Fabrice Hadjadj es ensayista y
dramaturgo. De padres de ascendencia judía e ideología maoísta, se convirtió al
catolicismo en 1998. Casado y padre de
familia numerosa, es director del Instituto Europeo de Estudios Antropológicos
Philanthropos, de Friburgo.
Este libro (ya publiqué una reseña anterior, que ahora actualizo y amplío) es una valiosa reflexión
sobre la presencia de la palabra Dios en la conversación humana. “¿Puede ser
Dios un tema de conversación? ¿Se le puede mencionar entre los resultados de la
Champions y la predicción meteorológica? ¿La misma boca que acaba de decir
“¡Pásame la sal!”, podría decir algo acerca de la divinidad?”
Quienes pretenden exaltar a Dios, ¿no
lo rebajan hablando de Él con imprecisión, sin apenas comprenderlo? Y por el
contrario, ¿no lo honran, mencionándolo constantemente, quienes parecen desear liberarse de su
presencia?
Hadjadj observa que el fundamentalista
y el ateo tienen en común que hablan mucho de Dios. Y quizá por eso provocan
otros dos tipos de personas: el agnóstico y el cristiano vergonzante. El
agnóstico se ahorra tener que intentar demostrar hasta la obsesión que Dios no
existe, como hace el ateo. El cristiano vergonzante no quiere complicaciones. Y
ambos deciden no hablar de Dios para nada.
Y luego están aquellos que no se
encuentran en ninguna de estas cuatro facciones. Aquellos que se dan
cuenta de que no saben hablar de Dios,
pero saben que menos aún pueden callar.
Lo experimentó san Pablo: “¡Ay de mí si no predicare el Evangelio! Es un deber
que me incumbe.” (1 Cor 9, 16) Tartamudean, balbucean, “como payasos que han de
dar testimonio de algo que los supera…” Son llamados “la luz del mundo”, y apenas
saben explicarse. Se saben hijos del Dios infinito, y sin embargo
extremadamente finitos…
Es a esas personas especialmente a las
que se dirige este ensayo: a quienes saben que deberían hablar de Dios pero
dudan de cómo hacerlo. Quizá piensan que les falta alguna estrategia de
comunicación.
Hadjahj nos recuerda que lo esencial no es “qué tengo que hacer”
ni “qué tengo que decir”. La clave está en “qué tengo que ser”.
O, mejor aún, ¿con Quién
estoy llamado a identificarme?
La clave es el encuentro personal con
Jesús
Quien desee encontrar a Jesús, puede
buscarle en el Evangelio, que es Palabra viva de Dios, que contiene lo esencial
de cuanto hizo y enseñó, y ha quedado escrito porque Él quiere decírnoslo hoy y
ahora a cada uno de nosotros.
Dios no ha querido el Evangelio simplemente
para promover valores, sino para que
podamos encontrarnos con Él, con Jesús, que es perfecto Dios y perfecto hombre.
Tendré palabras para hablar de Dios si
me identifico con la Palabra, que es Dios. Precisamente así comienza el
Evangelio de san Juan: “En el principio era el Verbo”. Verbo, Palabra, es el nombre del Hijo que
revela al Padre en el Espíritu Santo.
Hablar de Dios es hablar de la
Palabra, y sobre todo ponerse a la escucha de la Palabra en el seno de la
Iglesia, que a pesar de las deficiencias de sus hombres es, por voluntad de
Dios, Cuerpo y Esposa de la Palabra hecha Carne.
Desde luego que hay un infinito entre
la Palabra de Dios y la palabra humana. Pero incluso ese infinito supone
también relación: la Palabra ha creado a su imagen nuestra palabra, finita pero
participación de la Palabra creadora.
“En su fuente más original y más
silenciosa la palabra humana no cesa de beber de la Palabra divina.” Y es
precisamente por eso que remontar el curso de nuestra palabra humana no puede
hacer otra cosa que llevarnos a Dios.
Teresa de Jesús, como tantos santos
que han sido íntimos de Dios, usó con tal maestría la palabra para describir su
relación con Dios, que la lectura de sus escritos ha movido a conversiones como
la de Edith Stein.
Fadjahj cita a la santa de Ávila: “Parecería
desatino decir a uno que entrase en una pieza, estando ya dentro.” Dios no es
“otra cosa”, que esté ahí fuera, lejos. Aprender cómo hablar de Dios es llegar
adonde ya tenemos su morada, intensificar nuestra presencia en lo que ya está
presente.
Hablar con Dios y escucharle en el
silencio
Más que hablar de Dios, conviene
hablar a Dios en la oración y convertir en acciones prácticas su Voluntad, que
desde luego incluye la de hablar de Él, porque Él desea hacerse presente entre
los hombres.
Un cristiano no puede no hablar de Él,
porque forma parte de su ser esencial. “No se esconde la lámpara debajo de la
cama, sino sobre el candelero, para que alumbre la estancia. Vosotros sois la
luz del mundo…”
La palabra es el acto más profundo del
hombre
Para un ser como el hombre, que se
caracteriza por la palabra, la palabra es su acto más profundo. Se puede decir que
el lenguaje define y construye la personalidad del que habla. “Sólo Tú tienes
palabras de vida eterna”, dice Pedro a Jesús, porque habla con la autoridad del
que vive lo que dice y dice lo que es.
En contraste, ¡qué vulgar personalidad
se construyen tantos personajes públicos con su palabrería hueca, sucia,
agresiva, mentirosa…!
La eficacia de nuestra palabra no se
encuentra esencialmente en el poder de inducir a los demás a un comportamiento
que nos sea favorable: reside en el poder de dar vía libre a su propia
vocación, que consiste en designar las cosas tal como ellas son, más allá de lo
que nos resulta útil. Esa es la eficacia del Evangelio: la de llamar a las
cosas por su nombre, sin malabarismos.
Nombrar es llamar por el nombre:
vocare. Es llamada, vocación. La palabra llama, prepara una morada adonde las
cosas puedan ir. La palabra revela la vocación de cada ser. “Un niño, sin las
llamadas de sus padres por encima de su cuna, acabaría muriendo o sin poder
acceder a su propia humanidad. Esas palabras le preparan la morada donde él
podrá llegar a abrirse al mundo.”
Esas palabras que empleamos para
calificar las cosas de verdaderas, buenas, o sencillamente para expresar que
son, nos remiten a nociones puras que se aplican menos propiamente a las
criaturas que a Aquel que es la Verdad, La Bondad, la Belleza y el Ipsum esse
subsistens (el mismo Ser subsistente).
La palabra no cesa de remitir a lo
inefable: “Sólo Dios es absolutamente bueno” (Lc 18, 19). Incluso cuando decimos de unos
macarrones que están buenos, eso nos remite a Dios, que es la Bondad. Pero las
cosas prometen menos de lo que dan, no salvan, no pueden nada contra el mal y
la muerte. Dios sí.
Oración y canto, donde mejor se
expresa lo inefable
De un modo poético, pero no exento de
realismo, Hadjahj señala dos ámbitos donde propiamente “se habla bien”: la
oración y el canto. Son los ámbitos “del balbuceo supremo, de la palabra
quebrada por lo indecible, boquiabierta ante lo inefable: la palabra que aflora
el espíritu”.
Hablar sin tender al canto no es
llamar a las cosas de un modo que delimite el misterio de su presencia. Y
hablar sin tender a la oración no llega a ser hablar, porque sólo en la oración
se arranca a las cosas de la amenaza de la nada.
La oración y el canto no son adornos:
florecen desde la palabra misma. Basta decir que algo es, que es bueno, bello y
verdadero, para que la palabra nos hable ya de lo que sólo se realiza
absolutamente en Dios, y cuya causa es Dios. Basta que llamemos a alguien por
su nombre, de corazón, para que le oigamos decir “presente”, y para que “su
nombre esté escrito en los cielos” (Lc X, 17).
La vieja tentación sofista
Cuando tantos emplean la palabra para
engañar, o dándole un sentido distinto del que tiene, son proféticas estas
palabras de Louis de Massignon a Paul Claudel, en 1912: “Me pregunto si el
suplicio de las generaciones venideras no consistirá en ser torturadas con
palabras que mienten a su sentido original, con ideas vueltas contra Dios.”
No es algo nuevo. Ya el Salmo 11, 5
pone en boca de los impíos, que se jactan: “La lengua es nuestro fuerte,
nuestros labios por nosotros. ¿Quién va a ser nuestro amo?” Es la vieja perversión sofística, en
que la palabra se entiende como instrumento de manipulación, y no como hospitalidad
al misterio del ser.
Pero la palabra dice lo que es, aunque
saliera de una boca impía, aunque no queramos oírla, aunque la queramos reducir
a un significado distinto del que ella quiere decir.
Ideologías inhumanas
Frente a ideologías sin Dios, que proponen
que desertemos de nuestra condición humana, la Palabra de Dios nos ofrece una
transformación de la persona que preserva lo humano.
Hadjahj advierte cuatro ideologías que
van contra el hombre: nihilismo (no hay nada que podamos esperar); tecnocracia (el hombre es mera química);
ecologismo (el hombre es un animal que desestabiliza la naturaleza); fundamentalismo
(el hombre sometido a un dios agobiante, a un libro que hay que recitar, o a una
flor de loto que meditar.) Son ideologías que, al abandonar a Dios, destruyen
nuestra condición humana.
Tenemos tristes recuerdos de adónde
nos conduce la creencia en el Progreso continuo, en el hombre que se salva por sí
mismo: liberalismo y totalitarismo son intentos de construir un mundo sin Dios.
Los totalitarismos no han sido fruto
de la barbarie, sino de una planificación ideal y bien estudiada, basada en la
utopía del Progreso continuo, que desembocaron en imperios del terror. Nazismo
y comunismo crearon los Auschwitz y los Gulags, en los que se destruía al hombre
en nombre del bien de la humanidad.
Tampoco el liberalismo ha salvado al hombre, con su vía
libre a una jungla feroz, en la que sufren los más débiles, y acaba provocando el
ascenso de los totalitarismos.
El cristiano está llamado por vocación
a llevarse bien con todos, pero Hadjajh pone en guardia frente a ciertos ateísmos
que para afirmar la laicidad instauran un clero laico encargado de excomulgar
al clero religioso. “El ateo consecuente debería tener cuidado de no divinizar
el ateísmo, y por tanto de aceptar que no tiene la última palabra, y reconocer
por tanto que debe haber una última palabra que se nos escapa.”
No hay que dejarse imponer esa nueva
religión dogmática fabricada desde el ateísmo.
Humanismo teocéntrico
Ante esas deserciones de lo humano del
“humanismo ateo”, lo que el Evangelio ofrece
es precisamente preservar lo humano: nos dice que valemos mucho porque hemos
sido creados por Dios, somos fruto cada uno de un pensamiento amoroso y eterno
de Dios (Benedicto XVI).
El Evangelio nos propone predicar la
esperanza, en vez de fabricar una nueva moral;
anunciar la misericordia, en vez de denunciar al miserable; encontrar
para lo humano una legitimidad no temporal, sino eterna.
Nos ofrece la salida para superar
todas las crisis del hombre: un humanismo teocéntrico. En realidad, el gran
problema de la humanidad es éste: si está dispuesta o no a hacer presente a
Dios, ¡al Dios que le da la vida!
“Porque estos mandamientos que yo te prescribo
hoy no son superiores a tus fuerzas ni están fuera de tu alcance… sino que la
palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la
pongas en práctica.”
Poner la palabra en el corazón
Es una cuestión de amor, de poner en
el corazón esa palabra y desear que sea: amar es, antes incluso que querer el
bien del otro, querer que el otro sea.
Por eso hablar de Dios no es importar
unas palabras del exterior. Esa palabra ya está siempre ahí, en nuestra boca,
implícita en nuestras palabras más cotidianas porque hemos sido creados por la
Palabra de Dios, y antes incluso de hablar de ella, nuestro mismo ser es una
proclamación suya.
Hablar de Dios requiere amar como Dios
Hablar de Dios es indisociablemente
amar a aquel con el que conversamos, porque es reverberar la palabra que le da
la existencia, y por tanto desea infinitamente que él exista. Porque la Palabra
de Dios confiere el ser a todo hombre, incluso al que me es hostil. Es el amor
de Dios quien lo extrae de la nada. Quizá él no lo sepa, pero un apóstol de
Cristo no puede ignorarlo, y tiene que pasar por encima de sus antipatías.
No se trata de una estrategia de comunicación,
sino que está en juego la verdad de la identidad cristiana. Además, de todos
podemos aprender algo: sabio es quien encuentra algo que aprender en cada
hombre.
Experimentar la presencia de Dios en el otro para
hablar de Él
“Lo que adoráis sin conocer, eso os
vengo yo a anunciar (…) por más que Dios no se encuentra lejos de cada uno de
nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos.” (Hech 17, 23-28).
En realidad, sólo se puede hablar a
alguien de Dios si primeramente el que habla ha experimentado la maravilla de
la presencia del otro en Dios. Sólo se puede llamar a adorar en la luz si el
que llama es capaz de reconocer cómo el otro adora ya en la oscuridad.
Dios está presente hasta en el más
anticristiano, con su presencia de creación y de inmensidad. Cuando hable con
él de Dios, debo ser consciente de que Dios lo ha creado y lo mantiene en la
existencia con amor.
La capacidad de maravillarme ante la
bondad de origen de quien me trata como enemigo, que pasa por encima de nuestra
antipatía inicial, es la que permite “dominar
hasta el corazón del enemigo” (Salmo 109). Porque ni la violencia, que sólo puede dominar
el cuerpo, ni la seducción, son capaces de atraer las profundidades de la
inteligencia y de la voluntad.
El corazón del peor enemigo de Dios ha
sido hecho por Dios y para Dios. Por eso es un gran aliado. El hecho de que mi
interlocutor se oponga a mí no significa que se oponga a Dios. Incluso el más
hostil podría estar más cerca de Dios que yo. Su corazón, a pesar de sus muecas
externas, sigue siendo amigo del apóstol.
Si nuestra palabra no brota de ese
maravillarse ante el corazón naturalmente fraternal de nuestro peor adversario,
no hablamos de Dios, sino de una ideología intrusiva.
La soberbia es el problema
Pero tampoco llegar al corazón basta. La Palabra de Dios, “que penetra hasta
la médula” (Hech 4, 12) puede no ser aceptada si encuentra un alma soberbia,
que se cree autosuficiente; o puede hacerse odiosa si quien la transmite es un
soberbio que piensa que ya no tiene lecciones evangélicas que aprender de nadie.
El cristiano que tiene que hablar de
Dios ha de sentir la desproporción entre aquello de lo que habla y lo que es
él. Su boca es demasiado pequeña para lo infinito, su corazón demasiado
estrecho para el amor sin medida.
Y tiene que hablar de Alguien a quien
los demás no ven: Jesucristo, muerto y resucitado. Y afirmar el encuentro con
una persona divina, un encuentro cuya iniciativa no depende de nosotros.
Por eso, ha de recordar que la tarea
no es de imagen, ni consiste en seducir (que significa conducir hacia sí mismo),
sino hacerse volver hacia ese Otro, que es el mismo que nos hace balbucear, y
que es la Sabiduría. ¿Cómo hablar de la Sabiduría, si apenas alcanzamos a
balbucearla? Sabiduría y balbuceo: ¿no es excesivo el contraste?
Lo sería, si lo determinante fuera la
comprensión de una doctrina, o la adquisición de una práctica, o recitar
magistralmente un Libro, o promocionar la propia imagen. Pero lo determinante
es el encuentro personal con Cristo. Hablar bien de Dios es completamente
insuficiente para la conversión, que sólo se produce en el encuentro libre del
que oye con Cristo.
Dios necesita testigos, no oradores
¿Cómo hablar de la experiencia de
Jesús? Quizá es bueno recordar que la Revelación no es una tesis filosófica,
sino un hecho histórico. Las ideas no dependen esencialmente de la historia.
Las personas sólo se encuentran en la historia. El misterio de Jesús no puede
deducirse a partir de ningún
razonamiento: se transmite a través de una cadena ininterrumpida de
personas: sus testigos. El testigo está obligado a hablar del encuentro con
alguien singular. Ese encuentro es suyo, a diferencia del razonamiento de los
sabios, que es para todos.
Lo que Dios necesita son testigos, no
oradores. En el fondo, el desfallecimiento de Moisés (Ex 4, 10) no provenía de
sus problemas de dicción, sino de que con su palabra debía testimoniar un
exceso, algo enviado por Otro que le había salido al encuentro y que le
desbordaba: sufría una logopatía sobrenatural.
También la joven Bernardette ha de
transmitir un mensaje tras su encuentro con la Señora. Bernardette no poseía
ningún talento retórico, pero conmueve al abbé Peyramale con su balbuceo, con
la palabra que le ha dado la Virgen, una palabra que le supera: “Yo soy la
Inmaculada Concepción.” Bernadette no es una especialista en comunicación, pero
es el perfecto testigo.
Aristóteles lo intuía con su saber
filosófico: la mayor fuerza persuasiva radica en el carácter moral del
discurso. El arte del orador es menos prominente que su vida. (Algo que han
olvidado tantos comunicadores y políticos, cuyos índices de credibilidad están
en mínimos.)
Dios es familia, no un amasijo de
razonamientos
Es bueno también descubrir que Dios no
habla para fulminar a un adversario, sino para establecer una alianza. Hablar
de Dios es, más que transmitir un mensaje, remitir a Alguien que quiere establecer
comunión. Más, Alguien que es Comunión de Personas distintas y nos llama a esa
Comunión.
Esto implica que quien habla es
preciso que se sienta realmente participante de una comunión viva, alegre,
hospitalaria, capaz de conmover a las almas y no solo de hacer pensar a los
cerebros.
Este tiempo es perfecto para hablar de
Dios
A veces vivir con sensación de crisis
frena la palabra sobre Dios. Pero la humanidad siempre ha estado en crisis. Ya
David, diez siglos antes de Cristo, escribió: “Terror por todos lados” (sal 30,
14). Y Teresa de Ávila, en el siglo XVII: “Se está ardiendo el mundo, no es
tiempo de tratar con dios negocios de poca importancia.”
No hay que dejar que esa sensación de
crisis nos paralice. Vivimos tiempos muy buenos, porque son los nuestros.
Tenemos una gran luz, siempre presente en el magisterio pero sólo hoy
difundida: la llamada universal a la santidad (predicada desde 1928 por el
fundador del Opus Dei y recogida luego por el concilio Vaticano II).
Esa llamada ha abierto inmensos horizontes
a la misión apostólica de los laicos, a la espiritualidad conyugal, que ya no
es una mera espiritualidad monástica rebajada, a la santificación de la vida
ordinaria, como lugar de encuentro con Dios.
La misión precede a la comprensión
“Yo os daré una elocuencia y una
sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros
adversarios.” (Lc 21, 15).
Jesús envía a los discípulos de dos en
dos para que anuncien que “el Reino de Dios está cerca de vosotros”. No
comprenden mucho, pero pueden añadir: nos lo ha dicho Jesús, y hemos estado con
Él. La misión precede a la comprensión. El apóstol va, como cordero en medio de
lobos, cuando quizá ni él mismo comprende mucho. Pero lo importante es Él, que
envía.
Lo esencial es ser, con Cristo, una
palabra viviente y entregada al otro.
Más que tener una palabra sobre Dios, se trata de ser una palabra de
Dios. Ser, cada uno, una respuesta (que no comprendemos del todo, pero somos), siguiendo
al Verbo en su camino de Cruz y alegría.
**
“La palabra Dios, cuando la entendemos bien,
nos deja boquiabiertos, nos abre, nos sorprende, nos dispone al Encuentro. Nos
dice que no tenemos la última palabra.”
Quizá esta larga reseña es una
demostración más de que efectivamente, balbuceamos cuando queremos hablar de
ese buen Dios que “está junto a nosotros de continuo.” (san Josemaría, Camino
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