Dios, sino de una ideología intrusiva.


La soberbia es el problema
Pero tampoco llegar al corazón  basta. La Palabra de Dios, “que penetra hasta la médula” (Hech 4, 12) puede no ser aceptada si encuentra un alma soberbia, que se cree autosuficiente; o puede hacerse odiosa si quien la transmite es un soberbio que piensa que ya no tiene lecciones evangélicas que aprender de nadie.
El cristiano que tiene que hablar de Dios ha de sentir la desproporción entre aquello de lo que habla y lo que es él. Su boca es demasiado pequeña para lo infinito, su corazón demasiado estrecho para el amor sin medida.
Y tiene que hablar de Alguien a quien los demás no ven: Jesucristo, muerto y resucitado. Y afirmar el encuentro con una persona divina, un encuentro cuya iniciativa no depende de nosotros.
Por eso, ha de recordar que la tarea no es de imagen, ni consiste en seducir (que significa conducir hacia sí mismo), sino hacerse volver hacia ese Otro, que es el mismo que nos hace balbucear, y que es la Sabiduría. ¿Cómo hablar de la Sabiduría, si apenas alcanzamos a balbucearla? Sabiduría y balbuceo: ¿no es excesivo el contraste?
Lo sería, si lo determinante fuera la comprensión de una doctrina, o la adquisición de una práctica, o recitar magistralmente un Libro, o promocionar la propia imagen. Pero lo determinante es el encuentro personal con Cristo. Hablar bien de Dios es completamente insuficiente para la conversión, que sólo se produce en el encuentro libre del que oye con Cristo.


Dios necesita testigos, no oradores
¿Cómo hablar de la experiencia de Jesús? Quizá es bueno recordar que la Revelación no es una tesis filosófica, sino un hecho histórico. Las ideas no dependen esencialmente de la historia. Las personas sólo se encuentran en la historia. El misterio de Jesús no puede deducirse a partir de ningún  razonamiento: se transmite a través de una cadena ininterrumpida de personas: sus testigos. El testigo está obligado a hablar del encuentro con alguien singular. Ese encuentro es suyo, a diferencia del razonamiento de los sabios, que es para todos.
Lo que Dios necesita son testigos, no oradores. En el fondo, el desfallecimiento de Moisés (Ex 4, 10) no provenía de sus problemas de dicción, sino de que con su palabra debía testimoniar un exceso, algo enviado por Otro que le había salido al encuentro y que le desbordaba: sufría una logopatía sobrenatural.
También la joven Bernardette ha de transmitir un mensaje tras su encuentro con la Señora. Bernardette no poseía ningún talento retórico, pero conmueve al abbé Peyramale con su balbuceo, con la palabra que le ha dado la Virgen, una palabra que le supera: “Yo soy la Inmaculada Concepción.” Bernadette no es una especialista en comunicación, pero es el perfecto testigo.
Aristóteles lo intuía con su saber filosófico: la mayor fuerza persuasiva radica en el carácter moral del discurso. El arte del orador es menos prominente que su vida. (Algo que han olvidado tantos comunicadores y políticos, cuyos índices de credibilidad están en mínimos.)



Dios es familia, no un amasijo de razonamientos
Es bueno también descubrir que Dios no habla para fulminar a un adversario, sino para establecer una alianza. Hablar de Dios es, más que transmitir un mensaje, remitir a Alguien que quiere establecer comunión. Más, Alguien que es Comunión de Personas distintas y nos llama a esa Comunión.
Esto implica que quien habla es preciso que se sienta realmente participante de una comunión viva, alegre, hospitalaria, capaz de conmover a las almas y no solo de hacer pensar a los cerebros.
Este tiempo es perfecto para hablar de Dios
A veces vivir con sensación de crisis frena la palabra sobre Dios. Pero la humanidad siempre ha estado en crisis. Ya David, diez siglos antes de Cristo, escribió: “Terror por todos lados” (sal 30, 14). Y Teresa de Ávila, en el siglo XVII: “Se está ardiendo el mundo, no es tiempo de tratar con dios negocios de poca importancia.”
No hay que dejar que esa sensación de crisis nos paralice. Vivimos tiempos muy buenos, porque son los nuestros. Tenemos una gran luz, siempre presente en el magisterio pero sólo hoy difundida: la llamada universal a la santidad (predicada desde 1928 por el fundador del Opus Dei y recogida luego por el concilio Vaticano II).
Esa llamada ha abierto inmensos horizontes a la misión apostólica de los laicos, a la espiritualidad conyugal, que ya no es una mera espiritualidad monástica rebajada, a la santificación de la vida ordinaria, como lugar de encuentro con Dios.



La misión precede a la comprensión
Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios.” (Lc 21, 15).
Jesús envía a los discípulos de dos en dos para que anuncien que “el Reino de Dios está cerca de vosotros”. No comprenden mucho, pero pueden añadir: nos lo ha dicho Jesús, y hemos estado con Él. La misión precede a la comprensión. El apóstol va, como cordero en medio de lobos, cuando quizá ni él mismo comprende mucho. Pero lo importante es Él, que envía.
Lo esencial es ser, con Cristo, una palabra viviente y entregada al otro.  Más que tener una palabra sobre Dios, se trata de ser una palabra de Dios. Ser, cada uno, una respuesta (que no comprendemos del todo, pero somos), siguiendo al Verbo en su camino de Cruz y alegría.
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 “La palabra Dios, cuando la entendemos bien, nos deja boquiabiertos, nos abre, nos sorprende, nos dispone al Encuentro. Nos dice que no tenemos la última palabra.”
Quizá esta larga reseña es una demostración más de que efectivamente, balbuceamos cuando queremos hablar de ese buen Dios que “está junto a nosotros de continuo.” (san Josemaría, Camino 267)



lunes, 11 de agosto de 2014

Cómo hablar de Dios hoy






¿Cómo hablar de Dios hoy? (Anti-manual de evangelización)
Fabrice Hadjadj
Ed. Nuevo Inicio

 

Fabrice Hadjadj (Nanterre, 1971) es director del Instituto de Estudios Antropológicos Philantropos de Friburgo. Filósofo, escritor, ensayista y  dramaturgo, está casado con una actriz de teatro y es padre de seis hijos.

Este libro tiene su origen en una conferencia del mismo título, impartida en 2011 en la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos, invitado por el cardenal Stanilas Rylko.

De origen judío y criado en un hogar de ideología maoísta, Hadjadj afronta,  con un estilo iconoclasta y rompedor, una de las cuestiones peor resueltas en muchos ambientes: ¿podemos hacer de Dios un tema de conversación?¿cómo hablar de Él?

Diríase que sólo los ateos hablan de Dios a todas horas, y -quizá como contestación- también los fundamentalistas. Ante esa insistencia, otros muchos -agnósticos y cristianos vergonzantes- optan por el silencio, incluso llegan a considerar de mal gusto o incómoda la mención de Dios.

En ese ambiente, ¿qué puede hacer un cristiano corriente, un cristiano que se sabe hijo de Dios, pero que se sabe también incapaz de hablar con propiedad de un Dios que le supera infinitamente, que no ve sino con los ojos de la fe? ¿Puede hacer algo más que emitir tímidos balbuceos?

Para responder, Hadjadj reflexiona acerca de la palabra y el origen de su eficacia: su poder de designar a las cosas tal como ellas son. Frente a ese sentido original, surgió desde antiguo la perversión del lenguaje: Dicen los impíos “La lengua es nuestro fuerte, nuestros labios por nosotros. ¿Quién va a ser nuestro amo?” (Salmo 11, 5) Es la vieja perversión sofística, que usa la palabra como instrumento de manipulación, y no como hospitalidad al misterio de cada ser.

Antes de su conversión, Hadjadj, como buen ateo, entendía la palabra Dios como un “tapa-agujeros”, un remedio para explicar lo inexplicable. Su conversión fue en buena parte  descubrir que la palabra Dios –siempre presente en la humanidad- en realidad es un “abre-abismos” que nos adentra en la infinitud de lo insondable.

El anuncio del Evangelio no tiene nada que ver con las seducciones retóricas de las técnicas de comunicación. “En el principio era el Verbo”, dice san Juan.  Verbo, Palabra. Hecho a imagen de Dios,  es precisamente la palabra lo más específico del hombre. La palabra es lo que nos distingue de los animales. Hay un infinito entre la Palabra divina y la palabra humana, pero ese infinito no rompe la  relación: la palabra humana, con todo su deterioro e imperfecciones a causa del pecado original, no cesa de beber en su fuente original y silenciosa que es la Palabra divina, origen de todas las cosas.

Por eso, hablar de la palabra humana es remontar el curso que nos lleva a la fuente: a Dios. Y  hablar de Dios es reverberar la Palabra que nos da la existencia. Por eso, hablar de Dios es un acto de amor a la persona a la que hablamos: porque es reverberar la Palabra que le da la existencia y le mantiene en ella, y por tanto desea infinitamente que él exista, que es la señal del amor.

Hablar de Dios requiere humildad: la  del que sabe que sus palabras son un pobre balbuceo, que no llega a explicar apenas nada de la hondura de su significado. Y la humildad del que comprende que incluso en el interlocutor más hostil hay un corazón a hechura de Dios, capaz de darle lecciones.

Quien intenta hablar de Dios ha de saber que no es mejor que los demás.  Dios está presente hasta en el más anticristiano: si no con su presencia de gracia, sí al menos con su presencia de creación, de inmensidad.        

Si hablo de Dios a quien se considera mi enemigo debo ser consciente de que Dios se aplica a crear a ese enemigo con amor. Desde luego,  eso no garantiza una eficiencia irresistible, porque la Palabra de Dios, que penetra hasta la médula (Hech 4, 12) puede no ser aceptada si encuentra un alma soberbia. Pero no le hablaría con propiedad de Dios si no tuviera en cuenta el hecho de que Dios le ama infinitamente.

Para el cristiano, el anuncio es una cuestión de ser, y no de hacer. No se trata de hacer evangelización, sino de ser (verdaderamente) cristiano. “Ay de mí, si no evangelizara”, dice san Pablo. Se juega la condenación. Hablar de Dios tiene una urgencia soteriológica (de salvación), pero también tiene un fundamento antropológico, porque separar la palabra y el ser sería inhumano: el hombre es un animal de palabra, y  no puede no hablar de lo que le es más sustancial.

¿Y por qué Dios no podría anunciarse directamente, sin nuestra colaboración? Dios parece esconderse para hacerse presente por medio de sus criaturas. Si parece silencioso es para que nosotros no seamos mudos, para hablar a través de nosotros. Cuando dice “Sed santos, porque Yo, YHVH, vuestro Dios, soy santo” (Lv XIX, 2) no intenta cargarnos un fardo, sino infundirnos una existencia más extensa y más elevada. Dios habla por medio de testigos porque quiere conceder al hombre cooperar en su vida y en su obra. Quiere que seamos Su venida los unos para los otros.

Es interesante la referencia de Hadjadj a esa llamada universal a la santidad que Dios hace a los hombres: es “la gran luz siempre presente en el magisterio de la Iglesia pero sólo hoy difundida”. Aunque no lo mencione expresamente, se trata del mensaje predicado desde 1928 por el fundador del Opus Dei y posteriormente recogido en el Concilio Vaticano II como su aportación más singular a la Iglesia y a la humanidad.

Jesús envía a sus discípulos para que anuncien: “El Reino de Dios está muy cerca de vosotros”. No comprenden mucho, pero pueden añadir: nos lo ha dicho Jesús. La misión precede a la comprensión. Lo importante es Él, que envía. No han de preocuparse mucho por qué dirán, porque:  Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios” (Lc 21, 15) Lo esencial es ser, con Cristo, una palabra viviente y entregada al otro, ser una palabra de Dios, más que tener una palabra sobre Dios.

Ser, cada uno, una respuesta (que no comprendemos del todo, pero somos), siguiendo al Verbo en su camino de Cruz y alegría. Porque no hablamos de Dios para promocionar valores (aunque por supuesto los promocionamos: Dios es la Justicia, la Bondad, la  Belleza, el Bien, la Misericordia, el Perdón, la Alegría…) sino ante todo para facilitar el encuentro con una Persona.

El objetivo no es seducir (que significa atraer, conducir hacia sí) sino hacer volverse hacia ese Otro, que es el Mismo que nos hace balbucear. La conversión es siempre un encuentro libre del que oye con Cristo. Se trata pues, “sencillamente”, de pedírselo a Él en la oración e intentar ser una respuesta viva que se entrega.