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jueves, 22 de agosto de 2019

Historia de la Iglesia


Historia de la Iglesia (I). Joseph Lortz



Para un hombre de fe, la historia de la Iglesia es la historia de la acción de Dios entre los hombres. Por eso, estudiarla tiene algo de sobrecogedor. Hay que acercarse a los hechos históricos con veneración, una veneración que acentúa el deseo de rigor y conocimiento de la verdad tal y como fue, libre de prejuicios y lugares comunes.

Es lo que logra Joseph Lortz en este trabajo histórico,  en el que se percibe tanto su amor a la Iglesia fundada por Jesucristo  como un rigor científico indudable. Su análisis de los sucesos viene acompañado de datos relevantes para la comprensión de la historia.

Anoto algunas ideas y comentarios que me ha sugerido la lectura de este primer tomo de su trabajo, que me ha parecido muy recomendable para quien desee conocer mejor la historia de la Iglesia.


Una misión encargada por Dios mismo

Durante 3 años, Jesucristo formó a sus doce apóstoles para que fueran capaces de realizar una misión: “Id por todas partes y anunciad el Evangelio a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.”

Esa misión superaba con creces la capacidad humana de aquellos Doce. Por eso les envía el Espíritu Santo, que conducirá a su Iglesia. Pero, parafraseando a Benedicto XVI, lo único que el Espíritu Santo garantiza es que el daño que ocasionemos los hombres a su Iglesia no sea irreversible.

Debe dar mucha serenidad al cristiano, en medio de las deficiencias propias y ajenas, contemplar ese empeño de Dios: la Iglesia no es un invento humano. Late en ella el corazón omnipotente y misericordioso de Dios, que ha depositado en su Iglesia todo lo que el hombre necesita saber sobre el sentido de su vida, sobre cómo ser feliz en la tierra y para siempre en el cielo.


La historia de la Iglesia es la historia de lo divino en la tierra

Mediante la Encarnación de Jesucristo, Dios mismo ha querido participar en la historia humana. Por eso la Iglesia no cesará de extenderse, generación tras generación. Se mueve guiada por la voluntad salvífica de Dios, que gobierna el mundo y hace que incluso el error de los hombres sea útil para su designio salvador. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.”


Lo mejor de la historia de Occidente se debe a la Iglesia

Tal vez la prueba más palpable de la divinidad de la Iglesia estriba en que todos los pecados e infidelidades de sus propios jefes y miembros no han conseguido destruirla. De todo don de Dios se puede abusar.  Incluso el papado puede abusar de su poder espiritual por afán de dominio o de placer. Pero el papado está amparado por una promesa de asistencia, y aun cuando cometiese errores no se verá afectado en su esencia.

El reconocimiento de esos errores en la historia –donde hay personas se cometen errores- no debe impedir reconocer también un hecho patente: lo más óptimo de la cultura actual de Occidente ha surgido de la Iglesia, ha crecido alimentada por sus raíces cristianas en un terreno fecundado por el Evangelio. Aunque en ocasiones esa misma cultura se haya vuelto hostil a la Iglesia, que la ha hecho posible.

De la Iglesia procede el sentimiento fraterno entre los hombres, la igualdad del hombre y la mujer,  el deber de cuidar a los más débiles y desfavorecidos (¡son el mismo Jesucristo!), la separación del poder civil y religioso (“dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”), la igualdad ante la ley y la justicia, el derecho de gentes, la conciencia progresiva de la libertad humana, porque es un don de Dios que el mismo Dios respeta…

Son sentimientos que no quedaron en deseos teóricos, sino que a lo largo de la historia fueron cuajando  en obras concretas: asilos, hospitales, universidades, centros de enseñanza y alfabetización, dispensarios, instituciones para viudas y huérfanos, gremios profesionales, garantías procesales,...

El Evangelio actuó como un gran dinamismo civilizador, porque dotaba a los hombres de sentido para sus vidas, de confianza en un Dios providente y amoroso que invitaba a construir relaciones fraternas con los demás hombres, a perdonar y así hacer posible la paz, a confiar  en su propia capacidad de conocer el mundo y de mejorarlo…


Poder transformador del cristianismo



Constantino (272-337) conocía la descomposición interna del Estado en el Imperio Romano. Había vivido en Asia Menor, que en su época era el país más cristiano del mundo, y conocía la gran potencia transformadora del cristianismo, al que se había adherido lo mejor de la intelectualidad del momento.

¿Qué tenía la Iglesia, tan pobre en los primeros siglos de su existencia, que atrajera a tantos? Desde luego la acción de la gracia de Dios y el fuego apostólico de los primeros cristianos. Pero quizá la Iglesia pudo superar al paganismo porque durante sus primeros siglos  se centró sobre todo en su íntimo núcleo, llenándose así de poder de irradiación.

Precisamente porque sentía la necesidad de distanciarse de costumbres paganas que chocaban con las enseñanzas de Jesús, la Iglesia “creció para adentro”, en santidad de sus miembros. Y la santidad, si es auténtica, irradia.


Separación de política y religión: logro histórico y problemática evolución

Con el Edicto de Milán (313) el emperador Constantino reconoce la libertad para elegir religión, y por primera vez los cristianos gozan de libertad para practicar su fe. El Estado reconoce que en la vida social existen dos esferas autónomas: política y religión, Estado e Iglesia. Es lo que Jesús había enseñado: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.” (Mt 22, 21).

Ese decreto, que por primera vez en la historia declara la libertad de conciencia, tendrá enormes repercusiones históricas. El edicto no significó que ya estuvieran garantizadas ni la libertad de conciencia ni la plena separación de poderes, pero abrió la puerta a una tarea que a lo largo de los siglos se ha ido abriendo paso. Aun hoy sufre tensiones en su realización práctica.

Con su arriesgada decisión, el emperador Constantino se puso del lado del futuro, aunque seguramente no preveía el gran impacto que supondría esa libertad, que en breve dio lugar a situaciones impensables en tiempos antiguos.

Por ejemplo, en el 494, el papa Gelasio I escribe al emperador Anastasio para decirle taxativamente que el poder espiritual es completamente independiente del poder temporal.  Esto al hombre antiguo no se le habría ocurrido ni pensarlo, porque desde siempre el poder espiritual estaba plenamente sometido al poder civil, que reclamaba para sí la máxima autoridad espiritual.

                  San Ambrosio impide al emperador entrar en la iglesia

Cuando san Ambrosio, en el año 390, excomulga al emperador Teodosio por haber ordenado una matanza en Tesalónica, y se atreve a prohibirle la entrada en una iglesia, y le impone una humillante penitencia, descubrimos la enorme potencia espiritual de la sacralidad cristiana, impensable en época pagana.


Primado del obispo de Roma y poder temporal

El primado del obispo de Roma actuó como garantía de libertad espiritual para la Iglesia. Mientras el Patriarca de Constantinopla estaba cada vez más aterrorizado por el poder del emperador, el primado del obispo de Roma sobre los demás obispos significaba la preservación de la libertad de la Iglesia. 

Sin Roma, desde el punto de vista histórico, no se hubiese dado a la larga un gobierno autónomo espiritual de la Iglesia. Esa autonomía fue posible gracias a que en Roma se había introducido la separación del poder político y del religioso, dos esferas de la vida  que deben avanzar en armonía y colaboración, pero sin intromisiones.

Mientras hubo colaboración, el Occidente cristiano estuvo lleno de vigor. Cuando desde el siglo XIII esa conjunción se vio amenazada, comenzó a desordenarse el cimiento del Medioevo.

Todas las anomalías de la Edad Media (simonía, dependencia de la Iglesia del Estado, secularización de los obispos, injerencias del emperador en la vida canónica…) fueron en su mayoría consecuencia de la mezcla de poderes, sin la suficiente separación ni coordinación de ambas partes para un servicio recíproco efectivo. Más bien, cada una trató de imponer su hegemonía sobre la otra, preparando las bases de lo que fue después una separación hostil.


Juicios ahistóricos

Pero incluso en esas circunstancias de confusión no hay que ser demasiado rápidos para emitir juicios sobre lo acertado de las decisiones que se tomaban, porque los juicios pueden ser  ahistóricos si se prescinde del contexto.

Por ejemplo, es el caso de las críticas al poder temporal del papado. Hoy nos parecen altamente razonables, pero sin el poder político de los papas, incluso cuando detrás de ese poder hubiera intereses personales, los continuos ataques de los ambiciosos poderes nacionales (como Francia, Inglaterra o Alemania) hubiesen quebrantado la unidad de la Iglesia en esos países.

Esos poderes nacionales con frecuencia pusieron al servicio de sus intereses y contra la Iglesia toda su capacidad jurídica, publicista e incluso teológica. Ellos dieron origen a muchas leyendas negras que falseaban la realidad y beneficiaban a sus intereses, aunque para ello tuviesen que atentar contra la unidad de la doctrina católica.


La Edad Media

En medio de todas las tormentas que provocaron las invasiones bárbaras, que en sucesivas oleadas destrozaron la antigua y ya decadente civilización romana (entre el año 375 y el 700), la Iglesia fue la salvadora de la cultura y el refugio de los pobres.

                    El Papa León I el Magno logra frenar a Atila

Fueron los obispos quienes permanecieron en sus puestos cuando todos huían. Los obispos conseguían y repartían el grano, cuidaban a los más débiles y abatidos, infundían ánimo a quienes se vieron abandonados a su suerte, hacían frente a la desesperanza, y tendían la mano civilizadora a los bárbaros invasores, jugándose la vida.

El efecto final de las invasiones fue la ruina de la antigua civilización romana, ya en vías de descomposición desde hacía tiempo por hastío vital y por un fuerte descenso de la población. Y fue entonces cuando apareció el aspecto “medieval” en Europa, que era el aspecto que traían los invasores bárbaros, incultos y de costumbres salvajes.  
Sobre esa ruina física y cultural bárbara de los primeros siglos del medioevo es sobre la que los hombres de Iglesia comenzarían a edificar las bases de lo que llegaría a ser la civilización de Occidente, la más grande que jamás haya existido sobre la tierra, de la que aún somos deudores.


La Edad Media fue una Edad luminosa



Edad Media”, afirma Lortz,  es un término despectivo inventado siglos después por humanistas presuntuosos, para descalificar el período de la Antigüedad clásica hasta el Renacimiento, en que habría reaparecido la cultura, según ellos.

Pero esa época medieval, que llegó a entenderse a sí misma como el “orbe cristiano”, no sólo realizó una gran obra cultural, sino que sin ella no habría surgido el Renacimiento.

Quizá uno de los más grandes logros espirituales y sociales de la Iglesia en la Primera Edad Media fue la erección de parroquias rurales. Hoy no nos damos cuenta de lo que aquello significó para culturizar y cohesionar al pueblo.

El párroco era un hombre instruído espiritualmente, preparado para predicar la revelación cristiana, y estaba en continuo contacto con las gentes  del campo, que no tenían instrucción ninguna: fueron entre ellos un foco de luz y calor para esa naciente cultura occidental, en la que se empezaban a sentir no como salvajes aislados, sino pertenecientes a una familia: la de los hijos de Dios, hermanos entre sí por tanto.

Con muchas deficiencias y costumbres bárbaras aún, por supuesto, pero la Iglesia depositaba en sus mentes y en sus almas la semilla civilizadora del Evangelio.


Promotora de civilización


                                 
Cuando Benito de Nursia (480-547) estableció su regla, incluyó el voto de stabilitas loci: compromiso de permanecer en el mismo monasterio. Esto, junto al lema de ora et labora, que llevaba consigo el trabajo manual y el intelectual, convirtió a los monasterios en promotores de civilización en terrenos hasta entonces no cultivados, generadores de economía y de ciencia, y por supuesto de religiosidad.

Los monasterios configuraron el mundo no sólo para la Iglesia, sino también para el Estado y para la ciencia, y fueron tomados como ejemplo por los pueblos bárbaros germanos.

Es significativa una constante en la historia de la Iglesia: en los momentos de mayor oscuridad espiritual o moral, siempre han surgido movimientos renovadores, que han crecido lenta y firmemente, arrancando desde el silencioso trabajo de pequeños círculos de personas



Cluny, en el siglo X, es un claro ejemplo, entre muchos otros a lo largo de la historia y hasta nuestros días.


Conversiones masivas de los pueblos germánicos

Pueblos enteros germánicos se convirtieron al cristianismo, en masa, siguiendo a sus reyes. Desde luego, raras veces eran capaces de darse cuenta teológica del contenido de la fe que abrazaban.

                    Conversión de los bárbaros


Si convertirse, según el Evangelio, significa ante todo metanoia, cambio del modo de pensar, es claro que en una conversión masiva ese cambio corre el peligro de ser insuficiente. Y lo confirma la historia de la vida religiosa en los primeros siglos cristianos del medioevo.

Pero igual de malo, o peor, fueron otras conversiones “ilustradas” cuando se guiaban por falsas interpretaciones del cristianismo, como las judaicas o gnósticas, muchas veces causadas por malas traducciones del Evangelio.

Las conversiones en masa requirieron un proceso lento y paciente de asimilación auténtica de la fe hasta que se hiciera vida, tarea que por otra parte todo cristiano sabe, o debería saber, que no terminará nunca.

Pero esas conversiones masivas tenían la ventaja de poner de manifiesto la unidad de la comunidad. La fidelidad del séquito a su rey, siguiéndole incluso en la fe que abrazaba, era imagen de algo mucho más fuerte: la comunión de los santos.

Y es bueno recordar, según la enseñanza de Jesús, que la aceptación del reino de Dios no está reservada a los sabios, antes bien a los sencillos y humildes.


Unidad de la verdad y valores objetivos

Quizá pocos como san Agustín (354-430) han encarnado el espíritu cristiano. El obispo de Hipona une una piedad personalísima (la piedad de una mente genial y poderosa) con la fidelidad a la Iglesia (a su principio vital, que es Jesucristo, e inseparablemente al primado de Pedro, garantía de la unidad de doctrina).

                   Agustín de Hipona

San Agustín es modelo de la síntesis católica, que une a la conmoción personal y subjetiva la aceptación de unos valores objetivos. Nada tiene valor si tras ello no está el hombre interior que lo hace suyo. Pero el hombre interior no es la medida de sí mismo y de las cosas, sino que frente a él está indefectiblemente la única Iglesia fundada por Jesús.


Abusos

Frecuentemente encontramos en la historia de la Iglesia anomalías religiosas y morales. Pero son menos de lo que han querido hacernos creer las leyendas negras y otras manipulaciones históricas de quienes tienen a la Iglesia por enemigo a batir.

La mejor apologética, la única verdadera, es la verdad. Y eso exige constatar la realidad como es, con el esfuerzo de rigor técnico que merece el objeto de investigación. Sombras las ha habido, porque intervenimos personas. Pero la verdad exige que se tome en consideración todo el curso de las cosas, y no solo las sombras. Y tener en cuenta que lo malo hace más ruido que lo bueno. El mal es agresivo y chillón, y por eso permanece en la memoria de los pueblos. El bien es más discreto.

Lo más importante es que las anomalías siempre han sido vencidas y superadas por la Iglesia, y de ello se deduce que la santidad de la Iglesia es sustancial y no depende de la debilidad de sus miembros. La Iglesia es iglesia de pecadores, y en el curso de la historia a veces lo ha sido de forma trágica. Pero ¿en qué otra institución formada por hombres no ha habido errores? Y ninguna como la Iglesia ha estado dispuesta a reconocerlos y pedir perdón siempre que ha sido necesario.

Incluso en los tiempos más oscuros, Dios siempre ha regalado a su Iglesia santos para hacerla resurgir de nuevo. Santos en los que verdaderamente se instaura el reino de Dios en la tierra, que no consiste en un reinado humano, sino en la plenitud de la fe en los miembros de la Iglesia.

El Reino de Dios está dentro de vosotros”: ahí es donde Dios quiere reinar. Y después… pax Christi in regno Christi! En la medida en que Dios reine en cada corazón humano, reinará en el mundo.


Comprensión progresiva de la Revelación

Jesucristo nos trajo una revelación divina que nuestro entendimiento nunca podría haber encontrado por sí solo, y que incluso ahora no captamos en todo su pleno sentido. Ya lo anunció el mismo Jesús: nuestra capacidad intelectual, portentosa pero limitada, irá comprendiendo progresivamente las insondables riquezas contenidas en el Evangelio, con ayuda del Espíritu Santo. Por eso nos lo envía.  El Espíritu de verdad os guiará hacia la verdad plena.” (Jn 16, 13)

Incluso en esta tierra nunca conoceremos la plenitud de la verdad, aunque se nos dé conocerla poco a poco más claramente: “Porque ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido.” (1 Cor 13, 12)

El crecimiento del reino de Dios obedece a grandes leyes fundamentales, que es lo contrario de una fijación literal inicial de todos los detalles. Hay una evolución en la Iglesia: la prometida conducción a la verdad completa por el Espíritu Santo, que en el transcurso del tiempo llega a convertir en fórmulas explícitas revelaciones contenidas implícitamente y como en germen en la predicación de Jesús: son los dogmas.


Dogma y controversias

Las definiciones dogmáticas de la Iglesia (precedidas con frecuencia de duras controversias doctrinales durante los siglos V al VII) salvaguardaban el núcleo de la verdad cristiana, impidiendo la interpretación unilateral y herética, y el consiguiente empobrecimiento del contenido de la revelación.

                    Concilio de Éfeso

Los dogmas guardan íntegro para las sucesivas generaciones el depósito de la fe revelada por Dios. No significan rigidez teórica del cristianismo, sino un gran valor religioso, puesto que contienen la verdadera doctrina de salvación, que no es invento humano.

Los dogmas son garantía de unidad y fuente de confianza en los creyentes, y sólo se entienden por la fe en la especial asistencia prometida por Dios a Pedro y a sus sucesores.

Pero si el Espíritu Santo garantiza la verdad de lo declarado como dogma (hay muy pocos dogmas en la Iglesia, los justos e imprescindibles), no aprueba en cambio los usos y modos de los debates doctrinales que a veces precedieron a esas declaraciones dogmáticas, muy duros y con frecuencia mediatizados por la política, el odio o el egoísmo.

Esas controversias lesionaron el amor fraterno en nombre de la verdad, y por eso debilitaron la fuerza evangelizadora del cristianismo, lo disgregaron, y prepararon que el islam lo hiciera desaparecer en Asia Menor y otras zonas que habían sido cristianas desde la primera hora.

Si la historia está para enseñar lecciones, esta es una de ellas: el cristiano nunca puede olvidar que toda afirmación y todo conocimiento debe estar impregnado por el amor: “la verdad sea dicha con caridad.” (Ef 4, 15).


Herejías y escisiones

La base para valorar las escisiones que se han dado en la historia, y que aún perviven, es la explícita Voluntad del único Señor: no debe haber más que una única Iglesia y una doctrina, un único pastor y un único rebaño. Es la oración de Jesús al Padre: “Ut omnes unum sint!” (Jn 17, 2) “¡Que todos sea uno!” Una súplica de Quien conoce nuestra debilidad y nuestra soberbia, capaz de todas las enemistades y rupturas.

La unidad del cristianismo depende de la unidad de la verdad. Pero queda un atisbo de esperanza. El cristianismo no es solo una doctrina. Es fundamentalmente una Persona: Jesucristo. Por eso no hay separación absoluta cuando se mantienen la fe en Jesucristo, Señor y Redentor, Dios y hombre.

Eso explica que algunas de las ramas separadas por deformaciones de la verdad cristiana hayan seguido dando frutos y hayan permanecido. Y que debamos seguir rezando, con Jesús, por la plena unidad de su rebaño entorno al único Pastor.

La herejía no debe identificarse con maldad u orgullo. Muchas veces procede de un ardiente celo de personas con grandes dones naturales, que buscan personalmente la verdad salvífica correcta. 

Lo que evidencian las herejías es la limitación cognitiva del hombre. Para remediarlo estableció Jesús el primado de Pedro, y esa es la norma segura: ubi Petrus, ibi Eclesia.


Escándalos

Escándalos entre los cristianos hubo siempre, porque no siempre se guardaba el alto nivel moral exigido por la doctrina cristiana. Esto ya lo anunció Jesús en la parábola del trigo y la cizaña, y de los peces buenos y malos arrastrados por la misma red, o del invitado a la boda sin traje nupcial.

La Iglesia desde el principio tuvo en cuenta la mediocridad religiosa y moral de los hombres, y afirmó que a pesar de sus miembros indignos pervivía la santidad objetiva, ya que Dios mismo es su origen y protagonista.

Pero fue precisamente la vida ejemplar de los primeros cristianos, que chocaba con las conductas depravadas reinantes en el decadente imperio romano, lo que atrajo a los gentiles hacia la Iglesia.

Más que sus escritos y doctrinas, lo que atraía de los cristianos era su conducta y sus costumbres, porque la profesión de fe implicaba inseparablemente una renovación de la vida moral que se manifestaba en el estilo de vida: era un verdadero cambio de la manera de pensar.


Turbio origen de las leyendas negras 

Una de las fábulas contra la Iglesia consiste en asegurar que en uno de sus concilios (el de Macon, en el año 585) se negó que las mujeres tuviesen alma.

La realidad es más sencilla: uno de los participantes en el concilio pidió que no se empleara el término “hominem” para designar a las mujeres, pues “homo” significa varón, y no el genérico “hombre” que se solía usar para designar a toda persona, varón o mujer.

La falsa interpretación de esa precisión lingüística dio origen a una mentira extendida aún hoy entre algunos ateos militantes.


Europa se hizo peregrinando

Las peregrinaciones piadosas tienen su origen en el ejemplo de Jesús y sus apóstoles, en su predicación ambulante en busca de los hombres, y en la tradición de acudir en peregrinación al templo, a los lugares santos.



Existe una honda conciencia en la persona de que la vida es un viaje hacia nuestro destino definitivo. Cada peregrinación es una imagen del viaje de la vida. Caminar hacia un lugar santo nos trae a la mente el caminar de la vida hacia el cielo, y la necesidad de implorar un buen camino.

Son lugares santos los que han sido bendecidos por la huella de Jesucristo, de la Virgen, de los Apóstoles o de los santos. Desde el momento en que Dios se encarnó en un tiempo y en un lugar determinado, ya es lícito creer que Dios ha querido santificar un lugar más que cualquier otro. El cristiano no sigue a unas ideas o a una doctrina, sino a una Persona que ha pisado nuestra tierra.

Por todo eso tienen sentido evangélico las peregrinaciones. Ya en el siglo IV tenemos constancia de la emperatriz Elena y la monja Egeria peregrinando a Tierra Santa.

            

Las romerías tienen su origen en el deseo de ir a Roma para visitar la tumba de san Pedro, y pronto pasaron a designar otras peregrinaciones, como a los lugares en que de modo especial se venera a la Virgen, que siempre ha estado presente en la vida de los cristianos.

Esas peregrinaciones, que transcurrían por itinerarios que desde todo el orbe cristiano conducían a Roma, a Santiago, a Loreto…, contribuyeron a hermanar a gentes de todos los pueblos y naciones que profesaban la misma fe.


El monacato y la renuncia al mundo

La renuncia al mundo enseñada por Jesús fue tomada en sentido literal y dio origen al monacato, que nació en Egipto en el siglo IV y de ahí pasó a Occidente. El monacato fue considerado como refugio genuino de la renuncia al mundo, entendida como expresión máxima del “sólo una cosa es necesaria” predicado por Jesús.

                    Cartuja de Porta Coeli, Valencia

Pero si eso era “lo más”, fácilmente se debería haber previsto que quien no seguía ese camino quedaba en un plano inferior en su coherencia cristiana. Tuvieron que pasar muchos siglos hasta que, de manera práctica, se entendiese el sentido de las palabras de Jesús, que a todos pide “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.

Esa máxima perfección a la que todo cristiano  debe aspirar, no podía significar que todos tuvieran que abandonar sus familias y trabajos (“el mundo”) para alcanzarla. Pero en la práctica así se entendió durante muchos siglos.


Santidad en medio del mundo

La llamada universal a la santidad, que por una luz especial de Dios fue predicada desde 1928 por el fundador del Opus Dei y más tarde recogida por el concilio Vaticano II, ha corregido esa falsa interpretación. La reciente exhortación apostólica del papa Francisco Gaudete et exultate ha recordado esa llamada de todos a ser santos.



Siempre hará falta el precioso testimonio de monjes y religiosos, que con su renuncia dan testimonio de qué es lo esencial y prioritario. Su presencia ha sido y será determinante en la historia de la Iglesia. 

Pero forma parte del designio de Dios que la inmensa mayoría de sus fieles, que son los laicos, descubran y asuman su misión en el mundo, sin salir de él, de sus familias, de sus trabajos, de su contribución a la construcción de una sociedad más justa. Los laicos tienen la misión de santificar el mundo desde dentro, para ordenarlo de nuevo a Dios.  Y de hacerse santos en el cumplimiento de esa tarea.


viernes, 11 de agosto de 2017

A la luz de la Edad Media

A la luz de la Edad Media. Regine Pernoud




     Regine Pernoud, historiadora y conservadora del Museo de Historia de Francia, descubrió durante  sus trabajos como bibliotecaria que la imagen oscura que desde la Ilustración se lanzaba sobre la Edad Media no se correspondía con la realidad. La verdad era otra, y emergía rotunda y luminosa de su investigación en las fuentes fiables de la historia. 




     Fruto de sus descubrimientos, publicó una larga serie de trabajos que constituyen una rehabilitación de ese período tan injustamente denostado y sin embargo tan luminoso,en el que se forjaron los cimientos de la civilización occidental.  Leonor de Aquitania, La mujer en el tiempo de las catedrales, Los hombres de las cruzadas y A la luz de la Edad Media son algunas de sus obras más conocidas.


     Publicado por primera vez en 1944,  A la luz de la Edad Media describe cómo fue fraguándose la vida y costumbres en la Francia medieval y en buena parte de la Europa de ese tiempo. Su rigor intelectual le lleva a descubrir una realidad que contrasta con mitos y falsedades que todavía hoy difunden algunas cátedras y series de televisión sobre aquel período. 
  
  
    “En literatura y en historia se proporciona a los alumnos un sólido arsenal de juicios prefabricados, que les lleva a calificar de ingenuos, sin más, a los seguidores de Tomás de Aquino, y de bárbaros a los constructores de catedrales. Según esos prejuicios, la Edad Media era una época de tinieblas; nada de lo que pasó en esos siglos oscuros vale la pena…” 


    Todavía hoy se difunden falsedades sobre el significado real de términos acuñados por costumbres de la época, como siervo de la gleba o derecho de pernada, que no significan lo que ignorantes o malintencionados nos intentan hacer creer.



   

 Con su estudio  riguroso,  Pernoud descubre un mundo distinto. A medida que avanza “se nos revelaban las estructuras profundas y la expresión artística de aquella sociedad, se nos revelaba un pasado que aflora todavía en el presente, un mundo que había visto desarrollarse el lirismo, germinar la literatura de ficción y elevarse  Chartres y Reims. Al identificar una estatua tras otra, descubríamos a personajes de alta humanidad. Al hurgar archivos (…) cobrábamos conciencia de una armonía cuyo secreto parecía detentar cada sello, cada línea, cada compaginación.”



    Pernoud investiga en la arqueología,  la historia del derecho, los textos antiguos, los monumentos… y a medida que avanza descubre un estilo de vida luminoso, del que nadie le había hablado antes. Leal a su mente racional y científica, va abandonando prejuicios y se rinde a la evidencia de los datos: la Edad Media fue un período rebosante de vitalidad y alegría de vivir, gracias a una paulatina y creciente penetración del cristianismo  en las mentes de aquellos pueblos de costumbres bárbaras.


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    La Edad Media, surgida tras siglos de incertidumbre y desasosiego por las sucesivas invasiones (francos, burgundios, normandos, visigodos…) y las consiguientes guerras entre pueblos en continuo movimiento, fue la época en que se alcanzó por fin la estabilidad y la permanencia. En la Francia del siglo X, esa masa antes inestable de pueblos  invasores  ya formaba una unión sólidamente apegada a la tierra. La familia Capeto, que durante tres siglos, en línea directa y sin interrupción, reinó en Francia, es una muestra del asentamiento de todas las familias de la época.


     Pernoud muestra que esa estabilidad y ese arraigo en la tierra se debió a la aceptación universal de la institución familiar, que concilia el máximo de independencia individual  con  el máximo de seguridad. Cada individuo encuentra en la familia ayuda material y moral hasta que se basta a sí mismo. Entonces es libre, sin que los lazos que le unen al hogar paterno se conviertan en trabas.


     Esa libertad, conseguida gracias a una progresiva profundización en las luces que aportaba la fe cristiana a la vida social,  contrastaba con el modelo del imperio  romano, fundado no en el derecho natural sino en ideologías de legisladores y funcionarios. En la antigua Roma el padre tenía autoridad de jefe durante toda la vida, con una concepción militar y estatista en la que el individuo quedaba encerrado de por vida.


     Pernoud llega a la conclusión de que en la base de la energía de occidente está la familia, tal como la concibió y comprendió la Edad Media. Todas las relaciones se establecían sobre el modelo familiar: tanto la del señor con el vasallo como la del maestro con el aprendiz. La historia del feudalismo es la historia de linajes familiares. La mesnie de un barón, es decir, su contorno, sus familiares, incluye tanto a siervos y monjes como a altos personajes. Los dominios se acrecentaban antes a través de herencias y matrimonios que de conquistas.



    El sentimiento familiar es la gran fuerza de la Edad Media. Muchas costumbres medievales tienen su origen en la preocupación de proteger a la familia. La  familia (los que viven compartiendo el bien y la olla) es una personalidad moral y jurídica, que posee en común los bienes cuyo administrador es el padre. Al morir el padre, sin interrupción ni transmisiones ni impuestos, otro de los miembros de la familia asume la cabeza. Al padre de familia se le reconoce el derecho de usar, pero no el de dueño absoluto, ni el poder de abusar de los bienes; debe además defender, proteger y mejorar la suerte de seres y objetos de los que es custodio natural.


    Gran hallazgo medieval fueron los gremios, fruto de una concepción colaborativa (y no competitiva, ni de sindicatos de clase) de la vida social. Los gremios eran organizaciones de oficios, con Jurados propios que tenían participación en el Municipio, y que aseguraban el aprendizaje y desarrollo de las técnicas necesarias para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Las calles de las ciudades estaban animadas por el bullicio alegre de los diferentes gremios, que se agrupaban por barrios como todavía hoy recuerda el callejero de nuestras ciudades.



    Y alegría de vivir. Pernoud descubre jovialidad en el espíritu del hombre medieval, que tiene defectos pero sabe distinguir entre el mal y el bien. Este fragmento de un poema de la época es significativo, por su alegre desenfado:

Los obreros no remolonean / no viven de la usura / lealmente viven / de su esfuerzo, de su trabajo / Y dan más generosamente / Y gastan lo que tienen / más que los usureros, que nada gastan, / que los canónigos, los sacerdotes o los monjes…


    No vemos angustia en el hombre de los tiempos feudales. “Vivía en un clima de dinamismo y generosidad que sus descendientes no volvieron a encontrar en Europa. Era apasionado, pero no sórdido; exuberante y capaz de llorar como un niño; violento pero capaz también, una vez pasado el ataque, de avergonzarse, de expiar su culpa, a veces con el don de su propia vida; pecador, pero consciente de ello, y por tanto capaz de arrepentirse.” 




    Vivía en un clima de libertad porque lo esencial era la conciencia. No necesitaba contratos, bastaba la palabra dada, el consentimiento interior. Si un hombre daba su palabra, aquello se cumpliría.

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    El arte medieval, lleno de colorido, expresa sinceridad, en la que ve el camino para llegar a la belleza. Sinceridad en la visión interna y en la observación exterior. Fidelidad en la expresión, y la facultad de fundir en un todo armonioso la inspiración y el método, el genio y el oficio. 

    “El artista aprehende al hombre en su conjunto, y anima los cuerpos que crea con todo el aliento de la vida: deformados por la pasión, retorcidos por el dolor, magnificados por el éxtasis. Sorprende al sujeto en sus actitudes más humanas, más naturales, más intensas. Entonces, es el movimiento el que crea el cuerpo: personajes estremecidos de alegría, desfigurados por la cólera, torturados por la angustia…” 



    

     Este es el secreto del arte medieval: encontró la belleza en el dinamismo de la vida humana, en la expresión total del individuo, traduciendo no solo su apariencia externa sino también su realidad esencial.


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    El libro está lleno de detalles sorprendentes por ignorados. Por ejemplo, la llamada semana inglesa debería llamarse semana medieval, pues fue en el siglo XIII cuando fue hecha instituir por san Raimundo de Peñafort, ante la desbordante actividad de aquel siglo, que corría el riesgo, a juicio de la Iglesia, de ser excesiva y desequilibrar al hombre, impidiéndole cumplir tranquilamente con sus deberes de cristiano. Consistía en descansar desde los sábados y vísperas de fiesta, a partir de la hora de Vísperas (es decir, entre las 2 o las 4 de la tarde según las estaciones). En Inglaterra se conservó esta costumbre –Inglaterra ha sido más fiel siempre a las tradiciones medievales- y de allí pasó de nuevo al continente siglos más tarde. 

     Por cierto: san Raimundo de Peñafort, dominico, es patrón de los juristas y era español, de Barcelona.


    El sentido de la justicia medieval se revela en la  proporción en las penas: pagaba más el que tenía más. Por ejemplo, en Pamiers un barón pagaba el delito de robo con multa 20 veces superior a la de un campesino, 10 veces superior a la de un caballero, y 4 veces superior a la de un burgués.


    La música gregoriana es otro exponente de la enorme riqueza cultural y artística lograda en la Edad Media. Mozart llegó a decir: “Daría toda mi obra por haber escrito el Prefacio de la Misa gregoriana”.


    La caballería medieval gozó de un enorme prestigio entre la población. Despertaba una admiración  que ha llegado hasta nuestros días, porque  por primera vez la casta militar estuvo ordenada a fines realmente humanitarios. Del mismo modo, por primera vez en la historia del mundo se aprendió a establecer la diferencia entre objetivos militares y población civil.


    La Edad Media supuso un florecimiento de las letras. Si miramos a la España de la época, vemos que fue entonces cuando comenzó a desarrollarse la literatura castellana, una de las más ricas y espléndidas literaturas de la humanidad, que consiguió expresar el sentir épico del pueblo, empeñado en la Reconquista, y por eso llegó a ser idioma preponderante. El castellano ha conservado de la Edad Media sus características principales: espíritu religioso, realismo, persistencia de la tradición épica peninsular y tendencias moralizadoras y satíricas.




Fue a partir del siglo XVI cuando los legisladores comenzaron a perder el sentido de libertad y equidad logrados, porque volvieron sus ojos al derecho romano y comenzaron a promulgarse leyes estatistas. Se elevó a 25 años la minoría de edad, se añadió al sacramento del matrimonio el carácter de contrato con estipulaciones materiales, la familia sufrió imposiciones para ser conformada según un modelo estatal que no había tenido nunca.


Desde el siglo XVI,  el Estado fue aumentando su poder e intromisión en el ámbito de la libertad de las personas, hasta que llegó a configurarse como Monarquía absoluta. Por eso la Revolución francesa, en el siglo XVII, a juicio de Pernoud no fue un punto de partida, sino de llegada: representó la imposición plena de la ley romana en la vida del pueblo, a expensas de la costumbre anterior. Napoleón culminó el proceso, con la organización del ejército, el Código civil y la enseñanza  según el modelo burocrático de la antigua Roma, es decir, con la omnipresencia de un Estado cada vez más intrusivo en la vida de las personas.


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Son algunos apuntes de este libro revelador, muy útil para conocer la historia real, y desprenderse de la venda que han intentado  poner sobre nuestros ojos no pocos pseudo intelectuales y creadores de ficción. En la Edad Media no todo fue blanco, desde luego, porque donde hay hombres habrá miserias. Pero en su esplendor luminoso nació la cultura occidental, y con ella buena parte de lo mejor que todavía hoy podemos disfrutar en Europa.