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El Papa Francisco durante el Viernes Santo de la pandemia Covid |
Una ventaja de ser católico
es la seguridad de que no estamos en el mundo por azar. Hay un Dios que nos
quiere como Padre, y nos ha creado para que vivamos felices como hijos suyos. Para
que esa seguridad no sea evanescente, ha fundado la Iglesia, su familia en la
tierra. Como en toda familia, en la Iglesia hay una cabeza, el Papa,
representante de Jesucristo, de quien recibe asistencia firme y perpetua: “Yo
estaré con vosotros siempre”.
De ahí la razón del cariño de
los católicos al Papa, sea quien sea. Sabemos que es un hombre normal, con
aciertos y errores. Pero que la promesa de Dios se cumple, y por muchos errores
que pueda tener un papa, la barca de la Iglesia no se hunde. También Francisco
lo sabía, y por eso quizá su frase más repetida ha sido: “No se olviden de rezar por mí.” Conocía su vulnerabilidad, su
necesidad de ayuda del cielo. Lo expresaba sabiamente Ratzinger: lo único que
garantiza el Espíritu Santo es que el daño (el que causamos los hombres con nuestros
errores) no sea irreparable.
Pienso que Francisco, por sus
cualidades humanas y espirituales, está en la línea de los papas santos que la
divina providencia nos ha dado en los últimos tiempos: Pablo VI, Juan XXIII, Juan Pablo II… No quedan atrás Pío XII ni Benedicto XVI.
Cada Papa resalta un aspecto
del cristianismo más necesario en el momento. Francisco ha resaltado la misericordia: Dios es un Padre con
entrañas de misericordia hacia los más vulnerables, y nos pide que le imitemos.
Gestos como el de Lampedusa abrieron los ojos a muchos ante el drama de los
inmigrantes.
También ha resaltado la esperanza. Hay una íntima conexión
entre misericordia y esperanza. Cada acto compasivo hacia el otro nos descubre
que no somos piedras que giran al azar: somos hijos de Dios, llamados a tener un
corazón entrañable como el suyo. La paz no vendrá del rearme –como proclamó el
Domingo pasado- sino de nuestra capacidad de perdón y misericordia hacia los
demás.
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