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jueves, 5 de septiembre de 2019

Derecho a la información


Derecho a la información: materiales  para un sistema de la comunicación.

José María Desantes Guanter. Ed. Fundación COSO para el Desarrollo de la Comunicación y la Sociedad.


   


El derecho a la información es el principio fundamental del que surge el Derecho de la Información. El profesor Desantes, valenciano universal por su amplia docencia en universidades de Europa y América, fue el primer catedrático de esa materia en España. En palabras de Carlos Soria, Desantes "ha realizado una de las siembras más fecundas en la historia de la Ciencia de la Comunicación española."

En este tratado editado por la fundación COSO,  el profesor Desantes nos ofrece una rigurosa exposición del desarrollo del Derecho de la Información, desde sus orígenes hasta la aparición de los nuevos medios de comunicación a finales del siglo XX.

El Derecho de la Información es una ciencia que ha sido necesario hilvanar metódicamente a medida que los nuevos medios informativos experimentaban un vertiginoso desarrollo. Su objetivo es contribuir al perfeccionamiento de la comunicación humana, esto es, servir a la persona. Desantes nos expone los materiales necesarios para construir un sistema de comunicación digno de la persona. Expongo aquí unas breves pinceladas de su contenido.

En su comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, santo Tomás de Aquino ya explicaba que la comunicación es un acto de justicia. Un comunicador es justo si comunica bien. Si comunica mal, es injusto. En el trabajo informativo no se trata sólo de hacer y dar comunicación, sino de cómo hacer y qué dar.

La comunicación es fundamental para la convivencia. No puede juzgarse sólo por sus efectos sociológicos, sino desde la ética y el Derecho. El mensaje debe ser la comunicación de la realidad. Negarlo es negar la capacidad humana de comunicación, y supone destruir el núcleo mismo de la comunidad, que está basado en la credibilidad y la confianza.

Sin una comunicación justa llega a hacerse imposible la convivencia. Donde las fuerzas públicas o privadas limitan la información, se destruye la comunidad. Comunicar es poner algo en común, pero no toda comunicación está bien informada. Donde no hay comunicación veraz no puede haber comunidad de personas, sólo existe desconfianza, como han demostrado los regímenes totalitarios.

                                Otra de las publicaciones de Fundación COSO 

Todavía hoy naciones enteras viven en la desconfianza, y eso debería ser una llamada de atención para un ciudadano responsable, que debe saber exigir sus derechos, y pedir cuentas a quien trate de negarlos con prácticas como ocultar información o deformar los hechos por intereses bastardos o partidistas.

Hoy muchos desconocen que el derecho a la información es un derecho natural, lo que significa que toda restricción de ese derecho (por fuerzas coactivas o mediante manipulaciones y sesgos informativos) se convierte en un atentado a la dignidad de la persona y a su libertad.

El derecho a la información es más amplio y profundo que la mera libertad de expresión, que científicamente precisa del derecho a la información. Lo que justifica la libertad de expresión es precisamente el derecho previo a acceder a la información.

La libertad de expresión es un derecho, no una concesión del poder. La Constitución reconoce los derechos, no los concede, porque son anteriores a ella y superiores a toda Constitución. La misión del Estado, por ejemplo, es autorizar el uso de las ondas electromagnéticas, no concederlas, porque no son de su propiedad. Son patrimonio de la humanidad.

Es bueno recordar que los derechos fundamentales se coordinan entre sí. Los inherentes a la persona priman sobre los referentes a las relaciones. Por eso la intimidad personal prevalece sobre la información.

Otro error frecuente al hablar de libertad de expresión es ignorar que debe estar basada en el realismo: hay cosas que son verdad y cosas que son mentira. Si se ignora ese principio elemental, la libertad de expresión pierde su sentido, y puede convertirse en un atentado contra la dignidad humana, contra la libertad y la  capacidad de reconocer la verdad y su derecho a conocerla. No tener en cuenta que existe la verdad y existe la mentira transforma la información en apariencia de información, en manipulación o desinformación.

La seguridad máxima de la persona consiste en aferrarse a la verdad. La afirmación, tan frecuente, de que “todo es opinable” es un atentado a la inteligencia, y desde luego un atentado muy grave a la convivencia.

Muchas desinformaciones proceden de defectos del lenguaje, de no usar los términos precisos que definen el concepto, o de emplearlos con un sentido distinto al original. Por eso es obligación del informador dominar y enriquecer constantemente su lenguaje, leer mucho y bueno, pedir y transmitir claridad en la información, no hacer de  altavoz al sofismo (el arte de engañar con el fin de captar seguidores) tan frecuente entre los políticos.

También es deber del informador adquirir la formación científica específica de su profesión, y cultivar las cualidades necesarias para ejercer su oficio: amor a la verdad, objetividad, buen gusto, prudencia. Saber (y vivir) que el fin no justifica los medios. Concebir la información como deber, no como negocio (en el sentido turbio de la palabra).

Existe una delegación del pueblo en los profesionales para que realicen el derecho a la información. Por eso los periodistas tienen derecho a la información, para que puedan cumplir el deber de informar que el pueblo les ha entregado. Un deber del que se deduce que no pueden emitir mensajes que no sean verdaderos, conformes a la verdad operativa que es el bien. Violencia, pornografía o terrorismo no son verdaderos mensajes.


El libro refleja la gran erudición de su autor, y ayuda a reflexionar sobre la complejidad de las relaciones humanas y el derecho que las regula. Da las pautas básicas para quien desee caminar con sentido en el proceloso sendero de la justicia informativa. Y hará pensar a periodistas y expertos en comunicación sobre la arteria socialmente vital por la que discurre su trabajo, que no admite superficialidades.

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Un hecho pequeño pero significativo muestra el talante del profesor Desantes y su elevado sentido de la ciudadanía. Citado por la hacienda pública para una revisión de sus cuentas, cuando se presentó solo ante el funcionario éste se extrañó: “¿Cómo ha venido usted sin abogado?” Su respuesta fue contundente y colocó al funcionario en su sitio: “Porque usted, como funcionario, es mi abogado, no mi enemigo ni mi fiscal.”

Un buen ordenamiento social, y una buena convivencia, requieren que cada cual conozcamos cuál es nuestro deber y cuál nuestro derecho, y sepamos asumirlos con respeto a las personas y fiel espíritu de colaboración. Mucho de todo eso rezuma este libro.

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Ver también en este blog reseña del libro de Desantes San Vicente Ferrer, científico.






domingo, 2 de febrero de 2014

Dios, la Iglesia y el mundo




Sobre Dios, la Iglesia y el MundoFernando Ocáriz. Ed. Rialp

            

    Monseñor Fernando Ocáriz (París, 1944) es profesor de Teología y consultor de diversos organismos de la Curia Romana. Miembro de la Academia Pontificia de Teología, trabajó estrechamente con Joseph Ratzinger.  Desde enero de 2017 es Prelado del Opus Dei


Monseñor Fernando Ocáriz

    Este libro es el resultado de una extensa y sugerente entrevista realizada por el periodista Rafael Serrano, en la que responde con ponderación, agudeza y rigor intelectual a cuestiones que preocupan a la opinión pública: la defensa de los derechos humanos, relaciones entre la fe y la razón, la libertad, el sentido del trabajo, la pobreza y la justicia social, la crisis de la Iglesia, las vocaciones y la nueva evangelización, la prelatura del Opus Dei, el ateísmo,…


    Como indica el título del libro, son temas que afectan no sólo a la Iglesia, sino también a la sociedad civil. Cada una tiene su ámbito propio, pero están esencialmente entrelazadas.


    Anoto algunas de las ideas que me han parecido más relevantes.

 

Fe, ciencia y razón

    A su condición de teólogo Ocáriz añade la de físico, lo que da singular autoridad a sus apreciaciones sobre las relaciones entre la fe y la razón, entre la teología y las ciencias naturales. “La teología está más próxima a las inquietudes humanas que la física de partículas”, afirma, refiriéndose a quienes (con poco conocimiento de la naturaleza humana) desprecian las cuestiones metafísicas y teológicas.

  



    La física investiga las propiedades de la materia y de la energía, pero el origen absoluto de la realidad material está fuera de su alcance. La creación está en otro nivel, al que sólo acceden la filosofía y la fe, cada una a su modo. Pero los dos niveles comunican en la realidad misma y en la inteligencia del creyente. 


    La creación es una realidad actual y permanente, y no solo ni esencialmente un inicio temporal absoluto. Ser criatura es la condición metafísica radical de todo lo que existe, exceptuando a Dios. En las criaturas, existir es tener el ser  actualmente recibido del Ser absoluto que es Dios, con evolución o sin ella.  


    La fe no sólo no se opone a la razón, sino que exige una razón fuerte e incisiva. Así lo afirma Juan Pablo II en Fides et ratio, n. 48: “Es ilusorio pensar que la fe ante una razón débil tenga mayor incisividad: al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición”. Como escribió San Agustín, “todo el que cree, piensa. Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula”: punto muy importante que resalta la necesidad de una formación doctrinal sólida. 

 

 El futuro del cristianismo

    Muchos se preguntan sobre el futuro del cristianismo en una Europa que sufre una profunda crisis moral: “no soy profeta”, dice. Y añade: no es una excusa, sino consecuencia de una verdad de fe: el resultado de la providencia divina y la libertad humana no es previsible ni programable. Para el cristiano, el porvenir no es objeto de adivinación, sino de esperanza.


   En el centro de sus respuestas está Jesucristo. Ser cristiano, afirma, no consiste en suscribir una doctrina, sino en seguir a una persona: a Jesucristo, que aparece en nuestra vida y nos pregunta como a los Doce: “Y vosotros ¿quién decís que soy Yo?” Con nuestras obras hemos de dar respuesta a esa pregunta que nos hace el mismo Jesús. 


   Más adelante insiste en ese concepto esencial para entender el cristianismo: la Iglesia no es primariamente una institución. La Iglesia es una Persona: Jesucristo, presente entre nosotros, Dios que viene a la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia.





    Jesucristo salva mediante su Cuerpo Místico, que es la Iglesia, en la que hay una unión real y vital de la Cabeza (Cristo) y sus miembros. Jesucristo salva especialmente mediante la predicación del Evangelio y la celebración de los sacramentos.

 

La crisis de la Iglesia

    No faltan las preguntas acerca de la crisis sufrida por la Iglesia tras el Concilio Vaticano II. Crisis ha habido a lo largo de toda la historia. La crisis, afirma, no es mero retroceso, también viene acompañada de renovación. 

 

    Entre otros factores, apunta un texto de Kierkegaard, a propósito de la situación de los luteranos en Dinamarca en el siglo XIX: “los que tenían que mandar se hicieron cobardes, y los que tenían que obedecer, insolentes. Así sucede cuando la mansedumbre toma el lugar del rigor”. Es un diagnóstico que hace pensar, afirma, aunque el rigor deba ir acompañado siempre de la mansedumbre. 

 

La existencia de Dios

    Respecto al ateísmo, una verdad llena de sentido común: la existencia de  Dios no depende de que uno la acepte o no. El diálogo sobre la existencia de Dios se corta muchas veces antes de entrar en materia, por el apriori falso de que la inteligencia humana no es capaz de conocer realidades que no son empíricas. Pero la neurociencia y la biología se van abriendo cada vez con más frecuencia a las preguntas sobre realidades no empíricas.


    La “demostración” más decisiva de la existencia de Dios es la verdad histórica de la Resurrección de Jesucristo. Por eso lo más importante es mostrar a Jesucristo muerto y resucitado. Presentar la verdadera imagen de Jesucristo es lo más motivador para animar a profundizar en la fe cristiana.

 

Derechos humanos

     Ninguna prueba empírica nos muestra por qué el hombre tiene derechos inalienables; al revés, la afirmación de los derechos humanos está por encima y regula la actividad científica. Sin reconocer valores absolutos –y en último término a Dios- no tiene sentido ni siquiera el concepto de derechos humanos. El mismo Derecho no sería sino “un aspecto decorativo del poder”, según la afirmación de Marx.


     Marx decía que hay que hacer desaparecer el ateísmo negativo (que se ve necesitado de Dios para negarlo y afirmar al hombre) para dar paso al ateísmo positivo, que haga desaparecer la pregunta misma sobre la existencia de Dios. Pero la pregunta sobre el sentido último de la existencia no es nunca totalmente eludible, y es implícitamente la pregunta sobre Dios.  


     Es posible plantear la fe en ambientes ajenos a la Iglesia, no tanto apoyándonos en el atractivo de la fe, sino en algunas de sus atractivas consecuencias:

       -la entrega de tantos cristianos que, por su fe, prestan un servicio heroico a los más necesitados;

         -la vida ordinaria y también heroica de padres y madres  de familia cristiana;

         -la vida y aportaciones de grandes científicos profundamente creyentes.


    Y un apunte que tiene su retranca: fue Voltaire quien dijo con bastante lógica: “prefiero que mi barbero sea creyente, porque me da cierta seguridad de que no me degollará”.

 

Libertad religiosa


    Explica las contradicciones a que llevan concepciones equívocas de la libertad. Sin verdad moral, sin norma, la libertad se vuelve autodestructiva del hombre y de la convivencia. Por ejemplo, hoy el concepto de discriminación se amplía cada vez más, hasta llegar a límites confusos, y entonces prohibir la discriminación puede transformarse en una limitación de la libertad de opinión y de la libertad religiosa. 


  Como afirmó el cardenal Ratzinger, muy pronto no se podrá afirmar que la homosexualidad constituye un desorden objetivo de la estructuración de la existencia humana. Es un ejemplo de cómo se está intentando imponer la dictadura del relativismo.


    Ratzinger afirma que si un Estado no reconoce valores absolutos previos (como sucede en los Estados ateos) no durará mucho como Estado de Derecho. El “prudente relativismo”, que se presenta como necesario para respetar mejor las diferencias, lleva en sí mismo la inclinación hacia la dictadura, donde la verdad la establece el poder.


  Niega que haya habido contradicción teórico-doctrinal en los diversos pronunciamientos del Magisterio de la Iglesia acerca de la libertad religiosa, aunque es cierto que han sido distintas las consecuencias prácticas socio-políticas tras los diversos pronunciamientos.  


     El Magisterio anterior condenó una concepción de libertad que se entendía como ausencia de obligación de buscar la verdad en materia religiosa. El Vaticano II ha defendido la libertad religiosa entendida como derecho civil que no debe ser impedido por el Estado. Con la misma palabra (libertad) se alude a realidades distintas. 


Plaza de San Pedro, Roma. Canonización de san Josemaría Escrivá


Llamada universal a la santidad y filiación divina


    Sobre la llamada universal a la santidad, enseñada por el fundador del Opus Dei, proclamada por el concilio Vaticano II… pero ignorada por muchos aún, hace una afirmación que invita a la reflexión: la existencia de muchedumbres que ignoran la llamada a la santidad no desmiente la universalidad de esa llamada, sino que indica cómo nos llega: “¿cómo la conocerán, si nadie se la enseña?” decía san Pablo (Romanos 10, 13). 


  Esa realidad nos invita a los cristianos a ser más apostólicos, imitando también en esto a Jesucristo, que nos busca uno a uno y nos descubre el sentido de la existencia.


  Dedica un detenido y bello comentario a la filiación divinaNuestra condición de hijos de Dios es un rasgo característico de la espiritualidad del Opus Dei, que como enseñó san Josemaría hunde sus raíces en el Evangelio. Ya san Pablo escribió que la finalidad misma de la Encarnación del Hijo de Dios ha sido nuestra adopción filial: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (…) para redimirnos (…) a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gal 4, 4-5).


   Esa realidad fundamental de nuestra vida tiene importantes consecuencias: todo en la vida del cristiano ha de estar caracterizado por su condición de hijo de Dios:

         -la oración debe ser un diálogo filial, lleno de amor, sencillez, confianza y sinceridad;

         -el trabajo podemos realizarlo con segura conciencia de estar trabajando en las cosas de nuestro Padre: “todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios “ (I Cor, 22).

         -en los demás vemos a hermanos;

      -el afán apostólico es participación del amor de Dios por los hombres, hijos suyos;

     -la conversión es la vuelta a la casa del Padre, como relata admirablemente la parábola del hijo pródigo, en la que se nos dice que Dos no se cansa de esperarnos;

     -sabernos hijos nos da una gran libertad de espíritu, la libertad de los hijos de Dios; no vivimos atemorizados, sino esponjados en el sentimiento de sabernos hijos queridos;

       -nos da profunda alegría y optimismo, propios de la esperanza;

      -la condición de hijos nos hace amar al mundo, que salió bueno de las manos de Dios y nos lo ha dado en herencia;

     -quien se sabe hijo de Dios afronta la vida con la clara conciencia de que se puede hacer el bien y vencer el pecado.

 

Doctrina social de la Iglesia y participación en la vida pública

    Algunos consideran la doctrina social como una teoría inoperante, que se queda en el terreno de los principios. Sin embargo los principios básicos que enseña la Iglesia constituyen un impulso vital para actuar bien: solidaridad, subsidiariedad, participación en la vida pública,… y todo un conjunto de valores que merecen protección (la vida, la familia, el matrimonio, la educación de los hijos, el trabajo, la organización política, el medio ambiente, la paz internacional…)  


     Son principios generales, que no lesionan la necesaria autonomía de cada cristiano para buscar soluciones concretas codo con codo con el resto de conciudadanos. Soluciones que serán diferentes en cada época y lugar. 



     Lo que es claro, y a veces se olvida, es que sin hombres justos no funcionan con justicia las estructuras, por buenas que sean.


   ¿Merece la pena animar a personas rectas y competentes a meterse en política, dado el desprestigio de los políticos y los numerosos casos de corrupción? Todas las actividades han de estar vivificadas por el espíritu de Cristo, y por eso los cristianos no pueden ausentarse de la vida pública. Ocáriz comenta un pasaje de una de las homilías más conocidas de san JosemaríaAmar al mundo apasionadamente


     El fundador del Opus Dei explica que un católico dedicado a la política no debe pretender que representa a la Iglesia, ni que sus opiniones sean las únicas “soluciones católicas”. 


     Pero es evidente la necesidad de la presencia en la vida pública de cristianos coherentes (hombres justos): profesionalmente bien preparados, con espíritu de servicio, dispuestos a ganar menos dinero, a tener menos prestigio y a complicarse más la vida que en otras profesiones, dispuestos a emplearse en cultivar su imagen aunque no les guste, y a recibir ataques personales… Y que además no pretendan representar a la Iglesia, que se responsabilicen personalmente de sus ideas y decisiones, y no se sirvan de la Iglesia mezclándola en luchas partidistas.

 

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     Se trata de un libro de gran interés, porque invita a la reflexión y permite entender mejor cuestiones de actualidad,  de la mano de un intelectual notable y riguroso. 

 

 

sábado, 2 de marzo de 2013

Verdad, valores, poder. Joseph Ratzinger




Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista. Joseph Ratzinger. Ed. Rialp


Verdad, valores, poder, son piedras de toque que nos permiten calibrar la calidad de una sociedad pluralista. Este libro recoge tres ensayos del cardenal Joseph Ratzinger sobre cuestiones tan esenciales.


Con la nitidez y hondura características de su pensamiento, el futuro papa Benedicto XVI reflexiona sobre el problema al que se enfrenta una sociedad, que intenta construirse en torno a la democracia, cuando pierde una referencia clara acerca de los valores que debe promover, y considera la verdad un concepto meramente subjetivo. Conceptos fundamentales como conciencia y culpa se difuminan. En esa sociedad la persona está en riesgo de perder su libertad.


Las democracias que no se apoyan en un mínimo de valores, no expuestos al arbitraje de mayorías cambiantes, degeneran en tiranías. Las democracias occidentales corren ese riesgo, porque buscan en vano un fundamento en el pantanoso terreno del relativismo, y desprecian el firme apoyo de los valores cristianos sobre los que crecieron. 


    En La Democracia en América,
 Tocqueville escribe que en América era posible un orden de libertades, una libertad vivida en común, precisamente porque era una sociedad en la que seguía viva la conciencia moral fundamental alimentada por el cristianismo. Pero sin convicciones morales comunes las instituciones no pueden durar ni surtir efecto.


    La historia del siglo XX, afirma Ratzinger, ha demostrado dramáticamente que la mayoría es manipulable y fácil de seducir, y que la libertad puede ser destruida en nombre precisamente de la libertad. La mayoría no puede ser fuente del derecho ni lo único decisivo en democracia. Es indiscutible que la mayoría no es infalible, y que sus errores no afectan sólo a asuntos periféricos, sino a bienes fundamentales que dejan sin garantía la dignidad y los derechos del hombre. Ni la esencia de los derechos humanos ni la de la libertad es evidente siempre para la mayoría. Si la mayoría siempre tiene la razón, el derecho tendrá que ser pisoteado. 


  Ratzinger analiza el comentario de Hans Kelsen, maestro del positivismo jurídico, a la pregunta de Pilatos a Jesús: ¿Qué es la verdad? Kelsen dice que la pregunta ya contenía la respuesta: la verdad es inalcanzable. Por eso Pilatos no espera la respuesta: se dirige a la multitud y les dice: ¿Queréis que os suelte al Rey de los judíos? Es decir: somete la cuestión (sobre qué es la verdad) a la voluntad popular y deja que sea el pueblo quien decida. 


   Actuando así, Pilato se comporta como el “perfecto demócrata”: confía el problema de designar lo que es verdadero y justo a la opinión de la mayoría. “El hecho de que en el caso de Jesús fuera condenado un hombre justo e inocente no parece inquietar a Kelsen. No hay otra verdad que la de la mayoría”.

       La democracia, en el ámbito anglosajón, se apoyaba en un consenso fundamental cristiano. Pero a partir de Rouseau (siglo XVIII) comenzó a dirigirse contra la tradición cristiana. Lo democrático será desde entonces un concepto que se entiende en oposición al cristianismo e incorpora los dogmas masónicos del progreso necesario, el optimismo antropológico, la divinización del individuo y el olvido de la persona. Por eso Ratzinger recuerda que es misión de la Iglesia, y de cada cristiano, hacer que surja con fuerza renovada aquella evidencia de los valores sin la que no es posible la libertad común.


       Ratzinger resalta el valor de la conciencia, que en su primer estrato contiene el recuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero, insertado por Dios en nosotros. Es una tendencia ontológica del ser creado por Dios a promover lo conveniente a Dios. Ahí radica el derecho de la actividad misionera de la Iglesia: aunque lo ignoren, todos esperan secretamente el Evangelio, la Noticia del Amor de Dios a los hombres

        En ese recuerdo primordial radica también el que nadie debe obrar contra su conciencia. Aunque sea errónea, no es culpa nunca seguir la convicción alcanzada, pero sí puede ser culpa adquirir convicciones falsas y acallar las protestas que proceden de lo íntimo de nuestro ser. Hitler y Stalin obraron convencidos, pero son culpables.

 

 Debemos seguir el veredicto evidente de la conciencia. Pero eso no significa que la conciencia sea infalible, pues sería tanto como afirmar que la verdad no existe, y todo sería subjetividad. Y por tanto tampoco existiría libertad.

 

 Ratzinger observa que la falsa idea de que es más libre quien no está cargado con las exigencias de la fe ha paralizado la actividad evangelizadora de la Iglesia en los últimos decenios. Es el pensamiento de que la falsedad y el alejamiento de la verdad podrían aportar una vida más cómoda que la de quien afirma que existe la verdad. ¿No habría que liberar al hombre de la verdad, que lo ata y no  lo hace más libre? ¿No es mejor dejar a los hombres sin fe, para no atarles? 


“Quien ve en la fe una pesada carga o una exigencia moral excesiva no puede invitar a los demás a seguirla. Prefiere dejarlos en la supuesta libertad de su buena conciencia.”

 

Esa cierta aversión “casi traumática” a lo que llaman catolicismo preconciliar quizá procede de una fe soportada como una carga. Parecen decir que la conciencia errónea protege al hombre de las exigencias de la verdad.

 

Pero en realidad “la conciencia es la ventana que abre al hombre el panorama de la verdad común que nos sostiene y nos sustenta a todos, haciendo posible que seamos una comunidad de querer y de responsabilidad apoyada en la comunidad de conocimiento.”

 

Newman decía que la conciencia es la presencia clara e imperiosa de la voz de la verdad en el sujeto. Es la anulación de la mera subjetividad en la tangencia en que entran en contacto la intimidad del hombre y la verdad de Dios.

 

Acallar esa voz, para permanecer en un convencimiento subjetivo, no exculpa al hombre: Hitler y sus SS actuaron con convencimiento subjetivo, con la seguridad y falta de escrúpulos que se derivan de él.


Distinguir la verdadera voz de la conciencia

 

Un hombre de conciencia es el que no compra tolerancia, éxito, bienestar, reputación y aprobación públicas renunciando a la verdad.

 

¿Cómo distinguir la verdadera voz de la conciencia? Hay dos señales claras: que esa voz no coincida con los deseos y gustos propios, y que no coincida con lo aparentemente más beneficioso o llevadero para la sociedad, con el consenso de grupo, o con las exigencias del poder político o social.

 

No se puede comprar el progreso y el bienestar traicionando la verdad reconocida. Hoy el concepto de verdad ha sido abandonado y sustituido por el de progreso. El progreso “es” la verdad. Pero es así precisamente como se destruye el progreso, pues al separarse de la verdad pierde la dirección, y tanto puede ser progreso como retroceso.

 

En el hombre existe la presencia inexcusable de la verdad, de la verdad del Creador, que se ofrece también por escrito en la revelación de la Historia Sagrada. El hombre puede ver la verdad en el fondo de su ser. No verla es culpa. Solo se deja de ver cuando no se la quiere ver.

 

 El error, la conciencia errónea, sólo son cómodos en un primer momento. Enseguida, tarde o temprano, sobreviene la deshumanización. En el telón de acero, el sistema marxista era un sistema de engaño, y produjo embotamiento del sentido moral y una sociedad inhumana. La verdadera culpa es la supresión de la verdad que precede a la conciencia errónea, que deja al hombre en una falsa seguridad y en un desierto inhóspito.

 

 Por eso el sentimiento de culpa es necesario, porque rompe la falsa tranquilidad de la conciencia. Es una señal tan necesaria para el hombre como el dolor corporal, que nos permite conocer la alteración de las funciones vitales normales. Quien no es capaz de sentir culpa está espiritualmente enfermo. El enmudecimiento de la culpa es una enfermedad de alma más peligrosa que la culpa reconocida como culpa: no hay más que pensar en los crímenes contra la humanidad perpetrados por gentes sin escrúpulos de conciencia en los lager y gulags comunistas o en los campos de exterminio nazis.

 

 No acallar la conciencia es lo que nos salva. En Lc 18, 9-14 vemos a Jesús que puede obrar en el pecador que se reconoce culpable porque no se oculta tras su conciencia errónea. Jesús sin embargo no puede actuar en el fariseo que no siente la necesidad de perdón ni de conversión. Es precisamente el grito de la conciencia que llega al publicano lo que le hace capaz de alcanzar la verdad y el amor salvador.

 

 El peligro de perder el sentido de culpa nos acecha a todos, y debemos rezar con el salmo: “¿Quién será capaz de reconocer los deslices? Límpiame de los que se me ocultan” (Ps 19, 13). El hombre que no examina su conciencia corre peligro de adormecer ese sentimiento de culpa, sin el que no es posible acceder al perdón.

 

Y este es el reto y la responsabilidad al que se enfrenta el cristiano: conducir de nuevo a la humanidad hacia el reconocimiento de los valores morales eternos: desarrollar de nuevo el oído casi extinguido para escuchar el consejo de Dios que habla al corazón de cada persona.