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viernes, 18 de diciembre de 2020

Felicidad

 




Consejos para una vida feliz

Meses después de desatada la pandemia, nos viene bien analizar su efecto en nuestra salud psicológica y en nuestra felicidad. ¿Somos ahora más o menos felices que hace apenas un año, cuando comenzaron los confinamientos? ¿Qué cambios ha provocado en nuestra conducta, en nuestro carácter, en nuestro estilo de vida la pandemia y todo lo que ha provocado?  

Es importante, si queremos ser felices, descubrir el camino para afrontar saludablemente lo que la vida nos depara, entrenar nuestra capacidad de respuesta para que sea adecuada a los desafíos del momento. 

Los problemas están para resolverlos, sin dejar que dañen el meollo de nuestra personalidad y su rumbo hacia lo mejor. Porque si los afrontamos bien, pueden ayudarnos a crecer como personas.  

 

Crecerse ante las dificultades

Quizá lo primero que se constata es que la pandemia nos ha brindado la oportunidad de crecer en fortaleza. Si en la vida no hubiera dificultades seríamos endebles, frágiles, como se hace blandengue el niño al que todo se lo dan resuelto sus padres.

La fortaleza, el ánimo para afrontar las dificultades de la vida, crece cuando no nos arrugamos ante los contratiempos, y hacemos de la necesidad virtud, mirando de frente los obstáculos de la vida. 

Tenemos esa capacidad de crecernos, a pesar de que algún sistema educativo parece querer erradicarlo.  Porque hay ideologías que buscan una sociedad ignorante y débil, que respalde la gestión de gobernantes que resuelvan su vida sin tener que trabajar, pudiendo hacerlo.

Sin embargo, crecerse es fuente de felicidad. La satisfacción del deber cumplido acompaña siempre al esfuerzo que supone afrontar  una dificultad. Arrugarse, paralizarse ante el peligro, deja siempre un fondo de tristeza, de remordimiento por las cosas no hechas por falta de atrevimiento.

 

Controlar los miedos

Cuando aún seguimos sin ver el final del túnel, hemos de examinar cómo hemos controlado los miedos: al contagio, a perder la salud, a correr el riesgo de salir en ayuda de quien nos necesitaba, incluso el miedo a salir de casa…

Una cosa es la prudencia, virtud necesaria que consiste en poner los medios adecuados para alcanzar lo bueno; y otra la cobardía, que nos retrae de intentar alcanzar lo bueno por temores paralizantes o injustificados.

La cobardía nace del egoísmo y siempre acarrea infelicidad. Además la cobardía nunca es prudencia, sino todo lo contrario: la cobardía puede convertir nuestras acciones u omisiones en actos verdaderamente imprudentes, porque nos dañan y dañan a los demás.


 

Apreciar las pequeñas cosas que hacen la vida amable

Esta crisis, con sus restricciones, confinamientos y cuarentenas, nos ha puesto en evidencia la precariedad de nuestra salud y lo pasajera de la vida. Como si de una guerra se tratara.

Pero también nos ha hecho descubrir la importancia de pequeñas cosas que teníamos y no valorábamos: los paseos con los amigos, las cercanas relaciones familiares, los almuerzos compartidos, las risas en la cafetería, el ambiente de camaradería jovial que nos hacía disfrutar en el trabajo…

Esas pequeñas cosas daban luz y relieve a nuestra vida, y eran fuente de felicidad. Una fuente inadvertida. Vivíamos rodeados de cosas buenas, y no nos dábamos cuenta de que eran un regalo. Ahora las añoramos, pero hemos aprendido a valorarlas.  

 

Pensar en las cosas buenas que tenemos

Debemos aprender a pensar en las cosas positivas que tenemos. También las que aún ahora, cuando pervive el virus entre nosotros, no hemos perdido: la amistad, la convivencia familiar, querer y sentirse querido y acompañado, aunque sea en la distancia, el trabajo que si se busca no falta, las buenas lecturas que reconfortan... Tantas cosas buenas que aún podemos disfrutar, que son muchas más de las que hemos perdido.

Nos conviene hablar más de las pequeñas cosas buenas que nos suceden cada día. No darlas por supuesto, porque son cosas buenas y bellas, y considerar la bondad y la belleza nos hace mejores y más felices: la llamada de un amigo, el paseo al aire libre con la familia, la satisfacción de una tarea profesional bien acabada…  

Hay que detenerse a contemplarlas y saborearlas. Porque ojos que no ven, corazón que no siente. Si logramos que esas cosas positivas sean nuestro tema de conversación preponderante, seremos  un bálsamo para nuestras familias y amistades.

           


Ejercitar el optimismo

Las personas felices son optimistas. Hay que ejercitar el optimismo, que consiste en buena parte en detenerse a pensar en las cosas positivas y no en las negativas. El que piensa constantemente en las cosas negativas se encierra en un círculo vicioso negativo, que acaba siendo oprimente para uno mismo y para los seres cercanos.

Si me han dado un “no”, o sencillamente he experimentado algún tipo de fracaso, darle vueltas y obsesionarme con el “no” o el fracaso nos convertirá en personas negativas. Es el momento de idear nuevas formas de resolver la cuestión, y de pensar en todos los “síes” que ese mismo día he recibido: el sí del nuevo día que ha amanecido para mí; el sí de mis seres queridos que siguen ahí; el sí de la salud o de la posibilidad de recuperarla; el sí de mi misión en la vida… 

El sí, en definitiva, de mi capacidad de dar sentido positivo a todo, incluso a lo que podría parecer negativo, porque podemos darle la vuelta. Eso lo tenemos más fácil quienes sabemos que somos hijos de Dios, que es Padre que nos quiere con locura. 

Cuando algo sale mal, hay que recordar aquel castizo dicho que solía recomendar san Josemaría: “Donde una puerta se cierra, otra se abre.” Y también aquella palabra confiada de Abraham: "Dios proveerá". Y seguir adelante con buen ánimo.



Controlar la memoria y la imaginación

Nos conviene ejercitar a diario nuestra psicología, tanto como ejercitamos los músculos haciendo deporte. Tener una psicología sana y fuerte requiere entrenarnos en desechar con rapidez las percepciones negativas de la realidad, porque nos cargan de negatividad, pesimismo y angustia.

Hay que saber controlar la memoria y la imaginación, para no obsesionarnos con el coronavirus, o con acontecimientos negativos. Por supuesto hemos de estar informados y compartir noticias de interés, siempre que sean fiables, pero no puede ser el COVID y la situación sanitaria el único tema de conversación, ni debe reclamar más de lo necesario nuestra atención cualquier noticia triste.

Ojo, por ejemplo, a la búsqueda compulsiva de “últimas horas del coronavirus”. Hay otros muchos temas importantes para nuestra vida.



                       


Buenas amigos, buenas lecturas, buenas películas

       Hay que saber conectar con personas inspiradoras, esas que transmiten felicidad y son ejemplo de buen hacer. Fijarnos en sus hábitos, los lugares que frecuentan, su estilo de vida… Y extraer conclusiones para construir un ideal de vida propio con el que soñar, que cada día habremos de tejer poco a poco.

La pandemia ha sido un tiempo (y aún lo puede ser unos meses más) muy propicio para cultivar la afición a las buenas lecturas, y también a las buenas películas: esas que dejan poso, transmiten optimismo y nos hacen disfrutar.

Leer lo que han escrito los mejores nos hace mejores personas. Hay que frecuentar a esos grandes autores que han sabido mostrar lo mejor de lo que es capaz el ser humano, y enseñan con arte a distinguir entre el bien y el mal, el amor y el egoísmo.

Hay mucho bueno donde elegir, y no hay tiempo para leerlo todo. Por eso es importante saber escoger, y optar por los que más valor han aportado a la humanidad. Hay muy buenos elencos de lecturas recomendables, que ayudan a comprender el mundo que vivimos y tienen una concepción de la persona acorde con su dignidad.

Entre los libros también hay “mucho malo”, que deberemos mantener lejos si no queremos que nos emponzoñe la mente y la psique. Algunos escritores son tristemente famosos por el rastro de angustia, desesperanza, pesimismo o vicio que han dejado con sus obras. No pocas veces han sido reflejo de su propia triste vida. Hemos de saber eludirlos para que nuestra navegación en la vida sea saludable. No podemos permitir que nadie intoxique los ideales que nos hemos trazado.

 

Llevar las riendas de nuestra interioridad: eres lo que contemplas

Una persona feliz conduce el protagonismo de su propio interior, no lo deja en manos de impactos del exterior. Lo que nos llega de fuera no debe perturbar nuestra intimidad, nuestras prioridades. Sólo hemos de dejar que modulen nuestra respuesta: si es nocivo, no detenernos en su contemplación, porque lo que miramos y escuchamos influye en nuestra intimidad, y si es nocivo envenena y afea la personalidad.

Somos lo que contemplamos. Sería penoso quedarse aprisionado en una consideración exhaustiva de cosas tristes o negativas, o indignas de nuestra humanidad. Eso nos cargaría de negatividad tóxica.


Pensar en uno mismo, para dar sentido a nuestra vida

Puede parecer egoísmo, pero hay que saber dedicar un tiempo diario a “no hacer nada”. El activismo es una enfermedad que nos impide pensar. Hemos perdido la capacidad de reflexionar, de tomar distancia de lo que nos rodea para mirarlo con perspectiva y dar sentido a nuestra actividad, tan frenética y desnortada a veces.

Necesitamos espacios y momentos de reflexión serena, de diálogo con uno mismo, para conocernos, entendernos, aclarar el sentido de nuestra conducta y ver si está siendo la adecuada.

Solemos dedicar tiempo a pensar en nuestras actividades, pero no a pensar en nosotros mismos. Quizá porque nos asusta lo que podamos descubrir: planteamientos egoístas, insolidarios, victimistas, autocompasivos, cobardes.

El activismo, el no saber estarse quieto, a solas con uno mismo, a veces esconde el miedo a conocerse, a descubrir nuestros defectos. Y actuamos como las cucarachas, que corren a esconderse cuando se enciende la luz: prefieren la oscuridad. Muchos se esconden en un activismo oscuro, porque impide ver el sentido de su vida. Y una vida sin sentido no puede ser feliz.

Es necesario pararse a pensar para poseer nuestra intimidad: saber quién soy, de dónde vengo, qué estoy llamado a hacer en la vida, qué deseo hacer, qué espero de mis seres queridos y que están esperando ellos de mí, qué valores me mueven y si son acordes con mi dignidad como persona, qué bien aporto a mi familia y a la sociedad en la que me muevo, que me apenaría no haber hecho si muero mañana.

Se trata de dejar de hacer cosas para pensar en por qué y cómo las hacemos. Es un diálogo con uno mismo que permite que nos entendamos, y también que nos comprendamos, poniendo en esa reflexión la cabeza y el corazón. Y siendo sinceros con nosotros mismos si constatamos que no nos entendemos y estamos necesitando que nos ayuden. Todos necesitamos esa ayuda externa de un buen amigo y consejero. Al fin y al cabo, somos seres sociales, necesitamos unos de otros.

Pensar en uno mismo no consiste en un ejercicio de autocompasión, ni de egoísmo, ni de victimismo. Es todo lo contrario: se trata de saber quién soy, conocer mis valores y mis limitaciones, y así poseerme. Sólo quien se posee tiene capacidad de darse, de amar y de ser amado. Sólo poseyéndonos seremos verdaderamente los protagonistas de la fantástica película en que podemos convertir nuestra vida.

                                      

 

El secreto de la felicidad es amar

       Tomás de Aquino, que era sabio y divertido, decía que la felicidad sólo se alcanza totalmente en el cielo. Aquí en la tierra el conocimiento de Dios, que es Amor y el sumo bien, es una plenitud parcial de la felicidad, que tiene otro elemento importante en el placer, o sentimiento de bienestar en el objeto poseído: un estado de euforia de la mente y del cuerpo que el hombre disfruta imperfecta y esporádicamente en esta vida, pero plenamente en la otra.

Todo el camino de la vida feliz se hace amando, porque estamos hechos para amar, a imagen de Dios que es Amor. La Felicidad con mayúscula, la que no pasará ya nunca, es para los que cada día recorren el camino hacia ella amando a los que tiene cerca y lejos, y así son ya felices ahora y hacen felices a los que tienen cerca. Odiar, que es lo contrario de amar, es una tenebrosa fuente de amarga infelicidad, en la tierra, y lo que es peor, en el más allá.

El hecho mismo de estar en camino es ya fuente diaria de felicidad. Pararse, rendirse, es fuente de abatimiento y tristeza. A veces nos quedamos parados porque nos cansamos de amar. Y nos cansamos porque confundimos el amor con el placer momentáneo, y eso no es amor, sino un sentimiento que nace del egoísmo y por eso tiene un recorrido de felicidad tan vulgar y efímero.

Amar es darse sin cansancio, aunque no haya retorno. Amar es ofrecer amor aun a riesgo de rechazo. Ese amor incondicional y vulnerable, que se ofrece aun sin saber si será correspondido, es la auténtica fuente de felicidad.

Dios mismo nos ha enseñado, al hacerse uno de nosotros, hasta qué punto el Amor es capaz de mostrarse vulnerable. Ahí está, en Belén y en la Cruz y en la Eucaristía, esperando nuestra respuesta. Llamando a nuestra puerta. Y nosotros tantas veces “mañana te abriremos", respondemos.

A participar de ese Estilo de Amor estamos llamados todos. Lo alcanzaremos con un ejercicio diario que nos aleje de la vulgaridad y busque la excelencia del amor: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.  

Ahí está “la fonte que mana y corre” felicidad.


                              


 

 

 

lunes, 24 de agosto de 2020

Cristianos en la sociedad del siglo XXI

 


 

    

    Paula Hermida acaba de publicar un sugerente libro que recoge su diálogo con monseñor Fernando Ocáriz, prelado del Opus Dei. Elegido tercer sucesor de san Josemaría en 2017, Fernando Ocáriz es físico y teólogo, consultor de diversas Congregaciones Pontificias, entre otras la de la Doctrina de la Fe, y miembro de la Academia Pontifica de Teología.

 

    Paula Hermida es filósofa y teóloga, especialista en antropología. Trabaja como asesora editorial. Está casada y es madre de ocho hijos. Es lógico que una mujer con ese perfil, intelectual inquieta, con sentido práctico y realista y habituada a hacerse preguntas sobre los retos de nuestro mundo, no se conforme con respuestas genéricas o superficiales. Plantea cuestiones presentes en el debate público de modo incisivo y directo, que deja ver que han sido largamente pensadas.  

 

    Hermida ha conseguido así un diálogo diáfano, agudo y penetrante, en el que entrevistadora y entrevistado abren su mente y su corazón ante los retos que la actualidad plantea al mundo y a la Iglesia, y dentro de la Iglesia al Opus Dei. El resultado es un valioso conjunto de luces para entender mejor la actualidad y lo que esta puede estar reclamando de la conducta de un cristiano corriente.

 

    Acelerados cambios sociales, precipitados por la tecnología, han impactado en núcleos esenciales de nuestras vidas, sobre cuyo sentido había amplios acuerdos hasta no hace mucho. El trabajo, devenido en precario o ausente tantas veces. La familia, unida por lazos que parecen debilitarse por momentos. El extraño dilema entre economía y salud, que debemos resolver si queremos una sociedad más solidaria y humana. La perspectiva trascendente, olvidada en un mundo tan ajetreado que no deja hueco a Dios, pero añora el silencio y la meditación…

 

    Ante el prelado de una institución de la Iglesia católica como el Opus Dei, cuya finalidad es extender el encuentro con Dios en el trabajo y en las circunstancias de la vida ordinaria, ese acelerado cambio social, que afecta precisamente a los ámbitos en los que discurre la vida de las personas corrientes, surge la pregunta necesaria: ¿se puede santificar un trabajo precario o inexistente, una relación familiar difícil y dolorosa? ¿Cómo hacer presente a Dios en una sociedad de ritmo estresante y agresivamente competitivo, entre gente cada vez más diversa y polarizada?

 

    Cuando el libro ya estaba listo para la imprenta estalló la pandemia del COVID-19, y ante esa nueva e inquietante situación Hermida amplió sus interrogantes. Las respuestas de monseñor Ocáriz ofrecen una luz y un bálsamo necesarios, que dan al libro una actualidad aún mayor.

 

    La pandemia, con el confinamiento de medio planeta, nos ha hecho vivir momentos sobrecogedores, como aquellas imágenes de la plaza de san Pedro vacía y oscura, con el papa Francisco solo, junto al Cristo Crucificado. Solo, pero acompañado en silencio conmovido por millones de personas en los cinco continentes. 


                       El Papa ante la imagen del Cristo en san Pedro Semana Santa 2020

 

    Sorprende, en ese contexto de inquietud e incertidumbre en el que aún estamos envueltos, la amable serenidad de las respuestas de monseñor Ocáriz. Con sobria precisión -no sobra ni una coma en sus respuestas, va al grano sin perderse en razonamientos ni digresiones- el prelado nos muestra con sencillez una visión sabia de los problemas actuales, y ofrece pautas que la situación quizá reclama de los cristianos de a pié.

 

    En sus palabras destaca la centralidad de Cristo y su amor por los hombres. Mirar a Cristo es descubrir que lo importante en toda situación es la persona, cada persona, y su destino. Aprender de Cristo es enfocar la vida con un sentido de misión, de servicio, con “actitud de agrandar el corazón para que entren las necesidades y sufrimientos de los demás, pero no de manera abstracta” sino comenzando por el cuidado de los que tenemos cerca. La historia se construye con las pequeñas acciones de cada uno en su entorno.

 

    Momentos como los actuales, en los que se percibe con claridad que somos vulnerables, invitan a pensar en el sentido de la vida. “¿En qué estoy empleando esa vida que se me va de las manos?” Esa es la gran pregunta que deberíamos hacernos, dice Ocáriz. Que para un cristiano significa “¿A qué me llama Dios?” Porque para cada uno Dios tiene un plan en el que colaborar.

 

    Paula Hermida plantea también las preguntas que cualquier periodista desearía formular acerca del Opus Dei y su evolución actual. Conservar la fe recibida, dice Ocáriz, no te convierte en ultraconservador, como progresar en la misión de extender la luz de Cristo no te convierte en progresista. Esos clichés no nos dejan ver la realidad.

 

    La esencia del espíritu del Opus Dei es encontrar a Dios en la vida ordinaria. Ese es el núcleo del mensaje que san Josemaría, por inspiración divina, predicó desde 1928, y que el papa Francisco ha querido recoger en su encíclica Gaudete et exultate. La esencia no cambia, cambian las circunstancias, los retos que en cada momento cultural e histórico es preciso afrontar, y eso requiere capacidad de adaptación. La fidelidad a lo esencial lleva consigo adaptación a las circunstancias, porque la fidelidad debe ser inteligente y creativa, para que pueda responder a las necesidades de cada momento y hacer así más efectiva la transmisión del Evangelio en la cambiante vida ordinaria.


El Papa Francisco con el prelado del Opus Dei
                                           El papa Francisco con el prelado del Opus Dei

 

    Dos palabras son claves para la vida cristiana, afirma el prelado: amor y libertad, condición para el seguimiento cercano de Cristo. Dios nos ha creado libres, porque nos ha destinado al amor y no se puede amar sin libertad. Pero son conceptos cuya comprensión ha cambiado la cultura actual, y es preciso devolverles su significado original. Como recordaba Benedicto XVI: “es preciso fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino humanizada por el reconocimiento del bien que le precede.”

 

    Muy sugerentes sus palabras sobre la amistad y el perdón, la reconciliación, el diálogo y la tolerancia, elementos necesarios para la construcción de la convivencia. Cuando el diálogo es difícil, señala, es importante restaurar la relación de confianza. Por eso es importante la amistad, el testimonio personal cercano que hace amable la verdad, a la vez que se aprende de los valores de los demás.

 

    Recordando a san Josemaría, señala que “la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra”. Algunos piensan equivocadamente que “lo cristiano” consiste en sufrir en esta vida y limitarse a esperar que las cosas sean mejor en la otra. Pero el Cielo no es un premio lejano que nada tiene que ver con la vida actual. Vivir santamente la vida ordinaria es tener ya el cielo en la tierra. Y la misión del cristiano es que su vida se convierta en un oasis de paz y alegría, que consuele y haga más llevaderos los sufrimientos o preocupaciones de quienes tiene cerca. 


Encuentro del prelado con jóvenes en Kenya 


    Un libro para leer despacio, y de vez en cuando volver sobre lo leído, porque en cada repaso apreciamos matices nuevos. Sus ideas y orientaciones, llenas de sentido común y cristiano, permiten entender mejor problemas con los que a diario nos encontramos, y vislumbrar que todos tenemos a nuestro alcance medios para contribuir a mejorar el mundo.


Publicado originalmente en Levante-EMV

 

 

 

 

lunes, 10 de agosto de 2020

Inteligencia social

Inteligencia social. Daniel Goleman.



 

    Que somos sociables por naturaleza ya lo sabemos por la experiencia y el sentido común. A eso conclusión han llegado también los filósofos más razonables. Además, los cristianos lo vemos aún con más nitidez a la luz de la fe: Dios, que es Amor y es Trinidad, nos ha hecho a su imagen y nos quiere sociables.

 

    Somos seres espirituales dotados de un cuerpo maravilloso, cuyos mecanismos vamos descubriendo paulatinamente con más precisión gracias a los avances de la ciencia. Conocer y entender esos mecanismos es también una valiosa ayuda para quienes intentan ser mejores personas y aportar valor a la convivencia social.

 

    El psicólogo y divulgador científico Daniel Goleman, famoso por su anterior trabajo Inteligencia emocional, publicó en 2006 esta lograda exposición de los descubrimientos realizados por la neurociencia hasta el momento. Aporta interesantes claves en torno a los mecanismos del cerebro que actúan cuando las personas se relacionan, y por tanto determinan las habilidades sociales.



 

    Un desconocido que nos atiende con una sonrisa sincera provoca en nosotros una imprevista reacción de simpatía y optimismo. Su sonrisa ha entrado en resonancia con algo de nosotros, que nos mueve a devolver la sonrisa. Esa persona con su gesto amable, que predispone al entendimiento, demuestra inteligencia social.

 

    Y es que percepciones externas, sentimientos y reacciones corporales interaccionan y son orquestadas en una zona determinada de nuestro cerebro, en la que actúan mecanismos neuronales encargados de conectarnos con los demás.

 

    Cada vez que vemos un rostro humano, o escuchamos una voz, o sentimos un tacto humano, sucede algo en nosotros. Se trata de un verdadero contagio de sentimientos, más fuerte en las personas más sensibles, que se manifiesta en una tendencia espontánea a la imitación de actitudes y estados de ánimo.

 

    Durante una conversación entre dos personas se producen cambios fisiológicos simultáneos, perfectamente registrables en fotografías de los rostros, en variaciones del ritmo cardíaco o de la tensión arterial. El cuerpo de cada uno tiende a imitar los cambios que acontecen en el otro, contagiándose de los sentimientos de ira, pena o tristeza. Ese movimiento de imitación se produce en las llamadas neuronas espejo, que copian acciones, registran intenciones del otro, interpretan emociones, comprenden las implicaciones sociales de sus acciones.

 

    Si en lugar de una sonrisa recibimos un mal gesto (de ira, desprecio, mal humor o desgana) inevitablemente algo en nosotros actuará como un resorte y se desencadenarán en el organismo sensaciones y reacciones similares, salvo que hagamos un esfuerzo consciente, de lo que se ocupa otra parte de nuestro ser.

 

    Conocer ese mimetismo espontáneo nos permite estar prevenidos para controlar nuestras emociones y reacciones negativas, sin dejarnos arrastrar por el negativismo ajeno. Ese esfuerzo de control nos permitirá ser asertivos y animosos incluso cuando el ambiente social se haya enrarecido.

 

    Ese mimetismo es la razón por la que conviene mantener la distancia con personas o ambientes tóxicos, para evitar el contagio de su negatividad. Ese alejamiento es especialmente necesario en los equipos de trabajo. Fácilmente un estado de ánimo deprimido o pesimista interfiere en el ánimo de los demás, oscurece el debate y puede llevar a decisiones equivocadas.

 

    Esa es también una razón para escoger bien las “amistades” y a quién se sigue en las redes sociales. Son muchos los que han optado por alejarse de las redes, o no seguir a determinadas personas, antes de verse enredados en el lenguaje frentista o de odio que utilizan.

 

    El mimetismo espontáneo con las personas del entorno provoca repercusiones biológicas en nuestro organismo. Sentimientos y estados de ánimo ajenos (la expresión facial, un gesto o el tono de unas palabras) son “copiados” por las neuronas espejo, y transmitidos por el sistema nervioso de manera inconsciente al resto del organismo, también a la musculatura facial. 


    Reprimir esos reflejos exige esfuerzo, que también tiene repercusiones fisiológicas, como el aumento de la presión arterial. Hay que saber “contar hasta tres” antes de dejarse arrastrar por un tono agrio o airado o polémico.



 

Neuronas espejo y aprendizaje infantil

 

Ese contagio emocional provocado por las neuronas espejo es la base del aprendizaje infantil. Aun en el seno materno, el niño reacciona al ritmo de los sonidos o gestos que le llegan del exterior. Una emocionante experiencia de las madres gestantes es percibir el baile alegre o relajado del niño en su seno, cuando escucha una música agradable o tranquila.

 

    Los niños aprenden lo que está bien o mal en el rostro de sus padres, antes que en sus palabras. Contemplar el rostro feliz de sus padres desencadena en el niño unas emociones interiores que le confirman en que lo hecho estaba bien, y surge en sus músculos irrisorios un gesto alegre que imita la sonrisa de satisfacción de sus padres.

 

    Saber esbozar una sonrisa, aun cuando no hay motivo importante aparente, acaba evocando sentimientos positivos en quienes nos rodean. Los niños son los más agradecidos a esas sonrisas.



 

    Somos sociables, estamos hechos para convivir. La sociabilidad es una virtud, un hábito, que se puede entrenar ejercitando las llamadas virtudes de convivencia. Requieren esfuerzo, pero eso va incluído en el concepto de virtud, que es una fuerza ejercitada y lista para el bien.

 

    En realidad somos algo más que sociables: somos familia. Lo dice la genética, y lo confirma la fe: Dios nos quiere familia, Su Familia. Y se mantiene en ese propósito, a pesar de las rebeldías con que nuestro egoísmo rampante se empeña en aislarnos de Él y de los demás.

 

    La Encarnación de Jesucristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, es la mayor muestra de hasta qué punto Dios es sociable. Poner la mirada en el rostro de la Humanidad Santísima de Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, que ha venido precisamente para que le imitemos, para que pongamos la mirada en su rostro, en sus emociones  y sentimientos, en su modo de relacionarse movido por el Amor. 


    Mirarle es el reto verdaderamente importante al que podemos someter a nuestras neuronas espejo. Es lo que han hecho los santos. Quien trata seriamente de mimetizarse con Él (no con falsos espejismos) extiende olas de paz, serenidad y alegría en el mundo. Olas de Amor, que es la mayor prueba de inteligencia social.


Cristo vivo de Torreciudad

 

    El libro de Goleman , lógicamente, se queda en lo que aprendemos de la psicología y la neurociencia, que no es poco. Y aporta conclusiones muy valiosas para la conducta personal y los ámbitos laborales y sociales. Pero es agradable comprobar lo fácil que es dar un paso más, el definitivo, hacia los verdaderos bienes, tan inseparablemente unidos a los bienes de aquí.

martes, 4 de agosto de 2020

Instantáneas de un cambio. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei




Instantáneas de un cambio. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei.

Ernesto Juliá. Ed. Palabra. Colección Testimonios


    Ernesto Juliá es abogado y sacerdote. Trabajó durante muchos años en la sede central del Opus Dei en Roma, y pudo compartir largos períodos de trabajo y convivencia con Javier Echevarría, cuando ambos eran jóvenes profesionales que se formaban junto al fundador de la Obra,  san Josemaría Escrivá.

    Cuando Ernesto Juliá, joven abogado de 22 años, llegó a Roma en 1956, Javier Echevarría contaba 24 años, acababa de leer su tesis doctoral en derecho y trabajaba como secretario del fundador.  


                            Javier Echevarría junto a san Josemaría


    Los 35 años de convivencia cercana con Echevarría -desde 1956 hasta 1992- permitieron a Ernesto Juliá ser testigo de la paulatina transformación que se fue operando en el carácter y en las disposiciones personales de Javier Echevarría, a medida que su estrecho trabajo junto a san Josemaría y al beato Álvaro del Portillo le iban llevando a identificar su espíritu con el del Opus Dei, y a colaborar para hacer realidad esa obra de Dios en la vida de millares de personas de los cinco continentes.

    En 1994 Javier Echevarría fue elegido segundo sucesor del fundador de la Obra, y en 1996 recibió la ordenación episcopal de manos de san Juan Pablo II, en la basílica de san Pedro.


                          Javier Echevarría con san Juan Pablo II y el beato Álvaro del Portillo

    Juliá remansa vivencias personales y palabras escuchadas a Javier Echevarría en su predicación o en reuniones familiares, descubriendo cómo el espíritu de santificación de la vida ordinaria propio de la Obra iba aportando matices nuevos y consecuencias operativas en el futuro prelado.

    Uno de los rasgos en los que  Echevarría descubre progresivas  luces nuevas es el del amor a la libertad, que para san Josemaría era un amor apasionado. Es frecuente en personas que están al frente de instituciones de carácter espiritual la tentación de tender a preservar el espíritu reforzando la ley. Echevarría en cambio ve con claridad que esa es la actitud que Jesús reprocha a los fariseos, “perfectos cumplidores” de una serie de normas, pero que se han olvidado de lo principal: los mandamientos de Dios. 

    Es más importante vivir la caridad con los demás que guardar el descanso del sábado. El Señor quiere que vivamos con la libertad de los hijos de Dios, sin encerrar el espíritu en praxis humana. Dios no quiere que “hagamos algunas cosas”, quiere que nuestro hacer surja del ser, y no al revés.




    Javier Echevarría, en su labor de pastor, se distinguirá por la insistencia en la caridad, el Mandatum Novum que  san Josemaría destacó como piedra basilar de la labor del Opus Dei desde sus primeros pasos. “Lo primero es que nos queramos”, repetirá. Es falso todo lo demás si no se vive la fraternidad. Querer es vivir para los demás, no para uno mismo.

    Así, insistirá en que la Obra es sobre todo, y más allá de aspectos organizativos, una Comunión de personas, dentro de esa gran Comunión de los Santos que es la Iglesia. Y como consecuencia, la necesidad de mantener, desarrollar y enraizar más en el alma ese buen espíritu de familia, que se manifiesta especialmente en el cuidado de los mayores y enfermos, como en toda familia cristiana.


                               Juan al Papa Francisco

    Ese rasgo de cariño familiar, que siguiendo el ejemplo de san Josemaría se fue haciendo cada vez más intenso en su figura como Padre y prelado del Opus Dei, se percibe claramente en sus meditaciones sobre la Humanidad Santísima de Jesús: “Si Cristo te llama, acuérdate de la escena del Evangelio: “Sígueme…” ¡Se lo decía a los Apóstoles con tanto cariño y proximidad…! No tengas miedo...”

    En su viaje pastoral a Moscú, en el 2014, predicaba: “Todo el mundo debe sentirse querido. Cada uno que nos trate debe pensar: este me quiere, para él soy importante…” Cuentan quienes le oyeron -varios centenares de moscovitas- que, al escucharle, cada uno sin excepción se sintió importante: tal era el cariño sincero que acompañaba a sus palabras.




    El modo de su predicación concordaba con su enseñanza a los sacerdotes: “Las almas tienen sed de Cristo, no de comunicadores más o menos convincentes. Sólo en el Evangelio se encuentra la verdad salvadora. La verdadera felicidad es esa paz espiritual que solo se experimenta en unión con Cristo.”

    Hacía suyo el camino de sincero deseo de servir que marcó san Josemaría. El fundador lo explicitó ante la Virgen de Guadalupe, en México: “¿Qué queremos hacer de nuestra vida? Seguir trabajando en el servicio de Dios, sin orgullo… sintiendo cada día el efecto de tu amor… de tu protección…

    Otro de sus rasgos fue el espíritu de fidelidad creativa al espíritu del Opus Dei: “No tenemos que acomodar el espíritu del Opus Dei al mundo, a la cultura vigente, sino iluminar las culturas y civilizaciones que nos encontremos con el espíritu de la Obra que Dios confió a nuestro Padre. Y eso requiere que cada uno nos injertemos en el espíritu de la Obra, sea cual sea la cultura en que nos toque vivir, y actuar con libertad y creatividad.”



    Y continuaba explicando que la Obra no necesita “ponerse al día”, porque somos gente de la calle y estamos siempre al día, ponemos el espíritu de la Obra en las circunstancias presentes, que son distintas de las de san Josemaría y de las que tendrán los que vendrán dentro de 20 años… Es en cada hora histórica donde los miembros del Opus Dei tienen la misión de extender  el espíritu de la Obra, vivificando las actividades humanas.

    Jesucristo, decía, no ha venido a establecer una cultura, una civilización. Su misión redentora es abrir el espíritu de los hombres de cualquier civilización y cultura a la relación con Dios, a la perspectiva de la vida eterna.  Del mismo modo, la Obra no ha venido a inventar nada, sino a subrayar unas realidades espirituales presentes en la Iglesia desde los comienzos, que no se habían abandonado pero tampoco se habían puesto de relieve, y no se habían desarrollado en la vida espiritual del cristiano.

                   Monseñor Echevarría en la catedral de Valencia (abril 2015)

    Ernesto Juliá hace un sugerente análisis de las principales cuestiones que Echevarría hubo de afrontar en el gobierno de la Obra. La primera, la implantación de la prelaturaen la estructura de la Iglesia. Hubo de derrochar infinita paciencia para hacer entender la realidad espiritual del Opus Dei a algunos que no la entendían ni aceptaban, aunque tantos otros ya habían captado que el espíritu del Opus Dei era verdadera “obra de Dios” porque lo habían visto hecho realidad en el actuar de fieles de la prelatura. Algunos canonistas no admitían que la incorporación de los fieles a la Prelatura fuera completa y permanente: pero si no fuera así, se desvirtuaría la realidad institucional del Opus Dei.

    Echevarría supo también secundar el clamor de millares de personas de todas las naciones que le hacían llegar el deseo de ver canonizado al fundador. Su canonización era otro modo de asentar el carisma fundacional, que abría un verdadero espíritu de santificación en medio del mundo.


             Encuentro romano de jóvenes del UNIV

    En tercer lugar, Javier Echevarría supo transmitir el espíritu de la Obra en su plenitud, en plena fidelidad a un carisma que no podía anquilosarse ni desvirtuarse por falsos acomodamientos a las mentalidades cambiantes de lugar y tiempo. En palabras del fundador, el Opus Dei duraría mientras hubiese hombres sobre la tierra. Y ese durar tiene que ser en plena fidelidad al espíritu original.

    Y por último, destaca Juliá que monseñor Echevarría continuó impulsando el crecimiento de la labor apostólica de la Obra en servicio de la Iglesia. Una labor en la que lo prioritario son las personas. 


    Todo eso lo desarrolló según había aprendido de sus predecesores: acudiendo a la oración como arma extraordinaria para redimir el mundo: la fecundidad del apostolado está sobre todo en la oración. Siguiendo a san Josemaría, hizo suyo este orden de prioridades:  Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción.” (Camino, nº 82)