Sobre Dios, la Iglesia y el Mundo. Fernando Ocáriz. Ed. Rialp
Monseñor Fernando Ocáriz (París,
1944) es profesor de Teología y consultor de diversos organismos de la Curia
Romana. Miembro de la Academia Pontificia de Teología, trabajó estrechamente
con Joseph Ratzinger. Desde enero de 2017 es Prelado
del Opus Dei.
Monseñor Fernando Ocáriz |
Este libro es el
resultado de una extensa y sugerente entrevista realizada por el
periodista Rafael Serrano, en la que responde con ponderación,
agudeza y rigor intelectual a cuestiones que preocupan a la opinión pública:
la defensa de los derechos humanos, relaciones entre la fe y la
razón, la libertad, el sentido del trabajo, la pobreza y la justicia social, la
crisis de la Iglesia, las vocaciones y la nueva evangelización, la prelatura
del Opus Dei, el ateísmo,…
Como indica el título del libro, son temas que afectan no sólo a la Iglesia, sino también a la sociedad civil. Cada una tiene su ámbito propio, pero están esencialmente entrelazadas.
Anoto algunas de las ideas que me han parecido más relevantes.
Fe, ciencia y razón
A su condición de
teólogo Ocáriz añade la de físico, lo que da singular autoridad a sus
apreciaciones sobre las relaciones entre la
fe y la razón, entre la teología y las ciencias naturales. “La
teología está más próxima a las inquietudes humanas que la física de partículas”,
afirma, refiriéndose a quienes (con poco conocimiento de la naturaleza humana)
desprecian las cuestiones metafísicas y teológicas.
La física investiga
las propiedades de la materia y de la energía, pero el origen absoluto
de la realidad material está fuera de su alcance. La creación está
en otro nivel, al que sólo acceden la filosofía y la fe, cada una a su modo.
Pero los dos niveles comunican en la realidad misma y en la inteligencia del
creyente.
La creación es una
realidad actual y permanente, y no solo ni esencialmente un inicio temporal
absoluto. Ser criatura es la condición metafísica radical de todo lo que
existe, exceptuando a Dios. En las criaturas, existir es tener el ser
actualmente recibido del Ser absoluto que es Dios, con evolución o sin
ella.
La fe no sólo no se
opone a la razón, sino que exige una razón fuerte e incisiva. Así lo
afirma Juan Pablo II en Fides et ratio, n. 48: “Es
ilusorio pensar que la fe ante una razón débil tenga mayor incisividad: al
contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición”. Como
escribió San Agustín, “todo el que cree, piensa. Porque la fe,
si lo que se cree no se piensa, es nula”: punto muy importante que resalta
la necesidad de una formación doctrinal sólida.
El futuro del cristianismo
Muchos se preguntan
sobre el futuro del cristianismo en una Europa que sufre una profunda
crisis moral: “no soy profeta”, dice. Y añade: no es una excusa, sino
consecuencia de una verdad de fe: el resultado de la providencia divina y la
libertad humana no es previsible ni programable. Para el cristiano, el
porvenir no es objeto de adivinación, sino de esperanza.
En el centro de sus
respuestas está Jesucristo.
Ser cristiano, afirma, no consiste en suscribir una doctrina, sino en seguir a
una persona: a Jesucristo, que aparece en nuestra vida y nos pregunta como a
los Doce: “Y vosotros ¿quién decís que soy Yo?” Con nuestras obras hemos
de dar respuesta a esa pregunta que nos hace el mismo Jesús.
Más adelante insiste
en ese concepto esencial para entender el cristianismo: la Iglesia no es
primariamente una institución. La Iglesia es una Persona: Jesucristo,
presente entre nosotros, Dios que viene a la humanidad para salvarla,
llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia.
Jesucristo salva mediante su Cuerpo Místico,
que es la Iglesia, en la que hay una unión real y vital de la Cabeza (Cristo) y
sus miembros. Jesucristo salva especialmente mediante la predicación
del Evangelio y la celebración de los sacramentos.
La crisis de la Iglesia
No faltan las
preguntas acerca de la crisis sufrida por la Iglesia tras el Concilio
Vaticano II. Crisis ha habido a lo largo de toda la historia. La crisis,
afirma, no es mero retroceso, también viene acompañada de renovación.
Entre otros
factores, apunta un texto de Kierkegaard, a propósito de la
situación de los luteranos en Dinamarca en el siglo XIX: “los que tenían que
mandar se hicieron cobardes, y los que tenían que obedecer, insolentes. Así
sucede cuando la mansedumbre toma el lugar del rigor”. Es un diagnóstico que
hace pensar, afirma, aunque el rigor deba ir acompañado siempre de la
mansedumbre.
La existencia de Dios
Respecto al ateísmo,
una verdad llena de sentido común: la existencia de Dios no
depende de que uno la acepte o no. El diálogo sobre la existencia de Dios
se corta muchas veces antes de entrar en materia, por el apriori falso de que
la inteligencia humana no es capaz de conocer realidades que no son empíricas.
Pero la neurociencia y la biología se van abriendo cada vez con más frecuencia
a las preguntas sobre realidades no empíricas.
La “demostración” más
decisiva de la existencia de Dios es la verdad histórica de la Resurrección de
Jesucristo. Por eso lo más
importante es mostrar a Jesucristo muerto y resucitado. Presentar
la verdadera imagen de Jesucristo es lo más motivador para
animar a profundizar en la fe cristiana.
Derechos humanos
Ninguna prueba
empírica nos muestra por qué el hombre tiene derechos inalienables; al
revés, la afirmación de los derechos humanos está por encima y regula
la actividad científica. Sin reconocer valores absolutos –y en último
término a Dios- no tiene sentido ni siquiera el concepto de derechos humanos.
El mismo Derecho no sería sino “un aspecto decorativo del poder”, según la
afirmación de Marx.
Marx decía que
hay que hacer desaparecer el ateísmo negativo (que se ve necesitado de Dios
para negarlo y afirmar al hombre) para dar paso al ateísmo positivo, que haga
desaparecer la pregunta misma sobre la existencia de Dios. Pero la
pregunta sobre el sentido último de la existencia no es nunca totalmente
eludible, y es implícitamente la pregunta sobre Dios.
Es posible plantear la
fe en ambientes ajenos a la Iglesia, no tanto apoyándonos en el atractivo
de la fe, sino en algunas de sus atractivas consecuencias:
-la entrega
de tantos cristianos que, por su fe, prestan un servicio heroico a los más
necesitados;
-la vida ordinaria y
también heroica de padres y madres de familia cristiana;
-la vida y aportaciones de
grandes científicos profundamente creyentes.
Y un apunte que tiene
su retranca: fue Voltaire quien dijo con bastante lógica: “prefiero
que mi barbero sea creyente, porque me da cierta seguridad de que no me
degollará”.
Libertad religiosa
Explica las contradicciones a que llevan concepciones equívocas de la libertad. Sin verdad moral, sin norma, la libertad se vuelve autodestructiva del hombre y de la convivencia. Por ejemplo, hoy el concepto de discriminación se amplía cada vez más, hasta llegar a límites confusos, y entonces prohibir la discriminación puede transformarse en una limitación de la libertad de opinión y de la libertad religiosa.
Como afirmó el
cardenal Ratzinger, muy pronto no se podrá afirmar que la
homosexualidad constituye un desorden objetivo de la estructuración de la
existencia humana. Es un ejemplo de cómo se está intentando imponer la dictadura
del relativismo.
Ratzinger afirma
que si un Estado no reconoce valores absolutos previos (como sucede en
los Estados ateos) no durará mucho como Estado de Derecho. El
“prudente relativismo”, que se presenta como necesario para respetar mejor las
diferencias, lleva en sí mismo la inclinación hacia la dictadura, donde la
verdad la establece el poder.
Niega que haya habido
contradicción teórico-doctrinal en los diversos pronunciamientos del Magisterio
de la Iglesia acerca de la libertad religiosa, aunque es cierto que han
sido distintas las consecuencias prácticas socio-políticas tras los diversos pronunciamientos.
El Magisterio
anterior condenó una concepción de libertad que se entendía como ausencia
de obligación de buscar la verdad en materia religiosa. El Vaticano
II ha defendido la libertad religiosa entendida como derecho civil que no debe
ser impedido por el Estado. Con la misma palabra (libertad) se alude a
realidades distintas.
Plaza de San Pedro, Roma. Canonización de san Josemaría Escrivá
Llamada universal a la santidad y
filiación divina
Sobre la llamada universal a la santidad, enseñada por el fundador del Opus Dei, proclamada por el concilio Vaticano II… pero ignorada por muchos aún, hace una afirmación que invita a la reflexión: la existencia de muchedumbres que ignoran la llamada a la santidad no desmiente la universalidad de esa llamada, sino que indica cómo nos llega: “¿cómo la conocerán, si nadie se la enseña?” decía san Pablo (Romanos 10, 13).
Esa realidad nos
invita a los cristianos a ser más apostólicos, imitando también en esto a Jesucristo,
que nos busca uno a uno y nos descubre el sentido de la existencia.
Dedica un detenido y bello
comentario a la
filiación divina. Nuestra condición de hijos de Dios es
un rasgo característico de la espiritualidad del Opus Dei, que como enseñó san
Josemaría hunde sus raíces en el Evangelio. Ya
san Pablo escribió que la finalidad misma de la Encarnación del Hijo de Dios ha
sido nuestra adopción filial: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer (…) para redimirnos (…) a fin de que
recibiésemos la adopción de hijos” (Gal 4, 4-5).
Esa realidad fundamental de
nuestra vida tiene importantes consecuencias: todo en la vida del
cristiano ha de estar caracterizado por su condición de hijo de Dios:
-la oración
debe ser un diálogo filial, lleno de amor, sencillez, confianza y sinceridad;
-el trabajo
podemos realizarlo con segura conciencia de estar trabajando en las cosas de
nuestro Padre: “todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo, y Cristo de
Dios “ (I Cor, 22).
-en los demás
vemos a hermanos;
-el afán
apostólico es participación del amor de Dios por los hombres, hijos suyos;
-la conversión
es la vuelta a la casa del Padre, como relata admirablemente la parábola del
hijo pródigo, en la que se nos dice que Dos no se cansa de esperarnos;
-sabernos hijos
nos da una gran libertad de espíritu, la libertad de los hijos de Dios; no
vivimos atemorizados, sino esponjados en el sentimiento de sabernos hijos
queridos;
-nos da
profunda alegría y optimismo, propios de la esperanza;
-la condición de
hijos nos hace amar al mundo, que salió bueno de las manos de Dios y nos lo ha
dado en herencia;
-quien se sabe
hijo de Dios afronta la vida con la clara conciencia de que se puede hacer el
bien y vencer el pecado.
Doctrina social de la Iglesia y
participación en la vida pública
Algunos
consideran la doctrina social como
una teoría inoperante, que se queda en el terreno de los principios. Sin
embargo los principios básicos que enseña la Iglesia constituyen un
impulso vital para actuar bien: solidaridad, subsidiariedad,
participación en la vida pública,… y todo un conjunto de valores que merecen
protección (la vida, la familia, el matrimonio, la educación de los hijos, el
trabajo, la organización política, el medio ambiente, la paz
internacional…)
Son principios
generales, que no lesionan la necesaria autonomía de cada cristiano para buscar
soluciones concretas codo con codo con el resto de conciudadanos. Soluciones
que serán diferentes en cada época y lugar.
Lo que es
claro, y a veces se olvida, es que sin hombres justos no funcionan con justicia
las estructuras, por buenas que sean.
¿Merece la pena
animar a personas rectas y competentes a meterse en política, dado el
desprestigio de los políticos y los numerosos casos de corrupción? Todas las
actividades han de estar vivificadas por el espíritu de Cristo, y por eso los
cristianos no pueden ausentarse de la vida pública. Ocáriz comenta un pasaje de
una de las homilías más conocidas de san Josemaría, Amar al
mundo apasionadamente.
El fundador del
Opus Dei explica que un católico dedicado a la política no debe pretender
que representa a la Iglesia, ni que sus opiniones sean las únicas “soluciones
católicas”.
Pero es
evidente la necesidad de la presencia en la vida pública de cristianos
coherentes (hombres justos): profesionalmente bien preparados, con
espíritu de servicio, dispuestos a ganar menos dinero, a tener menos prestigio
y a complicarse más la vida que en otras profesiones, dispuestos a emplearse en
cultivar su imagen aunque no les guste, y a recibir ataques personales… Y que
además no pretendan representar a la Iglesia, que se responsabilicen
personalmente de sus ideas y decisiones, y no se sirvan de la Iglesia
mezclándola en luchas partidistas.
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Se trata de un
libro de gran interés, porque invita a la reflexión y permite entender mejor
cuestiones de actualidad, de la mano de
un intelectual notable y riguroso.
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