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viernes, 5 de abril de 2013

El festín de Babette






Me ha encantado descubrir que una de las películas preferidas del papa Francisco es El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987, Óscar a la mejor película extranjera).  Coincidimos, también en esto.  Una película maravillosa sobre cómo una sociedad de ambiente gélido e individualista, donde  cada cual va a lo suyo y mira con desconfianza a los demás, puede ser transformada por una sola persona con capacidad de querer.


El festín de Babette es una  bella metáfora  de la fraternidad que debería reinar en la convivencia  social. Una metáfora en la que las diversas  sensibilidades pueden percibir diversos estratos de significado, cada vez más profundos.


El festín de Babette es, en el plano más superficial, un homenaje  al sentido social y humano que se esconde detrás de algo en apariencia tan material como la gastronomía, el noble oficio de cocinar.  Porque comer no es una mera necesidad biológica, propia de animales. El hombre es animal pero es también espiritual, y su dimensión espiritual es capaz de transformar la comida en un arte con el que agasajar a los demás, en una manifestación de cariño y afecto. Babette, en su festín, muestra cómo el trabajo abnegado en la cocina  es capaz de encender  y unir corazones antes gélidos y distantes. "Yo podía hacerles felices cuando daba lo mejor de mí misma". 



En un segundo plano más profundo, la película es también un bello canto a la generosidad, a la capacidad humana de dar sin esperar nada a cambio. En toda familia que funciona hay al menos uno o una que viven con ese espíritu generoso y desinteresado. Como explica magistralmente Higinio Marín en este artículo , es esa generosidad la que impulsa a decir a Babette a quienes les parecían una exageración su entrega: "Dejadme que lo haga tan bien como soy capaz"


En un tercer plano la película muestra, a mi juicio,  el contraste entre el calor de la fe católica de Babette, que afirma que el mundo es bueno porque ha salido de las manos de Dios, y  esa fría desviación del cristianismo que es el calvinismo puritano, dominante en el pueblo danés al que ha llegado la  cocinera  francesa Babette. La fe católica aporta alegría y ganas de vivir, nada que ver con la negación y amargura del puritanismo. Una alegría que se manifiesta desbordante cuando Babette prepara su magnífico festín, sin reparar en sacrificios ni gastos, dándolo todo. 


Y en ese festín se intuye el  cuarto plano, el más profundo: una gran  metáfora de la Eucaristía, el verdadero Festín, el Gran Derroche de generosidad que nos transforma y hermana.  La Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia y de cada católico. Es la Mesa que nos hermana, el hogar familiar en torno al que todos y  cada uno encuentran calor y se sienten queridos. En la Eucaristía, ese gran festín en que la comida es el mismo Jesucristo, que se entrega en un exceso de generosidad, surge y crece la concordia y el hermanamiento entre los hombres. Ese es, quizá, el significado más hondo que ha querido expresar Gabriel Axel


El cardenal Bergoglio, cuando  Sergio Rubin y Francesca Ambroguetti le preguntan si la Iglesia no insiste demasiado en el dolor como camino de acercamiento a Dios, y poco en la alegría de la resurrección, contesta lo siguiente:


“Es cierto que en algún momento se exageró la cuestión del sufrimiento. Me viene a la mente una de mis películas predilectas, La fiesta de Babette, donde se ve un caso típico de exageración de los límites prohibitivos. Sus protagonistas son personas que viven un exagerado calvinismo puritano, a tal punto que la redención de Cristo se vive como una negación de las cosas de este mundo. Cuando llega la frescura de la libertad, del derroche en una cena, todos terminan transformados. En verdad, esa comunidad no sabía lo que era la felicidad. Vivía aplastada por el dolor. Estaba adherida a lo pálido de la vida. Le tenía miedo al amor.” (El Jesuita. Conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio. Ed Vergara).


      Sobre la Eucaristía, me ha parecido también muy sugerente esta explicación de Rainiero Cantalamesa. Y esta de san Josemaría . Ver también: Amabilidad, esencia de la cultura


miércoles, 27 de marzo de 2013

Los cambios que requiere la Iglesia





Es muy interesante leer la intervención del cardenal Bergoglio  en una de las reuniones de cardenales previas al Cónclave en que resultó elegido papa. Sintetizan sin duda el programa que el papa Francisco traza para su pontificado y los cambios que son necesarios para que  la Iglesia sirva mejor a las almas.

  
El cardenal Jaime Ortega le pidió el texto a Bergoglio, y ahora lo ha publicado en la revista diocesana de La Habana. 


Bergoglio centró sus palabras en la evangelización, y usó la expresión de Pablo VI: la dulce y confortadora alegría de evangelizar. Es la razón de ser de la Iglesia, a la que el mismo Jesucristo nos impulsa. 

Estos son los cuatro puntos que anotó el cardenal Bergoglio en el manuscrito que guió su discurso:



1.- Evangelizar supone celo apostólico. Evangelizar supone en la Iglesia la parresía de salir de sí misma. (Parresía se puede traducir por libertad y valentía para comunicarlo todo con franqueza). La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria.



2.- Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma (cfr. La mujer encorvada sobre sí misma del Evangelio). Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico. En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde fuera la puerta para entrar... Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir.


3.- La Iglesia, cuando es autorreferencial, sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser el mysterium lunae (metáfora que alude a que la Iglesia, como la luna, ilumina con una luz que no procede de ella sino de Jesucristo, el verdadero sol y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad espiritual (Según De Lubac, el peor mal que puede sobrevenir a la Iglesia). Ese vivir para darse gloria los unos a otros. 

Simplificando; hay dos imágenes de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans (la Iglesia que escucha religiosamente la Palabra de Dios y la proclama con audacia), o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí. Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas.


4.- Pensando en el próximo Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de "la dulce y confortadora alegría de la evangelizar". 

lunes, 18 de marzo de 2013

Mirar donde mira Francisco


En Radio Nou RTVV con Vicent Climent, Carolina Quilez, José Francisco Castelló y José Antonio Burriel, comentando la elección del Papa Francisco
                             

Mirar donde mira el papa Francisco


    Pocos gestos han bastado para que el  papa Francisco nos muestre, desde las primeras horas de su pontificado, dónde tiene puesta su mirada. Era previsible, y por eso lo avanzamos en esa estupenda tertulia de Radio Nou con Vicente Climent, que arrancaba justo cuando por la chimenea del Vaticano comenzaba a intuirse el humo blanco.

    El papa mira en primer lugar a Jesucristo. Nos quedó grabado, apenas asomarse al balcón de la plaza de san Pedro para recoger el afecto del pueblo romano. Lo primero fue pedir -suplicar, más bien- que rezásemos por él, inclinado en gesto sincero y humilde. 

    Francisco sabe que la Cabeza de la Iglesia es Jesucristo.  Ser su representante en la tierra  requiere poner los ojos en Él, rezar intensamente, para escucharle y secundarle.  Media hora estuvo  ante el Santísimo en la basílica de Santa María la Mayor, a primera hora del día siguiente a su elección. Antes, muy temprano, había celebrado la Santa Misa. El Papa, primero y sobre todo, mira a Jesucristo. Es Él quien dirige su Iglesia. Es a Él a quien seguimos. 


   Todos deberíamos fijar la mirada en Jesucristo. Y rezar. Impresiona su devoción a la Virgen.  Aún resuenan
  las palabras de Francisco: quien no reza a Dios, reza al diablo. Debe estar feliz el diablo, porque muchos que se dicen agnósticos, o ateos,  lo que en realidad hacen es dar la espalda a Dios. Nada alegra más al diablo que contemplar una criatura dando la espalda a su Creador.


    El papa mira a la Iglesia, en segundo lugar. Me conmovió el gesto con que asomó al balcón de san Pedro: un gesto de afecto, con algo  del susto de quien acaba de sentir sobre sus espaldas el peso de la  enorme responsabilidad contraída: ser el Pastor de más 1.200 millones de católicos, representados en la multitud que abarrotaba  san Pedro. 



   Francisco tiene que  proporcionar  seguridad, afecto, cercanía y  alimento saludable a millones de fieles extendidos por los cinco continentes. Muchos de ellos sufren persecución física y moral, son privados de libertad, y a veces asesinados, por ser católicos. Necesitan sentir  el calor del Padre común, y sin duda  van a encontrarlo en esa gran humanidad que muestra Francisco, como ha dicho el Vicariodel Opus Dei en Argentina,  buen amigo de Bergoglio.


    Dentro de la Iglesia, el Papa mira especialmente a los jóvenes,  necesitados de una formación cristiana que no siempre se les ofrece con integridad, y muchas veces reciben tergiversada. (Por cierto, va a ser memorable la JMJ en Brasil: América arde en emoción...) Y mira también la falta de coherencia de miembros de la Iglesia, a veces eclesiásticos, necesitados de purificación. Somos humanos y ninguno estamos exentos de la necesidad de purificación. Pero hay que reconocer los pecados para poder ser perdonado.  

    Me ha hecho  pensar  el lema episcopal del Papa: Miserando et  eligendo.  Se refieren a la mirada de Jesucristo cuando invita a  Mateo a seguirle. Mirada de comprensión y cariño, que disculpa, pero que mueve a  radical coherencia.


   Es la radical coherencia que todos los católicos deberíamos proponernos en estos momentos. Requiere un conocimiento más riguroso de la fe,  y  frecuencia asidua de los sacramentos que nos adentran en la intimidad con Dios, especialmente la Reconciliación y la Eucaristía.  La luz y el calor que precisa un mundo frío y desnortado no la proporcionan sólo discursos y razonamientos, sino sobre todo el ejemplo de personas  que viven lo que creen.


   Y Francisco mira al mundo. Lo ha dicho claramente en sus primeras palabras, sin papeles porque lo tiene muy claro: el mundo necesita la luz de Cristo. La Iglesia no es una mera ONG filantrópica.  No cumpliría su misión si no diera a conocer a Cristo al mundo. Toda manifestación de amor a los hombres se queda pobre si no anuncia a Jesucristo, fuente del amor,  y lo que Jesucristo nos ha enseñado. 

    A quienes dicen que la Iglesia debería “modernizar” su doctrina,  Francisco les ha señalado que es al revés: el mundo no avanzará mientras no se abra a la luz de la doctrina cristiana. Parece un eco de la llamada de Juan Pablo II a los gobernantes: ¡no tengáis miedo a Cristo! Él trae la libertad y el bien al mundo. A un mundo que ha aumentado su capacidad técnica,  pero que ha empobrecido sus resortes morales, Francisco ofrece la referencia cristiana con fe profunda y claridad llena de coraje.


   Francisco, desde la elección de su nuevo nombre, mira en el mundo las injusticias que claman al cielo. Los grandes desequilibrios no sólo entre países ricos y pobres, sino también en el seno de cada país. Es fácil clamar contra la desigualdad. Más difícil es que cada uno de los que claman se proponga realmente vivir pobre y desprendido, compartiendo de lo suyo (no de lo ajeno), y trabajando por sanar  unas estructuras éticamente enfermas, que hagan mejores a las personas que viven en ellas, y no que las corrompan.

    Es significativo, en esa mirada al mundo, el valor que Francisco otorga a los laicos. Hemos leído sus declaraciones como cardenal de Buenos Aires, acerca del peligro de clericalizar a los laicos, y de que los laicos se dejen clericalizar. La tarea de los fieles corrientes es dar  testimonio de coherencia cristiana en sus ambientes profesionales y sociales, haciendo presente a Cristo en sus actividades ordinarias. Algo de esto dijo  el cardenal Bergoglio en alguna entrevista, y en la Misa que celebró en 2010 en la catedral de Buenos Aires, con ocasión de la  fiesta de san Josemaría, fundador del Opus Dei, precursor de la misión evangelizadora de los laicos.


    Jesucristo, la Iglesia, el mundo. Tres miradas en una. Miremos los católicos en esa dirección, bien unidos a Francisco. Y viviremos  una gran primavera de la Iglesia. Y también del mundo, que falta le hace... 

    Ah! Y no hagan caso de los "devotos odiadores", como han sido calificados por un conocido periodista, empeñados en ensuciar el rostro de la Iglesia. Sí, formada por hombres y por tanto por pecadores. Pero ya quisieran ellos para sus grupos la integridad y categoría de la inmensa multitud de cristianos que viven de acuerdo con su fe.