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sábado, 8 de diciembre de 2012

Ciencia y fe. Lo que sabemos del origen del Universo y de la vida (I)






La mirada de la ciencia y la mirada de Dios. Diego Martínez Caro. Ed. EUNSA. 2011



El nuevo ateísmo, una ideología muy poco científica


       El debate sobre la existencia de Dios está presente en muchos ambientes intelectuales y científicos. En los últimos años, algunos divulgadores como Sam Harris o Richard Dawkins se han empleado a fondo en una campaña para hacer creer a la opinión pública que la ciencia ha logrado desterrar a Dios, y que tener fe es una postura anticientífica.  Su argumentario  podría resumirse así: “o no crees en Dios o eres un cretino”.  Han difundido el llamado nuevo ateísmo, una ideología que se presenta como ciencia moderna, a pesar de su falta de  consistencia científica.


Diego  Martínez Caro  -médico cardiólogo,  profesor de la Universidadde Navarra   y autor de numerosos trabajos de investigación-  aporta con este libro un razonado y sereno desmentido a las simplezas de los propagadores de ese nuevo ateísmo.  Apoyado en los hallazgos de algunos de los mejores  científicos de la historia y del momento, y en el método riguroso de sus  propios trabajos de investigación, muestra que la fe en Dios y la ciencia no sólo son compatibles, sino que –teniendo objetivos diferentes- se enriquecen mutuamente. 


En sucesivos  capítulos  Martínez Caro resume con precisión los últimos descubrimientos  de la Ciencia  acerca del origen del Universo, de la Vida y del Hombre. En su exposición une al rigor del científico que se ciñe a datos contrastados,  la claridad del buen comunicador.  Además, Martínez Caro muestra un sólido  conocimiento de la doctrina cristiana, que  le ayuda a descubrir la perfecta armonía entre lo que dice la fe y lo que el hombre de ciencia va descubriendo.


Afronta también  los grandes temas que siempre han inquietado al hombre: la existencia del mal, prueba de fuego de nuestra libertad, puesto que si el Mal no existiera, no podríamos elegir entre el Bien y el Mal.   O el misterio del dolor, cuyo sentido tanto nos cuesta entender y  que ha sido descrito como el megáfono con que Dios habla a un mundo sordo.


Presta especial atención a todo lo relacionado con la Evolución.  La evolución biológica es ciencia, no una hipótesis. La Iglesia la asume, y rechaza la interpretación literal de la creación bíblica. Pero rechaza también que seamos el producto de una evolución al azar y sin sentido. No es lo mismo la teoría de la evolución -una teoría científica, válida como tal aunque le falten eslabones perdidos (estratos fósiles, etc.) - que el evolucionismo, una ideología basada en la teoría científica, pero que pretende sacar conclusiones metafísicas –como la casualidad- de manera no científica.


El Darwinismo es una  teoría  que intenta una posible explicación al hecho de la evolución. Aunque está muy aceptado por los científicos, el darwinismo no es empírico: es más bien una ideología o creencia que se apoya en la doctrina filosófica del naturalismo científico, y que no alcanza a explicar los mecanismos por los que se rige la evolución. Para los darwinistas, sólo el hecho de poder imaginar el proceso es suficiente para confirmar que algo del tipo de lo imaginado tiene que haber ocurrido.


Un ejemplo de las lagunas e interrogantes no resueltos es el comportamiento de  una de las leyes más confirmadas por la ciencia: la del aumento de la entropía (segunda ley de la termodinámica), según la cual el Universo degenera hacia un total desorden. ¿Cómo puede esta ley operar frente a la del evolucionismo, según la cual las fuerzas del azar evolucionan de manera ascendente? ¿Son compatibles las fuerzas del desarrollo biológico con las de la degeneración física?


El  neodarwinismo es  una ideología que defiende sin ninguna constatación que el extraordinariamente ordenado e inteligible mundo de los seres vivos sería fruto del azar, de un universo aleatorio sin  finalidad ni orden. Antiguos neodarwinistas han  retrocedido hacia el darwinismo,  al constatar la falta de pruebas.  Por ejemplo  Jay Gould, quien ha declarado que “el hecho más perturbador del registro fósil es la incapacidad de encontrar un claro  vector de progreso  en la historia de la vida.”


El neodarwinismo no sólo es una mera teoría a la que parece contradecir la observación científica. Es también una ideología nociva, que ha obligado a la Iglesia a entrar en el debate. Porque hacer creer a la gente que en  el universo “sólo hay una ciega y despiadada indiferencia” -como defiende uno  de los principales exponentes del nuevo ateísmo,  Richard Dawkins- es extender una ideología  que constituye un grave peligro para el hombre.  Si somos un simple fruto de la casualidad, y  lo que nos gobierna es una absoluta indiferencia, ¿qué importancia puede tener  la vida de la persona? Entre el azar y el desprecio absoluto al ser humano sólo hay un paso.


Martínez Caro reúne un buen elenco de algunos de los incontables científicos que han manifestado una Fe profunda, o han descubierto de alguna manera a Dios gracias a su excelencia investigadora. Son prueba de que la fe guía el trabajo del investigador hacia  la realidad de las cosas,  y de que la investigación científica de calidad puede acercar al descubrimiento de Dios.Entre otros muchos, menciona a:  


-Francis Bacon, uno de los padres del método científico,  a quien debemos la afirmación de que  una filosofía ligera inclina a la mente del hombre al ateísmo, pero la profundidad en la filosofía conduce a las mentes de los hombres a la religión.


-Pascal, célebre matemático y filósofo: muy débil es la razón si no llega a comprender que hay muchas cosas que la sobrepasan.


-Kelvin, padre de la física moderna: la ciencia nos obliga a creer con perfecta confianza en un Poder Directivo (…) en una influencia aparte de las fuerzas físicas, dinámicas o eléctricas. La ciencia nos obliga a creer en Dios. Creo que mientras más a fondo se estudia la ciencia, más se aleja uno de cualquier concepto que se aproxime al ateísmo.


-Francis Collins, que ha dirigido  el proyecto Genoma-Humano, ha afirmado que  nunca habrá una prueba “científica” de la existencia de Dios: porque la ciencia explora lo natural,  y Dios está fuera de lo natural. Con el uso de la Ciencia, Dios nos da la oportunidad de entender el mundo natural. (…) Una síntesis armónica de Ciencia y Fe no es solo posible sino profundamente reconfortante. Mi apreciación de la Ciencia se enriquece por la Religión. Si quiero estudiar genética, usaré la Ciencia. Si quiero comprender el amor de Dios, necesito la Fe. Los hombres de ciencia tenemos la oportunidad de asistir cada día a la revelación de misterios en la exploración del mundo natural, y de percibir en esos misterios la revelación de la grandeza de Dios.


Desde diferentes perspectivas y experiencias, se recogen  también los testimonios y argumentos  de  Charles Coulson, profesor de matemáticas en Oxford y uno de los tres artífices de la teoría orbital molecular;  Charles Townes, Nobel de Física por el descubrimiento del máser y láser: la ciencia y la fe no son fuerzas opuestas. La Ciencia quiere conocer el mecanismo del Universo, la Religión su sentido; Arthur Schawlow, profesor de Física en Standford y Nóbel de Física; Alan Sandage,  el cosmólogo más importante del momento: cuanto más sabemos de bioquímica más increíble nos parece, a menos que exista algún tipo de principio organizador;  Carlo Rubbia, Nobel de Física: cuando observamos la naturaleza quedamos impresionados por su belleza, su orden, su coherencia (…) no es creíble que ese perfecto engranaje sea fruto del azar. Hay evidentemente algo o alguien haciendo las cosas como son. Vemos los efectos de esa  presencia, pero no la presencia misma


Artículo relacionado: Metafísica y ciencia experimental

viernes, 16 de abril de 2010

Galileo y la Iglesia. Walter Brandmuller.



Galileo y la Iglesia. 
Walter Brandmuller. Ed. Rialp


El asunto Galileo suele despacharse en las columnas periodísticas con frases tópicas y despectivas hacia la Iglesia. Cuando uno se acerca a la realidad histórica, se detiene en analizar los datos, y los juzga con rigor histórico, como hacen los buenos historiadores  –esto es, teniendo en cuenta también las circunstancias y mentalidad de la época en que sucedieron los hechos- se da cuenta de que esas frases tópicas falsean la historia. Deforman los hechos de tal modo que uno no puede dejar de sospechar acerca de las intenciones de quienes las emplean.  Al menos duda de su rigor científico.


El acercamiento a la realidad del caso Galileo  obliga a un largo estudio de los documentos de la época, y estos a prolijos matices y precisiones. Es lo que ha hecho Walter B. con este libro, denso y detallado, que aporta mucha luz al lector que razone y esté libre de prejuicios.


Entre los puntos decisivos para la condena de Galileo, señala Walter B.,  estuvo el menosprecio de la prohibición que se le había impuesto de tratar como irrefutable la teoría copernicana, sin aportar pruebas. E influyó no poco el carácter de Galileo: era un polemista consumado, y toda su vida mantuvo controversias científicas con colegas, en el estilo punzante de la época.


Respecto al proceso en sí, para ser objetivos y juzgar con rigor histórico, hay que conceder a los jueces las normas procesales y mentalidad de la época.  Por otra parte, consta que las opiniones entre los jueces estaban divididas: varios eran partidarios de Galileo. Pero Galileo hizo declaraciones tan patentemente falsas ante el tribunal, que puso difícil el papel de sus partidarios. Consta que los jueces se esforzaron por ser justos. Por ejemplo, que no se recogieran las falsedades declaradas por Galileo  en el  proceso hace ver la benevolencia con que se trató de juzgarle.


La amenaza de tortura si no daba a conocer su verdadera opinión era un formalismo más del proceso. (Formalismo que no deja de ser penoso, sobre todo visto desde la cultura occidental en el siglo XXI.  Pero hay que considerar la mentalidad y costumbres de la época, y mirar también lo que en aquellos años hacían otros tribunales civiles, y otras naciones europeas; por no hablar de las costumbres de países con menor nivel de civilización: ninguno se andaba en sus inquisiciones con tanto formalismo).


Se condenó a Galileo a reclusión formal y breve en el Santo Oficio, y usando unas habitaciones principescas. Su “prisión” fue alojarse en la casa de su amigo íntimo el arzobispo de Siena, que le trató como a un padre. Duró sólo 5 meses: no puede decirse que Galileo fue “recluido y vigilado” por la Inquisición. Además, la condena incluía que durante tres años debía rezar unos salmos una vez por semana, y no difundir su libro Diálogos.


Durante ese tiempo de “confinamiento”, Galileo dio cima a sus investigaciones físicas sobre el cosmos, y publicó sus mejores aportaciones a la física, sin que sufriera ningún obstáculo por parte de la Inquisición. Y por supuesto recibía multitud de visitas de amigos y científicos, de nobles y clérigos, que le apoyaban en sus trabajos.


El motivo que el tribunal adujo para la condena fue que defendía como auténtica, y no como mera hipótesis, la teoría de que el sol no se mueve, que está en el centro del universo, y que la tierra gira en torno a él, sin aportar prueba alguna. Esta doctrina, decía el tribunal con un claro error de juicio, es contraria a la Sagrada Escritura. Pero no se obligó a Galileo a abjurar del heliocentrismo.


Otro matiz necesario es que una sentencia de un tribunal eclesiástico no es un dogma. Hay una gran diferencia entre una declaración en materia de fe emitida por el Papa o un concilio, y una sentencia del Santo Oficio. Esta última no requiere adhesión íntima, como requeriría una verdad de fe o un dogma, sino sólo docilidad. Lo prudente es seguirla, pero uno puede mantener dudas interiores sobre un futuro cambio de criterio.


Por otra parte, la cuestión que subyacía en la discusión acerca de si era el sol o la tierra la que permanecía fija o se movía, era la interpretación y comprensión de la Biblia, y la polémica con el protestantismo, que echaba en cara a la Iglesia católica el alejarse de la literalidad de los textos bíblicos: esta acusación puso en guardia a los eclesiásticos, que extremaron su cuidado en la fidelidad a los textos. Y esta fue la razón por la que una instancia eclesiástica de pronto quiso intervenir en una cuestión que hoy vemos claramente como exclusivamente científica.

J.A.