El espíritu de la Rábida. El legado de Vicente Rodríguez Casado. Edición coordinada por Fernando Fernández Rodríguez. Unión Editorial. 1995
Profesores, alumnos y
amigos del profesor Vicente Rodríguez Casado (1918-1990) aportan en esta obra
un sorprendente testimonio sobre la huella que este gran humanista dejó en sus
vidas, gracias a sus iniciativas culturales y su dinámica manera de entender la
vida cultural y universitaria, en la España de los años 40 a 70 del siglo XX.
Rodríguez Casado,
catedrático de Historia en las universidades de Sevilla y Madrid, fue promotor e
impulsor de numerosos Ateneos y fundaciones culturales. Este libro se centra especialmente en una de
sus iniciativas más queridas: la Universidad Hispanoamericana de Santa María de
La Rábida, de la que fue fundador y rector. Hizo de ella un potente foco de
libertad, cultura y convivencia, por el que pasaron varios miles de jóvenes
estudiantes de toda España y de otros países de la América hispana.
Junto a testimonios de
gran calado intelectual, como el de los profesores Jesús Arellano y Miguel
Chavarría, el libro recoge otros muchos – hasta ciento setenta - que muestran
el alcance y la variedad de puntos de vista de quienes compartieron esa
iniciativa durante sus treinta años de existencia.
He tomado nota de
algunas de las ideas expresadas en los testimonios, que componen un mosaico en
el que se aprecia el peculiar espíritu, plural y abierto, al que se refiere el
título del libro, que se publicó en 1995, 5 años después de la muerte de su
protagonista, como homenaje a su buen hacer y testimonio para la historia
universitaria española.
La actividad
intelectual y humana que despliega Rodríguez Casado está inspirada en sus
convicciones cristianas, fortalecidas por su vocación al Opus Dei. Ese sentido
cristiano que inspira su quehacer hace que junto a él y en su entorno la
convivencia sea sencilla, confiada y estimulante, porque está basada en el
respeto a la personalidad de cada uno y en la afirmación de la individualidad
personal. Para un cristiano, cada persona es hija de Dios, al margen de sus
ideas, y por tanto merecedora de respeto, atención y cuidado. Eso se traduce en
la práctica diaria en la delicadeza de trato mutuo, y un estilo de convivencia
en que se fomenta la libertad de ser, pensar y expresarse de cada cual: las
distintas formas de pensar no separan, sino enriquecen.
Entusiasmo, fortaleza y
optimismo son otros rasgos en la acción de Rodríguez Casado. Como otros muchos
jóvenes de la época, había sufrido la crueldad de la guerra: en 1936 tuvo que
refugiarse junto con su padre en la embajada de Noruega en Madrid, de la que
salió en 1938 para alistarse en el ejército republicano y, una vez en el
frente, intentar pasar al bando nacional. Lo logró, coincidiendo
providencialmente en la aventura con Álvaro del Portillo. Duras historias
similares forjaron el ánimo de miles de jóvenes que, como él, al terminar la
guerra, se veían ante la gran tarea de reconstruir el país y la convivencia
entre españoles.
Ese espíritu que
imprimió a su quehacer -positivo, abierto, cálido y acogedor- se percibe tanto
en las clases como en el resto de actividades de la universidad: conferencias, ciclos
de diálogos y tertulias culturales, conciertos musicales, planes deportivos y
lúdicos. Y suponía un descubrimiento luminoso para los estudiantes y jóvenes
licenciados que pasaban por la universidad unas semanas o meses de verano. Un
descubrimiento muchas veces decisivo para el enfoque de su vida personal: porque
iluminaba una posible vocación profesional, orientaba hacia un estilo de
trabajo más riguroso, o abría los ojos a la belleza de un compromiso
existencial con los valores trascendentes. Muchos descubrieron allí que, como
en toda actividad humana, también en el trabajo intelectual es necesario poner
el corazón, para dar a la existencia un sentido social que va más allá de lo
que pide la justicia.
La vida estudiantil,
resaltan como factor común los testimonios, resultaba alegre y desenfadada,
pero a la vez seria, porque se percibía el valor enriquecedor de lo que
recibían y construían entre todos. El rector, presente en todas las actividades
que le resultaba posible –que eran la mayoría- conseguía con su gran humanidad que
la convivencia fuera siempre festiva, hasta en los aspectos más serios.
El carácter
multidisciplinar de los asistentes y de las actividades complementaba los
saberes parciales de cada uno, y abría horizontes de interpretación científica
y vital. Todos aprendían de los demás, y los conocimientos adquirían una dimensión
más universal, descubriendo quizá por primera vez el sentido genuino de la
universidad como ámbito donde se comparten los saberes.
Allí recibían a numerosos
profesores invitados, a los que sólo se les exigía que respetaran la libertad
de pensar de los demás. Esa actitud contrastaba fuertemente, resalta uno de los
testimonios, con “cierto paletismo ideológico actual”, que tacha los hechos que
no entiende y desfigura el pasado inmediato, por ejemplo, al no querer
reconocer la existencia de un respeto al pluralismo como el que había en España
aquellos años en ámbitos como la universidad de La Rábida.
Historiadores,
periodistas, filósofos, científicos, poetas, pintores… se comunicaban en La
Rábida de forma abierta y libre, desde sus diversas ideologías y culturas. Se
percibía que el amor a la libertad y al trabajo universitario reinaban en el
ambiente, puesto que son valores que emanan con naturalidad del sentido
cristiano de la vida.
Uno de los testimonios,
al describir ese ambiente de libertad que se respiraba en La Rábida, refiere
que, desde la perspectiva actual, en la España de Franco de los años 50 había
más libertad de la que algunos políticos e ideólogos quieren dar a entender. “Los
únicos que no tenían libertad eran los políticos, que además sólo carecían de
libertad política, es decir, de la libertad de organizar partidos. Salvo eso,
en lo demás eran libres. Y la mayoría de la gente no sentía la necesidad de
tener partidos políticos para vivir libremente.”
Rodríguez Casado buscaba
en sus múltiples iniciativas de cultura (Cofradías de pescadores, Ateneos
populares, universidades de verano…) la formación de la juventud, tanto
intelectual como obrera, pero también la formación de personas adultas, de
manera que mejorara su capacidad de juzgar con sentido crítico y constructivo
los acontecimientos a todos los niveles: tanto individual y familiar, como
social y político.
La formación que buscaba
era humanista, arraigada en lo mejor de lo clásico y abierta a todos los
avances de la cultura y la ciencia, para fortalecer la capacidad crítica y de
discernimiento con una formación personal bien asentada. Esa formación, que
capacita para interpretar los acontecimientos y las personas, era para él la
mejor arma para garantizar la libertad, pues inmuniza frente a dictámenes
coercitivos o manipulaciones y demagogias políticas de cualquier signo
(estatales, ideológicas o de partido).
Sus consejos estaban
llenos de sabiduría, eran estimulantes y animaban a superar las dificultades
con realismo: “Que los desengaños nunca lleguen a amargar el fondo del alma,
aunque sean muchos y dolorosos.” Y siempre resaltaba la libertad, también a los
que asumen tareas de gobierno: “Mandar es distribuir responsabilidades, y que
cada responsable tome y asuma decisiones con espíritu de libertad.”
Uno de sus temas
preferidos era la Historia de España. Entre sus publicaciones más conocidas está
precisamente Conversaciones de Historia de España. Cuando se dirigía a los
jóvenes, buscaba siempre hablarles con ideas y palabras esenciales, que desde
la verdad del pasado les sirvieran para la vida del presente (“lo demás les
aburre, por no interesarles o no entenderlo.”) Los jóvenes necesitan que se les
hable de ideales nobles y grandes, de confianza en su capacidad de trabajar
para construir un mundo mejor y más justo. “España sigue teniendo en nuestros
tiempos una misión universal que cumplir, misión que le reclama el
reforzamiento y sobreelevación de su vitalidad interior en todos los terrenos:
económico, social, político, espiritual y religioso.” Con sus clases, los
alumnos ampliaban su visión de la historia, haciéndola más universal (“menos
pueblerina”) y más abierta a la situación internacional del momento.
Rodríguez Casado
desprendía una gran fe en la acción de la Providencia, Dios vivo y operante en
la historia humana: como diría más tarde Benedicto XVI, Dios actúa en la
historia a través de personas que le escuchan. Y Rodríguez Casado era un hombre
de oración.
Se refería a la virtud
cristiana de la Esperanza como la capacidad y resolución humano-divinas de
hacer realidad, en el progresivo presente y en el futuro a la mano, el bien, la
verdad y la belleza, que subsisten vivas en los pueblos y culturas de la
tierra, y especialmente en los pueblos hispánicos que llenan América, que por
eso fue llamado por Pablo VI en 1968 como el Continente de la Esperanza.
Esa esperanza brillaba
en su forma alegre y abierta de entender la vida y la muerte: “la vida no se
pierde, sino que se cambia. La muerte es mudarse a una manera de vivir eterna.”
La plenitud de la esperanza, decía, emerge a veces lentamente, pero emerge
siempre y es ya real en nuestro presente.
Por eso Rodríguez Casado no era un “optimista” en el sentido superficial
y simplón, sino un “ocupante”: no le gustaba ver el lado “preocupante” de las situaciones
y proyectos: simplemente se ocupaba en resolverlos, uno detrás de otro, sin
desánimos.
Muchos destacan su
entrañable y desbordante humanidad, que armonizaba con un físico ciertamente
voluminoso. Tenía una gran capacidad de amistad, que le hacía sentirse íntimo y
como en su casa por donde pasara. No creaba distancias desde su eminencia
intelectual y su rango, al contrario: hasta los más jóvenes se sentían sus
amigos. Esa cercanía amistosa con estudiantes y colegas resultaba aún más
penetrante y formadora que su propia actividad docente. Como resalta uno, tenía
el don de decir lo más difícil y hondo con lenguaje juvenil, pero además el
trato personal y la convivencia directa con él te llenaba de ideales de vida y
de trabajo, te estimulaba en el deseo de formarte bien para servir mejor a la
sociedad.
Cuantos evocan La
Rábida identifican ese peculiar espíritu: sana humanidad, abierta libertad,
actitud universalista, afán creador, resolución hacia ideales de acción y de
trabajo. Sin duda allí, como en tantas otras iniciativas similares que
surgieron en la España de aquellos años, se forjaron los valores de cientos y
miles de jóvenes que, con el tiempo, con su trabajo y buen hacer, hicieron
posible el milagro español.
Relacionados:
Un diplomático en el Madrid rojo. (Memorias de la guerra civil escritas por el cónsul noruego Féliz Schlayer, en cuya
embajada estuvo refugiado Vicente Rodríguez Casado junto a su padre).
El espíritu de la juventud. (Impacto juvenil de Camino, el libro más conocido de san Josemaría Escrivá
de Balaguer).
Libertad en materia política en el Opus Dei
respeto, siento mucho respeto por el.
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