Mostrando entradas con la etiqueta Eucaristía. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Eucaristía. Mostrar todas las entradas

lunes, 8 de septiembre de 2025

Para vivir la Santa Misa




Consejos para vivir la Santa Misa. Ricardo Sada. Ed. Rialp


    Me ha parecido un libro muy claro y práctico, que ayuda a descubrir el porqué de cada gesto y palabra de la Santa Misa, “la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida” (San Josemaría). Señalo algunas de las ideas más sugerentes, con alguna consideración personal.


Obstáculos para la participación viva y activa en la Misa:

-falta de fe;

-ausencia de la gracia santificante;

-falta de preparación, distracciones;

-rutina, sepulcro de la verdadera piedad (Camino 553);

-sentimentalismo;

-banalización.


Rutina: la Misa es el culmen de toda la vida cristiana, lo que da sentido a todos los esfuerzos apostólicos. La Misa pertenece a nuestra vida misma, es algo definitivo e insoslayable, asistir está por encima de cualquier vaivén.

    Hay que descubrir alguna novedad en cada celebración: cada Misa ha de ser “un cántico nuevo para el Señor”: hacer nueva la fe y el amor, el deseo de encontrar en cada Misa alguna revelación de la grandeza y el don de Cristo. Por ejemplo, San Josemaría recomendaba a un sacerdote que le preguntó cómo vivir mejor la Misa: “Cuando salgas hacia el altar, piensa que a tu lado va la Virgen y camináis juntos al Calvario.” Todo un descubrimiento.

    El encanto de la novedad pertenece a la esencia misma de la vida. Una disposición interior que rompe la monotonía de lo ya visto y realizado muchas veces, para comenzar una aventura nueva, un cántico nuevo para el Señor. Con quien nos encontramos en la Misa es con Cristo y su obra redentora, con su amor inagotable: estamos cada uno llamados a penetrar en el infinito Amor divino, en el que nunca encontraremos límites.

Sentimentalismo: la liturgia eucarística no apela al sentimentalismo, no busca fomentar el sentimiento, sino dar razón de nuestra fe. Es un desarrollo austero de un mandato específico recibido de Jesucristo: “Haced esto en conmemoración mía.” Son textos breves, claros, serenos y respetuosos, en los q se expresan las razones de nuestra fe –¡Misterium fidei!- que no están expuestas a los vaivenes de los sentimientos. Nuestra manera de vivir la Misa se apoya en una base dogmática y racional, que podría oscurecerse apelando al sentimiento, como a veces se hace con cánticos empalagosos.

Banalización: nos jugamos mucho con la liturgia. Distintas maneras de concebirla tienen detrás distintas maneras de concebir la Iglesia. Dios es el protagonista de la liturgia. Cuando nos preguntamos cómo hacerla más atractiva, interesante o hermosa, vamos por mal camino. Guardar silencio; mirar al crucifijo, no al celebrante; recogimiento al acercarse a comulgar (la mirada baja). La liturgia no se hace, se recibe: los espectadores son la Santísima Trinidad, la Humanidad de Cristo glorioso, La Virgen María, San José, los coros angélicos y todos los santos del cielo. 

    La “participatio actuosa” de los fieles en la Misa que señaló el Vaticano II se interpretó mal: no pretendía que los fieles se movieran cuanto más mejor, sino que fuera una participación consciente, activa, plena, piadosa, fácil: que se adentraran en el misterio de lo que se celebra, sin distraerse con otros rezos o meramente “estando” pasivamente. 


Medios para adentrarse en la luz del Misterio

    La Misa es acción de Dios, y por tanto misterio de fe. Saber vivirla es intentar una y otra vez incursionar desde la fe en el misterio.

    La Misa es lo más opuesto al teatro y al cine: en las películas parece que pasan cosas, pero todo es ficción. En la Misa todo es real. 

    La Misa no es un tinglado ni un espectáculo: se celebra siempre lo mismo, por eso es siempre idéntica. La Misa no es un enigma no resuelto, sino un Misterio, una explosión de luz tan potente que excede nuestra capacidad de comprensión. La Misa es el Misterio que hace presente el Único y Eterno Sacrificio de Cristo en el Calvario. 

    La actitud de recogimiento y silencio, y un lugar que facilite la creación de un espacio vital sagrado, acorde a la dignidad de lo que se celebra, facilitará incursionar en el misterio, siempre con la ayuda del Espíritu Santo. 

    “Moisés caminaba como si viera al invisible” (Heb 11, 7) “Los cristianos contemplamos, no las cosas visibles, efímeras todas ellas, sino las invisibles, las únicas que son eternas.” (II Cor 4, 18)

    A través de los signos podemos adentrarnos en el misterio. La liturgia es el lugar privilegiado del signo, de lo simbólico. Transitar del signo sensible a la realidad profunda no sensible es una proyección de la naturaleza humana, que es material y espiritual. 

    Pascal: toda cosa esconde un misterio, porque todas son velos tras los que se esconde Dios.

    Saint Exupery: lo esencial es invisible a los ojos. 

    Jesucristo, Verbo Encarnado, es lo invisible de Dios hecho carne, sangre, respiraciones y latidos. Como una madre a su hijo, la Iglesia no nos instruye solo con palabras, también con acciones y gestos. 


Belleza en la liturgia

    La belleza es el esplendor de la verdad: debe manifestarse en la liturgia, porque estamos presenciando la verdad del culto al Altísimo en el cielo, del que Jesucristo es Sacerdote y Víctima, y eso reclama por nuestra parte belleza en el alma, dignidad en el vestido y las posturas, en los objetos sagrados, en las actitudes solemnes, en la devoción profunda, en el silencio, en la música, que debe ser acorde al misterio. 

    Acostumbrarnos a mirar la liturgia no como se mira un espectáculo, sino desde dentro: pedir al Espíritu Santo una mirada que traspase el entorno material y crea, ame, sintonice y se haga sensible con Aquel que camina a inmolarse al Padre.

    El altar: nos muestra que hay un camino para ascender hasta Dios. Podemos ascender hacia Él, porque Él ha trazado un camino hacia nosotros. Es el lugar de la cita, el ámbito del encuentro entre lo humano y lo divino. Esa mesa nos indica que es posible traspasar el umbral, y es ahí, porque ahí es donde la Víctima se inmola.

    El crucifijo: donde deben posar sus ojos celebrante y asistentes. Es ajeno a la tradición de la Iglesia que el sacerdote y el pueblo se miren recíprocamente: juntos dirigen su oración al Señor. Mirar el crucifijo es indispensable para no perder de vista la íntima conexión entre la Misa y el Calvario. Indica la centralidad de Cristo y de su Sacrificio. Es la orientación que toda la asamblea debe tener: se mira al Salvador. 


    Los cirios: invitan a nuestro propio holocausto. Se consumen por su propia llama, el cirio se sacrifica para mayor gloria de Dios. El Cuerpo inmaculado de Cristo clavado en la Cruz se destaca como un cirio grande y blanco, que se consume por la llama de su Amor.

    Las flores naturales (“las de plástico guárdenlas para su sepultura”): ofrecen su belleza gratuitamente y se consumen. Su belleza y gratuidad nos recuerdan el inmenso deber del agradecimiento. 

    Ornamentos: el sacerdote cubre su anterior yo con el nuevo: el de Cristo. Alba, estola, cíngulo y casulla. Revestido, el sacerdote presta su persona a Xto, para que realice el Sacrificio. No actúa por sí mismo, sino como presencia de Otro: in persona Xhristi. 

    Los colores: tenemos el don, que no tiene ningún otro animal, de percibir toda la escala de colores. Jesús es la Luz. Los colores expresan o suscitan estados del alma. Miguel Ángel no comenzó a pintar la Capilla Sixtina hasta que recibió el azul de Persia, porque para él los colores eran esenciales:

Blanco: color de los santos y los ángeles, del bautismo. Expresa pureza, santidad, luz, fiesta.

Morado: duelo (negro) + fuego (rojo) = pena + amor = Adviento y Cuaresma = la pena de no tener aún al Niño + el amor por su inminente Nacimiento = pena del desierto y de la agonía + amor al Crucificado. “Penas es el traje de amadores.”

Verde: naturaleza, tiempo ordinario (no aburrido, sino el de la novedad q recomienza cada día, el diario reinicio de la Creación. Cada domingo, constante rememoria del Señor que vendrá: color de la esperanza. 

Rojo: sangre + fuego = mártires, Santa Cruz, Domingo de Ramos, Viernes Santo, Pentecostés (efusión del Amor), Confirmación, funerales de los Papas. 

Negro: tristeza y abatimiento, ahora sustituido por el violeta en Adviento y Cuaresma, puede seguir usándose en las Misas de difuntos. 

Rosa = morado dulcificado: tercer domingo de Adviento y cuarto de Cuaresma = pequeño respiro en tiempos penitenciales: Gaudete, Laetare: las penitencias no son fin, sino medio para experimentar las alegrías venideras. 

Azul: sólo una vez: en la fiesta de la Inmaculada Concepción = lo ideal, lo etéreo, lo infinito, la serenidad del cielo sin nubes, la amplitud donde se mueven los astros. Es el color de la majestad y del poder, y el color de fondo de la santidad, de lo irrepresentable, que aparece cuando nada se interpone en el horizonte y la vista se pierde en el infinito. 


Crear un espacio vital sagrado: silencio y recogimiento interior

    Llegar con antelación, para prepararse in situ y recogernos interiormente: llegar al menos 5 o 10 minutos antes: como haríamos en cualquier gran evento: éste es el mayor posible. 

    Silencio: el silencio exterior es el guardián del interior: desde unos minutos antes de comenzar la Misa. Silencio activo = disposición interior de alerta y anhelo: un torrente subterráneo que no se advierte en la superficie.

“La vida litúrgica comienza con la vivencia del silencio”. Sin silencio todo deja de ser importante: “es el primer requisito de toda acción sagrada” (Guardini). Es la primera forma de aceptar que se está ante lo Inefable. 

Dios prescribe el silencio no para preservar su poder, sino para comunicarse mejor con nosotros, como lo necesitamos para sumergirnos en la belleza y mensaje de una sublime melodía. Isaías 41, 1: “¡Escuchadme en silencio!”: para dejarnos poseer por lo divino. Salmo 76, 8: “Toda la tierra enmudece en su Presencia.” La Misa es más que su Presencia: es su mismo Sacrificio: sólo cabe honrarlo en silencio.

    Recogimiento: silencio, para adueñarnos de nuestro interior, y poseyéndole, dirigirlo donde deseamos. Ejercitarnos en la oración mental, sin abandonar el control de nuestras facultades interiores (memoria, imaginación) y aislar nuestros sentidos externos, especialmente vista y oído: se nota cuando hay desasosiego en una persona: pasea su mirada alrededor, cambia constantemente de postura, carraspea, mira el móvil, acomoda su ropa… Está inquieta. No está presente, porque no está recogida. Quien se adueña de sí mismo puede acercarse al Misterio, descubrir al Protagonista, conversar con Él o con su Padre celestial, establecer secretas comunicaciones. 

    Crear un espacio vital sagrado: “Quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es sagrado”: porque nos dirigimos al Padre celestial: sobra el aire de familiaridad inoportuna y ruidosa, que banaliza la Misa. Podemos construir ese espacio en el interior, con un diálogo yo-Tú, Tú-yo: porque en la liturgia la acción es de Dios, Él hace lo esencial. Tomar conciencia de esa actio divina hará aparecer la comunicación, la adoración, la sensibilidad del corazón ante lo divino: Dios existe ante mí, y yo existo ante Dios. Él se dirige a mí, y yo me dirijo a Él, en su Misterio Pascual, en ese momento definitivo de la Humanidad y del Cosmos. 

    Implorar la ayuda de lo alto: papel decisivo del Espíritu Santo en el desarrollo de la liturgia y en la profundización en los divinos misterios. Sólo en el cielo comprenderemos el valor de la Misa. Gonzalo de Berceo: “El valor de una Misa, // ¿cuánto puede valer?// No lo dio Dios a hombre // esto poderlo entender.” Por eso, acudir al Espíritu Santo antes de la Misa, implorando sus dones para participar conscientemente en el sagrado misterio.”


Darnos cuenta de lo que vale cada Misa:

-un misterioso manar de la Sangre de Xto

-un diluvio de gracias que parte de la Cruz

-un Gólgota siempre presente

-nada hay más valioso que participar en ella

-por la Misa somos contemporáneos de Cristo, porque en la Misa está Cristo presente entre nosotros

-participamos en una Oblación realizada el 14 de Nisán del año 475 de Roma, entre las 12 y las 3 de la tarde

-Cristo nos hace capaces de actualizar la Oblación de su Cuerpo y Sangre.

-el único Sacrificio de Cristo se hace actual en cada Misa, aquí y ahora (no lo volvemos a crucificar)

-participar en Misa es ser admitido en el Cuerpo de Aquel que se encarnó, padeció, murió, resucitó y volverá otra vez en el esplendor de su gloria 

-sólo gracias a la Misa el mundo no ha sido aún reducido a cenizas

-la Pasión de Cristo nos hace capaces de la Redención, pero la Misa nos hace poseedores de la Redención, y capaces de gozar de sus méritos

-la Misa es el antídoto de la cultura de la muerte, de la corrupción, de la indiferencia ante los bienes del espíritu

-la Iglesia vive de la Eucaristía

-la Misa construye, eleva y amplifica a la Iglesia.

-por la Misa volvemos llenos de confianza a la tarea de reconstruir el mundo.


El desarrollo de la Misa

    No entrar apresuradamente al templo: es un espacio santo. Serenar el paso, los pensamientos, abandonar distracciones y mezquindades. 

    Tomar el agua bendita, sacramental que limpia los pecados veniales e invoca la protección contra los influjos del demonio, interesado ahora en dispersar nuestros sentidos externos e internos. 

    Moverse con dignidad y sosiego en el templo es ya un acto de culto, una demostración de fe, testimonio de la sacralidad del lugar, advertencia para disponer el ánimo propio y ajeno para la celebración. Mantener la mirada al frente, caminar erguido, con equilibrio estable: reflejo del equilibrio y serenidad interior. Llegar con tiempo y buscar estar delante: atrás hay más distracciones.

El sacerdote revestido de Xto camina hacia el Calvario.  Besa el altar, donde se inmolará la Víctima. Hace la señal de la Cruz: manifiesta la fe cristiana, un sí público y visible a Dios, que no gobierna con imposición sino con la humildad del sufrimiento hasta la muerte. 

Comenzamos con la señal de la Cruz y la invocación Trinitaria: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén: damos nuestro asentimiento a la acción en que intervendrán las Tres Personas divinas. 

Yo confieso: primera purificación de la Misa, que nos hace algo menos indignos de participar en una acción divina. Tres golpes de pecho, que conmocionan nuestro mundo interior para que abra los ojos y se convierta. Golpes que se repetirán ante la Comunión: porque no somos dignos. 

Gloria: es el sentido último de la Misa: glorificar al Padre. Uno de los primeros himnos de la cristiandad: fe, alegría, gratitud; nos recuerda que nos hemos reunido en la Santa Misa para alabar la grandeza del Padre Omnipotente, que nos da a su Hijo con el Espíritu Santo. 

Meditar las oraciones de la Misa: Colecta (oración conjunta que toda la Iglesia dirige al Padre), Ofrenda, Comunión…

Lecturas: Dios habla con palabras humanas. También se expresa sin palabras en nuestro yo profundo, pero en la Sagrada Escritura habla a todos, y cada uno debe hacer suya Su Palabra. “Dáme Señor un corazón que escuche.”

Las lecturas son semillas de la palabra de Dios lanzadas en la tierra de nuestra alma. No es lo mismo leer un texto que escucharlo: las lecturas de la Misa se proclaman. La palabra de Dios no se dirige solo al intelecto, sino a todo el hombre: por eso es importante el cómo se proclama: calidez, potencialidad, sonido propio, sin errores de dicción o entonación. Es palabra divina que contiene la gracia de transformarnos: “Vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado”  el conocimiento de lo divino produce gracia. 

La Palabra nos ha sido enviada por Amor. Si la recibimos con amor, prorrumpirá en afecto de amor, como en María, que “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.” Según el amor con que la escuchemos producirá la gracia. Saber oír es saber amar. 

Primera lectura: la escuchamos sentados, manifestación de paz y apertura a lo que se oye.

Evangelio: lo escuchamos de pie, actitud de alerta, para secundar lo que se proclama: son los últimos tiempos, ya todo está revelado, ahora es ya la guerra a las órdenes del Capitán. De pie se está pronto para escuchar y obedecer con prontitud: recto y compuesto. 

Credo: no son frases, sino las realidades que expresan esas frases: la fe y el amor nos permiten entrar en contacto con ellas. 

No se trata de pensar lo que vamos a decir en el Credo: aquí se trata de decir algo que debemos pensar. Que la mente concuerde con la voz, por eso hace falta acompasamiento en la oración comunitaria: ritmo y cadencia. 

Ofrenda: los fieles aportan lo necesario para la celebración: pan, vino, cera, incienso… o unas monedas. Ese es el sentido, y se acompañaba de un canto de alegría de los donantes; y los dones ofrecidos reciben la bendición. No es una contribución, sino un signo de ofrenda personal para participar en la ofrenda de Cristo.

Cristo no sólo lleva al Calvario los pecados de todos los hombres, también lleva lo bueno para santificarlo. Así todas las acciones buenas no se quedan en bondad natural, la bondad da un salto a la eternidad.

El Sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a Su ofrenda. (CIC 1368)

Ofertorio: es el momento de la donación interior, de la unión de todo lo nuestro a todo lo de la Víctima. En el pan y el vino está representada nuestra existencia entera. Unimos a Él cuanto nos incumbe. Es el momento de pedir, y también de unir a la creación entera, para que Él lo atraiga todo hacia Sí por medio de nosotros.

¿Por qué pan y vino? Elementos universales, fáciles de obtener y conservar: pan, alimento preferido de los pobres y pequeños, y vino “que alegra el corazón del hombre”. Pero quizá sobre todo porque pan y vino son una primera y elemental cooperación del hombre con Dios: la del trabajo que requiere la obtención del trigo y la vid: “con el sudor de la frente”. Expresan la bondad de la Creación, y contienen el intercambio entre nuestros dones y el que Jesús nos hace: su Cuerpo y Sangre, que alimentan nuestra alma con el vehículo del pan y el vino, fruto de nuestro trabajo.

Gotas de agua: (judíos y paganos rebajaban el vino con agua) significan la incorporación del cristiano a Cristo-Víctima: “Por el misterio de esta agua y este vino… haz que compartamos la divinidad de quien se ha dignado participar de nuestra humanidad.” Lo que hacemos simbólicamente ahora se realizará con eficacia en el momento de comulgar. 

Oración sobre las ofrendas: un pequeño diamante incrustado en un gran anillo. Que no nos pase desapercibida: escucharla e interiorizarla. Deseamos que el Señor acepte nuestras sencillas ofrendas y realice el prodigio.

Prefacio: preludio del Sacrificio. La Iglesia repite fielmente las acciones de Jesús en la Última Cena: Dio gracias. Sacerdote y asistentes se ayudan a elevarse ante el insólito prodigio que va a realizarse: levantar los corazones. Es justo y necesario, es nuestro deber y salvación . Lo esencial del dogma católico se recoge en la suma de todos los Prefacios: abundante material para la oración. Hemos elevado nuestro corazón a las cosas celestiales. Llamamos en nuestra ayuda a los ángeles para decir a una voz con ellos: Santo, Santo, Santo… Y al coro de judíos: Hosanna. Y llegamos al Gólgota, para recoger los frutos del Sacrificio del Redentor.

Consagración: por la fuerza de las palabras, se realiza el prodigioso milagro del cambio del pan en Cuerpo y del vino en Sangre de nuestro Salvador. Palabras pronunciadas por Jesús en la Última Cena y fidelísimamente repetidas por sus sacerdotes a lo largo de los siglos: “Esto es mi Cuerpo”: Cuerpo y Sangre del Verbo de Dios hecho hombre y ahora en la gloria para siempre. 

    A nuestra falta de fe, tanto hacerle esperar solo en el Sagrario, tanto desprecio, responde el Señor muchas veces a lo largo de la historia con milagros eucarísticos, en que nos permite ver la materia física de su Carne y el líquido mismo de su Sangre, desvelando la realidad oculta. Ejemplo cercano a Valencia: en Alboraya, El miracle dels peixets. En Lanciano (Italia): desde hace 1300 años: analizado, se confirma que es carne humana del corazón y sangre AB, el grupo más común entre los judíos (como el de la Sábana Santa). Y del Corazón, para hacernos ver su inconcebible Amor. ((Las personas con sangre AB pueden recibir transfusiones de cualquier tipo de sangre (A, B, AB y O), lo que los convierte en receptores universales. Sin embargo, solo pueden donar sangre a personas con tipo AB)) 




    Arrodillarse: postura que en el Evangelio aparece 59 veces, 24 en el Apocalipsis, que es el libro de la liturgia celestial, punto de referencia para la terrena. Por la unidad psicofísica de la persona, adorar no puede ser un acto meramente interior, ni meramente exterior. Hay que dar todo su sentido de adoración a esa postura corporal, que necesita además manifestarse exteriormente porque no somos sólo espíritu. La pura espiritualidad no manifiesta la esencia del hombre. Doblamos las rodillas ante las especies recién consagradas: es como doblar razón y sentidos para reconocer que estamos ante Aquel cuyo nombre está sobre todo nombre. La incapacidad de arrodillarse es señal de lo demoníaco.

Elevación: el primer contacto visual con la Sagrada Forma establece una fuerte conciencia de su Presencia, y por tanto de su intercomunicación con nosotros. Es ya una comunión ocular con el recién llegado. Por eso toca la campanilla como advertencia para los presentes, y en muchos sitios sonaba también la campana del campanario para que la oyeran los ausentes, y en su casa o en el campo se arrodillaban. Le vemos, y Él nos ve; nos observa porque le miramos: nos dejamos observar por Él. 

Pan y Vino, tras la doble consagración, son signo de muerte, manifiestan a Jesús como estaba en el Calvario: su Cuerpo pendiente de la Cruz, su Sangre toda derramada. Es un sacrificio que se hace presente: el Padre nos ha citado a todos en el Gólgota. En la Misa el tiempo y la distancia son aniquilados: nos encontramos al pie de la Cruz en la que el Hijo de Dios se ofrece para alabanza del Padre y en reparación por nuestros pecados. Estoy en el instante en que Cristo muere por mí y por todos. Allí y aquí se realiza la liturgia celestial, se vence el pecado, se anula el triunfo de Satán. Los frutos de la Redención se despliegan ante todos. 




Doxología final: “Por Cristo, con Él y en Él”: concluye el Sacrificio. Cristo es ofrecido al Padre como testimonio del máximo honor y gloria. Pero el Padre nos lo devuelve, después de haber aceptado Su Oblación: nos lo da en Comunión. Comeremos su Cuerpo, beberemos su Sangre, y entraremos en la unión más íntima posible con su Alma y Divinidad. 

Padrenuestro: la más perfecta de las oraciones. Nos enseña a pedir, forma nuestra afectividad. Dios es nuestro Padre porque nos comunica la vida misma de su Hijo. Nuestros padres terrenos son un pálido reflejo de la Paternidad por antonomasia. Jesús la pronunciaría lleno de amor por el Padre y por nosotros.  

Comunión: la misma Sangre Redentora fluye sobre los que comulgan. Si está su Cuerpo, está su Rostro. Puedo adivinar sus facciones, su expresión cuando me descubre a mí, el sentir de su Corazón, que buscará asimilar al mío. Es tanta la fuerza del Sacramento (santo Tomás) que no sólo fortalece y deleita, sino que es capaz en cierto modo de embriagarnos, de emborracharnos de la dulzura de su bondad.  

Sta Faustina: “Nosotros en Ti vivimos, ¡Tú vives en nuestras venas!” 

San Josemaría: “Jesús, que tu Sangre de Dios penetre en mis venas, para hacerme vivir, en cada instante, la generosidad de la Cruz.”

Si nos unimos a Él en la Sagrada Comunión, ¿cómo seguimos con una visión horizontal en nuestra vida? Porque no nos connaturalizamos con Él, clavado en la Cruz, y yo huyendo de la cruz. 

Recibimos a Jesús en la Comunión, pero Él también nos recibe a nosotros: com-unión. Espera en cada Comunión el don de nuestro yo. Si no lo encuentra, espera hasta que pueda hacernos uno con Él. Un alma permanece superficial mientras no haya sufrido: la auténtica unión con Dios se consuma siempre en la Cruz.

Comulgar de rodillas: señal de reverencia y adoración. Ratzinger: “Doblar las rodillas ante Dios es irrenunciable.”

Comulgar en la boca: señal de receptividad, de dejarse nutrir como el enfermo o el indigno. El siervo pobre y humilde se come a su Señor, qué admirable (Himno Eucarístico O res mirabilis! Manducat Dominum pauper servus et humilis.) Así seguimos la recomendación de Jesús de hacernos como niños. De rodillas y en la boca es la actitud interior del niño que es alimentado. 

Bendición final: Dios concede a los padres y a los sacerdotes la facultad de bendecir, porque dan la vida. Pero siempre el poder de bendecir procede de Dios, queda sin efecto cuando se presume como derecho propio. Por eso ha de ser con el signo de la Cruz, y en el nombre del Padre, y del Hijo, y del ESto. 

Joseph Ratzinger recordaba la devoción con que sus padres les santiguaban con el agua bendita, cuando tenía que partir, sobre todo si era una ausencia larga. Esa bendición le acompañaba, se sentía guiado por ella, hacía visible la oración de sus padres que iba con ellos, y la certeza de que esa oración estaba apoyada en la bendición del Redentor. Suponía también una exigencia: la de no salirse del ámbito de esa bendición: “Ese gesto de bendecir, expresión plenamente válida del sacerdocio común de los bautizados, debería volver a formar parte de la vida cotidiana, acompañándola de esa energía de amor que procede del Señor.”

Acción de gracias. Alguna táctica para hacerla bien:

-cerrar los ojos: lo recomienda sta Teresa: para impedir q entren las alimañas de las distracciones del mundo exterior, y entrar en el castillo interior. Así no nos limitaremos a pedir por las cosas que nos presentan los ojos abiertos, ni trataremos de negocios en vez de amor. Con los ojos cerrados es como se ve el amor: nos quedamos a solas con Él: eso es lo que busca Jesús. 

-taparnos los oídos: ni música: “Him, not hymn!” El silencio es mejor que la mejor música en ese momento, que es el más importante del día. 

-escribir la acción de gracias personal: así damos consistencia y materialidad a nuestras expresiones, para que no resulten evanescentes. Conservarlas, y al releerlas pasados los meses nos sorprenderá la riqueza de la común-unión. 

-considerar pausadamente las oraciones para después de comulgar: Anima Christi, la más rezada por los fieles como acción de gracias desde el siglo XIV. Newman: contiene la esencia del cristianismo. 


María siempre está presente

    María es el modelo de feligrés: por su persistente presencia, por su modo de participar y unir su corazón al de Cristo en su Sacrificio. Está, participa, reza con nosotros y a nosotros se une. Está a nuestro lado, en el banco, atenta, dulce, serena, con el inefable gozo de continuar a una con su Hijo corredimiendo siempre. Y como en el Calvario, en cada Misa Jesús nos la da por Madre. Por eso en cada Misa se la invoca. 

Jesús respira a través de nosotros cuando le recibimos, y los 10 o 15 minutos siguientes. Nos sucede como a María en sus 9 meses de embarazo. JP2: analogía profunda entre el fiat de María en la Encarnación, y el Amén cuando recibimos la SC: Jesús está en lo más profundo de nuestro ser. Jesús y María eran uno durante esos 9 meses. Jesús y yo somos uno en esos 15 minutos.

Belén = casa del pan. “María era la Panadera de Belén// que vendía el pan en flor// luz del día y resplandor/ ¿quién tus virtudes loaría en gran honor?/ ¡Oh santa y preciosa flor!/ protege y guía,/ a este pobre pecador/ que en Vos confía.” (Poesía del siglo de Oro español).

JP2 descubre además el sabor y perfume de Ella en ese Pan que se hornea en su vientre. “Si el Cuerpo que nosotros comemos y la Sangre que bebemos son el don inestimable que el Señor resucitado nos entrega a quienes aún caminamos, ese regalo lleva en sí mismo, como Pan fragante, el sabor y el perfume de la Virgen María.”


Dónde asistir 

    “La influencia del ministro en la eficacia de la virtud aplicativa de la Misa es real.” La Santa Misa es eficaz por la virtud de Cristo. Pero hay una eficacia añadida, debida a la intervención de quienes administran los sacramentos, y de quienes los reciben. Por eso el lugar también importa. Hay razones sólidas que pueden justificar la elección de un lugar o un ministro. 

    ¿Templo? El que facilite la paz. 

    ¿Celebrante? El que por su pausa y devoción nos introduzca más profundamente en la Santa Misa. El que evite convertirse en protagonista. 

    ¿Celebración? La que no oculte con tinglados que aquello es actio Dei. El sacerdote tiene que configurarse con Cristo.

    Solo María puede enseñarnos a tratar a Jesús: “¡Oh María, clavada en la cruz por la lanza que atravesó el Corazón de tu Divino Hijo: sírvenos de guía para hacernos penetrar en los misterios del Sacrificio!...” (Teresa de Lisieux)


Propósitos prácticos:

Llegar con antelación: modelar el espacio vital sagrado, ubicarse donde sean más difíciles las distracciones. 

Vestir de manera apropiada: es la fiesta del Resucitado. 

Modestia: la regulación del exterior representa las cualidades del alma. Sobre todo las mujeres.

Apagar el móvil: mejor que silenciarlo, para evitar la curiosidad de mirar quién llama.

El templo no es lugar para socializar: lo facilita la vista recogida.

Hacer la señal de la cruz al entrar y salir del templo, usando el agua bendita, eficaz defensa contra el demonio (también contra el demonio de la distracción). 

Lo primero al entrar, buscar el Sagrario y genuflexión. 

Evitar desplazamientos durante la Misa.

Ritmo y pronunciación en las oraciones, haciendo pausas.

No es momento de arrumacos con pareja o niños.

Aplaudir en el templo es perder el sentido de la liturgia.

No salir hasta que el sacerdote haya dejado el presbiterio.

Compostura: no girar la cabeza para ver quién entra y sale, no hablar,…

Meditar que:

La liturgia es una misteriosa participación de la liturgia celestial. 

La Misa actualiza un hecho sucedido en la historia, pero se sale del tiempo y se ubica en la eternidad: podemos participar de la liturgia eucarística porque otra Liturgia se está celebrando en el Cielo: el Misterio Pascual de Cristo, la adoración al Padre por el Sacrificio del Cordero. En La Misa se unen el Cielo y la Tierra, tiempo y eternidad. Por eso “deberían pararse los relojes” (San Josemaría).

El Apocalipsis de san Juan nos descubre que la Misa se está celebrando permanentemente en el Cielo, es una puerta abierta al Cielo, una puerta que da a la Misa: ese descubrimiento convirtió a Scott Hahn: al oír a la comunidad católica repetir en una Misa tres veces “Cordero de Dios…”, y al sacerdote “Este es el Cordero de Dios…” supo que estaba en el Apocalipsis, donde a Jesús se le llama Cordero 28 veces.

En el cielo se está celebrando la Misa en la que nosotros participamos aquí abajo. Se nos da la gracia de unirnos al prodigio que tiene lugar en presencia del que está sentado en el Trono, y del Cordero inmolado, junto a “una muchedumbre inmensa, que nadie puede contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas.” (Ap 7, 9).


Valentín Aparicio, en “Manual de supervivencia para los últimos tiempos. Descodificando el Apocalipsis”, nos aporta también muy buenas sugerencias sobre el sentido de la Misa:

El milagro de la liturgia de la Misa es que nos hace contemporáneos de la crucifixión de Jesús, el momento central de la historia de la humanidad… Y a la vez, nos hace contemporáneos de la Victoria final de Cristo al fin de los tiempos. 

Como en una máquina del tiempo, nos lleva a la crucifixión, y a la consumación de la historia. Por eso, nada consuela más que la celebración de una Misa. Como en la liturgia del cielo, a la que nos sumamos, y como narra san Juan en su visión en el Apocalipsis, vemos reinar a Dios sentado en su trono y contemplamos un altar con un Cordero degollado: “Este es el Cordero de Dios”, y dirigimos a Dios la frase que le dirige Israel en el libro de Daniel, cuando recibe el reinado de Dios: “Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor.” 

El Apocalipsis nos presenta a Jesús como león vencedor de la tribu de Judá, y a continuación como cordero degollado que está en pie. Es la imagen de la fuerza combinada con la fragilidad:  un Cordero degollado, pero que está en pie porque ha vencido: ha derramado su sangre y ahora está resucitado.

Como explica Scot Hann, en el Apocalipsis san Juan nos está narrando la liturgia celeste, tal como él la vio en una revelación sobrenatural. En cada Misa se unen el Cielo y la Tierra, lo humano y lo divino, se rompen las fronteras del tiempo y las que dividen el cielo y la tierra. Se une la iglesia peregrina a la gloriosa, y todos participamos ya de la victoria de Cristo, a pesar de que padecemos aún en nuestro caminar terreno. 

Por eso, nada da más paz que una Misa, porque abandonamos la historia y nos hacemos contemporáneos de la victoria final de Xto. En la dimensión de realidad que aporta la liturgia, gozamos sacramentalmente de lo que san Juan gozó en su visión, y se realiza en cada Misa.

El Apocalipsis no es un texto que nos da un poco de información sobre cómo es el paraíso, sino que gracias a la liturgia que describe nos trae el paraíso a la tierra. 

En el Antiguo Testamento el Templo de Jerusalén era una copia del auténtico, el celeste. Pero en el Nuevo Testamento ya no hay dos liturgias, (la del cielo y la de la tierra, que era una imitación de la celeste) sino una única asamblea, una participación real de la liturgia de la tierra en la liturgia del cielo. Gracias a la liturgia, abandono la tierra para vivir unos minutos en el cielo. 

Las “copas de oro llenas de perfume” (5, 8) son las oraciones de los santos. Igual que María quebró un frasco de perfume de gran valor, la oración es una fragancia agradable que llega al trono de Dios: rezar es perfumar el trono de Dios. Ese es el significado del incienso, cada vez que se utiliza en la liturgia católica: representa las copas de perfume, las oraciones de los santos que perfuman el trono de Dios. 

La liturgia no es un teatro, sino un gustar del cielo aquí en la tierra. No existe ninguna experiencia espiritual más potente que una Misa bien celebrada. 







domingo, 7 de septiembre de 2025

La fuerza del silencio y el estupor ante Dios



Silencio, meditación, recogimiento interior

    Muchos expertos nos alertan de los peligros de la civilización ruidosa y trepidante que hemos construido. No hay tiempos muertos, tiempos para el silencio, para desconectar de la tecnología y conectar con las personas queridas “presencialmente”. “Hay que recuperar el silencio y la mirada” dice José Luis Orihuela, profesor experto en tecnologías de la información: “nos hemos vuelto adictos a las interrupciones; hay que saber eliminar las notificaciones del móvil, necesitamos volver a aprender a hablar y escuchar.”

    Se ha demostrado que la práctica del silencio y la quietud interior mejora la salud, la relación con los demás, incluso la eficiencia del trabajo. Pero todo parece estar organizado para robarnos la atención. Poderosos intereses parecen confabulados para lograr estilos de vida en los que no sea posible reflexionar ni meditar. Nos llenan de distracciones –pérdidas de atención- para que seamos incapaces de adentrarnos en nosotros mismos y, en silencio, meditar quiénes somos y qué queremos hacer con nuestras vidas.

    Como explica el doctor Mario Alonso, tendemos a poner nuestra atención en cosas exteriores, porque pensamos que no hay nada dentro que valga la pena: y sin embargo, es adentro donde debemos mirar, porque dentro está lo más sorprendente y valioso. 

    Si aprendemos a mirar adentro, en primer lugar veremos cosas que quizá no queríamos ver (defectos, lagunas vitales…) pero necesitamos verlas para superarlas. Y en segundo lugar, veremos también cosas maravillosas, incluso en lo humano: como que los miedos y los pensamientos negativos se disipan meditando. Para los cristianos, pensar en nuestra condición de hijos de Dios alivia toda congoja e ilumina el camino a seguir. 

    Meditar no es quedarse en blanco, no se trata de buscar un silencio mudo, sino creativo. Se trata de evitar el ruido exterior, el de los pensamientos que aturden y distraen. Y así estar en condiciones de escuchar los sonidos interiores: la voz interior, que es el ámbito donde cada persona puede conocerse a sí misma y escuchar la voz de la conciencia. Y con fe, escuchar la voz de Dios. Hay un maravilloso mundo interior dentro de nosotros, pero no le dejamos hablar porque no entramos en silencio.

    Silencio es, sobre todo, acallar el ruido y el bullicio de pensamientos que son secundarios o incluso innecesarios, para que la mente y el corazón contemplen el rico mundo interior, los verdaderos Bienes. Silencio es tener la cabeza y el corazón en Dios.

    El diálogo interior ha de ser positivo: todo va a ir bien, porque soy hijo de Dios. Todo tiene arreglo. A los pensamientos negativos hay que saber darles la vuelta y convertirlos en positivos: tengo tal defecto, pero ese es mi punto de partida, no de llegada: mi destino es empezar a poner los medios para corregirlo, con la ayuda de Dios, que no me va a faltar si se lo sé pedir. 

    Hay que saber retirar toda la atención a los pensamientos negativos “crónicos”. Su único apoyo es precisamente la atención que les prestamos. Los pensamientos negativos reiterativos, no rechazados, pueden llegar a dañar la salud. Son médicamente conocidos los beneficios de la meditación asidua, cuando discurre con un diálogo interior positivo: el cuerpo genera oxitocinas, y con ellas esa sensación de paz y alegría tan beneficiosa para el cuerpo y el alma. 

    Muy a propósito esta frase de Marcel Proust: "El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevas tierras, sino en ver la vieja tierra con nuevos ojos". Invita a reflexionar sobre la importancia de la perspectiva interior: la verdadera innovación y conocimiento surgen de cambiar nuestra forma de ver y experimentar el mundo cotidiano, en lugar de simplemente buscar nuevas experiencias externas.

Silencio y oración

    Esa dictadura del ruido ensordecedor ha penetrado también en la Iglesia y nos impide rezar. Es muy sugerente el libro del cardenal Sarah “La fuerza del silencio”, del que tomo estas ideas: el ruido es como la columna sonora de la ausencia de Dios, del olvido de Dios: una gran nada vacía y ruidosa. El ruido es como una droga de la que muchos son dependientes. Una droga que impide que cada uno se mire a la cara y descubra su vacío interior: es una mentira diabólica.

    El silencio no es una virtud, ni el ruido es un pecado. Pero el tumulto confuso y ruidoso de la sociedad actual son exposición de una atmósfera irreflexiva, superficial, y a veces peor, porque manifiesta el deseo más o menos consciente de aturdimiento de la criatura que no quiere saber nada de su Creador, y que incluso está dispuesto a ofenderle si le apetece porque no quiere depender de nadie. Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, por eso la conducta del pecador es salir de sí, aturdirse, hacer ruido. La liturgia debe facilitar todo lo contrario: entrar dentro de nosotros, en el silencio asombrado de la oración, para encontrarnos con Dios.

    Dios se manifiesta en el silencio. “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono del cielo” (Sabiduría 18,14-15). “Dios actúa en el silencio”, dice san Juan de la Cruz. El Padre dice una sola Palabra, su Hijo, su Verbo. La pronuncia en un eterno silencio, y sólo en silencio el alma puede entenderlo.

    Sólo el silencio permite sentir la música de Dios. Jesús mismo nos lo explica: Mt 6,7: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados.

    Silencio es mucho más que ausencia de ruido. El silencio es condición necesaria para una oración profunda y contemplativa. Es una disposición interior, espiritual, que retira los obstáculos para el contacto con Dios y la comunicación de la gracia de Dios. 

    Es expresión del temor reverencial a Dios (que no es miedo a ser castigado, sino a no amar suficientemente a un Padre tan bueno, a hacer algo que le disguste). Es el camino que permite a los seres humanos ir a Dios. 

    Concilio Vaticano II: el silencio es un medio privilegiado para promover la participación del pueblo de Dios en la liturgia.

    Es el silencio de la Virgen, en el que –recogida en oración- puede meditar la Palabra de Dios, escucharle, contemplar a su Hijo.

    El silencio es parte esencial de la oración: una conversación con Dios Uno y Trino, en la que le hablamos y le escuchamos, como un amigo habla con el Amigo. Es mirar y ser mirado por Dios, que es tener ya un trocito de cielo en la tierra (papa Francisco).

Silencio, parte esencial de la liturgia

    El silencio es una ley cardinal de toda celebración litúrgica, porque permite a los fieles adentrarse en lo sagrado. Por eso el silencio es parte esencial de la liturgia: los actos litúrgicos son momentos de escuchar a Dios. Cuando la liturgia indica momentos de silencio, no es tiempo muerto: el silencio interior y exterior de la liturgia, y de toda oración, es un silencio activo que es el propio de la adoración y de la escucha dócil al querer de Dios.

    El templo no es una sala de espectáculos donde se va a aplaudir a quien comunica bien, o a aburrirse si comunica mal. El templo es el ámbito de la oración, y requiere silencio.

    Algunos creen que el silencio ante el Altísimo puede desconcertar a los fieles, que sería mejor llenarlo de cosas inteligibles, horizontales, humanas: palabras, explicaciones o cosas banales, canciones más o menos baratas… y acaban reduciendo el misterio sagrado a mero sentimentalismo. Y no se dan cuenta de que la fuerza de la liturgia es la acción del Espíritu Santo, que es quien mueve los corazones de quienes le buscan. Dios habla a las personas que le escuchan (Benedicto XVI), que saben recogerse en una oración sin ruido de palabras y adorar. Jesús puede actuar como quiera, pero nos ha enseñado a rezar como Él mismo reza: “Se levantaba temprano y permanecía en oración, en diálogo íntimo con su Padre Dios.” 

    Dios habla a las personas que saben recogerse en oración. Como canta el fervor popular: “Estaba la Virgen María sola en su aposento haciendo oración, y bajaron ángeles del cielo y la saludaron con mucho fervor…” Ella es la que “consideraba todas las cosas en su corazón.”

    Cardenal Sarah: “Dios es silencio, y el demonio es ruidoso. Desde el inicio Satanás ha buscado enmascarar sus mentiras bajo una agitación falaz, resonante.”

Silencio y recogimiento ante la Eucaristía

    La Misa requiere un clima interior de silencio, porque el alma está a solas con su Dios. Y es Dios quien está ahí. Lo esencial de la Misa no es el aspecto festivo ni la dimensión fraternal, sino el Sacrificio de Cristo en la Cruz, al que necesitamos acudir con el corazón convertido y purificado en la Confesión, con la disposición de unirnos a Su Sacrificio. Y eso requiere silencio interior. 

    Algunos sacerdotes deslucen el sentido de la Misa queriendo hablar mucho, añadiendo cosas de su cosecha como para hacerla más entretenida. Pero en la Misa lo esencial son las palabras de Cristo, que se está ofreciendo al Padre, y también nosotros estamos inmersos en ese ofrecimiento con Él, inmersos en su Sacrificio y Muerte, inmersos en Él: todo recogimiento y sobriedad en los gestos es poco, porque la Misa es la muerte de Dios por amor a nosotros, y eso está más allá de toda manifestación cultural. 

    La ligereza en algunas celebraciones litúrgicas (por ejemplo, cuando son muy numerosas, pero también en otras con pocos asistentes) nos pone en riesgo de perder el sentido de lo que se está haciendo. La Misa debe celebrarse con sobriedad y recogimiento, pues también nosotros estamos inmersos en el Sacrificio y Muerte de Cristo, nos estamos ofreciendo con Él y en Él al Padre. 

    La liturgia bien cuidada puede y debe ser bella, una belleza que ha atraído a tanta gente a la fe cuando se ha procurado. Pero requiere silencio y recogimiento, manifestado también en la postura, porque la muerte de Dios por amor a nosotros está más allá de toda manifestación cultural. 

    Las iglesias fueron diseñadas para la oración, no para representaciones ni espectáculos. Se orientaban hacia Oriente, que representa al Señor, y con esa manifestación exterior se manifestaba nuestra disposición interior de orientarnos a Dios. “Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor.”

    Por eso, cuando no es posible celebrar la Misa hacia el Oriente, se manda poner una cruz sobre el altar, bien a la vista, como punto de referencia para todos. Cristo en la Cruz es el Oriente cristiano al que todos nos volvemos. Mirar al Señor promueve el silencio. Es absurdo que algunos pongan el centro, el podio, en el micrófono al que se aferra el sacerdote, en lugar de la Cruz.

Recuperar el gran silencio de la liturgia   

    Es preciso entrar en el gran silencio de la liturgia, dejarse enriquecer por todas las formas litúrgicas aprobadas por la Iglesia que privilegian el silencio, porque necesitamos espíritu contemplativo para mirar al Señor. Eso es lo que el Concilio quiso legar: facilitar la comprensión de los misterios sagrados para participar mejor en ellos, no convertirlos en meros actos sociales más o menos aburridos que provocan lo contrario de lo que se deseaba: profundizar el misterio con la actitud interior que lo facilita.    

    Recuperar el sentido del silencio es una prioridad y necesidad urgente. La verdadera revolución viene del silencio, nos dirige a Dios y a los demás para ponernos a su servicio. El ruido nos atolondra y nos separa.

    En la liturgia el silencio es una disposición radical y esencial, que expresa la comunión del corazón. Con ruido permanecemos en una dimensión humana superficial y horizontal, que nos impide penetrar en lo sagrado.

    Dañar la liturgia es dañar nuestra relación con Dios, es dañar la expresión concreta de nuestra fe cristiana. No se puede estar ante la Eucaristía como si fuera una cosa, un mero símbolo: ¡es Dios! He de hacer muy bien la genuflexión, con un acto interior y exterior de adoración. He de ir lo primero al Sagrario para saludarle, cuando entro en un templo. No puedo estar charlando con los demás como si estuviera en un bar, o con las piernas cruzadas como si estuviera en el sofá. No puedo ir en chanclas, aunque haga calor. La Iglesia no es un club, ni un centro cultural, donde se vaya a debatir temas intelectuales: quizá por eso se han vaciado muchos templos y permanecen largas horas cerrados. Es un lugar de oración y adoración.

    Papa Francisco: el celebrante no es el presentador de un espectáculo, no debe buscar la simpatía de la asamblea poniéndose frente a ella como su interlocutor principal. El concilio Vaticano II invita a todo lo contrario: cancelarse a sí mismo, renunciar a ser el punto focal, para que todos juntos se dirijan hacia Cristo, que es el Oriente a donde todos debemos mirar durante la liturgia.




Renovar el estupor ante Dios

    Concilio Vaticano II: la liturgia es principalmente culto de la majestad divina. Tiene valor pedagógico si está ordenada a dar culto a Dios. Participar de la liturgia significa renovar el estupor ante Dios, un temor alegre que requiere silencio frente a la majestad divina. Todo, también las palabras del celebrante, debe ser una invitación a entrar en el Misterio (y no saludos ni comentarios superficiales). La comprensión de los misterios sagrados no es obra solo de la razón humana, sino de algo más importante: el sentido de la fe (sensus fidei) que conoce por sintonía más que por concepto, y que requiere acercarse con humildad.


Relacionados:

Un tiempo para callar: elogio del silencio

Converso

Se hace tarde y anochece

Cardenal Sarah: avisos para navegantes

Silencio, la música más bella






sábado, 23 de agosto de 2025

Descodificando el Apocalipsis




Manuel de supervivencia para los últimos tiempos. Descodificando el Apocalipsis

Valentín Aparicio Lara. Ed Palabra


    El Apocalipsis tiene fama de ser un escrito críptico, que narra cosas terribles sobre el fin del mundo. El sacerdote y especialista en Sagrada Escritura Vicente Aparicio nos hace ver con esta obra lo equivocado de ese prejuicio. Basta entender las claves que emplea san Juan, para darse cuenta de que, lejos de ser un libro indescifrable o terrible, el Apocalipsis es un libro inspirado, el último de la Biblia, que logra su propósito:  encender la esperanza en los cristianos de todos los siglos, confiar en la promesa que Dios ha hecho a los que le son fieles, vigilar para que no se dejen arrastrar por las insidias de la bestia y del demonio, ni por el desánimo, aun en esos momentos convulsos que nos pueden parecer insuperables y próximos al fin: “Satanás será soltado de la prisión y saldrá para engañar a las naciones de los cuatro lados de la tierra.” (Ap 20, 7). 

    Hay que reconocer que no faltan motivos para identificar nuestros días con los que describe san Pablo en su segunda epístola a Timoteo, 3, 1-9: “En los últimos días se presentarán tiempos difíciles, pues los hombres serán egoístas, avariciosos, fanfarrones, soberbios, blasfemos, desobedientes a sus padres, ingratos, irreligiosos, despiadados, desleales, calumniadores, desenfrenados...” Pero no hay que temer. Las palabras de Jesús más repetidas en el Evangelio, hasta 25 veces, son: “No tengáis miedo” y “Vigilad”: un buen resumen del sentido y mensaje del Apocalipsis: el bien prevalece siempre, aun cuando parezca que todo está perdido. No debemos asustarnos por las huellas del mal, ni dejarnos arrastrar por sus seducciones.

    El Apocalipsis, para un lector de hoy, es una llamada a descubrir la batalla espiritual que subyace a las convulsiones y enfrentamientos sociales y políticos, a darnos cuenta de que lo decisivo es la fiera lucha entre el bien y el mal que está en el trasfondo de todo. Hay que optar por el bien, sin temor, porque el triunfo del demonio es sólo aparente, y el bien prevalece siempre: porque Dios es el Señor de la Historia, y está con los que le aman.

    Y no sólo está cerca: está en nosotros y con nosotros. Es sugestivo descubrir que el Apocalipsis está describiendo la Misa católica tal y como era celebrada por los primeros cristianos, reunidos en torno a los Apóstoles, y la infinita riqueza de sentido que expresa. Porque, desde la Primera Misa en el Cenáculo y en la Cruz, cada Misa es una ventana abierta al cielo, en la que la liturgia de la tierra se une a la del cielo. 

    El Apocalipsis no es sólo el plan de Dios para el final de la historia, es el plan que ya ahora desea realizar en cada uno de nosotros, mediante la vida de la gracia y de los sacramentos: por eso es tan importante y decisivo cada sacramento. En cada Misa, por ejemplo, se nos da un anticipo del cielo, de la nueva creación que Dios está obrando: “Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).

    La Sagrada Escritura es muy clara: “Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2 Cor 5, 17). El plan de Dios es un nuevo recomienzo, transformarnos en su Nueva Creación. Nos revestirá de luz, “porque el Señor será tu luz perpetua” (Is 60, 19). Lejos de ser un mensaje triste y que pretenda meter miedo, el final de la historia será luminoso. Los finales tristes –como escribe Valentín Aparicio- son anticristianos.

    Por tanto, el Apocalipsis no es sólo para esperarlo, sino para vivirlo. Es un manual para los últimos tiempos. Una luz que marca el Norte en la confusión actual que nos rodea. No es un libro de futuro, sino actual, que nos concierne ahora, aquí. No infunde pánico, sino que anima garantizando la victoria del bien. 

    Muy sugerentes los comentarios del autor al texto de Génesis 2, 15: “Lo colocó en el jardín para que lo guardara y cultivara.” Cultivar en hebreo significa también “servir en la liturgia”. “Guardar” no es sólo proteger un lugar para que no entren intrusos, es también “observar unos mandamientos.” Así, esa frase de Génesis que Dios dirige a Adán y Eva contiene lo que los sacerdotes han de realizar en el templo de Jerusalén: dar culto a Dios, y observar los mandamientos (Nm 3, 6-7; 18, 7). Es el sacerdocio común de los fieles, que en el desempeño de sus actividades profesionales en medio del mundo, mediante las que cuidan y mejoran la creación, transforman su trabajo en un verdadero culto a Dios, haciendo que resplandezca su gloria, como predicó el fundador del Opus Dei

    Porque el jardín del Edén era un templo, un espacio sagrado donde la humanidad vivía en Alianza o comunión con Dios. El pecado nos desterró a un mundo herido, lejos de Dios. Y desde entonces el sentimiento de la humanidad es de nostalgia: porque ya a nada de este mundo podíamos llamar casa

    Pero el Apocalipsis, última página de la Biblia, nos muestra la Nueva Creación: ahora se nos ha devuelto, con creces, el paraíso perdido. Se nos introduce de nuevo en el jardín del Edén, que es Templo. Hemos recuperado la función sacerdotal de Adán y Eva en el Paraíso. Allí hay un río de agua viva, que brota del trono de Dios y del Cordero. Y un árbol de vida y de Inmortalidad, la misma vida divina, desbordante, que Dios nos desea comunicar. Se nos muestra que la vocación originaria del hombre es la liturgia. Y que la Santa Misa nos une a la liturgia eterna del cielo, y por eso es el centro de la vida del cristiano. 

    Muy sugerentes también sus recomendaciones para vigilar: cree en el infierno; evita el pecado (porque supone pactar con la bestia); no te dejes seducir (“surgirán falsos testigos y embaucadores…”); ama a Dios con todo tu corazón (y demuéstralo con hechos); cuida la liturgia, verdadera alabanza a Dios en la que nos unimos a la liturgia celeste; vigila en lo concreto, en lo pequeño y en lo grande(aquí se ve la necesidad de buscar un buen acompañamiento espiritual en amigos fiables); persevera, sin desánimo por la extensión del mal: al final se trata sencillamente de eso: de morir cristianamente; evangeliza: los cristianos somos sal de la tierra y luz del mundo, y eso requiere hablar. 

    Como señala el autor, el Apocalipsis no es sólo para esperarlo, sino para vivirlo. Es un manual para los últimos tiempos. Una luz en la confusión que nos rodea. No es un libro sobre el futuro, sino actual. No infunde pánico, sino que anima, porque garantiza la victoria del bien. Nos enseña que paciencia y fe son las dos armas para vencer a la bestia. 

Relacionados:

Roma, dulce hogar

Mi camino espiritual en el Opus Dei

Nuevo Testamento, EUNSA


viernes, 31 de julio de 2020

Cardenal Sarah: avisos para navegantes


                     

Se hace tarde y anochece, Dios o nada, La fuerza del silencio, Desde lo más profundo de nuestros corazones… son los expresivos títulos recientemente publicados por el cardenal Robert Sarah,  prefecto de la Congregación del Culto Divino de la Iglesia católica desde 2014. 

Su contenido se podría describir como verdaderos avisos para navegantes, que eso somos todos en el mar agitado de nuestro mundo actual.

Su aguda percepción de lo que acontece en el mundo es propia de un hombre bien informado que además contempla la realidad con la penetrante mirada de la fe cristiana. Sus respuestas al periodista Nicolas Diat dan luz  no sólo a  los cristianos sino a todo hombre de bien. 

Son respuestas avaladas por la experiencia vital del cardenal Sarah, que ha sufrido en carne propia la barbarie, y también por esa sabiduría profética propia de los hombres de Dios, que les permite conocer las consecuencias que se derivarán de nuestras conductas, y por eso son capaces de avisarnos cuando aún tenemos margen para rectificar. 

Se hace tarde y anochece…” Es hora de cambiar nuestros estilos de vida antes de que la noche caiga sobre nosotros.

Extraigo algunas breves anotaciones tomadas de sus publicaciones. Son muy parciales y no textuales, y van unidas a otras ideas para la reflexión personal al filo de su lectura.  Van agrupadas bajo epígrafes que me han parecido significativos para facilitar su localización. Lo mejor sin duda es la lectura directa y completa de los libros.



Una sociedad en la que Dios no tiene cabida

Muchas personas en Occidente viven como si Dios no existiera. Les molesta. “Dios es un problema para la paz”, dicen. “Organicémonos dejando de lado a Dios”. Con su actitud recuerdan el grito de la rebelión inicial de los ángeles malos contra su Creador: “¡No serviré!”. “¡Hagamos un mundo sin Dios, y ya nunca habrá guerras…” 

Es la nueva Babilonia, que no quiere rendir culto al Dios único y verdadero, y sin embargo se ha creado sus nuevos dioses,  a los que se obliga servilmente: las ideologías totalitarias, ahora bajo la forma del  ateísmo líquido imperante, que margina a quien no se le somete.  

La historia enseña que una sociedad que deja de lado a Dios pronto se deshumaniza y acaba convirtiéndose en un infierno. Miremos lo que supuso el comunismo en Rusia y sus satélites, el nazismo en Alemania, y hoy en día lo que sigue sucediendo en la China roja capital-comunista, en Venezuela o en la deprimente Corea del Norte. 

Pero miremos también a las sociedades democráticas occidentales, que crecieron gracias al impulso de unos valores de origen cristiano, y ahora extienden un materialismo capitalista radical que busca un nuevo orden a base de individuos desarraigados, sin tradición, sin raíces, para que sean más manipulables y fáciles de controlar por el mercado.

En las democracias occidentales la tentación totalitaria es la de una razón que se niega a dejarse purificar por la religión. En el islam fanático sucede al revés: el totalitarismo viene de una religión que se niega a dejarse purificar por la razón. Los cristianos confían en la razón y reclaman la libertad religiosa para que todo el mundo pueda abrazar libremente la verdad. El islam, en cambio, no entiende de libertad: impone su fe empleando la fuerza y la violencia, en nombre de un dios capaz de ordenar lo que es contrario a la dignidad humana.

Hay bastante parentesco entre el espejismo comunista, la locura nazi y el liberalismo democrático tal  como hoy lo entienden y tratan de imponer algunos. Los dos primeros, para lograr su prometida “felicidad a la fuerza” idearon los campos de exterminio. El liberalismo democrático radical, ejercido desde algunos estados occidentales, usa el adoctrinamiento estatal desde la niñez, usurpando el papel de los padres, y la persecución mediática del disidente.



Ídolos del ateísmo líquido

El dinero (dice un proverbio que “cuando el dinero habla, la verdad calla”); la libertad vaciada de contenido (el hombre occidental no soporta ninguna restricción); y el endiosamiento de la democracia (en nombre de la democracia se han masacrado naciones enteras en Oriente Medio y África: Irak, Siria, Libia… países en los que existía un statu quo en el que los cristianos podían vivir, y ahora es imposible); el placer; el poder… son los nuevos ídolos para muchos occidentales.

La Unión Europea (dice Sarah con rotundidad, refiriéndose a algunas directrices comunitarias recientes) sacrifica la historia y la identidad de los Estados por mero interés económico, impone una ideología libertaria que no tiene nada que ver con la deseable cooperación entre pueblos y naciones: la UE piensa que para facilitar la cooperación es preciso borrar las identidades, y con eso corta el flujo de la savia que ha dado vida e identidad a Europa.

Dirigentes de la ONU parecen soñar con un gobierno mundial que arrase las tradiciones y culturas de los pueblos. Las grandes fundaciones filantrópicas occidentales buscan reducir la natalidad en África y poner las naciones al servicio de los objetivos de las multinacionales occidentales. No les importa para lograrlo fomentar las guerras para debilitar, destruir y saquear. Son palabras fuertes que por desgracia muchos hechos confirman.

El individualismo es otro de los males de occidente. Ha generado derechos antinaturales, que han conducido a supuestos derechos transnaturales con los que el hombre quiere redefinir su propia naturaleza: el derecho al hijo, a la eugenesia, al cambio de sexo…

Consumismo. La decadencia de occidente es consecuencia de que los cristianos hayan abandonado su misión: ser la sal de la tierra. Se han mundanizado, y muchos han entrado en el círculo vicioso de la sociedad de consumo: producir y consumir; producir más para consumir aún más.

El buen consumo debería ayudarnos a adquirir mayor calidad interior, moral y espiritual. El consumismo es una utopía que corrompe y reduce al hombre a una dimensión puramente terrenal, y construye una sociedad en la que quien carece de valor de mercado no tiene hueco: todo está dominado por los flujos económicos.

Pero los valores de la amistad, la belleza, el estudio, la contemplación, la oración… sólo surgen en espacios de gratuidad, nunca en el desierto de la rentabilidad dominante. Es urgente crear espacios donde tener la experiencia de la gratuidad, porque es condición de supervivencia para la humanidad.



Trampas del ateísmo

El ateísmo líquido es una enfermedad grave, muy peligrosa porque sus síntomas aparentan ser benignos: unas concepciones falseadas de valores tan nobles como tolerancia, compasión, libertad, bienestar… Y se infiltra por todos los rincones vaciados previamente de la fe y la gracia. Aceptamos hipótesis, teorías, sloganes… que socaban nuestras creencias, sin fijarnos en quién los promueve y qué significan realmente.

Esas ideas materialistas se instalan en nuestro espíritu. No chocan violentamente con las ideas cristianas, lo que significa que nuestras ideas cristianas no son consistentes. Su primer efecto es un letargo de la fe, una anestesia de la capacidad de reconocer el error (el cristiano debe tener una fina “nariz católica” para detectar lo que no es acorde con la fe).

El ateísmo líquido es la trampa definitiva del tentador: fomenta la división, el resentimiento, la mentalidad de partido, la sospecha, la hostilidad… Y lo hace de forma escurridiza. Por eso un cristiano debe proponerse seriamente no contemporizar con ninguna forma de mentira (hipocresía, calumnia, crítica destructiva, marginación del pobre que no aporta al sistema…);  en el cristiano no pueden convivir la luz y las tinieblas, por apatía o comodidad.

No se trata de denunciar o atacar a nadie. Se trata de ser firmemente fieles a Cristo. No podemos cambiar el mundo, pero podemos cambiar nosotros. Si todos tomáramos esa decisión, el sistema de la mentira caería. Su única fuerza es el lugar que ocupa en nosotros. Se alimenta sólo de mis compromisos con la mentira.



Existe una verdad superior al Estado

Ya Agustín de Hipona señaló que si no hay una instancia superior al Estado, pronto los gobiernos se convierten en bandas de ladrones. Existe la verdad, existe el bien, no son ideas nuestras ni fruto del consenso, sino que son realidades externas a nosotros, que se nos han dado, y tenemos la capacidad natural de acercarnos a ellas. Si el hombre no fuera capaz de la verdad, tampoco sería capaz de la ética, no tendría parámetro ninguno sobre lo que está bien o está mal.

La gran tentación de las sociedades políticas consiste en olvidar que ni su fundamento ni su fin último residen en ellas mismas. Ningún Estado puede ofrecer la paz y el bienestar perpetuo, prometer una felicidad total ni una libertad absoluta. Es otro engaño del ateísmo líquido actual. Cuanto más se lo crea, más totalitario será.


Doctrina social de la Iglesia

Una sociedad democrática en la forma necesita además un contenido de fondo: el derecho, el bien. Si no, se organiza alrededor de la nada. El derecho requiere un fundamento trascendente recibido por el hombre. No puede constituirse a sí mismo sin que la autoridad política caiga en la tentación de convertirse en poder totalitario. Hay que recordar a todos que Hitler fue elegido democráticamente

Benedicto XVI afirmó, recordando a san Agustín,  que un estado que pretenda ser agnóstico, que edifique el derecho exclusivamente sobre las opiniones de la mayoría, y no en virtud de un criterio universal, pronto se desintegra porque la guía de su conducta no es diferente a la de una banda de ladrones, que actúa por criterios de grupo necesariamente parciales: 

“La meta del Estado no puede consistir en una mera libertad exenta de contenido; para fundamentar un ordenamiento razonable y vivible de la convivencia necesita un mínimo de verdad, de conocimiento del bien, que no es manipulable. De lo contrario el Estado queda rebajado al nivel de una banda de ladrones que funciona bien, determinado exclusivamente por lo funcional y no por la justicia, que es un bien para todos.” 

Por eso es preciso conocer bien la doctrina social de la Iglesia, que argumenta desde la razón y el derecho natural, o sea a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Con la Iglesia, un cristiano tiene la misión de ayudar a formar las conciencias, que crezcan la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y la disponibilidad de actuar conforme a la justicia.

Benedicto XVI enseña que, como expresiones de fraternidad, el principio de gratuidad y la lógica del don deben tener espacio en las relaciones mercantiles. La relación económica debe convertirse en una relación justa entre hombres justos, y por tanto estar abierta a la gratuidad, a la misericordia y a la comunión, manifestando así el amor de Dios en las relaciones humanas y convirtiéndolas en obras salvíficas.

No es misión de la Iglesia  hacer valer políticamente esa doctrina, pero sí es misión de todo cristiano conocerla y pensar libremente posibles soluciones acordes con esa luz. Serán muchas posibilidades. Algunos no admitirán ese esfuerzo mental, pero hay que saber que la razón que no se deja purificar se convierte en totalitarismo, por mucho que se revista de democracia.

Hay que afirmar la capacidad de verdad del hombre como límite de cualquier poder. El hombre tiene una capacidad esencial de alcanzar la verdad y el derecho de buscarla libremente hasta que la encuentre.

Ese orden natural que los cristianos tienen el deber de defender es el bien de cualquier hombre. Para reconocerlo no hace falta profesar la fe cristiana. Es accesible a todos. Al proclamarlo sin miedo no actúan en nombre de un partido contra otro, sino que son testigos de la verdad y defensores de la naturaleza humana. Hay que estar dispuestos a sufrir y morir por dar testimonio de la verdad.


Crear oasis que irradien la experiencia vital de la fe

No podemos confiar en un mundo cuyo fundamento es el ateísmo. Los laicos deben replantearse sus relaciones sociales y profesionales, el modo de descansar, formarse, informarse y educar a los hijos, para que su vida diaria no les aleje de Dios y les permita una auténtica coherencia con su fe. Su misión es crear oasis en los que se respire esa Presencia de Dios, donde los hijos y sus amigos crezcan experimentando en lo que les rodea el modo de ser cristiano

Por eso ha dicho Benedicto XVI que “debemos abrir lugares de experiencia de fe a quienes buscan a Dios.” Conmueven las familias cristianas que optan por instalarse junto a una parroquia vibrante. Desean vivir al ritmo de la Iglesia y convertir su vida en una auténtica liturgia. Desean que sus hijos no tengan únicamente ideas cristianas abstractas, sino que vivan la experiencia cristiana en un entorno impregnado de presencia divina y una intensa vida de piedad y oración. 

Parroquias, colegios, actividades de formación y diversión, lugares de veraneo, fiestas, iniciativas solidarias y de acción social… Hay que crear o sumarse a lugares e iniciativas que facilitan la experiencia de la fe.



Remedios: fe, confianza

Renovar la fe, adormecida y asustada ante la tormenta. La oración: no dejar que el ruido (enemigo de la reflexión y del amor) nos impida alimentarnos del único y principal remedio. “Este tipo de demonios solo se van con oración y ayuno.” Cogernos de la mano de Dios y estrecharla más fuertemente. “No temáis, Yo he vencido al mundo.” “No temáis, hombres de poca fe…”

La fe no es adhesión a unas ideas, sino a una Persona. Adhesión significa seguimiento cercano. ¿Cómo cuánto de cercano es nuestro seguimiento de Jesús? Él es la encarnación de las bienaventuranzas. De hecho son una discreta descripción que Jesús hace de sí mismo: bienaventurados los pobres (Él no tiene donde reclinar la cabeza), cuando os persigan y calumnien (como a Él, y para evitarlo a veces nos dejamos llevar por la vergüenza, los respetos humanos a la hora de manifestar nuestro estilo de vida cristiano porque choca con el ambiente…), los limpios de corazón (Él ve continuamente al Padre, porque es recto y limpio en su actuar…), los misericordiosos, porque Él es la Misericordia…

Como ha explicado Benedicto XVI en Jesús de Nazaret, en las bienaventuranzas Jesús nos hace una velada pero clarísima invitación a vivir como Él, ha venido a inaugurar un nuevo estilo de vida, que es el propio del Amor, dispuesto a cualquier renuncia de Sí mismo por el amado, que somos cada uno. Un estilo que cambia nuestra escala de valores, tergiversada por el pecado original, para hacerlo a la hechura de Dios. Ahora, para vivir hay que morir, tiene más el que más entrega, el amor se mide por obras de servicio y no de egoísmo, las ofensas no se vengan sino que se perdonan…


La fe es un encuentro con una Persona

La fe no es fruto de una decisión ética, es la consecuencia de un encuentro personal con Dios, que nos tiende la mano y nos hace ver la verdad sobre nosotros mismos. Es un encuentro y un seguimiento radical, no mortecino, ni parcial (esto sí, esto no…): así viven muchos cristianos hoy, con un cristianismo cómodo, a la carta, superficial,… alejado del amor, y por tanto tristones, con una bullanga exterior quizá pero vacíos por dentro. Próximos a dejarse arrastrar por el fluído ateísmo que rodea todo.

Cuando decidimos vivir en coherencia con la fe, aunque haya altibajos, saboreamos la alegría que procede de la cercana presencia de Jesús, que nos ha dicho que estará siempre junto a nosotros. Vivimos de la Eucaristía, donde está Jesús glorioso. 

Estamos felices en el sufrimiento, porque con Jesús descubrimos su sentido. Él es la única fuente de alegría, paz, mansedumbre, fraternidad… Por eso hemos de renovar cada día la fe, y crear oasis de verdad, donde la fe encuentre un ámbito favorable.


Vivir de fe

La fe dilata nuestra mirada para observarlo todo según la mirada de Dios. Dilata nuestra inteligencia (contra lo que sostienen algunos neciamente, porque la fe nos permite descubrir razones que la razón sola no alcanza ). La fe no encierra, no nos impide ni prohíbe reflexionar, sino que hace más honda nuestra visión del mundo y de los hombres. La fe ve más allá de la comunicación intelectual. Es una participación en el propio conocimiento de Dios, que cambia nuestra mirada sobre el mundo y los hombres.

Dios no quiere que instauremos una teocracia (dar al César lo que es del César…) pero sí que le instauremos en el centro de nuestras vidas, y que nuestra conducta recta cree oasis crecientes donde las almas puedan encontrarle y adorarle.

Ratzinger: ¿en qué consiste la reforma de la Iglesia? La Iglesia es Obra de Dios, está ahí. Basta que retiremos todo lo sobrante, que son nuestros pecados y nuestro apegamiento al mundo, que  enmascaran la belleza de la Iglesia: retirar mundanidad, bajezas… Y encontraremos las verdades cristianas que se nos han entregado. ¿Pérdida de fe? Una buena confesión y volverá. Eucaristía y Penitencia.

Es momento de fortalecer nuestra fe, y hacer el propósito renovado de que en mí reine Jesucristo, y no la mentira. No contemporizar con la mentira, que es toda la ideología basada en vivir como si Dios no existiera. Así habrá un ámbito más en que establezca su reinado.

Hacer examen: la vida se nos va, y apareceremos ante Dios con las manos vacías… ¿Qué has hecho, con todo lo que te he dado? Ilusión de que cuando Jesús nos tenga que juzgar se ponga contento.



Fe y alegría

En “La Hora 25”, Virgil Gheorghiu, novelista rumano, describe la mirada transformada y transformadora de un niño que observa a la gente que sale de misa un domingo:

“Ahí estaba el pueblo entero…Porque el domingo nunca falta nadie a la liturgia divina. Todo el mundo parecía transfigurado, despojado de cualquier preocupación terrenal, santificado. Y más que santificado: deificado [...]. Sabía por qué eran tan hermosos todos los rostros y por qué brillaban todas las miradas. Porque las mujeres feas eran hermosas. En las mejillas y las frentes de los dos leñadores brillaban unas luces semejantes a las aureolas de los santos. Los niños parecían ángeles. Al salir de la liturgia divina, todos los hombres y todas las mujeres de nuestro pueblo eran teóforos, es decir, Portadores de Dios [...]. Nunca he visto pieles ni carnes más hermosas que las del rostro de los téoforos, de los que llevan en ellos la luz deslumbrante de Dios. Su carne estaba deificada, sin peso y sin volumen, transfigurada por la luz del Espíritu divino».

La fe nos conduce a la experiencia real de la transfiguración. Naturalmente, esta experiencia se vive todos los días en medio de una oscuridad muchas veces árida. Pero saboreamos por adelantado lo que en la eternidad veremos con la misma mirada de Dios.

Tenemos que vivir a la altura de la grandeza de nuestra fe cristiana. Es una luz incomunicable. Sólo podemos dar testimonio de que Dios nos ha salido al encuentro, y se nos ha revelado. No es producto de experiencias internas, sino un acontecimiento que nos llega desde fuera. Se trata de un encuentro con algo o con alguien, que me eleva sobre mí y crea lo nuevo.



Fe y culto

La fe se manifiesta en el culto a Dios. Necesitamos adorar a Dios: no es por Él, sino por nosotros. El ateísmo fluído lo mira con desprecio, y muchos cristianos inficionados también: consideran que el culto a Dios es propio de personas poco maduras, de niños “crédulos”, algo humillante y arcaico. Pero necesitamos recuperar la adoración, que es el reconocimiento de nuestro ser ante Dios.

El culto no es un regalo a Dios, es algo que le debemos. Es de justicia nuestra devoción interior y nuestros gestos exteriores de adoración. Pero es tan grande nuestro orgullo que muchos sacerdotes y fieles tratan con falta de respeto las cosas divinas, como si les repugnara la adoración.

Uno de los rasgos de la civilización cristiana es la cortesía, la elegancia de la criatura ante su Creador, que se manifiesta en la liturgia, en el culto, y es propia de la virtud de la religión (una virtud muy olvidada…)

San Pablo VI: por la naturaleza del hombre, recibimos de los signos exteriores un estímulo para nuestra actitud interior. Por eso la manifestación exterior del sentimiento religioso no solo es un derecho, sino un deber. La exterioridad religiosa es un ropaje de las cosas divinas, una ofrenda humana a la Majestad divina. ¿Qué sería de un amor humano que nunca se manifestara exteriormente?

Pero en el cristianismo solo existe la fe. Hay que negarse a ver las cosas de otra manera que no sea la fe. La única fuente de paz y mansedumbre es conservar nuestra mano en la mano de Dios.



No contemporizar con la mentira

Babilonia era la ciudad del lujo, de la autosuficiencia, refugio de espíritus impuros, que se destruyó a sí misma. Estamos en la crisis de una civilización orgullosa, que se cree suficiente y termina como Babilonia. Queremos hacer una síntesis de Babilonia y cristianismo, y resulta una civilización que dice ser cristiana pero vive como pagana. 

Ha dicho el papa Francisco: “Hasta que Dios dice Basta. Llegará un día en que el Señor dirá: Se han acabado las apariencias de este mundo” (29-11-2018). Así acabarán las grandes ciudades de este mundo, si seguimos por este camino de paganización.

Papa Francisco: “No vendan la pertenencia, la cultura y lo que recibí de mi familia, mi coherencia de vida, mi identidad. No se dejen embaucar: no hay identidades de laboratorio. (…) Yo ¿vendo la historia de mi pueblo?” Sin caer en la idolatría de la nación, hemos de ser conscientes de que nuestro nacimiento nos hace pertenecer a una comunidad de herencia y destino. Una identidad asumida es garantía de la vida fraternal entre los pueblos.”

Solzhenitsyn, en su obra El primer círculo: “¿Que hay de más valioso en este mundo? Ser consciente de no colaborar en las injusticias (ni con la mentira). Son más fuertes que tú, existen y existirán, pero que no sea por tu culpa.”



Confianza

Aunque parezca que todo está perdido, estamos llamados a ser fuertes y confiar. (“Confiad, soy Yo”, recordaba el Papa Francisco el Viernes 27-3-2020). No se nos ha prometido que seremos muchos, pero sí que nuestra eficacia real procederá de la fe. “Hombres de poca fe, por qué tenéis miedo?” “Si tuvierais fe…” “Si pedís con fe, mi Padre os lo concederá…”

A los de Emaús, que caminaban desesperanzados (“se hace tarde y anochece…) les echa en cara su falta de fe: “Necios y torpes de corazón. ¿No era preciso que el Cristo padeciera y así entrara en la gloria? ¿Qué la Iglesia sufriera por ser fiel a su Maestro? Jesús camina junto a nosotros, nos conforta, aviva nuestra fe. Cuando nos habla (oración…) arde nuestro corazón: ¡Quédate con nosotros, porque se hace tarde y anochece!

Él avivará nuestra fe, el don precioso que nos regaló con el Bautismo, se fortalece con la Eucaristía y la Penitencia, y con una vida coherente, comprometida con la verdad. “Confiad: Yo he vencido al mundo.


Esperanza

Los cristianos deben recordar que el Reino de Dios nunca llegará a instaurarse en la tierra. Su esperanza no es de este mundo. La patria definitiva es el Cielo. 

Eso no significa que un cristiano no deba trabajar por mejorar el mundo. No se trata de instaurar una teocracia, sino de hacer presente a Dios, porque un sistema político al margen de Dios, que actúe como si no hubiera una instancia superior, está condenado a convertirse en totalitario y a deshumanizar la convivencia y al hombre mismo.

El cristiano tiene la misión de hacer presente a Dios, mostrando con decisión su Presencia en su vida, una vida libre de ídolos. Un cristiano no se mueve por el dinero, el placer o el poder. El cristiano se esfuerza por convertir nuestras sociedades en espacios de desarrollo, de fraternidad y honradez, de verdad y de justicia, comenzando por el entorno más próximo, familiar y laboral y social.

Algunos dicen que la pretensión de haber recibido la Revelación de Dios esconde intolerancia y es un peligro para la paz. Pero ignoran que el don de la verdad incluye el respeto a la libertad, rasgo indeleble de la naturaleza humana.



Fortaleza y templanza

La ascética es una disciplina de la fortaleza del alma para el dominio del cuerpo con el fin de hacerlo partícipe del esplendor de las realidades espirituales.

La templanza es saludable: la vida de los monjes (sencilla, sobria y humilde) es larga. Gozan de mejor salud que la mayoría de los occidentales saturados de productos de consumo más o menos adulterados. No desprecian el cuerpo, saben ponerlo en su sitio y conocen la necesidad de la contemplación.

Templanza en el uso de la tecnología. La técnica en el fondo no se dirige a la utilidad y el bienestar, sino al dominio, en el sentido más extremos de la palabra (cfr. papa Francisco, Laudato Sí): nos hace dependientes.

Los frutos de la falta de templanza son la tristeza y la inquietud, porque deseamos tener más y nos entristece no tener suficiente, La autolimitación gozosa es la acción más sabia para el hombre que ha alcanzado la libertad, y nos permite recobrar la conciencia de lo divino y la humildad ante Él (Solzhenitsyn). 

El exceso de consumo anestesia la vida contemplativa, embriaga y rebela al hombre contra Dios, le desafía como un borracho desequilibrado: es lo que sucede al hombre occidental: se cree todopoderoso, y nunca ha sido tan débil.


                 

Caridad

Hemos devaluado esa palabra. No es un sentimiento benevolente, ni una emoción, ni dar limosna. Es una virtud teologal que nos pone en contacto con Dios. Procede de Dios: es Dios mismo, que es Amor. Es una participación en el amor con que Dios nos ama. Todo lo bueno que hay en el hombre, todo lo que en el hombre es amor y digno de amor procede de Dios, porque somos a su imagen.

Jesucristo es Dios con nosotros. Si alguien pregunta qué ha venido a traer (¿paz, justicia?) hay que responder: ha venido a traer a Dios, a que conozcamos su verdadero rostro, y al conocerlo, nos veamos a nosotros mismos. Cristo revela el hombre al propio hombre. En Él vemos cómo debemos ser, vivir, actuar. Nada más hermoso que conocerle y comunicar a los demás la amistad con Él.

Las parábolas de Jesús (el hijo pródigo, la oveja perdida…) son la explicación de su propio ser y obrar. En la Cruz podemos contemplar qué es la verdad de que Dios es Amor, y a partir de allí definir qué es el amor. Y en el sacrificio de la Misa podemos hacernos partícipes de ese Amor. La caridad es la Sangre que riega el corazón de Jesús,  que ha de regar nuestra alma.

La caridad comprende y supera la justicia: amar es dar al otro de lo mío además de darle lo que es suyo, lo que le corresponde por su ser y por su obrar. La justicia es inherente a la caridad e inseparable de ella. Es el mínimum de la caridad, como decía san Pablo VI.

No hay estructura justa que pueda prescindir de la caridad sin deshumanizar la sociedad. Siempre habrá sufrimiento que necesita consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad necesitada de compañía. Como expresaba el  prelado del Opus Dei el 1-4-2020, refiriéndose a la heroica conducta de tantos profesionales en medio de la pandemia causada por el COVID-19: “el alma de la sociedad es el espíritu de servicio.” Ese es el heroísmo cristiano que salvará el mundo, los valores cristianos que el ateísmo a menudo escarnece y amenaza. 

El cardenal Sarah enumera algunos de esos rasgos propios del actuar del cristiano que han contribuido a civilizar nuestras sociedades: la dulzura y la bondad, el corazón abierto; la delicadeza hacia los pequeños; la piedad con los que sufren; el desprecio de medios perversos; la defensa de los oprimidos; la entrega silenciosa que pasa desapercibida; la valentía de llamar al mal por su nombre; el espíritu de paz y concordia; el pensamiento del cielo (que es nuestra esperanza…

Son rasgos que proceden de la caridad de Cristo, que  vive en el corazón de la iglesia y desde allí se irradia a todo hombre. De ahí la urgencia de la invitación de Cristo a los apóstoles. “Id y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Esto, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28, 19-20). Una invitación que nos hace Dios mismo, y que nos interpela.



Presencia de Dios en la Eucaristía, fuente del amor en el mundo

Todo lo bueno de nuestra civilización occidental procede de la adhesión consciente de millones de cristianos a Dios, de la identificación con Él: no sólo con lo que enseñó (las bienaventuranzas) sino con Él mismo, que es la fuente del amor, presente en la Eucaristía, alimento de nuestro amor a los demás.

La Eucaristía no es sólo la Presencia permanente del amor divino y humano de Jesucristo: es la transfusión constante de Jesús a los hombres que son sus miembros y que se convierten también ellos en Eucaristía, y por tanto en el corazón y el amor de la Iglesia. 

Eso lo entendió Teresa de Lisieux, que sabía que podía estar en todas partes si amaba a Cristo. Y el corazón tiene que seguir siendo corazón para que todos los demás órganos estén en condiciones de servir.

Sólo injertándonos en la humildad de Dios que se nos entrega somos capaces de la apertura a todos, como ha explicado Teresa de Calcuta: la primera condición que ponía para empezar una labor era la presencia de un Sagrario donde entronizar la Eucaristía y poder adorarla.

Es en el Sagrario donde experimentamos que basta con el amor de Dios, y que vale la pena renunciar a todo por esa Perla Preciosa. Todos estamos llamados a renunciar a todo, incluso a uno mismo, por amor a Dios. El santo es el que inicia ese retorno al Padre, fascinado por la belleza de Dios.

Un cristiano debe pensar: ¿bebe mi caridad de la fuente del Sagrario? ¿Cuánto tiempo paso delante de Jesús Eucaristía? La presencia humilde y silenciosa de Jesús en medio de nosotros invita a una presencia nuestra humilde y silenciosa con los demás: familia, amigos, vida social… Invita a no querer ser el palico de la gaita, la sal de todos los platos, a ser fajador de desplantes y feos, a no aislarnos…

La raíz de nuestro compromiso no puede ser la acción, sino la adoración, el conocimiento amoroso del Corazón de Jesús: sólo así seremos capaces de aliviar el sufrimiento de los demás, como alivia la mano de Jesús.