En
su impresionante comentario al Padrenuestro, en el primer tomo de su Jesús de
Nazaret, Benedicto XVI se pegunta en qué sentido podemos dirigirnos a Dios como
Padre.
Es
Padre porque es nuestro Creador, le pertenecemos. Cada uno de nosotros,
individualmente y por sí mismo, es querido por Dios, Él conoce a cada uno. Y por
eso, en virtud de la creación, somos ya de modo especial hijos de Dios.
Pero
somos también hijos en otra y más profunda dimensión: hemos sido creados según
la imagen de Jesucristo, el Hijo en sentido propio, de la misma sustancia del
Padre. Por eso, ser hijo de Dios, afirma Benedicto, es también un concepto
dinámico: todavía no somos plenamente hijos de Dios, sino que estamos llamados
a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo.
La palabra Padre que dirigimos a Dios comporta un compromiso a vivir como hijo.
Dios
mismo, como buen Padre, se ha ocupado de muchas maneras en explicarnos cómo es su amor por nosotros.
En Isaías 66, 13 lo compara con el amor de una madre por el fruto de sus
entrañas: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo.” Y
más adelante insiste: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse
por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”
(Isaías, 49, 15)
Benedicto
XVI explica cómo ese amor aparece reflejado de un modo conmovedor en el término
hebreo rahamim, que originalmente significa “seno materno”, y poco a poco pasa
a usarse también para designar el amor misericordioso de Dios hacia el ser humano.
La
Sagrada Escritura emplea esas imágenes tomadas de la naturaleza para describir
actitudes fundamentales de nuestra existencia. “El seno materno es la expresión
más concreta del íntimo entrelazarse de dos existencias y de las atenciones a
la criatura débil y dependiente que, en cuerpo y alma, vive custodiada en el
seno de la madre.”
Ese
lenguaje figurado del cuerpo, que nos permite comprender los sentimientos de
Dios hacia cada uno de nosotros de un modo más profundo, nos enseña también algo
esencial sobre nosotros mismos: lo sagrado de cada vida humana, para la que el
Creador ha ideado un recinto de protección y cariño único: el seno materno.
Una madre y un hijo en sus entrañas. No
se pueden contemplar esas dos existencias que crecen entrelazadas sin
conmoverse, y sin vivo deseo de protegerlas, porque son vidas humanas llenas de
dignidad, y porque nos remiten a algo tan sublime y único como el Amor de Dios por cada uno de nosotros.
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