Mariano Artigas y Karl Giberson, científicos y expertos en las relaciones entre ciencia y religión, analizan en este documentado libro a seis científicos con una importante capacidad de divulgación: Richard Dawkins, Stephen J. Gould, Stephen Hawking, Carl Sagan, Steven Weinberg y Edward Wilson. Los seis sugieren en sus publicaciones tres ideas: que la ciencia es hostil a la religión, que los científicos son ateos, y que la comunidad científica centra sus investigaciones en el origen del universo y del hombre .
Artigas y Giberson muestran que ninguna de esas afirmaciones es
cierta. Ciencia y religión son dos empresas humanas muy diferentes, con una
autonomía que debe ser respetada. Líderes de la comunidad científica como
Francis Collins, Allan Sandage o Charles Townes, entre muchos otros, son profundamente religiosos. Curiosamente los
seis “oráculos” parecen ignorarlos.
La ciencia moderna es
uno de los mayores desarrollos de la historia humana, que ha ayudado a
difundir valores implícitos en la tarea
científica: objetividad, buscar la verdad con humildad, validación
independiente… Es cierto que ha habido conflictos y ataques injustificables,
como las controversias en torno al caso Galileo o entre evolucionismo y
creacionismo.
Pero el bien de la verdad pide que se aplique con rigor la
metodología adecuada a cada conocimiento: hay un método aplicable a la ciencia,
que es distinto del método filosófico. Transvasar los métodos lleva a errores
de bulto, como muestran Artigas y Giberson con serena objetividad y un delicado respeto a
las personas y a la verdad de las cosas.
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El libro analiza la
trayectoria y logros científicos de cada uno de los célebres científicos, y sus afirmaciones más importantes en relación con la religión y
la existencia de Dios. Artigas y
Giberson afirman la capacidad científica
innegable de cada uno, pero muestran también que fallan cuando hacen
incursiones en el campo de la filosofía o la teología.
Fallan por falta de rigor
en los razonamientos, y porque mezclan ciencia con opiniones personales que en
absoluto se concluyen de sus aportaciones científicas. Dawkins, por ejemplo,
mezcla la ciencia con opiniones expresadas con tal apasionamiento que resulta difícil
al lector distinguir la ciencia de la opinión. Esa mezcla invalidaría sus
artículos para ser publicados en una revista científica. Parece que aprovecha sus méritos
científicos y la audiencia lograda por su capacidad de divulgación para hacer
una apología de sus creencias, en absoluto respaldadas por la ciencia.
Uno de los libros más
difundidos de Dawkins, El relojero ciego, no puede ser catalogado como libro de
ciencia. Cuando reflexionamos sobre la ciencia, sus objetivos, su valor, sus
límites, no estamos haciendo ciencia, sino filosofía. Dawkins es un buen
científico y un brillante comunicador, pero su trabajo como filósofo resulta
pobre y lleno de lagunas.
Existen formas de
conocimiento distintas de la ciencia: el sentido común, la experiencia
artística y religiosa, la reflexión filosófica. Todas ellas quedan fuera del
alcance de la ciencia, como también queda fuera el significado de la vida y del
universo. Y por supuesto la acción de
Dios en el mundo también puede estar fuera del alcance de la ciencia, aunque
puede igualmente ser compatible con ella.
Por ejemplo, es notable
el empeño de Dawkins en rechazar el diseño inteligente del universo, cuando
otros científicos como Christian de Duve, biólogo y Premio Nobel, ha afirmado
que la evolución es compatible con la existencia de un plan divino, y ofrece
pistas que llevan a admitir la existencia de ese plan. Por lo demás, es
evidente la existencia de un diseño aparentemente complejo de las leyes físicas
que hacen posible la vida, leyes precisas que gobiernan el universo,
constituido a su vez por una materia dotada de propiedades específicas.
El éxito de la ciencia
se debe a que concentra su esfuerzo en ámbitos muy particulares y restringidos,
evitando preguntas sobre lo que cae fuera de ese ámbito. El cientifismo en
cambio hace generalizaciones sin base, malas filosofías falsamente presentadas
como derivadas de la ciencia, que acaban convirtiéndose en una pseudo-religión, a la que bien podría calificarse
de virus de la mente con el que se pretende dar un sentido a la vida y un ideal
por el que luchar, adaptando la terminología que el propio Dawkins ha inventado
para atacar a la religión.
Dawkins en realidad no
examina la verdad de la religión, se limita a dar por supuesta su falsedad
porque no se ajusta a los criterios de la ciencia empírica. Pero ningún método
científico nos puede llevar a comprobar la existencia de Dios, y menos a la conclusión de que somos hijos de Dios, o que debemos
amarnos unos a otros. Que esas afirmaciones no sean científicas no significa
que estén hechas sin apoyo: se apoyan en algo distinto al método científico.
La fe no es, como afirma
Dawkins, “confiar ciegamente, en
ausencia de pruebas, aun frente a
evidencias”. Ningún escritor cristiano importante ha definido así la fe. Pero Dawkins construye
ese hombre de paja y basa en él todo su ataque a la religión.
Más preocupante que sus
errores intelectuales es la ferocidad con la que afirma su ateísmo, sólo
explicable porque los motivos de su ateísmo tengan un origen emotivo y no
científico, pues la ciencia avanza con unos valores propios característicos:
búsqueda de la verdad, objetividad, rigor, modestia intelectual, cooperación…
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A veces viene bien
conocer las motivaciones que están detrás de algunos comportamientos. Por
ejemplo, a Hawking le gusta conectar la
física con Dios porque descubrió que así sus conferencias se llenaban. Giberson
apunta con ironía que Hawking sabe que cada ecuación que introduce en uno de
sus libros reduce las ventas a la mitad, y cada vez que introduce el término
“Dios” dobla las ventas. Las incursiones de Hawking en filosofía o teología son
dolorosamente ingenuas y asombrosamente dogmáticas. Y con frecuencia están
expresadas en un incomprensible tono mistérico que no se sabe si esconde una
burla o mera vaciedad, aunque curiosamente muchos la reciban como un auténtico
oráculo, sin entender nada.
Sagan, famoso por la
serie Cosmos, de muy buena factura pero en la que no hay lugar para Dios,
reconstruye la historia sin hechos en los que apoyarse, como en el caso de la
bibliotecaria Hipatia de Alejandría, cuya verdadera historia no tiene nada que
ver con la leyenda anticristiana construída muchos siglos más tarde. Sagan también
reinventa a Tales de Mileto, de quien apenas sabemos nada, y que Sagan describe sin base documental como héroe de la
lucha de la ciencia contra la religión en la Grecia clásica.
En cambio Sagan omite toda referencia a los detallados
estudios sobre cómo la revolución científica del siglo XVII fue debida a siglos de trabajo previo durante el
periodo medieval. La física matemática
apareció en el mundo occidental, fruto de un trabajo meticuloso que se gestó
durante la Edad Media, en la Europa cristiana, que no era tan oscura como la
pinta Sagan.
Presentar la religión como enemiga de la ciencia es ignorar que
donde ha crecido la ciencia ha sido precisamente en el Occidente cristiano, y
que el cristianismo no se ha visto obligado a cambiar como consecuencia del
progreso de la ciencia.
Son algunas
pinceladas de este gran libro, muy recomendable para amantes de la ciencia y
del rigor intelectual.
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