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sábado, 19 de agosto de 2023

Prelaturas personales: un fruto del Vaticano II

 


    

El Papa Francisco y el prelado del Opus Dei


    La profesora Geraldina Boni, catedrática de Derecho canónico y Eclesiástico de la Universidad de Bolonia, analiza en este interesante artículo el reciente Motu proprio emitido por el Papa Francisco, que afecta a la única prelatura personal existente, el Opus Dei. 

    Salvando la libertad del Pontífice, manifiesta su sorpresa ante la inquietante precipitación con que se ha procedido, saltando ciertos protocolos habituales, y la aparente falta de diálogo previo entre las partes implicadas, que parece contradecir las reiteradas llamadas de Francisco a la sinodalidad. 

    Señala también la difícil asimilación que se pretende entre prelatura y asociación, ya que la primera implica esencialmente un caracter jurisdiccional que no existe en la segunda. Y sobre todo, la extraña posición en que se deja a los laicos, precisamente en una institución eminentemente laical como es el Opus Dei, en la que todos y cada uno de sus miembros han recibido la misma llamada divina a santificar sus actividades ordinarias en medio del mundo.

    Geraldina Boni es también, desde 2011, miembro del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos. 


La asimilación de las prelaturas personales a las asociaciones clericales

agosto 18, 2023

Primeras observaciones a la Carta Apostólica en forma de Motu Proprio del Papa Francisco con la que se modifican los cánones 295-296 relativos a las prelaturas personales.

     El 8 de agosto, nada más regresar a Roma tras la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud en Lisboa, el Santo Padre emitió un Motu Proprio con el que introdujo una incisiva modificación del Código de Derecho Canónico promulgado por San Juan Pablo II en 1983. Esta vez en materia de prelaturas personales. Esta novedad legislativa suscita, desde un punto de vista puramente jurídico, bastantes cuestiones, y de cierta trascendencia, sobre las que merece la pena detenerse, aunque sea a modo de apuntes y sin pretender ser exhaustivo.

    Sobre todo, parece natural que, ante la aprobación de una legislación, el jurista centre su lente en los aspectos formales de la misma. En este sentido, llaman inmediatamente la atención dos peculiares modalidades procesales, excepcionales en sí mismas aunque de uso frecuente en este pontificado. El primero se refiere a la promulgación del Motu Proprio, que tuvo lugar a través de su publicación en el diario L'Osservatore Romano: un procedimiento que es en sí mismo válido aunque diferente del previsto como habitual por el Código. La segunda consiste en la decisión de la entrada en vigor inmediata, sin prever vacatio legis, ni la más mínima. Tan apremiante urgencia sólo puede entenderse si se tiene en cuenta que los nuevos cánones atañen en realidad a la única prelatura personal existente, la del Opus Dei, que actualmente, tras el Motu Proprio Ad charisma tuendum del 14 de julio de 2022, prevé la modificación de los estatutos.

    Y aquí es natural preguntarse si esta misma urgencia no ha llevado a un abandono, quizás demasiado precipitado y temerario, de los cauces normogenéticos habituales. No representan un homenaje a un formalismo vacío, sino que son garantías de la perfección técnica de la ley, así como instrumentos a través de los cuales puede expresarse la verdadera sinodalidad: siempre sin perjuicio de la libertad del Romano Pontífice para establecer las formas y el contenido de las normas a la hora de ejercer su ministerio petrino. En efecto, si se observa que la novedad sustancial consiste en asimilar las prelaturas personales a asociaciones clericales de derecho pontificio con capacidad de incardinar y, en consecuencia, en considerar al prelado como un 'moderador' con facultades de Ordinario, se ve cómo el legislador universal se dejó guiar y adherir a una interpretación de los cánones originales sobre las prelaturas personales que fue rechazada por la doctrina claramente mayoritaria, totalmente fundada y con múltiples argumentos. Un enfoque tan discutible tal vez hubiera sido poco probable si se hubiera seguido la práctica habitual en la producción de leyes, y especialmente en la modificación de los cánones del Código: escuchando a expertos y recogiendo opiniones diversas y razonadas.

    Independientemente de las discusiones doctrinales sobre el tema, en las que no podemos detenernos aquí [1], cualquier canonista familiarizado con la terminología tradicional utilizada en la Iglesia no puede dejar de asombrarse de que una ʻprelaturaʼ se asemeje a una asociación. La palabra praelature en derecho canónico identifica el ámbito de jurisdicción de un prelado, y el título de prelado , además del meramente honorífico, alude claramente a una autoridad jurisdiccional. Las prelaturas en la codificación de 1917 eran las llamadas prelaturas nullius dioecesis, es decir, unidades jurisdiccionales mayores, hoy denominadas prelaturas territoriales, asimiladas a diócesis. No en vano el decreto conciliar Presbyterorum ordinis n. 10, referido al comienzo de este Motu Proprio ahora comentado, hablaba precisamente de «peculiares dioeceses vel praelaturae personalis»; es francamente inimaginable que los Padres Conciliares, que sólo conocían las prelaturas territoriales, cuando aprobaron la posibilidad de crear diócesis particulares o prelaturas personales, pensaran en entidades parecidas a 'asociaciones'.

    Además, como se ha observado ampliamente en la doctrina, el mismo adjetivo personal indica que la prelatura se define por la personalidad: es decir, que el pueblo cristiano confiado al prelado se circunscribe a un criterio personal más que al habitual de territorialidad. La asimilación a una asociación clerical llevaría a pensar que la prelatura se compone sólo de clérigos: pero, si así fuera, no se entendería en modo alguno a qué se refiere la cualificación personal . Una contradicción de ardua disolución.

    Por supuesto, nihil similia est idem , y las 'prelaturas' personales resultantes de la revisión del código no serían 'verdaderas y propias asociaciones clericales, sino sólo asimilables a ellas. Sin embargo, el jurista debe captar el fundamento de la analogía jurídica para poder delimitar con precisión sus consecuencias. En apoyo de la nueva legislación sobre las prelaturas personales, el Motu Proprio en cuestión cita el Concilio Vaticano II, señalando que se trata de esta figura en relación con la "distribución de los sacerdotes, en el contexto de la preocupación por toda la Iglesia", que parecen justificar la asimilación. Salvo que a nadie se le escapa cómo distribuir el clero no es otra cosa que desarrollar la organización pastoral, tarea primaria y exclusiva de la jerarquía eclesiástica, más que de las iniciativas asociativas. En resumen, incluso sobre la base de estas consideraciones solamente, no es fácil comprender la proporción de la asimilación de dos figuras tan heterogéneas.

    Como se trata de una asimilación, admite, pues, una gradualidad: pero el enfoque genérico de las asociaciones clericales hace problemática la posición de los laicos, que «operibus apostolicis praelaturae personalis sese dedicate possunt» (can. 296), cooperando «orgánicamente». Y es precisamente aquí donde surge la problemática más evidente del reciente Motu Proprio : ya que al aplicarlo a la única prelatura personal existente hasta ahora, la del Opus Dei, no se puede dejar de tener en cuenta su realidad social, formada por unos 90.000 fieles laicos repartidos por los cinco continentes, asistidos por dos mil sacerdotes, así como su misión, que consiste precisamente en difundir la santidad en el mundo. Tampoco podemos olvidar que para tutelar este carisma , San Juan Pablo II, como recuerda el Papa Francisco en su Motu Proprio Ad charisma tuendum, había erigido la prelatura personal del Opus Dei, «orgánicamente estructurada, es decir, de presbíteros y laicos». Fieles, hombres y mujeres, encabezados por su propio Prelado», ya que «la pertenencia de los fieles laicos tanto a la propia Iglesia particular como a la Prelatura, en la que están incorporados, hace que la misión específica de la Prelatura fluya en la compromiso evangelizador de cada Iglesia particular, como previó el Concilio Vaticano II al desear la figura de las Prelaturas personales» (San Juan Pablo II, Discurso del 17 de marzo de 2001).

    En definitiva, precisamente en el caso de la prelatura personal única erigida, el debido e ineludible respeto al carisma auténtico, a la realidad social efectiva y a los derechos de los fieles implicados exige que la novedad de la asimilación quede, por ahora, como mera declaración de principios. Será entonces el futuro aclarar si la recepción de la voluntad del Concilio Vaticano II tuvo como objetivo reorganizar la estructura pastoral a través de "peculiares dioeceses vel praelaturae personalis" para favorecer "obras pastorales peculiares" (Presbyterorum ordinis, n. 10), incluyendo la de dar una respuesta válida que se adhiera plenamente al carisma del Opus Dei no debe buscarse en soluciones extracodiciales. Es decir, si ojalá no haya que esperar a una reflexión jurídica más serena, meditada y compartida, en la que los ritmos normogénicos distendidos permitan ese enfrentamiento sinodal previo a la promulgación de las normas capaces de asegurar su conformidad con la justicia: hacer realidad la aspiración – y la capacidad – del derecho canónico para responder adecuada y fructíferamente a las exigencias pastorales de la Iglesia de todos los tiempos.

Profe. Geraldine Boni
Catedrática de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico en la
Alma Mater Studiorum Universidad de Bolonia


[1] Para referencias bibliográficas, remito a Geraldina Boni, Suggestioni nascenti a partir de la posible erección de una nueva prelatura personal para la Fraternidad Sacerdotal San Pío X , en Derecho y religiones , XII (2017), n. 2, págs. 17-108.

 

viernes, 18 de agosto de 2023

Cristianos corrientes



    Me ha parecido sugerente este artículo de Martin Grichting, teólogo suizo, en la revista First Things. Reflexiona sobre la extraña deriva de algunos activistas sinodales y la preocupante situación de la Iglesia católica en Alemania y Suiza. A su juicio, esa peligrosa deriva tiene relación con una mentalidad clerical que pervive en no pocas mentes eclesiales, al parecer ancladas en formas socio-eclesiales procedentes del concilio de Trento. Para ellas, la plena realización del ser cristiano estaría relacionada exclusivamente con su mayor participación en las estructuras intraeclesiales. 

    Para Martin Grichting, se percibe una falta de recepción y entendimiento de la revolucionaria enseñanza del Magisterio de la Iglesia en el Concilio Vaticano II, que estableció que también los laicos están llamados a una santidad de primera línea; y que donde deben esforzarse por alcanzarla es en el ambiente familiar, profesional y social propio de cada uno. Procuran vivificar con el espíritu cristiano ese ambiente, y lo hacen en su propio nombre, como ciudadanos corrientes, iguales a sus iguales; y no como emisarios de la jerarquía. 

    Es una enseñanza clara del Concilio Vaticano II, que en la Constitución Lumen Gentium recogía la esencia de la predicación de san Josemaría Escrivá desde la fundación del Opus Dei, el 2 de octubre de 1928. San Pablo VI afirmó que el principal fruto del Vaticano II ha sido la llamada universal a la santidad. Todos estamos llamados por Dios a ser santos, siendo fieles a la personal vocación: en el caso de los laicos, su personal llamada es vivificar las estructuras sociales a través de su actividad ordinaria en medio del mundo.


EL MENSAJE FATAL DEL ACTIVISMO SINODAL. Martin Grichting

(Traducción del original, de la revista First Things, 8 de julio de 2023)

    Los obispos alemanes y suizos han llegado a un callejón sin salida con su proyecto "sinodal". El camino a seguir está bloqueado por el muro de la doctrina de la fe tal como la sostiene la Iglesia mundial, mientras que detrás de ellos los activistas eclesiásticos exigen cambios sustanciales en la doctrina de la Iglesia.

    Esta situación tiene un aspecto positivo. La crisis actual está revelando que una concepción anticuada de la Iglesia está llegando por fin al fin de su dominio. Esta concepción de la Iglesia tiene su origen en el Concilio de Trento. Frente a la Reforma, Trento sostuvo que la Iglesia era ante todo una institución, tan visible como la República de Venecia, argumentó Roberto Belarmino. Este énfasis en la Iglesia como jerarquía encarnada era importante y necesario en aquella época. La Iglesia no sólo sobrevivió a la Reforma, sino que floreció. Podemos contemplar con asombro la cultura católica postridentina de santos, una sólida piedad popular y una presencia social efectiva en las obras de educación cristiana y caridad.

    Pero el énfasis tridentino en la Iglesia como institución era unilateral. Tendía a considerar que la esencia de la Iglesia estaba encarnada en la jerarquía, los obispos, los sacerdotes y las órdenes religiosas. Localmente, esta forma social de la Iglesia se manifestaba sobre todo en la parroquia, en torno a la cual se reunían multitud de asociaciones, congregaciones y grupos. Para los bautizados, participar en la misión de la Iglesia significaba ante todo ser activos en las estructuras eclesiales bajo el clero y con él. La "parroquia viva" era la regla de oro. Ser cristiano se definía por la participación en las instituciones dirigidas por la jerarquía. El clérigo o miembro de una orden religiosa representaba la "perfección" que sólo podía alcanzarse a distancia del mundo. La vida cotidiana del cristiano laico en la familia, en las profesiones y en la realidad política y cívica se explicaba demasiado poco. Pocos imaginaban que uno pudiera vivir su misión cristiana y eclesial "en el mundo" o que alguien que viviera en el estado de vida laical pudiera ser también "la Iglesia".

     Los obispos del Concilio Vaticano II reconocieron los importantes cambios que había provocado la modernidad. La Ilustración y la Revolución Francesa marcaron el fin de las sociedades corporativas, y el "mundo separado" de la vida eclesiástica se debilitó. Por ello, intentaron complementar la visión jerárquica e institucional del Concilio de Trento. Después de todo, en los tiempos modernos la Iglesia ordenada jerárquicamente se hizo menos "visible" como la "sociedad perfecta". Los cambios políticos y culturales hicieron que dejara de funcionar como contraparte del Estado y de la sociedad civil. Más bien, el individuo, como ciudadano y como cristiano, pasó a un primer plano.

     El Vaticano II abordó esta nueva realidad, especialmente la idea de la primacía del individuo, y trató de impartir al bautizado una espiritualidad que le convirtiera en sujeto eclesial activo en la moderna sociedad de los libres e iguales. Fortalecido por la labor pastoral del clero y modelado por su conciencia cristiana, debía ser él mismo un agente eclesial en medio del mundo. El cristiano debe vivir su fe en su propio nombre, y no como emisario de la jerarquía: en su profesión, en la política y en los medios de comunicación, en la sociedad civil, en su familia y entre sus amigos. En el capítulo IV de la Lumen Gentium, el Vaticano II logró esta síntesis de la fe cristiana con las sociedades surgidas de la Ilustración. Y, por supuesto, el Concilio lo hizo sin sacrificar la sustancia de la doctrina de la fe.

     Sin embargo, viendo las conversaciones que tienen lugar hoy en la Iglesia, se diría que este capítulo de la Lumen Gentium no se ha escrito nunca. Al menos, sigue siendo malinterpretado en gran parte de la Iglesia. Incluso después de las aclaraciones del Vaticano II, se mantuvo y desarrolló la concepción tridentina de la Iglesia. Los impulsores de la "reforma" declararon correctamente que los laicos tienen una tarea eclesiástica insustituible, que hasta entonces había sido descuidada. Pero concluyeron erróneamente que los católicos laicos debían llevar a cabo esta misión dentro de las estructuras eclesiásticas. El sistema de sínodos y concilios desarrollado tras el Concilio fue la consecuencia.

     Lo que se persigue actualmente en determinadas iglesias y en la Iglesia universal bajo el nombre de "sinodalidad" representa la continuación de la concepción tridentina de la Iglesia por otros medios. Se trata de un intento anacrónico de mantener y ampliar una imagen anticuada de la Iglesia, centrada en la jerarquía, en nuestra era democrática, empleando a los laicos dentro de la estructura de la Iglesia y reservando un espacio para la consulta y la toma de decisiones dentro de la Iglesia. Sólo importa la Iglesia institucional: Este es el mensaje fatal del activismo sinodal. Se supone que los fieles deben vivir la llamada al discipulado principalmente junto con la jerarquía y bajo su liderazgo. El resultado es la clericalización de los laicos, que conduce a conflictos con los sacerdotes y diáconos.

     El Vaticano II reafirmó que existe una diferencia esencial entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio jerárquico. Por lo tanto, es una extraña especie de recaída en la teología de los tiempos preconciliares cuando se hacen cada vez más intentos de conferir tareas eclesiásticas a los laicos "por decreto" -tareas reservadas para aquellos que han recibido el sacramento del Orden Sagrado.

     Hay una ceguera generalizada. Obispos, sacerdotes y activistas laicos que se creen progresistas no se dan cuenta de que están atrapados en una mentalidad anterior al Vaticano II. Están exacerbando la fijación clerical tridentina -en sí misma una distorsión de Trento- al tratar de convertir a los laicos en clérigos de facto. No hace falta ser profeta para darse cuenta de que esta "estrategia" de "actualización" de la Iglesia, basada en presupuestos teológicos erróneos, es contraproducente. En la práctica, resulta ser un programa de autoempleo para los que ya trabajan para la Iglesia. Además, consolida una institución eclesiástica autosatisfecha que no tiene ningún atractivo para la sociedad poscristiana.

     Es incómodo para los obispos verse atrapados entre el "no" de la Iglesia mundial y la presión de los activistas que se creen progresistas, pero que en realidad son tradicionalistas incapaces de ofrecer ninguna perspectiva de futuro. Esto acelera el declive de la Iglesia. Comprender y aplicar las enseñanzas del Vaticano II sobre la misión de los laicos es la única manera de avanzar.

     Los laicos deben querer tener voz como cristianos. El Concilio Vaticano II les dice en Lumen Gentium: "El Señor quiere extender su Reino también por medio de los laicos . . . Por tanto, por su competencia en la formación secular y por su actividad, elevados desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan vigorosamente con su esfuerzo, para que los bienes creados sean perfeccionados por el trabajo humano, la habilidad técnica y la cultura cívica en beneficio de todos los hombres, según el designio del Creador y la luz de su Palabra."

    Los laicos deben querer ofrecer un sacrificio a Dios como sacerdotes. ¿Cómo hacerlo? El Concilio afirma que todos los fieles participan del oficio sacerdotal de Cristo:

    Todas sus obras, oraciones y esfuerzos apostólicos, su vida conyugal y familiar ordinaria, sus ocupaciones diarias, su descanso físico y mental, si se llevan a cabo en el Espíritu, e incluso las dificultades de la vida, si se soportan con paciencia: todo esto se convierte en "sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo". Junto con la ofrenda del cuerpo del Señor, se ofrecen de modo muy apropiado en la celebración de la Eucaristía. Así, como los que en todas partes adoran en santa actividad, los laicos consagran a Dios el mundo mismo.

    Los laicos deben querer anunciar la fe. Para ello, les dice el Concilio: "Los laicos son poderosos anunciadores de la fe en lo que se puede esperar, cuando a su profesión de fe unen con valentía una vida que brota de la fe. Esta evangelización, es decir, este anuncio de Cristo por un testimonio vivo, así como por la palabra hablada, adquiere una calidad específica y una fuerza especial en la medida en que se lleva a cabo en el entorno ordinario del mundo."

     Sólo si logramos comunicar esta espiritualidad a los laicos, y si éstos son capaces de ponerla en práctica en su vida cotidiana, el cristianismo recobrará relevancia en el Estado y en la sociedad civil. El embrague -la misión de los laicos- debe ser liberado. De lo contrario, la perpetuación del inmovilismo preconciliar conducirá a la irrelevancia.

 

(Martin Grichting fue vicario general de la diócesis de Chur (Suiza) y publica sobre temas filosóficos y religiosos.)

martes, 23 de marzo de 2021

El relativismo en Europa

 


Sin raíces: Europa. Relativismo. Cristianismo. Islam. Marcello Pera. Joseph Ratzinger. Ed Atalaya.

 

El senador italiano Marcelo Pera -que fue presidente del Senado de su país- y el cardenal Ratzinger –más tarde Benedicto XVI- analizaron en este libro, desde sus distintas perspectivas, la preocupante situación de Europa, un continente cuyos líderes parecen perdidos al haber renegado de sus raíces cristianas.

 

Un amplio número de gobernantes europeos niega la existencia de valores universales, y se somete al imperio de un lenguaje tan “políticamente correcto” que les impide conocer la realidad, con el consiguiente perjuicio para los ciudadanos.

 

El oscurecimiento de la realidad lleva por ejemplo a autodenominar “legislaciones laicas” a leyes agresiva y dogmáticamente laicistas. El “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” termina por convertirse en un rechazo frontal incluso a la simple mención de Dios en la vida pública.

 

Marcelo Pera, además de político y hombre de Estado, es un pensador, profesor de filosofía de la ciencia. Joseph Ratzinger, por su parte, es teólogo, y una de las mentes más preclaras de nuestro tiempo. Parten de esas dos ópticas distintas, pero la poderosa categoría intelectual de ambos les lleva a identificar las mismas causas y posibles remedios a la triste situación de Europa, a la que juzgan en irremisible decadencia si no corrige su rumbo.

  

Esa Europa que ahora parece una gran Babilonia, sin norte y caótica en sus directrices, sólo sobrevivirá, afirman, si no pierde la conciencia de los valores morales compartidos e intangibles, que hicieron posible el surgimiento de nuestra civilización. Renunciar a esos principios para sumergirse en el relativismo supondría la autodestrucción de la conciencia europea y el vaciamiento de su identidad.

 

El libro no se detiene en consideraciones genéricas, sino que concreta una serie de propuestas que a juicio de los autores deberían formar parte de la Constitución europea, que por aquel entonces se estaba fraguando, y que acabó convirtiéndose en un nebuloso Tratado Constitucional que en 2006 no logró laratificación de los Estados miembros de la Unión.

 

Entre las propuestas que tanto Ratzinger como Marcelo Pera consideran que la Constitución de Europa debería recoger con nitidez destaco estas tres:

 

1.  Presentación clara y sin condiciones de la dignidad de la persona y los derechos humanos como valores que preceden a cualquier jurisdicción estatal. No son derechos creados por el legislador ni otorgados a los ciudadanos, sino que existen por derecho propio, el legislador ha de respetarlos siempre, son valores de orden superior. Existen amenazas muy reales contra este principio hoy en día, especialmente  en el campo de la medicina: manipulación genética, clonación, conservación de fetos humanos con fines de investigación, eutanasia y eugenesia…

 

2.  Definición clara de matrimonio y familia: matrimonio monogámico, de un hombre con una mujer, célula en la formación de la comunidad estatal.  Matrimonio y familia forman parte de la identidad europea, le han dado su rostro particular y su humanidad. Si esa célula básica cambiase esencialmente, Europa dejaría de ser Europa. Sabemos que tanto el matrimonio como la familia están siendo atacados brutalmente en su base. Políticas fiscales que penalizan la unión matrimonial y desalientan la natalidad; dificultad de acceso a la vivienda de los más jóvenes; facilidad del divorcio; pretensión de un reconocimiento de las uniones homosexuales como equiparables al matrimonio: esto, afirman, nos saca de la historia moral de la humanidad, que hasta ahora nunca ha olvidado que matrimonio esencialmente es la unión de un hombre con una mujer, que se abre a los hijos y así a la familia. No se trata de discriminación, sino de lo que es la persona humana en cuanto hombre y en cuanto mujer, y qué unión puede recibir la forma jurídica llamada matrimonio. Equiparar la unión homosexual al matrimonio es disolver la imagen del hombre, y tiene unas consecuencias morales y sociales graves.

 

3.  La cuestión religiosa: es preciso reconocer el respeto a lo que para el otro es sagrado en el sentido más alto: o sea, el respeto a Dios. Ese respeto es lícito suponerlo también en el que no está dispuesto a creer en Dios. De hecho, se respeta la fe de Israel, y se multa a quienes la ofenden. También se multa a quien ofende al Islam. Pero cuando se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, parece que cambia el enfoque: ahí el bien supremo es la libertad de opinión, y limitarla sería amenazar la tolerancia y la libertad.  Pero la libertad de opinión tiene justo ese límite: no puede destruir la dignidad y el honor del otro. No es libertad para mentir o destruir los derechos humanos.

 

Al no reconocer estos y otros principios esenciales, el llamado Tratado constitucional ha quedado en un texto poco claro, que suscita controversias, y que decaerá si no se corrige: no podrá sostenerse mucho tiempo sobre terreno incierto y desenraizado.  

 

Como esperanza, Marcelo Pera y Ratzinger coinciden en que el destino de una sociedad depende siempre de minorías creativas que sepan asumir sus responsabilidades. Minorías que actúen como fermento en Europa y en cada una de las naciones que la componen, mostrando los puntos inconsistentes, la razonabilidad de sus propuestas para hacer viable el entendimiento y mejorar la convivencia, y no dejándose someter a las imposiciones -tan dogmáticas como inhumanas- del relativismo y del laicismo ateo.

 

 

viernes, 14 de junio de 2019

Transformar el mundo




Transformar el mundo desde dentro
Mariano Fazio. Ed. Palabra

En este ensayo sencillo y directo, Mariano Fazio analiza las claves de la cultura y el pensamiento contemporáneo, y propone -en sintonía con el Evangelio y el magisterio reciente de los papas- los medios a su juicio necesarios para que los fieles corrientes cumplan su misión de santificar el mundo en el que viven.

La llamada universal a la santidad, predicada por el fundador del Opus Dei desde 1928, es uno de los frutos más valiosos del Concilio Vaticano II, como afirmó Pablo VI. En el documento Gaudium et Spes se lee: “Todos los fieles cristianos de cualquier condición y estado, son llamados por el Señor a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre.”

Esta doctrina ha estado siempre en la Sagrada Escritura y en el Magisterio, pero había sido olvidada, o al menos no bien comprendida en la práctica. Durante siglos pareció que la aspiración a la santidad se reservaba a personas especiales, que deberían apartarse del mundo si querían lograr su propósito. Hubo excepciones, pero eran eso: excepciones.

Fue necesario que el 2 de octubre de 1928 Dios concediera una luz especial a un joven sacerdote, Josemaría Escrivá, para que comprendiera en toda su inmensa dimensión las consecuencias para el mundo de que todos los fieles supieran que Dios los quiere santos.

Si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... ¡La eficacia de la corredención depende también de cada uno de nosotros! –Medítalo.” (Surco, 945)

Junto a esa luz, Dios dio un encargo a ese joven sacerdote: fundar el Opus Dei para difundir el mensaje: “A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén.




  
El papa Francisco dedica su reciente exhortación Gaudeteet exultate precisamente a recordar ese “llamado a la santidad”, presente en la Sagrada Escritura desde las primeras páginas: “Así se lo proponía el Señor a Abraham: Camina en mi presencia y sé perfecto.”

Ese caminar con perfección en la vida corriente plantea interrogantes a un cristiano inmerso en un mundo de aguas turbulentas, en el que debe ser luz, y en el que ha de trabajar día a día en la construcción  de un orden social más justo.

Mariano Fazio describe con precisión y de manera sintética los principales retos que plantean las corrientes de pensamiento actuales, y apunta consecuencias operativas para cualquier cristiano que quiera ser coherente con su vocación.

Para un laico, construir la ciudad temporal es precisamente el camino para el cielo. No contempla el mundo con indiferencia, ni desde lejos. Es su mundo, y su aspiración mientras trabaja o se ocupa en cualquier tarea es mejorarlo. Cuida del mundo porque le ha sido entregado en herencia por el Creador.


Amar al mundo

La primera condición para santificar el mundo, señala Fazio,  es amarlo. ¿Cómo no amarlo, si ha salido de las manos de Dios, y nos lo ha dejado en herencia para que lo cuidemos? Y amarlo significa:

  -una mirada esperanzada sobre personas y acontecimientos; esa esperanza es realismo, porque procede de la convicción de que hay mucha gente buena, aunque también abunde la cizaña. Lo importante no es la estadística, sino cada persona, con toda su capacidad de hacer el bien y su condición de hijo de Dios. 
Esa esperanza es además necesaria para quien desee cambiar el mundo. Nadie sigue a pájaros de mal agüero, que presagian calamidades. Ver el lado bueno de las cosas. “La botella está medio llena”. Ser positivos, que es distinto de ser ingenuos. “Si algo puede salir bien, saldrá bien.”

-amar el mundo significa tener una mirada de comprensión y misericordia para todos,  que no impide corregir con dulzura cuando sea oportuno;

-significa también actuar sin derrotismos, como un padre ama a su hijo, con cariño y paciencia. Ningún padre tira la toalla ante los defectos de sus hijos;

-que nadie nos sea indiferente;

-trabajar para construir la sociedad; participación en la vida social.






Conocer el mundo

Para amar hay que conocer: la cultura dominante, sus efectos en las personas, los síntomas de posibles enfermedades. Conocer para diagnosticar acertadamente  y poder atajar la enfermedad. 

Mariano Fazio observa estos cuatro síntomas en la sociedad actual:

    1) tristeza, egoísmo, vidas aisladas de los demás y de Dios, comodidad y avaricia, ausencia de Dios… Individualismo.
       2)   esperanzas puestas en placeres superficiales: el fin de semana, un deporte, rehuir el sacrificio… Hedonismo, que termina haciendo de la vida un aburrimiento.
     3)  negación de la verdad, o de que podamos alcanzarla; sólo hay opiniones, quien pretenda tener la verdad se convierte en sospechoso. Pero si no hay verdad, lo que prevalece es mi interés, mi placer, y todo vale: Relativismo

Dice el Papa Francisco: “Si no hay verdades objetivas ni principios sólidos, fuera de la satisfacción de los propios proyectos y de las necesidades inmediatas, ¿qué límites pueden tener la trata de seres humanos, la criminalidad organizada, el narcotráfico, el comercio de diamantes ensangrentados y de pieles de animales en vías de extinción?” (Laudato Si)

   4) hambre, desempleo, marginación, migraciones y refugiados, trata de personas, pobreza espiritual, discriminación y descarte de los más débiles y de las familias, persecución de creyentes (con muerte física, o  social en sociedades ateas) El cristiano no puede contemplar todo ese sufrimiento con indiferencia: son Emergencias sociales. Ha de involucrarse, como el Buen Samaritano, que no se conformó con sentir compasión, sino que actuó, y al actuar a favor del prójimo encontró su plenitud: “El hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et Spes, 24). Hay que releer el capítulo 25 de san Mateo, porque ahí esta todo, dice el papa Francisco.


Medicinas necesarias

Hecho el diagnóstico, Fazio apunta medicinas para atajar la enfermedad:

            1.   Vida interior: se trata de que el amor y la libertad de Cristo presidan la vida social (Surco 302) y eso no es una tarea humana, requiere la acción de la gracia, la identificación con Cristo por la oración y los Sacramentos. Además, si no hay vida interior nos arrastrará el ambiente: “Un cristiano sin oración es hoy un cristiano con riesgo” (san Juan Pablo II) Convencimiento de que el Bien es más poderoso que el mal. Cizaña habrá siempre, y no debe ser motivo de escándalo ni de freno: también la encontró Jesús.

           2.  Formación, conocimiento de la doctrina que se desprende del Evangelio. El Cardenal Newman, que pronto será canonizado,  decía que hacían falta: “hombres que conocen su propia religión y la profundizan, que son conscientes de quienes son, que saben lo que poseen y lo que no, que conocen tan bien su fe que pueden explicarla; que conocen tan bien su historia que pueden defenderla.”

Hoy, además, hemos de ayudar a descubrir el orden moral natural. Tres corrientes ideológicas intentan vaciarlo de contenido, y niegan que exista una naturaleza humana:

-Ideología de género: niega la diferencia y la reciprocidad natural del hombre y la mujer;
-Transhumanismo: afirma que la tecnología nos permitirá evolucionar hacia una condición humana distinta, superior, y para lograrlo no existen límites éticos porque no existe una naturaleza humana que tengamos que respetar;
-Biocentrismo: dice que no hay diferencia entre el hombre y los demás elementos del ecosistema, que además precisa ser liberado de un exceso de seres humanos: hay que eliminar a ancianos, débiles, enfermos…

La formación requiere estudio, para profundizar con bases cristianas sólidas en cuestiones antropológicas tan profundas como la sexualidad, la afectividad, el uso responsable de la tecnología, la ecología y cuidado de la naturaleza.

        3.   Unidad de vida, coherencia entre fe y obras. “¿De qué sirve que alguien diga que tiene fe, si no tiene obras?” (St 2, 14-26)

Kierkegaard fustigó a la sociedad danesa de su tiempo, oficialmente luterana, que los domingos llenaba el templo y al día siguiente vivía como pagana. “Dios aprecia infinitamente más que tú -para llegar un día a ser cristiano- confieses explícitamente que no lo eres o que no lo quieres ser, que aquella repugnante forma de honrar a Dios, que lo considera un estúpido.” Una fe así estaba destinada a desaparecer, y hoy Dinamarca es un desierto espiritual.

Nietzsche: daba en la diana al afirmar que “No puedo creer en el Salvador si no veo rostros de gente salvada”, esto es: alegres, esperanzados, que viven como hijos de Dios: leales, responsables, comprensivos, justos, serviciales, amigables, generosos, que cumplen sus deberes y exigen sus derechos sin soberbia, con sencillez y firmeza… Es la coherencia de vida, que esperan ver todos en el cristiano.

¡Qué daño, afirma Fazio, el escándalo de católicos condenados por corrupción en tribunales justos (interesante precisión); o frívolos, o que no respetan las normas de tráfico, indiferentes ante las injusticias…! ¿Cómo van a animar a construir una sociedad cristiana?

            4.   Prestigio social para influir. Desear influir no es falta de humildad. Es poner al servicio de los demás los dones que Dios nos ha dado. La fe ilumina y da sentido a nuestra vida. Esa luz no es para ponerla debajo de la cama, sino en lo alto para que ilumine a todos. “Brille así vuestra luz ante los hombres…” (Mateo 5, 16)


                           


SanJosemaría explicaba que el cristiano ha de poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas, para que Cristo atraiga y sane a todos. Entendió ese nuevo sentido en estas palabras de Jesús: “Cuando Yo sea levantado en alto, todo lo atraeré a Mí”. Con nuestro buen hacer en el trabajo le ponemos en lo alto, y al mirarlo sanarán todos, como sanaban los israelitas mordidos por serpientes venenosas cuando miraban la serpiente de bronce que alzaba Moisés.

Llegar a personas que influyen. Hay personas que, por su buen hacer, ejercen un liderazgo moral capaz influir en la conducta de cientos de miles de personas. (Reciente respuesta llena de sentido común del tenista Rafa Nadal a una pregunta sobre feminismo: su opinión pesa, y la pone al servicio del bien común.) Deportistas, artistas, creadores, cualquier buen profesional con prestigio en lo suyo es una persona que influye. No es elitismo, sino una prioridad para el buen ordenamiento social.


             



1850, Inglaterra. La Iglesia católica restablece la jerarquía, y los anglicanos protestan. El cardenal Newman organiza en Birminghan conferencias para orientar y animar a los católicos. Les urge a ser ejemplares en su ambiente: “Lo definitivo es la opinión local, lo que el carnicero, el peluquero… opine de su vecino católico. La opinión local es sobre hechos, no sobre ideas, sobre personas de carne y hueso a las que se ve todos los días. Hay que hacerse ver, darse a conocer, porque la victoria está en ese conocimiento…”

“Si os dejáis tratar, arrastraréis” (san Josemaría). Cada uno en su sitio puede adquirir prestigio: como padre, compañero de trabajo, buen vecino, amigo leal…

Gilson en Francia, ante leyes educativas laicistas, que trataban de ahogar la libre elección: “La mejor receta del éxito para la enseñanza libre es la de ser competentes…”

          5.   Estilo evangélico: ¿cómo actuaría Jesús?

        a)   Si hay exceso de  individualismo, hacer de la propia vida un don, un servicio entregado. Como Jesucristo, que manifiesta quién es el hombre al propio hombre: su Vida es un don, una entrega. Dar con alegría, sonreír, servir con el trabajo;
     b)   Si abunda el  hedonismo, vivir con austeridad, desprendimiento, templanza. No se trata de tener más, sino de ser más. Sencillez, cuidado de lo que usamos, limpieza en el vestir. Pureza, respeto por las personas, sin instrumentalizarlas. No banalizar el sexo, que es un don de Dios. Fomentar la actitud del que sabe que la persona se realiza en el don sincero de sí.
       c)   Si hay demasiado  relativismo, aprender a distinguir entre opiniones legítimas y verdades objetivas; fomentar la cultura de diálogo, escucha, respeto y amistad con los que piensan diferente. Adquirir convicciones fuertes acerca de verdades morales, y defenderlas con valentía,sin respetos humanos y con respeto a las personas. Presentar con transparencia nuestras opiniones morales (como hacen otros con las suyas) y hacer valer el argumento de la “no discriminación” y el derecho humano a la libertad de expresión. Argumentar bien, con respeto y una sonrisa, sin ataques personales, tendiendo puentes.

En definitiva, el cristiano debe buscar parecerse a Jesús hasta identificarse con él. Es así como podrá afrontar con optimismo y sin desánimos la grandiosa tarea que le ha sido confiada: transformar el mundo desde dentro. Una tarea muy superior a sus fuerzas, pero en la que Dios está empeñado. 

Ver también del mismo autor: Historia de las ideas contemporáneas. 


jueves, 29 de noviembre de 2012

Cristianismo y laicidad (y II)



Cristianismo y laicidad (y II)
 
Historia y actualidad de una relación compleja.  Ed. Rialp 
Martin Rhonheimer


Occidente debe profundizar en sus orígenes cristianos si quiere estar a salvo.


         Me ha parecido especialmente significativa una de las conclusiones de este brillante libro de Ronheimer: el sistema democrático tal y como lo conocemos en los países de Occidente debe profundizar en su origen cristiano, si quiere estar a salvo de corrientes político-culturales o religiones integristas, como el islam, que desde Mahoma se comprende a sí misma como fuerza política, religiosa y militar simultáneamente, y tienen en su raíz una concepción dominadora del mundo.



        Frente a esa concepción integrista y totalitaria, sólo el cristianismo –y especialmente la Iglesia católica- aporta el reconocimiento de la separación entre religión y política, al introducir en la historia y en la sociedad la norma esencial: hay que dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.


                Si se observa la historia con imparcialidad, se descubre que -aunque esa norma no siempre se haya interpretado correctamente- los recursos que hicieron posible el Estado moderno proceden de la cultura compartida en Europa, fraguada durante siglos gracias a la tradición cristiana. No hay más que observar la situación socio-política en países ajenos a la cultura europea para concluir que el verdadero aliado del Estado laico es la Iglesia católica.


          El auténtico enemigo del Estado laico es un tipo de cultura, como la islámica, que se conciba a sí misma como un proyecto unitario político-religioso, que haga depender las instituciones legales y políticas de un “libro sagrado” interpretado por juristas-teólogos sin legitimación democrática. La Iglesia nunca ha defendido un proyecto de este estilo, que contradice su misma esencia.


          Por eso, para desarrollar el Estado laico y fortalecer y defender con éxito su secularidad, Rhonheimer apunta la necesidad de redescubrir sus raíces cristianas. Nuestro moderno mundo secular es un fruto maduro de la corriente civilizadora que introdujo el cristianismo en la historia. Sólo desde ese convencimiento podremos ofrecerlo con seguridad al mundo multicultural, y lograr que se convierta en patrimonio global de la humanidad.


          Ronheimer busca la comprensión y el entendimiento mutuos, que ayuden a superar o reducir a lo indispensable las tensiones. Aporta para ello razones y reflexiones que cualquier inteligencia libre de prejuicios estará en condiciones de escuchar y ponderar. Sin duda este libro ayudará a reflexionar a cuantos desean construir pacíficamente una sociedad más libre y más justa.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Cristianismo y laicidad (I)






Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja. Martin Rhonheimer Ediciones Rialp


          Análisis valiente y objetivo de la historia de las relaciones, tensas con frecuencia, entre la Iglesia y las diversas formas laicas del Estado democrático. Esa tensión será siempre necesaria y constructiva, pero también ha procedido muchas veces de errores humanos.

 

En la Iglesia católica no existe acerca del Estado una doctrina dogmática, ni puede haberla, salvo los elementos anclados en la Tradición y en la Sagrada Escritura, que apuntan como principio invariable, genuinamente cristiano, a la separación de la esfera religiosa y la estatal-política.  

 

Sin embargo, circunstancias históricas contingentes han llevado en ocasiones a mezcolanzas alejadas de ese carisma original, que consagró la separación de la esfera política y religiosa. Pero el cristianismo no es una ideología o programa político que tienda a su perfecta realización. Al contrario, la Iglesia tiene como método propio el respeto a la libertad.

 

El concilio Vaticano II, que en tantos puntos supuso una profundización y redescubrimiento de valores primigenios presentes desde siempre en el cristianismo, ha reafirmado con fuerza y claridad esa separación dualista.  Y al reconocer los principios políticos de la democracia constitucional, se ha reconciliado con una parte esencial del propio legado cultural de la Iglesia, en un giro hacia lo más congruente con el espíritu del Evangelio. Cfr. por ejemplo la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae.

 

Rhonheimer es incisivo al analizar el origen de algunas hostilidades del laicismo hacia la religión. En parte parecen proceder de la pretensión de la religión de ser representante de una verdad superior, y de unos valores objetivos,  capaces de someter al poder político y a la libertad civil a una valoración moral conforme a criterios que reclaman ser verdaderos. El laicismo se escandaliza de una religión que  se presenta como fuente y garantía última de valor también para la comunidad política democrática .

 

La concepción integrista de la laicidad, por su parte, intenta fundar un nuevo poder espiritual en el que lo moralmente bueno será lo que decida la mayoría, y no admite que la Iglesia católica pretenda relativizar y someter a juicio las realidades terrenas. Si en la Roma pagana  el Imperio no admitía más religión que la del Estado, ni más dios que al César, ahora la versión integrista del laicismo parece emular al Imperio, e  intenta imponer con la fuerza del poder estatal la verdad de la no existencia o irrelevancia de Dios y de la religión.

 

La Iglesia reconoce y considera un valor la laicidad, esto es, la autonomía de la esfera civil de la esfera religiosa y eclesiástica. Pero insiste en que no es autónoma de la esfera moral. Reconoce que la legalidad y la corrección de los procedimientos democrático son valores morales; pero afirma que no son valores morales absolutos, y que en un sistema político no totalitario deben existir consideraciones morales de orden superior, como el derecho natural, por encima de la legalidad y de las mayorías.

 

La Iglesia no exige al laicismo que reconozca como verdadera su pretensión de ser fuente y garantía última de valor. Pero el laicismo tampoco tiene que considerar ataque a la laicidad la presencia pública de esa pretensión, ni su influjo en la sociedad. La Iglesia expone su enseñanza con un poder moral, no coativo, y respetando la legalidad. Eso no debería molestar a nadie en  una sociedad abierta y plural: sólo sería molesto para quienes tienen una concepción integrista y totalitaria del Estado.

 

Rhonheimer señala también una pretensión incongruente del laicismo: el intento de negar legitimidad civil y laicidad a quienes se identifican con verdades morales que también son enseñadas por la Iglesia. A menuda se considera ”laica” simplemente a aquella postura que quienes se autodenominan “laicos” consideran deseable, lo que no deja de ser un escamoteo del debate político, sustituído por el intento de descrédito del interlocutor. Esto lo vemos por ejemplo con consignas del tipo “por una enseñanza laica”. ¿No querrán decir “sin religión”? Porque tan laica es la opinión de quien piensa que es buena la presencia de la religión en la escuela como la opinión contraria, si proceden de ciudadanos libres.