La desamortización
española. Francisco Martí Gilabert. Ed. Rialp
En 1798 se produjo en
España, con Manuel Godoy, ministro de Carlos IV, la primera desamortización.
Sucesivas desamortizaciones tuvieron lugar a lo largo del siglo XIX, y la más
conocida fue la de Mendizábal, ministro de Hacienda con María Cristina,
en 1836.
Las desamortizaciones
consistían en la expropiación forzosa por parte del Estado de bienes, terrenos
y propiedades que estuvieran en “manos muertas”, principalmente la Iglesia y
las órdenes religiosas, pero también terrenos comunales de los municipios.
El objetivo declarado era corregir la bancarrota de la Hacienda a causa de las continuas guerras. Ese
objetivo se mantuvo durante todo el siglo XIX, con sus guerras carlistas, pero
nunca fue suficiente para frenar la sangría.
Había también un objetivo
no declarado: el régimen liberal pretendía modificar el sistema de acceso a la
propiedad hasta entonces vigente, y eliminar cualquier traba legal a su
enajenación. Las consecuencias fueron desastrosas para la población campesina,
y sólo unos pocos, los más ricos, salieron beneficiados haciéndose con
propiedades a precios irrisorios.
Este libro analiza quiénes
fueron los culpables de las principales desamortizaciones, qué les movió a
realizarlas, y los efectos que produjeron en el conjunto de la sociedad.
Algunos de ellos actuaron perversamente, y todos causaron efectos perversos sin
resolver ningún problema ni mejorar las condiciones de vida de la población, más bien empeorándolas.
Mendizábal en realidad se
apellidaba Méndez, pero cambió su apellido al casarse, y anotó ser de Bilbao,
aunque realmente era de Cádiz. Era masón.
José María Queipo de Llano,
conde Toreno, fue Presidente del Gobierno durante unos meses en 1835. Descreído
y ecléctico, líder de una rama de la masonería, puso en marcha medidas brutalmente
anticlericales como la expulsión de los jesuitas y disolución de todos los
conventos con menos de 12 frailes. Fue él quien nombró ministro de Hacienda a
Mendizábal, también masón, que le sustituiría al frente del gobierno. Sus
decretos dieron alas a los más exaltados y se produjeron asaltos a conventos,
incendios de iglesias y asesinatos de frailes.
Pascual Madoz, ministro de
Hacienda en 1855, del partido progresista, rompió el Concordato con la Santa
Sede y prosiguió la brutal desamortización eclesiástica. Aceleró también la desamortización
civil, causando el empobrecimiento de muchos municipios que se vieron obligados
a malvender terrenos comunales de los que vivían.
La desamortización no
benefició al pueblo. Se arruinaron las haciendas locales sin sanear las del
Estado. Pueblos enteros se vieron forzados a emigrar a la ciudad o al
extranjero. Sólo Navarra se salvó del empobrecimiento, gracias a que dictó
normas muy restrictivas para las enajenaciones.
El empobrecimiento de masas
campesinas que antes trabajaban en tierras arrendadas por la Iglesia, y que
pasaron a ser braceros de un potentado, dio origen a focos de población
marginal, caldo de cultivo de anarquismo y de ideologías visionarias.
Lo único que aumentó con la
desamortización fue la renta que los colonos tuvieron que pagar a los nuevos
dueños, por lo general capitalistas que vivían con lujo en las ciudades, lejos
de sus posesiones.
Los municipios, que antes
tenían su médico y su escuela propias, que costeaban con los frutos de las
tierras comunales, tuvieron que cambiar esas propiedades por títulos de deuda,
que el Estado pagaba tarde y mal: hubo que cerrar escuelas y despedir médicos,
pasando a depender de la buena voluntad del ministerio de Gobernación, cuando
antes eran totalmente independientes.
El libro aporta datos concretos
del antes y después de las desamortizaciones. Es revelador, por ejemplo, los
detalles que manifiestan el sentido social del clero sevillano, en la forma en que se distribuía las riquezas que
generaban las posesiones de la Cartuja de Sevilla antes de la desamortización.
El contraste con lo que vino después es manifiesto: la falta de sentido social
de los “nuevos señores” provoca la
lamentable situación en que quedaron los colonos a partir de 1847.
Son conocidos también –y
algunas aún visibles en nuestros días- la destrucción de joyas de la
arquitectura religiosa, o las terribles deforestaciones, a consecuencia de talas inmoderadas de bosques que antes
pertenecían a conventos que los cuidaban.
La desamortización tuvo
también un efecto nocivo sobre la educación de las áreas más pobres, que recaía
sobre los religiosos y la impartían gratuitamente o casi. Al ser expulsados,
aumentó el analfabetismo. Y muchas de las nuevas instituciones educativas de la
Iglesia tuvieron que ser de pago. Fue un terrible factor de descristianización.
La gran perdedora fue la
Iglesia. El clero llegó a pasar hambre y tuvo que vivir en muchos casos de la
caridad pública.
Normalmente no se critica
la desamortización, sino la forma en que se hizo: habría que hacerla, pero sin
perjudicar a nadie. Pero se perjudicó a todos, y mucho. Sólo unos pocos
especuladores, los que menos lo necesitaban, salieron ganando.
Curiosamente, aporta el
autor citando a Menéndez Pelayo, el
partido liberal surgió como por encanto de la desamortización: era el
desesperado esfuerzo de unos burgueses por conservar lo que inicuamente habían
alcanzado. Es el partido que lideró una guerra de siete años, que empobreció y
ensangrentó aún más a los españoles más pobres.
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