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miércoles, 3 de marzo de 2021

Lo efímero y la moda

 




El imperio de lo efímero. La moda y su destino en las sociedades modernas. Gilles Lipovetsky. Ed. Anagrama

 

El filósofo y sociólogo francés G. Lipovetsky nos ofrece en este libro un largo y brillante estudio acerca del devenir de la moda y su influencia en los estilos de vida, desde los comienzos de la historia hasta nuestros días. Concluye que la lógica efímera de la moda parece haberse impuesto hoy en todos los ámbitos del existir y razonar de los hombres.

 

Aunque parecen discutibles algunas de sus valoraciones, sin duda acierta en la descripción de situaciones de facto. Así, observa que “el desarrollo del razonamiento individual pasa cada vez menos por el diálogo o discusión entre personas privadas, y cada vez más por el consumo y los canales seductores de la información.”


     Se echan en falta, a mi juicio, propuestas de sendas de salida hacia una sociedad más humana, quizá porque no considera que sea esa su misión.

 

La aparición del gusto por las novedades

 

Señala Lipovetsky que se puede hablar de la existencia de un sistema de moda sólo cuando el gusto por las novedades llega a ser un principio constante y regular, como exigencia cultural autónoma, y no sólo como curiosidad hacia lo exterior.

 

Ese principio constante surge en la humanidad en el Occidente de finales de la Edad Media, hacia el siglo XIV. Es entonces cuando se impone un vestido radicalmente nuevo, distinto para cada sexo: para el hombre, jubón y calzones ceñidos; mientras que para la mujer sigue el traje largo que venía siendo tradicional para ambos sexos, pero ahora mucho más ajustado y escotado, resaltando los atributos de la feminidad.

 

Esa conmoción indumentaria, afirma, se produjo en algún lugar de Europa y se extendió por todo el continente entre 1340 y 1350. A partir de ese momento, las variaciones de la apariencia comienzan a ser mucho más frecuentes, extravagantes y arbitrarias.

 

Moda flexible

 

En nuestros días, señala, el público ya es autónomo frente a la idea de tendencia. Ha caído el poder de los modelos prestigiosos. Se ha perdido la radicalidad de la frontera entre lo pasado de moda y lo que está de moda, que han pasado a ser conceptos difusos. Ahora son posibles todas las longitudes y anchuras.

 

Esa moda flexible se ha convertido en uno de los rasgos de nuestro estilo de vida, junto a la alergia a la violencia y a la crudeza, la sensibilidad hacia los animales, la importancia de escuchar al otro, la educación comprensiva, el apaciguamiento de los conflictos sociales… Se aceptan casi todas las opiniones y se juzga cada vez menos al otro en función de una norma oficial.

 

Vulgaridad y distinción

 

El motivo de la moda, a su juicio, nunca se ha identificado del todo con la búsqueda de distinción social. Siempre ha tenido un componente fuerte de afán de novedades y el deseo de manifestar la individualidad estética.

 

En nuestros días persiste un código de diferenciación social, que se manifiesta por ejemplo en que los artículos de lujo nunca han pasado por crisis. Pero ahora ya no se busca tanto el consumo como vía de reconocimiento social. Se busca sobre todo placer, bienestar, funcionalidad, culto al cuerpo, embriaguez de novedades.  

 

Pienso que viene aquí a propósito lo que ha señalado el profesor García-Maiquez: ser distinguido no indica necesariamente afán de marcar distancias con los demás, porque una persona distinguida es sobre todo la que se esfuerza por distanciarse de lo peor de sí mismo, y fruto de su lucha va construyendo una personalidad atractiva, tanto en el cuerpo como en el alma.

 

       Otro pensador español, Javier Gomá Lanzón, ha señalado en esa misma línea que Ortega y Gasset estaba equivocado al hablar de masas como sinónimo de vulgaridad insuperable. No existen las masas, sino ciudadanos, cada uno en lucha consigo mismo para salir de la vulgaridad y alcanzar la excelencia.

 

Se trata de uno de los retos que tienen educadores, legisladores y gobernantes, y también los profesionales de la moda: cada persona es digna de respeto y consideración, y de esa dignidad debe aparecer revestida en todas las dimensiones de su vida.

 

Lipovestky constata que si bien es cierto que una minoría busca el exceso de extravagancia en el vestir, crece una mayoría que prefiere la discreción, que está menos preocupada por la originalidad que por el confort, la “elegancia difuminada” y la soltura.

 

La moda es una sofisticada puesta en escena del cuerpo

 

Resta importancia Lipovestky a la influencia social de operaciones publicitarias engañosas. No debe preocuparnos, afirma, que la publicidad logre convertir en éxito de ventas una porquería literaria: esa lectura no tendrá repercusión intelectual, su huella se borrará con el siguiente bestseller. Gran venta, nula repercusión intelectual.

 

Los efectos mediáticos son epidérmicos, afirma. No tienen la fuerza que les solemos otorgar: de aniquilar la reflexión, la búsqueda de la verdad, la comparación y la interrogación personal… Sólo tienen poder en el tiempo efímero de la moda. A lo sumo amplificará valores que no son tales, o retrasará el reconocimiento de los verdaderos valores.

 

Es una visión esperanzada, aunque quizá podríamos añadir que retrasar el reconocimiento de los verdaderos valores no es poco daño. Lo que debería ser normal en la sociedad es la contribución de todos a la generación de ambientes que faciliten el encuentro con los verdaderos valores. Entre otras razones porque sin valores no es posible que subsista largamente un sistema democrático, que está basado precisamente en un conjunto de valores comunes compartidos.

 

Por otra parte, la exposición constante de millones de ciudadanos a esos “efectos mediáticos epidérmicos” no deja de producir una inquietante sensación de estar ante un riesgo serio de estulticia generalizada.

 

La moda es la magia de la apariencia, y la publicidad el sortilegio de la comunicación.

 

La publicidad dominante hoy consiste en inteligencia creativa al servicio de lo superficial. No seduce al homo "sicoanalista", sino al homo ludens: se trata de una superficialidad lúdica, algo irónica, transgresora con límites, que juega al equívoco simpático, y que desarrolla toda su capacidad creativa para lograr el sueño de todo publicista: retener al público con una imagen positiva y original de sus productos.

 

Ese estilo creativo de la publicidad ha impuesto una lógica por la que todos afirman ahora la dimensión artística de su trabajo: los empresarios de ropa se autodenominan creativos, estilistas los peluqueros, los artesanos se consideran artistas, deportistas famosos dan su opinión sobre cualquier cosa como si fueran expertos…

 

La publicidad intenta explotar la tendencia natural al bienestar y a la novedad. Es interesante el contraste que señala con las técnicas de propaganda del totalitarismo político, que pretende transformar no la tendencia natural, sino la propia naturaleza humana, "como si se tratara de una materia amorfa y moldeable ilimitadamente por el Estado.

 

La publicidad ha engendrado a gran escala lo que denomina el deseo moda, un deseo estructurado igual que la moda. Ha desculpabilizado el acto de comprar, ha cambiado la ética del ahorro, el consumo se ha convertido para muchos en una “práctica ligera, que ha asimilado la legitimidad de lo efímero y la renovación permanente.”

 

La publicidad ha creado un ambiente que obliga a decir la verdad sin aburrir y con elegancia

 

Ese ambiente dominado por la publicidad ha creado un estilo de persuasión en el que ya no es suficiente decir la verdad: ahora es preciso decirla sin aburrir, con elegancia, imaginación y buen humor. Es un tema clave para la comunicación actual, y sin duda un reto atractivo para cualquier comunicador: expresar la verdad con belleza, porque de hecho verdad y belleza son inseparables.

 

La cultura de la evasión es el nuevo opio del pueblo, para olvidar la monotonía de la vida cotidiana. La necesidad fundamental que sustenta el consumo cultural hoy es la evasión. Para retener su atención es obligado distraerle. 

 

La cultura mediática tiene el poder de hacer olvidar la realidad y entreabrir un campo ilimitado de proyecciones, ofreciendo como espectáculo lo que la vida real nos niega. Pero esa cultura “favorece las actitudes pasivas, embota la capacidad de iniciativa, desalienta las actitudes militantes, y consigue integrarnos fácilmente en el sistema burocrático y capitalista, desposeídos de nosotros mismos.” Y eso que cuando Lipovetsky escribía esto, en 1987, apenas había comenzado internet…

 

El llamado “reino de la moda total”, que se ha instalado en la sociedad, pasando de la moda al estilo de vida, tiene también muchos rasgos favorables: quizá es menos firme, pero es más receptivo a la crítica; es menos estable, pero más tolerante; menos seguro de sí, pero más abierto a la diferencia, a la argumentación del otro; no le valen ortodoxias, contempla opiniones… 

 

Un buen libro para quienes se dedican a la moda y a la publicidad, y que hará pensar en busca de buenas ideas a cuantos están interesados en la comunicación y en mejorar el mundo.

 

 

 

 

martes, 16 de agosto de 2016

Elegancia, belleza, dignidad

Elegancia y dignidad humana





        “La elegancia, algo más que buenas maneras”, es el título de un sugerente artículo que publicó en la revista “Nuestro Tiempo” el joven filósofo Ricardo Yepes Stork, fallecido prematuramente. Acabo de releerlo, y lo resumo aquí, con algún añadido.


De la mano de los clásicos, Yepes aporta reflexiones sustanciosas sobre uno de los frentes desde los que se acosa hoy la dignidad humana: el feísmo y la vulgaridad en las relaciones, que parecen negar la infinita capacidad del ser humano de alcanzar el  bien y la belleza, de convivir en armonía.



No se trata de un aspecto marginal. La estrecha relación entre elegancia y dignidad exige una serie de actitudes que resaltan  la dignidad humana. Yepes destaca tres: la vergüenza, el pudor y la elegancia. Con ellas, la persona es capaz de elevarse desde la fealdad a la belleza.



Son actitudes diversas, pero inseparables. Unas sin las otras se caen. No son conceptos reservados a las élites. Personas muy humildes las poseen, y resplandece en ellas esa belleza de la dignidad preservada. Quien no las posee está manifestando que tiene en poca estima su dignidad, y no será capaz de remontar el vuelo de lo zafio a lo bello.




Vergüenza

        Se siente vergüenza de lo feo presente en la persona. Sentir vergüenza es sentirse feo por algo que aparece como indigno del propio valor. Lo indigno es vergonzoso, incluso ofensivo, porque es irrespetuoso hacia uno mismo o hacia los demás. 

     
     Sentimos vergüenza cuando nos vemos, o somos vistos,  de un modo dolorosamente inferior a nuestro valor,  o con la intimidad tan  indebidamente expuesta a miradas extrañas que sentimos la necesidad de ponernos a cubierto, que es la actitud propia del pudor.




Pudor


   El pudor, virtud poco conocida y muy maltratada, es una actitud profundamente humana que sirve para preservar la dignidad. Es el amor a la propia intimidad. Es la expresión corporal del derecho a la intimidad y a la propia dignidad. El pudor precede a la vergüenza, porque reserva la intimidad, no la comparte con cualquiera, y por eso permite ser intensamente dueño de uno mismo.


El pudor es la inclinación a mantener latente lo que no debe ser mostrado, a callar lo que no debe ser dicho, a reservar a su verdadero dueño el don que no debe ser comunicado más que a la persona a la que se ama. Porque amar es donar la propia intimidad. 


Sólo ante la persona amada somos transparentes, porque amar es darse. Si no poseemos la intimidad no tendremos nada que dar al amado. El pudor es la actitud, presente en gestos, vestimentas y palabras, que permite vislumbrar que aún queda algo oculto y silenciado: la persona misma, en todo su valor.



Desnudez


    Como el cuerpo es parte de nuestra intimidad, el pudor es también resistencia a la desnudez. Es una invitación a buscar a la persona más allá del cuerpo. Es la resistencia a que el cuerpo sea tomado sin la persona que lo posee, como una simple cosa. El acto de pudor es una petición de reconocimiento, como si el mirado dijera: “no me tomes por lo que de mí ves descubierto; tómame a mí como persona”.


       El carácter sexuado del cuerpo da a la desnudez cierto carácter erótico, una realidad natural de atracción que no se puede obviar en las relaciones humanas, y que es origen de pautas de comportamiento entre varón y mujer: es la conducta pudorosa, que  sabe distinguir lo oportuno de lo inoportuno,  y busca preservar la interioridad a miradas extrañas para darla sólo a quien se ama. 


      No se puede ofrecer la intimidad que ya no existe porque se ha expuesto como mercancía en venta. Lo “decente”, que significa “lo que dice bien” de la persona, es preservar la íntima desnudez para el ser amado. Considerar esto algo anticuado es un grave error,  y causa de no pocas crisis personales y sociales.




Elegancia y cortesía


    Elegancia es la presencia de lo bello en la figura, en los actos y movimientos, el mantenimiento de esa compostura que hace a la persona no solo digna y decente, sino bella y hermosa ante sí y los demás.


Compostura es ausencia de fealdad en la figura y conducta. Es la clásica “modestia”, que es la cualidad de lo humilde, de lo no engreído, de lo que se presenta con escasez de medios. La hermosura de lo sencillo. Es la ciencia de lo “decente” (“lo que dice bien”) en el movimiento y costumbres de la persona. Ausencia de lo sucio y presencia de lo limpio. Orden, saber estar, saber moverse, en el momento y con los gestos adecuados. Quien pierde la compostura en cierto modo  pierde la dignidad.


Parte de la compostura es la cortesía,  que significa tratar correcta y educadamente a las personas (lo que implica un reconocimiento de que son dignas de buen trato). Cortesía es –dice Octavio Paz- una escuela de sensibilidad y desinterés, que nos exige cultivar la mente y los sentidos, aprender a sentir  y hablar, y en ciertos momentos a callar. Es cortesía omitir todo detalle que resulte molesto, invasor, vergonzoso o irrespetuoso. El Papa Francisco alude a esto en su carta sobre la alegría del amor.


      Compostura y cortesía exigen “arreglo”: ocuparse de uno mismo, de la propia apariencia, cuidar la exterioridad. No se trata de artificios hipócritas, sino de un aprendizaje humano que civiliza los instintos. Son aspectos básicos que están en la base de la educación de la elegancia.


Tomás de Aquino es aún más rotundo: la amabilidad es una exigencia irrenunciable del amor, y por eso “todo ser humano está obligado a ser afable con los que lo rodean”.  Las buenas maneras transforman la animalidad en humanidad.




Gusto y estilo


      La compostura nos lleva a no desentonar. Pero la elegancia va más allá: además es atractiva. Ser elegante requiere desarrollar el gusto y el estilo para llegar a ser atractivo, adquirir la capacidad de sobrevolar por encima de lo zafio y vulgar.




       


       
       Ser elegante es tener buen gusto, saber reconocer lo bello, y eso requiere tener la mirada puesta en un todo con el que se debe contrastar cuanto se mira. Es tener la capacidad de reconocer las cosas bonitas o feas porque se tiene la referencia a un todo que ilumina como adecuado o inadecuado cada cosa que miro. 


       Elegancia es un modo de conocer, un sentido de la belleza o fealdad de las cosas, que se aplica no solo a la naturaleza o el arte, sino a las costumbres, la convivencia, la conducta, las obras humanas, o a las personas mismas. Y no es innato: depende del cultivo espiritual que cada uno adquiera. 




Belleza



        Belleza es armonía y proporción de las partes en el todo. Pero el todo de  la persona es mucho más que cuerpo y vestido. La persona que cuida su apariencia exterior con arreglo al buen gusto está bella. Pero ser bella,  toda la persona y no sólo su exterior, requiere que todo el ser  posea la armonía y plenitud propia de lo íntegro y proporcionado. 


       Una persona es bella si lo es su lenguaje, su conducta, su conversación, sus gestos; si sabe estar y relacionarse, si sabe convivir, si es capaz de poner en juego con constancia ese conjunto de hábitos operativos buenos que llamamos virtudes,  que nos convierten en personas agradables y atractivas


        Hay belleza en la persona que posee perfección, porque tiende a lo que le perfecciona, a lo bueno. Bien y belleza se identifican. No todo perfecciona al hombre, no todo le conviene. Quien sabe dominarse, quien busca lo mejor y se esfuerza por alcanzar lo más elevado, aunque sea arduo, deja atrás lo feo y vulgar para recorrer el camino de la verdadera elegancia, que lleva a la belleza buena, esa belleza que radica en el alma y embellece a la persona entera.



        Elegancia es la presencia de lo bello en la persona. Hay belleza en una acción generosa, y fealdad en el egoísmo. Es fea la persona avara, insolidaria, chismosa, envidiosa, lujuriosa, mentirosa, despilfarradora… por mucho que domine los colores o sepa gesticular con las manos. 


         La íntima unión de cuerpo y espíritu  no permite que engañe por mucho tiempo la aparente armonía exterior de quien tiene el alma ennegrecida por un vicio. La belleza moral es raíz de la verdadera belleza, porque radica en lo más profundo del ser humano. Se manifiesta en un rostro noble y atrayente, incluso en las personas físicamente menos agraciadas. El rostro es una gran epifanía de la persona (Levinas).



        El Papa Francisco, en La alegría del amor, dedica un tierno recuerdo a la belleza del gesto del personaje central de la película El festín de Babette. La generosa cocinera, al término de la magnífica cena en la que ha gastado todo lo suyo, con la que ha conseguido hermanar y llenar de alegría a una comunidad antes gélida y dividida, recibe un abrazo agradecido y un elogio: “¡Cómo deleitarás a los ángeles!”. Los ángeles (y también nosotros) se deleitan con la belleza de los gestos de amor desinteresado y alegre. 






       Es la belleza de quien sabe alegrar la vida a los demás con lo que tiene a su alcance. Esa clase de belleza que comienza en el corazón y se irradia al exterior a través de una sonrisa sencilla y perfecta.  Una belleza que contemplamos cada día en tanta gente buena, que se deleita en hacer el bien a los demás desinteresadamente. Y que no está en la vanidad de quien se mira a sí mismo, que sólo piensa en ser amado, y no en amar.



Naturalidad


       Elegancia es la naturalidad de quien actúa espontáneamente, con mesura, con un gusto y estilo personal que muestran una belleza poseída desde lo más hondo de la persona. La elegancia no es mera imitación exterior de un modelo. No es enajenarse tratando de seguir al fetiche icónico del momento. Es expresión de un mundo auténticamente personal, propio, poseído.


***


     Quien ama su dignidad cuidará su elegancia, y con ello añadirá a su persona ese punto de belleza que la hace más amable y atractiva. No es narcisismo: es una preparación para el encuentro con los demás, una búsqueda de la nobleza humana en el convivir.


Elegancia es crear un ámbito que está más allá de la pura utilidad: es presentación alegre y festiva de la persona, que sabe encontrar siempre motivos para expresar alegría por medio de la “buena presencia” y del adorno, y por eso se hace más merecedora de la estima propia y ajena.






viernes, 10 de mayo de 2013

Encarnación Ortega, una mujer bandera en el mundo de la moda






Páginas de amistad. Relatos en torno a Encarnita Ortega
Maite del Riego. Ed. RIALP


   Encarnación Ortega Pardo
fue una de las primeras mujeres del Opus Dei. Su vida es el relato de la forja de virtudes humanas y cristianas, con las que Dios la fue preparando desde su infancia. Sufrió las terribles consecuencias de la guerra civil, que pasó en Teruel con su familia. Durante el asedio, con sólo 16 años, sirvió como enfermera militar. 

   En 1941 asistió en Alaquàs (Valencia) a un curso de retiro que predicó el fundador del Opus Dei, san Josemaría. En esos días de intensa oración escuchó la llamada a la que Dios la venía preparando, y solicitó ser admitida en el Opus Dei. Desde entonces se entregó con pasión de enamorada a su vocación de servicio a Dios en el trabajo y en las circunstancias ordinarias de la vida. 

   En 1946 marchó a Roma, donde trabajó intensamente junto al fundador durante 15 años, ayudándole con eficacia y fidelidad en el gobierno y expansión apostólica del Opus Dei por todo el mundo. Era una mujer de temple, firme y a la vez suave, ecuánime, sin arrogancia. Inspiraba confianza. Sabía escuchar y comprender, desdramatizar y echarle humor a la vida cuando surgían complicaciones. 

   Desde 1961, de vuelta en España, su fina sensibilidad le impulsó a dedicarse a actividades relacionadas con la imagen y la moda femenina. Una actividad en la que por su buen gusto y elegancia se encontraba como pez en el agua. Deseaba también secundar el deseo de san Josemaría, que hablaba con frecuencia de la necesidad de profesionales que promovieran una moda bella, atractiva, elegante, que resaltara la dignidad de la persona

   Encarnita, como la llamaban familiarmente, estaba dotada de un gran sentido de la amistad. Este libro recoge testimonios de algunas de las numerosas personas que la recuerdan con agradecimiento por haber tenido el privilegio de tratarla, y relatan la honda huella que su trato ha dejado en ellas. A través de recuerdos de personas que la conocieron de cerca, sobre todo en los últimos años de su vida, vamos descubriendo el secreto del temple y del rico mundo interior de Encarnita. Reseño aquí sólo algunas pinceladas. 

   Elegancia, arte, belleza,…están relacionados con el respeto a los demás, con la dignidad propia y ajena. Manifestaba que hay una honda relación entre el arreglo personal, “ir bien” y el respeto a los demás. Su delicadeza y su forma de arreglarse no eran simple forma exterior, manifestaban respeto y un afecto verdadero hacia las personas. Y en el fondo de todo esto había mucho más. Su figura, su compostura, siendo naturales, tenían fuerza y contenido. Su estar llevaba a Dios

   Juanto a su amor a la belleza, Encarnita tenía el don de piedad, que nos relaciona con Dios. Y como dice Richard Harries en su libro El arte y la belleza de Dios:Cuando el amor a la belleza y el amor a Dios se combinan, el resultado puede ser de verdad intenso”. 

   Encarnita recordaba con frecuencia lo que Juan Pablo II, en la carta a los artistas, ha dejado escrito:“la belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente”. La huella de Dios está impresa en los valores estéticos verdaderos: una poesía, una buena película, una composición musical, la elegancia de una persona, la grandeza de un paisaje… 

   La ropa puede ser un elemento educativo también para los pequeños: a través de la ropa pueden aprender virtudes: buen gusto, sobriedad, orden,… 

  La importancia de arreglarse cuando se es menos joven, o en la enfermedad: Encarnita hasta el último momento trató de estar bien arreglada y presentable, hasta el punto de que los médicos se sorprendían. Con su fino sentido del humor les decía: “Una cosa es que yo esté mal, y otra que dé pena”. 

   En sus últimos años, comentaba que se arreglaba porque era ya mayor y por su enfermedad no podía ayudar con trabajos físicos. Por eso, su aportación a la familia consistía en intentar estar agradable y alegre, para que los demás no se preocuparan y se sintieran mejor…

   Este deseo de agradar le dio vitalidad hasta la muerte, aunque le costara esfuerzo. En la enfermedad hay que pensar en los demás, decía. No quería que se dijera a los que llamaban por teléfono que no se podía poner, porque era una forma de alarmar y de hacer pasar malos ratos innecesarios; se sobreponía aunque estuviese muy mal, y daba ánimos a los demás. 

   Tenía siempre esa atención constante por los demás, que le salía del fondo, como algo profundamente querido y adquirido, con la ayuda de Dios. En los ratos que pasaba en familia, nunca se quejaba de nada, ni interrumpía las conversaciones. A pesar de que tenía tanto que decir, casi siempre callaba. Hablaba si veía que el ambiente decaía, salvando la situación con oportunidad. 

   Felicidad, alegría. Decía, y lo vivía, que la gente que es feliz, pase lo que pase, es la que mueve a otros a buscar la felicidad, a imitar ese carácter y ese modo de afrontar las situaciones sencillas o complicadas. Lo deseable es que cada uno sea ese punto de referencia para los demás, porque lo necesitan tanto como nosotros mismos. 

   Comunicaba bien. Aunque llevaba guiones bien preparados a sus conferencias y charlas,  jamás los leía y utilizaba pocas citas literales. Se dirigía a la gente en un diálogo directo, adaptándose a las características del público. Procuraba introducir el tema contando una anécdota o algo que en aquellos días era tema de conversación: así captaba la atención desde el primer momento, se la seguía con interés y el contenido resultaba actual y atractivo. 

   El cielo. El cristiano no tiene miedo a pensar en el más allá, y Encarnita pensaba en el cielo. Un día detalló a una de sus amigas cómo veía su encuentro con Jesús en el Cielo: “Allí te mostrará dos imágenes, una será la de los planes que tenía para ti y la otra lo que en efecto has hecho en tu vida. Si las dos coinciden has cumplido la voluntad de Dios y recibirás el premio eterno”. Y también añadía: “Piensa qué feliz serás cuando llegues al Cielo y digas: mira, todos éstos –y ahí hizo un amplio gesto con la mano-, todas estas almas he traído para Ti”. 

   Estaba siempre disponible, dispuesta a servir. Cuando alguien le preguntó por qué nunca decía que no y siempre estaba disponible para lo que le pedían, respondió: “Es que no hay que decir que no, si se puede hacer, porque el que pide espera una respuesta afirmativa y eso es lo que agrada a Dios”. 



Opus Dei -   Fallecida en 1996 sin perder su serena sonrisa, la fama de su vida santa se ha extendido por el mundo y son muchos los que se encomiendan a su intercesión y le piden favores de todo tipo. El rico contenido de este libro ayuda a entender por qué.