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domingo, 7 de septiembre de 2025

La fuerza del silencio y el estupor ante Dios



Silencio, meditación, recogimiento interior

    Muchos expertos nos alertan de los peligros de la civilización ruidosa y trepidante que hemos construido. No hay tiempos muertos, tiempos para el silencio, para desconectar de la tecnología y conectar con las personas queridas “presencialmente”. “Hay que recuperar el silencio y la mirada” dice José Luis Orihuela, profesor experto en tecnologías de la información: “nos hemos vuelto adictos a las interrupciones; hay que saber eliminar las notificaciones del móvil, necesitamos volver a aprender a hablar y escuchar.”

    Se ha demostrado que la práctica del silencio y la quietud interior mejora la salud, la relación con los demás, incluso la eficiencia del trabajo. Pero todo parece estar organizado para robarnos la atención. Poderosos intereses parecen confabulados para lograr estilos de vida en los que no sea posible reflexionar ni meditar. Nos llenan de distracciones –pérdidas de atención- para que seamos incapaces de adentrarnos en nosotros mismos y, en silencio, meditar quiénes somos y qué queremos hacer con nuestras vidas.

    Como explica el doctor Mario Alonso, tendemos a poner nuestra atención en cosas exteriores, porque pensamos que no hay nada dentro que valga la pena: y sin embargo, es adentro donde debemos mirar, porque dentro está lo más sorprendente y valioso. 

    Si aprendemos a mirar adentro, en primer lugar veremos cosas que quizá no queríamos ver (defectos, lagunas vitales…) pero necesitamos verlas para superarlas. Y en segundo lugar, veremos también cosas maravillosas, incluso en lo humano: como que los miedos y los pensamientos negativos se disipan meditando. Para los cristianos, pensar en nuestra condición de hijos de Dios alivia toda congoja e ilumina el camino a seguir. 

    Meditar no es quedarse en blanco, no se trata de buscar un silencio mudo, sino creativo. Se trata de evitar el ruido exterior, el de los pensamientos que aturden y distraen. Y así estar en condiciones de escuchar los sonidos interiores: la voz interior, que es el ámbito donde cada persona puede conocerse a sí misma y escuchar la voz de la conciencia. Y con fe, escuchar la voz de Dios. Hay un maravilloso mundo interior dentro de nosotros, pero no le dejamos hablar porque no entramos en silencio.

    Silencio es, sobre todo, acallar el ruido y el bullicio de pensamientos que son secundarios o incluso innecesarios, para que la mente y el corazón contemplen el rico mundo interior, los verdaderos Bienes. Silencio es tener la cabeza y el corazón en Dios.

    El diálogo interior ha de ser positivo: todo va a ir bien, porque soy hijo de Dios. Todo tiene arreglo. A los pensamientos negativos hay que saber darles la vuelta y convertirlos en positivos: tengo tal defecto, pero ese es mi punto de partida, no de llegada: mi destino es empezar a poner los medios para corregirlo, con la ayuda de Dios, que no me va a faltar si se lo sé pedir. 

    Hay que saber retirar toda la atención a los pensamientos negativos “crónicos”. Su único apoyo es precisamente la atención que les prestamos. Los pensamientos negativos reiterativos, no rechazados, pueden llegar a dañar la salud. Son médicamente conocidos los beneficios de la meditación asidua, cuando discurre con un diálogo interior positivo: el cuerpo genera oxitocinas, y con ellas esa sensación de paz y alegría tan beneficiosa para el cuerpo y el alma. 

    Muy a propósito esta frase de Marcel Proust: "El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevas tierras, sino en ver la vieja tierra con nuevos ojos". Invita a reflexionar sobre la importancia de la perspectiva interior: la verdadera innovación y conocimiento surgen de cambiar nuestra forma de ver y experimentar el mundo cotidiano, en lugar de simplemente buscar nuevas experiencias externas.

Silencio y oración

    Esa dictadura del ruido ensordecedor ha penetrado también en la Iglesia y nos impide rezar. Es muy sugerente el libro del cardenal Sarah “La fuerza del silencio”, del que tomo estas ideas: el ruido es como la columna sonora de la ausencia de Dios, del olvido de Dios: una gran nada vacía y ruidosa. El ruido es como una droga de la que muchos son dependientes. Una droga que impide que cada uno se mire a la cara y descubra su vacío interior: es una mentira diabólica.

    El silencio no es una virtud, ni el ruido es un pecado. Pero el tumulto confuso y ruidoso de la sociedad actual son exposición de una atmósfera irreflexiva, superficial, y a veces peor, porque manifiesta el deseo más o menos consciente de aturdimiento de la criatura que no quiere saber nada de su Creador, y que incluso está dispuesto a ofenderle si le apetece porque no quiere depender de nadie. Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, por eso la conducta del pecador es salir de sí, aturdirse, hacer ruido. La liturgia debe facilitar todo lo contrario: entrar dentro de nosotros, en el silencio asombrado de la oración, para encontrarnos con Dios.

    Dios se manifiesta en el silencio. “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono del cielo” (Sabiduría 18,14-15). “Dios actúa en el silencio”, dice san Juan de la Cruz. El Padre dice una sola Palabra, su Hijo, su Verbo. La pronuncia en un eterno silencio, y sólo en silencio el alma puede entenderlo.

    Sólo el silencio permite sentir la música de Dios. Jesús mismo nos lo explica: Mt 6,7: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados.

    Silencio es mucho más que ausencia de ruido. El silencio es condición necesaria para una oración profunda y contemplativa. Es una disposición interior, espiritual, que retira los obstáculos para el contacto con Dios y la comunicación de la gracia de Dios. 

    Es expresión del temor reverencial a Dios (que no es miedo a ser castigado, sino a no amar suficientemente a un Padre tan bueno, a hacer algo que le disguste). Es el camino que permite a los seres humanos ir a Dios. 

    Concilio Vaticano II: el silencio es un medio privilegiado para promover la participación del pueblo de Dios en la liturgia.

    Es el silencio de la Virgen, en el que –recogida en oración- puede meditar la Palabra de Dios, escucharle, contemplar a su Hijo.

    El silencio es parte esencial de la oración: una conversación con Dios Uno y Trino, en la que le hablamos y le escuchamos, como un amigo habla con el Amigo. Es mirar y ser mirado por Dios, que es tener ya un trocito de cielo en la tierra (papa Francisco).

Silencio, parte esencial de la liturgia

    El silencio es una ley cardinal de toda celebración litúrgica, porque permite a los fieles adentrarse en lo sagrado. Por eso el silencio es parte esencial de la liturgia: los actos litúrgicos son momentos de escuchar a Dios. Cuando la liturgia indica momentos de silencio, no es tiempo muerto: el silencio interior y exterior de la liturgia, y de toda oración, es un silencio activo que es el propio de la adoración y de la escucha dócil al querer de Dios.

    El templo no es una sala de espectáculos donde se va a aplaudir a quien comunica bien, o a aburrirse si comunica mal. El templo es el ámbito de la oración, y requiere silencio.

    Algunos creen que el silencio ante el Altísimo puede desconcertar a los fieles, que sería mejor llenarlo de cosas inteligibles, horizontales, humanas: palabras, explicaciones o cosas banales, canciones más o menos baratas… y acaban reduciendo el misterio sagrado a mero sentimentalismo. Y no se dan cuenta de que la fuerza de la liturgia es la acción del Espíritu Santo, que es quien mueve los corazones de quienes le buscan. Dios habla a las personas que le escuchan (Benedicto XVI), que saben recogerse en una oración sin ruido de palabras y adorar. Jesús puede actuar como quiera, pero nos ha enseñado a rezar como Él mismo reza: “Se levantaba temprano y permanecía en oración, en diálogo íntimo con su Padre Dios.” 

    Dios habla a las personas que saben recogerse en oración. Como canta el fervor popular: “Estaba la Virgen María sola en su aposento haciendo oración, y bajaron ángeles del cielo y la saludaron con mucho fervor…” Ella es la que “consideraba todas las cosas en su corazón.”

    Cardenal Sarah: “Dios es silencio, y el demonio es ruidoso. Desde el inicio Satanás ha buscado enmascarar sus mentiras bajo una agitación falaz, resonante.”

Silencio y recogimiento ante la Eucaristía

    La Misa requiere un clima interior de silencio, porque el alma está a solas con su Dios. Y es Dios quien está ahí. Lo esencial de la Misa no es el aspecto festivo ni la dimensión fraternal, sino el Sacrificio de Cristo en la Cruz, al que necesitamos acudir con el corazón convertido y purificado en la Confesión, con la disposición de unirnos a Su Sacrificio. Y eso requiere silencio interior. 

    Algunos sacerdotes deslucen el sentido de la Misa queriendo hablar mucho, añadiendo cosas de su cosecha como para hacerla más entretenida. Pero en la Misa lo esencial son las palabras de Cristo, que se está ofreciendo al Padre, y también nosotros estamos inmersos en ese ofrecimiento con Él, inmersos en su Sacrificio y Muerte, inmersos en Él: todo recogimiento y sobriedad en los gestos es poco, porque la Misa es la muerte de Dios por amor a nosotros, y eso está más allá de toda manifestación cultural. 

    La ligereza en algunas celebraciones litúrgicas (por ejemplo, cuando son muy numerosas, pero también en otras con pocos asistentes) nos pone en riesgo de perder el sentido de lo que se está haciendo. La Misa debe celebrarse con sobriedad y recogimiento, pues también nosotros estamos inmersos en el Sacrificio y Muerte de Cristo, nos estamos ofreciendo con Él y en Él al Padre. 

    La liturgia bien cuidada puede y debe ser bella, una belleza que ha atraído a tanta gente a la fe cuando se ha procurado. Pero requiere silencio y recogimiento, manifestado también en la postura, porque la muerte de Dios por amor a nosotros está más allá de toda manifestación cultural. 

    Las iglesias fueron diseñadas para la oración, no para representaciones ni espectáculos. Se orientaban hacia Oriente, que representa al Señor, y con esa manifestación exterior se manifestaba nuestra disposición interior de orientarnos a Dios. “Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor.”

    Por eso, cuando no es posible celebrar la Misa hacia el Oriente, se manda poner una cruz sobre el altar, bien a la vista, como punto de referencia para todos. Cristo en la Cruz es el Oriente cristiano al que todos nos volvemos. Mirar al Señor promueve el silencio. Es absurdo que algunos pongan el centro, el podio, en el micrófono al que se aferra el sacerdote, en lugar de la Cruz.

Recuperar el gran silencio de la liturgia   

    Es preciso entrar en el gran silencio de la liturgia, dejarse enriquecer por todas las formas litúrgicas aprobadas por la Iglesia que privilegian el silencio, porque necesitamos espíritu contemplativo para mirar al Señor. Eso es lo que el Concilio quiso legar: facilitar la comprensión de los misterios sagrados para participar mejor en ellos, no convertirlos en meros actos sociales más o menos aburridos que provocan lo contrario de lo que se deseaba: profundizar el misterio con la actitud interior que lo facilita.    

    Recuperar el sentido del silencio es una prioridad y necesidad urgente. La verdadera revolución viene del silencio, nos dirige a Dios y a los demás para ponernos a su servicio. El ruido nos atolondra y nos separa.

    En la liturgia el silencio es una disposición radical y esencial, que expresa la comunión del corazón. Con ruido permanecemos en una dimensión humana superficial y horizontal, que nos impide penetrar en lo sagrado.

    Dañar la liturgia es dañar nuestra relación con Dios, es dañar la expresión concreta de nuestra fe cristiana. No se puede estar ante la Eucaristía como si fuera una cosa, un mero símbolo: ¡es Dios! He de hacer muy bien la genuflexión, con un acto interior y exterior de adoración. He de ir lo primero al Sagrario para saludarle, cuando entro en un templo. No puedo estar charlando con los demás como si estuviera en un bar, o con las piernas cruzadas como si estuviera en el sofá. No puedo ir en chanclas, aunque haga calor. La Iglesia no es un club, ni un centro cultural, donde se vaya a debatir temas intelectuales: quizá por eso se han vaciado muchos templos y permanecen largas horas cerrados. Es un lugar de oración y adoración.

    Papa Francisco: el celebrante no es el presentador de un espectáculo, no debe buscar la simpatía de la asamblea poniéndose frente a ella como su interlocutor principal. El concilio Vaticano II invita a todo lo contrario: cancelarse a sí mismo, renunciar a ser el punto focal, para que todos juntos se dirijan hacia Cristo, que es el Oriente a donde todos debemos mirar durante la liturgia.




Renovar el estupor ante Dios

    Concilio Vaticano II: la liturgia es principalmente culto de la majestad divina. Tiene valor pedagógico si está ordenada a dar culto a Dios. Participar de la liturgia significa renovar el estupor ante Dios, un temor alegre que requiere silencio frente a la majestad divina. Todo, también las palabras del celebrante, debe ser una invitación a entrar en el Misterio (y no saludos ni comentarios superficiales). La comprensión de los misterios sagrados no es obra solo de la razón humana, sino de algo más importante: el sentido de la fe (sensus fidei) que conoce por sintonía más que por concepto, y que requiere acercarse con humildad.


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