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martes, 2 de diciembre de 2025

Experiencias cercanas a la muerte. El caso del fotógrafo Alfonso Gordon.

 

    

    

Santa Misa en el Valle de los Caídos

    
    La muerte suele inspirar temor. Es el miedo a lo desconocido, al qué hay al otro lado. Por eso impresiona la experiencia de tantos que han estado a punto de cruzar la línea, y han sido tocados por lo que nos espera en el más allá, siquiera sutilmente. Todos coinciden: una inmensa sensación de amor jamás experimentada antes, una infinita seguridad de sentirse amados.


    En el caso de Alfonso Gordon esa agradecida experiencia no quedó ahí. Como cuenta en esta sugerente entrevista, fue seguida de un claro encargo, relacionado con su trabajo profesional. 


    Asistía a la Santa Misa conventual en la abadía benedictina del Valle de los Caídos. Le impactaba la gran belleza de la liturgia, y especialmente en el momento de la Consagración, cuando las luces se apagan y sólo queda iluminado lo esencial: el momento en que el pan y el vino son ofrecidos al Padre y por las palabras de Cristo se convierten en su propio Cuerpo y Sangre, y se abre el cielo y la eternidad y asistimos al único Sacrificio de Cristo, inmolado en el Calvario.


    El fotógrafo no puede menos que mostrarse sensible a la belleza del momento, y escucha a su derecha una voz: “Haz que lo vean”. Sorprendido, se gira y a su derecha no hay nadie. Es claro: es un encargo recibido de “arriba”. Jesús quiere que dé a conocer con su arte de fotógrafo esa maravillosa liturgia que a él tanto le está impactando, y que para tantos es desconocida.


    Desde entonces cambia la orientación del objetivo de su cámara: ya no más fauna salvaje. Ahora siente que le encargan que dé a conocer la belleza no solo de la liturgia cristiana, no solo la del Valle de los Caídos, sino también tanta belleza de experiencias espirituales en el templo y en la calle. 


    Está tan cerca de nosotros… Y solemos pasar de largo. No hay que esperar al momento de la muerte, ni siquiera a tener una experiencia cercana a la muerte. Su amor infinito por cada uno lo podemos sentir y palpar ya aquí, en la vida normal, en cada momento. Y ya aquí, en la vida normal, podemos sentir que también a nosotros nos encarga: “Haz que lo vean.”





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viernes, 3 de noviembre de 2023

Este muerto no soy yo, dijo Eugenio de Azcárraga

 



Este muerto no soy yo, dijo Eugenio de Azcárraga. Angel Mompó Romero. Ed.Transhumantes. 

 

Relato de las vivencias durante la guerra civil de un joven valenciano que se preparaba para ingresar en la universidad y estudiar Derecho cuando estalló la guerra civil. 


Eugenio de Azcárraga, de familia media acomodada y sin ninguna vinculación política, tras ser detenido en varias ocasiones acusado de fascista, viendo el cariz de los acontecimientos y temiendo lo peor, huyó en un barco italiano hacia Roma, y desde allí pasó a alistarse en el bando nacional. “Entre un bando y otro tuve que escoger por eliminación”, declaraba años más tarde.


Realizó un curso acelerado de alférez provisional, que estuvo a punto de suspender por afear a un mando su conducta con un enfermo. Pero salió en su defensa un mando alemán, que lo llevó consigo a Granada. 


Su unidad entró en combate en Asturias, y de allí pasó al frente de Teruel, donde sufrió el duro asedio de las tropas republicanas, muy superiores en número a los nacionales. El cerco duró varias semanas, en las que Eugenio combatió primero en posiciones defensivas en torno a la ciudad, y después se vio obligado a replegarse hacia los edificios del Seminario y de la Comandancia militar. Se luchó a la bayoneta y con bombas incendiarias durante varias semanas, a veinte bajo cero. Eran los fríos días de diciembre y enero de 1938. 


Hubo un trágico momento en que las tropas nacionales al mando del general Varela llegaron a la vista de la ciudad para liberarla, y de hecho durante unas horas los republicanos abandonaron el cerco huyendo. Pero inexplicablemente Varela, apenas a dos kilómetros de los asediados, con la excusa de una fuerte nevada y la consiguiente falta de visibilidad, detuvo el avance sin siquiera llevar alimentos y agua a los sitiados, a pesar de la ausencia de fuerzas enemigas o de cualquier otro obstáculo entre ellos. El obispo de la ciudad, Anselmo Polanco, que estaba entre los sitiados, llegó a celebrar una Misa de acción de gracias mientras esperaban la liberación. Pero no hubo liberación. 


En efecto, el general Rojo conminó a volver a sus posiciones a las tropas del ejército republicano, que habían huido en desbandada ante la cercanía de los nacionales. Y durante la noche, mientras Varela esperaba que mejorase el tiempo para entrar en la ciudad, los republicanos recuperaron sus posiciones y atacaron por sorpresa a los sitiados, pillándoles desprevenidos.  


Los asediados, con varios miles de civiles entre ellos, sin comida ni agua, y habiendo sufrido numerosas bajas, decidieron rendirse. Antes de entregarse, un grupo de unos cuarenta oficiales logró huir, aprovechando la oscuridad de la noche. Salvo algunos civiles y malheridos, que fueron dejados en libertad, los demás (militares, eclesiásticos y civiles) fueron hechos prisioneros y trasladados a San Miguel de los Reyes, en Valencia, más tarde al castillo de Montjuich, en Barcelona, y finalmente hacia la frontera francesa, a medida que el bando republicano retrocedía ante el ejército de Franco.


La suerte de los prisioneros fue diversa y trágica. Los republicanos los habían dividido en varios grupos. Los mayores de 50 años fueron fusilados en febrero de 1939, ya cerca de la frontera con Francia, en un barranco cerca de Pont de Molins, en el Alto Ampurdán. Entre ellos estaban Rey d’Harcourt y el obispo de Teruel, Anselmo Polanco. 


Cuando los nacionales recuperaron Teruel, Eugenio de Azcárraga fue dado por muerto: le confundieron con un alférez, fallecido en combate, entre cuyas ropas encontraron una carta dirigida a Eugenio por su madrina de guerra. Fue la única identificación que se encontró junto a ese cadáver, que fue enterrado como Eugenio de Azcárraga en el Valle de los Caídos. Sin embargo, el verdadero Eugenio vivía y estaba entre los apresados. 


Los más jóvenes, entre ellos Eugenio, habían sido incorporados a diversos batallones disciplinarios y dedicados a cavar trincheras. Ya cerca de la frontera el tren en que eran llevados, el comandante republicano deseaba pasar a Francia para liberarles y desertar, pero en Puigcerdá el convoy recibió órdenes de volver atrás. 


Aprovechando la oscuridad de la noche, Eduardo y varios más (catorce en total), mientras el tren salía de la estación de Queixans, saltaron a la nieve y corrieron en dirección a Francia. En la huida les alcanzaron los disparos de los guardias desde la estación. Uno de los que huían cayó muerto. A otro, gravemente herido, tuvieron que abandonarlo. Los demás lograron alcanzar el primer pueblo francés, Palau de Cerdagne, y allí la libertad.

 

Finalmente también alcanzaron la libertad el resto de prisioneros del batallón disciplinario que habían permanecido en el tren. Alguien dio la orden de que el tren se dirigiera de nuevo hacia la frontera, y nada más cruzarla quedaron libres.  


Teruel fue la única capital de provincia que conquistó el ejército rojo durante la guerra civil. Por eso el oficial nacional que capituló, coronel Rey d’Harcourt, nunca fue bien visto por el régimen de Franco, que primero ordenó un juicio sumarísimo para analizar las causas de la rendición, y después silenció su figura.


El libro se lee con interés, como toda narración de hechos reales contados en primera persona por sus protagonistas. No hace juicios de valor. Se limita a dejar constancia de los hechos, dejando que el lector saque sus propias conclusiones con libertad. Sin consignas políticas ni estereotipos ideológicos, que tanto daño suelen hacer a la unidad y la concordia. 


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