lunes, 11 de agosto de 2014

Cómo hablar de Dios hoy






¿Cómo hablar de Dios hoy? (Anti-manual de evangelización)
Fabrice Hadjadj
Ed. Nuevo Inicio

 

Fabrice Hadjadj (Nanterre, 1971) es director del Instituto de Estudios Antropológicos Philantropos de Friburgo. Filósofo, escritor, ensayista y  dramaturgo, está casado con una actriz de teatro y es padre de seis hijos.

Este libro tiene su origen en una conferencia del mismo título, impartida en 2011 en la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos, invitado por el cardenal Stanilas Rylko.

De origen judío y criado en un hogar de ideología maoísta, Hadjadj afronta,  con un estilo iconoclasta y rompedor, una de las cuestiones peor resueltas en muchos ambientes: ¿podemos hacer de Dios un tema de conversación?¿cómo hablar de Él?

Diríase que sólo los ateos hablan de Dios a todas horas, y -quizá como contestación- también los fundamentalistas. Ante esa insistencia, otros muchos -agnósticos y cristianos vergonzantes- optan por el silencio, incluso llegan a considerar de mal gusto o incómoda la mención de Dios.

En ese ambiente, ¿qué puede hacer un cristiano corriente, un cristiano que se sabe hijo de Dios, pero que se sabe también incapaz de hablar con propiedad de un Dios que le supera infinitamente, que no ve sino con los ojos de la fe? ¿Puede hacer algo más que emitir tímidos balbuceos?

Para responder, Hadjadj reflexiona acerca de la palabra y el origen de su eficacia: su poder de designar a las cosas tal como ellas son. Frente a ese sentido original, surgió desde antiguo la perversión del lenguaje: Dicen los impíos “La lengua es nuestro fuerte, nuestros labios por nosotros. ¿Quién va a ser nuestro amo?” (Salmo 11, 5) Es la vieja perversión sofística, que usa la palabra como instrumento de manipulación, y no como hospitalidad al misterio de cada ser.

Antes de su conversión, Hadjadj, como buen ateo, entendía la palabra Dios como un “tapa-agujeros”, un remedio para explicar lo inexplicable. Su conversión fue en buena parte  descubrir que la palabra Dios –siempre presente en la humanidad- en realidad es un “abre-abismos” que nos adentra en la infinitud de lo insondable.

El anuncio del Evangelio no tiene nada que ver con las seducciones retóricas de las técnicas de comunicación. “En el principio era el Verbo”, dice san Juan.  Verbo, Palabra. Hecho a imagen de Dios,  es precisamente la palabra lo más específico del hombre. La palabra es lo que nos distingue de los animales. Hay un infinito entre la Palabra divina y la palabra humana, pero ese infinito no rompe la  relación: la palabra humana, con todo su deterioro e imperfecciones a causa del pecado original, no cesa de beber en su fuente original y silenciosa que es la Palabra divina, origen de todas las cosas.

Por eso, hablar de la palabra humana es remontar el curso que nos lleva a la fuente: a Dios. Y  hablar de Dios es reverberar la Palabra que nos da la existencia. Por eso, hablar de Dios es un acto de amor a la persona a la que hablamos: porque es reverberar la Palabra que le da la existencia y le mantiene en ella, y por tanto desea infinitamente que él exista, que es la señal del amor.

Hablar de Dios requiere humildad: la  del que sabe que sus palabras son un pobre balbuceo, que no llega a explicar apenas nada de la hondura de su significado. Y la humildad del que comprende que incluso en el interlocutor más hostil hay un corazón a hechura de Dios, capaz de darle lecciones.

Quien intenta hablar de Dios ha de saber que no es mejor que los demás.  Dios está presente hasta en el más anticristiano: si no con su presencia de gracia, sí al menos con su presencia de creación, de inmensidad.        

Si hablo de Dios a quien se considera mi enemigo debo ser consciente de que Dios se aplica a crear a ese enemigo con amor. Desde luego,  eso no garantiza una eficiencia irresistible, porque la Palabra de Dios, que penetra hasta la médula (Hech 4, 12) puede no ser aceptada si encuentra un alma soberbia. Pero no le hablaría con propiedad de Dios si no tuviera en cuenta el hecho de que Dios le ama infinitamente.

Para el cristiano, el anuncio es una cuestión de ser, y no de hacer. No se trata de hacer evangelización, sino de ser (verdaderamente) cristiano. “Ay de mí, si no evangelizara”, dice san Pablo. Se juega la condenación. Hablar de Dios tiene una urgencia soteriológica (de salvación), pero también tiene un fundamento antropológico, porque separar la palabra y el ser sería inhumano: el hombre es un animal de palabra, y  no puede no hablar de lo que le es más sustancial.

¿Y por qué Dios no podría anunciarse directamente, sin nuestra colaboración? Dios parece esconderse para hacerse presente por medio de sus criaturas. Si parece silencioso es para que nosotros no seamos mudos, para hablar a través de nosotros. Cuando dice “Sed santos, porque Yo, YHVH, vuestro Dios, soy santo” (Lv XIX, 2) no intenta cargarnos un fardo, sino infundirnos una existencia más extensa y más elevada. Dios habla por medio de testigos porque quiere conceder al hombre cooperar en su vida y en su obra. Quiere que seamos Su venida los unos para los otros.

Es interesante la referencia de Hadjadj a esa llamada universal a la santidad que Dios hace a los hombres: es “la gran luz siempre presente en el magisterio de la Iglesia pero sólo hoy difundida”. Aunque no lo mencione expresamente, se trata del mensaje predicado desde 1928 por el fundador del Opus Dei y posteriormente recogido en el Concilio Vaticano II como su aportación más singular a la Iglesia y a la humanidad.

Jesús envía a sus discípulos para que anuncien: “El Reino de Dios está muy cerca de vosotros”. No comprenden mucho, pero pueden añadir: nos lo ha dicho Jesús. La misión precede a la comprensión. Lo importante es Él, que envía. No han de preocuparse mucho por qué dirán, porque:  Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios” (Lc 21, 15) Lo esencial es ser, con Cristo, una palabra viviente y entregada al otro, ser una palabra de Dios, más que tener una palabra sobre Dios.

Ser, cada uno, una respuesta (que no comprendemos del todo, pero somos), siguiendo al Verbo en su camino de Cruz y alegría. Porque no hablamos de Dios para promocionar valores (aunque por supuesto los promocionamos: Dios es la Justicia, la Bondad, la  Belleza, el Bien, la Misericordia, el Perdón, la Alegría…) sino ante todo para facilitar el encuentro con una Persona.

El objetivo no es seducir (que significa atraer, conducir hacia sí) sino hacer volverse hacia ese Otro, que es el Mismo que nos hace balbucear. La conversión es siempre un encuentro libre del que oye con Cristo. Se trata pues, “sencillamente”, de pedírselo a Él en la oración e intentar ser una respuesta viva que se entrega.

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