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jueves, 13 de mayo de 2021

Historia de los indios de la Nueva España

 



Historia de los indios de la Nueva España. Fray Toribio de Motolinía

 

El autor

        Fray Toribio de Benavente, conocido entre los indios de la Nueva España como Motolinía, que significa «el que es pobre», fue un religioso franciscano, nacido hacia 1485 en alguna villa cercana a Benavente, en la provincia española de Zamora. Falleció en Ciudad de México en 1569.

Se sabe que tomó el hábito franciscano a los 17 años, y fue ordenado sacerdote hacia 1516. El Papa Adriano VI encargó a los franciscanos la misión de evangelizar las nuevas tierras descubiertas por los españoles, y fray Toribio fue enviado por sus superiores a México, junto a otros once franciscanos, para cumplir ese encargo. Se les conoce como los Doce Apóstoles de México.

Llegaron a las costas de México en 1524, y después de recorrer a pie los 400 kilómetros que les separaban de su destino, fueron recibidos por el propio Hernán Cortés en Tenochtitlán.

Fray Toribio y sus acompañantes se aplicaron sin dilación, con ardor misionero, a su tarea de civilizar y anunciar el Evangelio a los indígenas. Recorrieron buena parte del territorio de México y también las tierras de Centroamérica, para conocer de primera mano la situación y necesidades de los indios, y estudiar el modo en que debería desarrollarse el anuncio del Evangelio a los nuevos pueblos incorporados a la corona española.

        Su arduo trabajo para conocer de cerca a la población indígena, unido a su sincero deseo de prestarle la ayuda necesaria, le permitió obtener una información muy valiosa - seguramente la mejor del momento- acerca de la historia, lengua y costumbres de los indios.  Y a partir de ahí, sacó conclusiones operativas para el mejor desarrollo de su trabajo apostólico. Para hacerse entender lo primero fue aprender la lengua de los indígenas.


Motivo del libro

En este libro, escrito en 1536 por encargo de sus superiores de la orden franciscana, Motolinía hace uso de esos conocimientos, y de la experiencia adquirida en el modo de tratar a los indios, por quienes se puede decir que gastó su vida entera. El realismo y minuciosidad del relato consigue contrarrestar las teorías y falsedades que difundía en ese momento el dominico Bartolomé de las Casas, que a juicio de Motolinía era un teórico que desconocía la realidad.

Las tergiversaciones del dominico de las Casas, que éste hacia llegar a la Corte española, fueron enseguida propagadas y ampliadas por los enemigos de España y de la Iglesia, y pasaron a formar parte de la leyenda negra contra el catolicismo. Sin embargo, incomprensiblemente, el libro de Motolinía permaneció desconocido hasta que en 1848 publicó parte de él lord Kinsborough.

Los datos que recoge fray Toribio de Motolinía arrojan luz sobre cómo era la vida de los indígenas cuando los españoles arribaron al Nuevo Mundo en 1492, el impacto que supuso para los indígenas la aparición de los descubridores, y las razones por las que la mayor parte de los indios llegaron a considerar a los conquistadores como verdaderos liberadores.

 

Cruel dominio azteca y costumbres satánicas

Hasta el año 1200, en el territorio del actual México solo vivían chichimecas y otonis, todavía en estado salvaje y en condiciones miserables. Sólo mejoró algo su situación a partir de 1200, cuando llegaron los mexicanos, que aportaron arquitectura, maíz y algunos oficios. Cien años después, hacia 1300, hicieron su aparición los aztecas, una tribu cruel que sometió a todos los pobladores. Fueron los aztecas quienes fundaron México en 1325.

El azteca era, por tanto, un recién llegado a México. Oprimía tiránicamente a los demás pueblos, y adoraba ídolos diabólicos, a los que ofrecía en sacrificios brutales centenares de víctimas (presos de guerra, esclavos, y aún en ocasiones a sus propios hijos). Los indios, antes de la llegada de los españoles, celebraban sus fiestas arrancando el corazón con una piedra a seres humanos. Lo echaban aún latiente, a los pies de sus ídolos, que tenían figuras diabólicas (serpientes aterradoras y animales sanguinarios). Luego arrastraban el cuerpo aún caliente de las víctimas y se lo comían.



No nos hacemos cargo del terror que supone ese culto idolátrico de raíz satánica, que regía entre los indígenas. Muchos testimonios hablan de furiosas apariciones del demonio a los indios, cuando estos comenzaban a convertirse a la fe católica: “¿Por qué no me servís, no me llamáis?”; “¿por qué te has bautizado?” Muchos indios fueron violentamente golpeados y heridos por Satanás, y sólo escapaban de sus manos invocando el nombre de Jesús.

 

Costumbres diabólicas

Había tribus que sacrificaban a sus víctimas aún con más brutalidad: las desollaban vivas para embutirse en sus cueros y danzar con ellos bailes horrendos. Cuando había sequía, ofrecían en sacrificio a niños, que sumergían en los lagos hasta que se ahogaran, en ofrenda al diablo del agua.

Otras tribus –prosigue en su relato Motolinía- anualmente tapiaban a varios niños en una cueva, donde morían. La destapaban al año siguiente para volver a tapiar una nueva remesa de niños. Cuando no tenían presos de guerra, sacrificaban a sus esclavos y aún a sus propios hijos.

Los territorios conquistados por los españoles habían estado siempre en continuas y sangrientas guerras de unos pueblos contra otros. Cualquier indio que se atreviese a salir de su poblado y cruzar la selva podía ser capturado para ser sacrificado a los ídolos.

Era una vida inmersa en el terror, magistralmente descrito en la película Apocalypto, de Mel Gibson, basada en testimonios como los que nos narra en su libro Motolinía.

A raíz de la conquista española, en poco tiempo cesaron las continuas guerras encarnizadas entre las diversas tribus.

 

Liberados de costumbres sanguinarias

Los indios tenían mil supercherías, muchas con consecuencias brutales y hasta criminales. Así, cuando una mujer daba a luz gemelos, pensaban ser señal de que el padre o la madre morirían; y para evitarlo, el remedio que tenían prescrito por sus ídolos era matar a uno de los recién nacidos.

Los españoles les liberaron de esas costumbres sanguinarias, que les hacían vivir en continuo terror. A medida que por el bautismo cundía la fe católica, la sociedad indígena se humanizaba.

Motolinía aporta el dato de una de las provincias que tenía asignadas los franciscanos, en las que sólo en un año, una vez convertidos, los indios dejaron libres a más de veinte mil esclavos, y se pusieron a sí mismos grandes penas para que nadie volviese a hacer esclavos, ni los comprase ni vendiese, ya que la ley de Dios no lo permite.

Se trataba de una verdadera liberación, tanto en lo humano como en lo espiritual. En lo humano, por el pronto cese de las guerras interminables; numerosas tribus se hicieron amigas de los españoles para terminar con la opresión azteca. Gracias a las leyes y la justicia establecidas, se alcanzó pronto una paz y quietud tan grandes, resalta Motolinía, que era posible que una persona sola atravesase centenares de kilómetros, por poblado y despoblado, con la misma tranquilidad que lo haría por España. 

Fue una verdadera liberación también en lo espiritual. Basta con imaginar la paz que inundaría el alma de quienes habían vivido sometidos al brutal culto al demonio, al contemplar como Dios a un dulce Niño, indefenso, en los brazos amorosos de su Madre, una Mujer llena de Belleza y Virtudes. El descubrimiento de Dios como Padre amoroso, y de su Hijo, igualmente Dios y hecho Hombre como nosotros por Amor, tuvo que suponer una liberación infinita, frente a los terroríficos y sanguinarios ídolos diabólicos. 

Los primeros y grandes éxitos de la evangelización (cientos de miles de bautismos, y rápido enraizamiento de la fe en sus vidas) confirmaban el alivio que el cristianismo causaba en los nativos, y ponían de manifiesto que había masas de indios providencialmente dispuestas para una vida ejemplarmente cristiana.

 

Codicia de los conquistadores

Motolinía no oculta que hubo codicia en muchos de los conquistadores, pero añade que aún en quienes la codicia estaba en primer término había un fondo de intención cristiana: el deseo de ganar nuevas alianzas para Dios, de que el verdadero Dios fuese conocido y adorado.

Ese recto deseo de ganar almas para Dios hacía palidecer el de ganar riquezas, que era accesorio y remoto entre los conquistadores. El espíritu cristiano de los españoles, que se vieron en tantas ocasiones en peligro de muerte y en grandes necesidades, acababa prevaleciendo, reformando conciencias quizá poco rectas, y haciéndoles ofrecerse a morir por la fe cuando era necesario: en la tesitura de muerte, el deseo sobrenatural de dar gloria a Dios acababa aflorando aun en los casos más recalcitrantes, también para dar testimonio y ensalzar su fe católica entre los infieles.

 

Fervor cristiano de los indios

Era tal el fervor religioso, la adhesión a la fe cristiana de los primeros indios convertidos, que en alguna ocasión que se decidió, por escasez de clero, que algunos frailes dejaran una provincia para ir a vivir a otra (aunque la seguirían atendiendo en viajes periódicos) los indios se amotinaban para impedírselo, viajando hasta la ciudad de México para implorar que no los abandonasen, pues necesitaban el alimento espiritual de los sacramentos. Esto sucedió, cuenta Motolinía, por ejemplo en Xochimilco, a cuatro leguas de México, y en Cholollan, a veinte leguas.

Si al principio algunos indios daban a sus hijos con temor y por fuerza para que los enseñasen y adoctrinasen en la casa de Dios, enseguida, al cabo de pocos años, en cuanto conocieron la maravilla de la fe un poco, y la educación que les daban los frailes, acudían con sus hijos rogando que los recibiesen y les enseñasen la doctrina cristiana desde pequeños. 

Es curioso que algunos vean en esto un atentado a la libertad. Según ellos, habría que haber dejado a los indígenas a su aire, con su miserable vida y su cultura de horrendas consecuencias. Es la utopía del buen salvaje, que es eso: una utopía inexistente.

Quienes se escandalizan con esa práctica de los españoles, olvidan que sigue siendo habitual en nuestra época. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, los norteamericanos obligaban a los padres de familia alemanes a que llevasen a sus hijos adolescentes, educados en el régimen nazi, a escuelas de reeducación en los valores democráticos americanos. 

Por no hablar de la contradicción de quienes, a la vez que critican la actuación española en el Nuevo Mundo, aplauden las tropelías causadas por la revolución cultural de Mao, con raíces tan siniestramente parecidas a las de quienes defienden que los niños no pertenecen a sus padres sino al Estado. 

Cuando se trata de liberar del terror satánico y de costumbres sanguinarias, ¿no es un derecho y un deber actuar para mejorar y sanar las costumbres?

Desde que se ganó la tierra de México (1521) hasta 1536, fecha en que escribe fray Toribio, se habían bautizado más de 4 millones de indios. Normalmente les llevaban a bautizar sobre todo a los niños. A los mayores solían esperar a darles un mínimo de formación. 


La Virgen se aparece en 1531 al indio san Juan Diego
 

Era frecuente que, en los desplazamientos de los frailes, los indios les salieran a los caminos con niños, enfermos y ancianos, rogándoles que los bautizaran. “Los hombres y mujeres pedían el bautismo con gran insistencia, a gritos, llorando y suspirando”, subraya fray Toribio.  

En ocasiones, al bautizar a una criatura, parecía como si saliera el demonio de ellos, pues al “ne te lateat Sathana” los niños temblaban, y ocurrían fenómenos misteriosos. Sucedió por ejemplo al bautizar a un hijo de Moctezuma.

Algunas indias fueron protagonistas de escenas en que el demonio en persona trataba de arrancarles a los hijos aún no bautizados (ellas sí lo estaban), y el demonio se iba cuando invocaban a Jesús: esto sucedió en algunos de sus templos del demonio.

Debieron sentir tan de cerca estos fenómenos sobrenaturales, serían tan claros y patentes, que se explica que empezaran a acudir a millares a ser liberados, mediante el bautismo, del terror a que Satanás los había mantenido sometidos durante siglos. Cuando los frailes tardaban en llegar a algún pueblo, se adelantaban ellos. 

Los indios empezaron a denominar todos los lugares nombrando primero al santo de su iglesia principal, y después el pueblo: Santa María de Tlaccallan, san Miguel de Hoaxotano…

De la profunda cristianización indígena da idea la temprana aparición de la Virgen María al indio Juan Diego, en 1531. Sin dudar, ese fue un momento decisivo para el fervor católico, y por tanto mariano y guadalupano, entre los pobladores la Nueva España. La imagen de la Virgen grabada en la tilma de Juan Diego sigue siendo un misterio para la ciencia.


 

Educación y civilización de las costumbres

 

Desde el primer momento los frailes se preocuparon, además de enseñar la doctrina, de dar educación a los indios. Ya en 1536 los franciscanos fundaron en México el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco para los indios, que fue además embrión para la formación del clero indígena.

Los hijos de los principales de los indios eran educados en los monasterios de los frailes, para que cuando mayores pudieran gobernar cristianamente y ejercer un influjo benéfico sobre todos. Al principio se resistían a entregarlos, pero en cuanto conocieron cómo eran educados, rogaban que los aceptasen. 

Cuando llegaron los españoles a América, era práctica habitual entre los indios emborracharse, tanto hombres como mujeres. Uno de los vicios que se desterraron con la paulatina conversión al cristianismo fue el alcoholismo, vicio que era a su vez raíz de otros, y supuso un gran paso de humanización en las costumbres.

Los pobres y enfermos, antes de llegar los españoles, y antes de la conversión al cristianismo de los indios, no tenían quién los cuidase si carecían de familia cercana, y algunos morían de hambre sin que nadie cuidase de ellos. Otro cambio social fue ver a los indios, en penitencia, buscar pobres para ayudarles, y restituir lo que debían. “Se empezaba a poner freno a los vicios y espuelas a la virtud.

Antes los indios eran enterrados muchas veces con sus enseres: trajes ricos, joyas, mantas… Con su conversión al cristianismo dejó de hacerse: lo dejaban a la familia, y empezaron a hacer testamentos en los que con frecuencia se destinaba todo o parte a los pobres. 

Cuando se bautizaban, restituían sus esclavos a la libertad, y les ayudaban a llevar una vida digna. El cristianismo abolió –no por ley, sino en la práctica, por propia voluntad- la esclavitud.

Paulatinamente se consiguió que los indios tuviesen una sola mujer, terminando con el abuso de los principales, que robaban mujeres y llegaban a tener hasta 200 o 300.

 

Exageraciones utópicas de Bartolomé de las Casas

Asegura Motolinía que, en los primeros años de la conquista, “quienes por oficio debían defender y conservar a los indios, no lo hicieron”, y se cometieron excesos: “esclavos hechos no se sabía dónde, excesos de tributos, trabajos forzados…” Pero enseguida se opusieron los frailes misioneros y el propio obispo de Mexico, fray Juan de Zumárraga, a los desmanes de la primera Audiencia de Mexico, presidida por Nuño de Guzmán.

El obispo informó al emperador, que enseguida puso remedio a la situación enviando personas adecuadas que corrigieran los desmanes, y consiguieron poner paz en toda la zona, con gran bien para los indios. En esta labor destacaron el obispo Sebastián Ramírez, presidente de la Audiencia Real, y el virrey don Antonio de Mendoza.

Hubo españoles que fueron crueles con los indios, pero no fue esa la actitud general, sino más bien se trataba de excepciones, aunque llegaran a ser frecuentes. Ya en 1520 corría entre los españoles el nuevo refrán “El que con indios es cruel, Dios lo será con él”, que deja ver cómo no se trataba de una actitud ni general ni mucho menos vista con aprobación.

La enumeración que hizo Bartolomé de las Casas de los horrores de la Conquista y de las infamias de la instalación hispánica, es un absurdo propio de recién llegado, de quien no tiene un conocimiento real de la situación en América, y acabó convirtiéndose en una condena de la propia penetración cristiana en tierras paganas; una condena que olvida la inmensa tarea realizada por religiosos y otros españoles en defensa de los derechos de los indios.

Motolinía tuvo la valentía y clarividencia de encararse con Bartolomé de la Casas, que hacía propuestas utópicas para la tarea evangelizadora, unas propuestas alejadas de la realidad (propias de quien escribe desde un despacho y no se arremanga para trabajar en el día a día) que solían ir acompañadas de consideraciones injustas y calumniosas hacia el conjunto de la tarea desempeñada hasta el momento por los españoles. El dominico no tenía en cuenta, entre otras cosas, el clima de guerra con los aztecas en que se había desarrollado la actividad española.

Motolinía acusa de teórico a Bartolomé de las Casas cuando criticaba por ejemplo el modo de administrar los sacramentos, en concreto el bautismo, sin acompañarlo de las ceremonias y prédicas habituales en España. Eso lo dicen y propalan, protestaba, quienes no trabajan por aprender la lengua de los indios, ni se aplican a ponerse a bautizar. Motolinía hace responsable a quienes así obraban, de los niños y enfermos que a veces morían antes de ser bautizados, a causa de esos escrúpulos, más propios de burócratas.


Una evangelización que constituyó a los indios como pueblo



La historiadora Carmen Alejos ha escrito que “España llevó la fe a América desde sus inicios. Sin embargo, las leyendas negras, las críticas, los prejuicios, el sentimiento de culpa que inundan a muchos españoles y europeos no tienen límite. Sentimos vergüenza de la tarea descubridora, administrativa, cultural y evangelizadora que realizamos durante más de trescientos años. ¿Por qué? Se cometieron errores y abusos. Algo inevitable, toda obra humana los tiene. Pero ¿no será que en una sociedad que rechaza a Dios no está bien visto que se haya difundido la fe católica y tengamos que pedir perdón?

 

Nada es blanco o negro. Todo tiene sus matices, también la evangelización americana. Ahora bien, no se puede evitar afrontar la verdad. Y ésta es que desde el primer momento del descubrimiento del Nuevo Mundo los Reyes Católicos consideraron una tarea primordial que los conquistadores fueran acompañados de religiosos que enseñaran la fe a los habitantes de esas nuevas tierras.

 

Pertenecían a órdenes religiosas reformadas que habían purificado los lastres que les impedía vivir según la fe evangélica y habían renovado su vida y sus conventos. Gracias a esta reforma, sus deseos evangelizadores eran genuinos, fuertemente enraizados y estaban dispuestos a afrontar las dificultades que hubiera; que, por cierto, hubo muchas.

 

La fe la llevaron religiosos (franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas...) intachables, con un alto sentido de su misión, que realizaban con sus palabras y con su estilo de vida. A fray Toribio de Benavente los indígenas mexicanos le llamaban «Motolinía» que en la lengua náhualt significa «el que es pobre o se aflige». Y es que los misioneros vivían con los pobres, como los más pobres. Los evangelizadores y la jerarquía eclesiástica americana se caracterizaron desde el primer momento por defender los derechos de los indígenas.

 

La evangelización llevada a cabo por los españoles fue profunda, enseñó la fe y a vivir coherentemente según esa fe. Realizó una importante tarea de culturización, aprovechando la religiosidad natural de los nativos para imprimir en ella las huellas de Cristo. Por eso Juan Pablo II pudo llamarla «evangelización constituyente». Es decir, que no sólo se evangelizó a los habitantes del Nuevo Mundo, sino que constituyó un nuevo pueblo, el pueblo latinoamericano que es naturalmente creyente. El ateísmo no es un rasgo propio del hispanoamericano. Las sectas, las diversas confesiones religiosas tienen difusión precisamente porque su tendencia natural es a creer en Dios. Por eso también el catolicismo sigue vigente, con una fuerza imparable.”


 

 Carta de fray Toribio al Señor de Benavente 

FrayToribio de Motolinía, ya en 1540, escribía al señor de Benavente que la Nueva España, tan grande y tan apartada de Castilla, necesitaba consigo un rey que la mantuviera en justicia y paz, y que no podría perseverar sin disolución y dificultades grandes con el rey de España: por eso pedía que el rey Carlos nombrase a alguno de sus hijos rey de América. 

En 1548 se calcula que había en Mexico central siete millones ochocientos mil indios. En 1540 dice Motolinía que por cada español había 15.000 indios, y por eso era milagro que no los echaran, porque Dios les cegó y porque tampoco los indios veían mal su situación respecto a antes de la llegada de los españoles. Antes bien, para muchos fueron como liberadores. Los de la provincia de Tlaxcatlan fueron siempre amigos de los españoles.



El papa san Juan Pablo II, consciente de las tergiversaciones históricas,  quiso hacer un homenaje a esa labor evangelizadora de los españoles en diversas ocasiones. En su visita a España en 1984, decía: Me he referido antes al espíritu con el que ejercieron su tarea evangelizadora tantos misioneros venidos a este continente, y que fueron a la vez elementos activos de promoción social. ¡Cuánto se debe a ellos, incluso humanamente, gracias a la labor desplegada en el espíritu evangélico de amor a todo hombre! Una tarea que prosigue fecundamente en nuestros días, en tantas formas y lugares…”

Esperemo que la versión falseada que ofrece la leyenda negra deje paso a la verdadera historia del descubrimiento y evangelización de América, en algunas mente que todavía la desconocen.   


Los españoles llegan al Nuevo Mundo. Apocalypto, Mel Gibson

        Este video ofrece los últimos descubrimientos de la ciencia sobre el misterio de la imagen de la Virgen de Guadalupe:

 

jueves, 18 de marzo de 2021

El cardenal Herranz recuerda a san Josemaría y san Juan Pablo II

 



En las afueras de Jericó. Recuerdos de los años con san Josemaría y san Juan Pablo II.

Julián Herranz. Ed. Rialp

 

El cardenal Julián Herranz nació en Baena (Córdoba) en 1930, se licenció en Medicina, y desde 1953 se formó en Roma junto al fundador del Opus Dei. Después de realizar los estudios teológicos, en 1955 recibió la ordenación sacerdotal y pasó a formar parte del clero de la prelatura. Durante más de veinte años colaboró con san Josemaría Escrivá en la sede central del Opus Dei.

 

Doctorado en Derecho Canónico, en 1960 fue llamado para trabajar al servicio de la Santa Sede. Intervino en el Concilio Vaticano II como experto para la reforma legislativa de la Iglesia. Ha colaborado con todos los papas desde san Juan XXIII hasta Francisco. Desde 1994 fue Presidente del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y de la Comisión disciplinar de la Curia romana.

 

El cardenal Herranz ha tenido el privilegio poco común de conocer y tratar a seis grandes papas, tres de ellos canonizados y otro, Juan Pablo I, declarado Venerable por Francisco. De ellos, trató con especial intensidad a san Juan Pablo II, a quien conoció ya desde los trabajos conciliares del Vaticano II y fue quien le hizo cardenal. Conoce de cerca las enormes dificultades que pesan sobre los hombros del Obispo de Roma, y cómo han vivido todos ellos entregados a su ministerio, guiados por el deseo de servir fielmente a la Iglesia.

 

Ese mismo deseo lo vio hecho vida en san Josemaría, de quien aprendió a manifestar “con obras y de verdad” el amor a la Iglesia. Por eso, como señala en el prólogo, más que un libro autobiográfico, esta obra es “un testimonio de gratitud hacia dos hombres santos –san Josemaría y san Juan Pablo II- cuya cercanía espiritual me ha proporcionado luz y fuerza para contemplar serenamente las vicisitudes narradas.

  

En sus recuerdos nos ofrece un emocionado y lúcido repaso a las experiencias vividas en esos intensos años de historia de la Iglesia, y a sus encuentros con sus principales protagonistas, junto a los que sin duda el mismo Herranz ha tenido también un papel significativo. Testigo tanto de la intensa vida de la Iglesia como del desarrollo apostólico del Opus Dei, sus puntuales recuerdos dan luz sobre sucesos de la vida eclesiástica en torno a los que existían versiones controvertidas.

 

En el libro destacan a mi juicio tres aspectos. El primero, el sentido sobrenatural con que enfoca situaciones que se prestarían a interpretaciones demasiado humanas. Herranz tiene la conciencia clara de que es el Espíritu Santo quien rige los destinos de la Iglesia. Ese sentido sobrenatural le lleva a salvar las intenciones de las personas y pasar por encima de diferencias de criterio de unos y otros: toda mirada humana es limitada, y una misma realidad a unos les puede parecer cóncava y a otros convexa, según la posición desde la que observen. El sentido sobrenatural lleva a Herranz a aplicar la máxima de san Agustín: “En lo esencial unidad, en lo dudoso libertad, en todo caridad.”

 

  El segundo aspecto destacable pienso que es su discreción, la ausencia de protagonismo, propia de quien intenta hacer suyo el lema de “servir al Señor en su Iglesia sin hacer ruido.” Herranz deja caer la frase del poeta francés Paul Verlaine: “Dadme el silencio y el amor al misterio.” Esa ausencia de afán de protagonismo, tan relacionada con la humildad, se percibe en una contenida narración de los sucesos, que –siendo precisa y transparente- no va más allá de lo que estima prudente para el bien de las personas. Mantiene lejos el funesto morbo presente en algunas desinformaciones sobre la vida de la Iglesia, que tanto engaño produce en quienes lo dejan crecer en su apreciación de la realidad.   

 

Y un tercer aspecto es el alma de poeta del autor. El cardenal Herranz es aficionado al montañismo, y en la contemplación de los grandes paisajes naturales encuentra inspiración para su actitud ante la vida. Esa alma de poeta, que se recrea en la contemplación, aflora también en muchos pasajes de sus recuerdos, que se convierten en sutiles invitaciones a la contemplación de la belleza en cuanto nos rodea, porque ese es el camino para elevar la mente y el espíritu a la Belleza Suprema: “De la belleza de Dios deriva toda belleza creada: se ha de contemplar y amar la belleza de los cuerpos, del arte, de la música, de la poesía, de la naturaleza, pero también y sobre todo la belleza eterna de Dios.”

 

Otro de sus libros, Atajos de silencio, está inspirado en sus paseos por el monte y lo ha dedicado expresamente al valor de la contemplación. Cuando nos detenemos sorprendidos en la contemplación de un paisaje nos estamos preparando también para elevar el espíritu a la contemplación de Dios. Porque Dios se nos manifiesta de mil modos: en una bella puesta de sol, en un gesto de bondad, en una sonrisa agradecida…

 

Del mismo modo, Dios se nos manifiesta singularmente en la vida de los santos: “Cum Maria contemplemur Cristi vultum! En los santos, Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro (Lumen Gentium, 50).”

 

Por eso los recuerdos de Herranz se detienen sobre todo en los dos personajes que más huella han dejado en su vida: san Josemaría y san Juan Pablo II. Es consciente de que Dios le pedirá cuenta del privilegio de haber tratado con tan estrecha cercanía a dos personas en cuyas vidas era posible reconocer el rostro amable del Padre. 

 

Herranz aporta significativas reflexiones al hilo de acontecimientos y anécdotas. Así, cuando constata el gran problema de la cultura actual, la ausencia de Dios, recuerda lo aprendido de san Josemaría: “Vivir como si Dios no existiese es una subcultura paganizante: hay un quid divinum escondido en las situaciones más comunes, que cada uno debe descubrir, mantener y enseñar.”

 

No podemos vivir como si no hubiese sucedido la portentosa Encarnación del Hijo de Dios: “La irrupción de Dios hecho hombre en el tiempo y en el espacio ha partido en dos la historia de lo creado: “Et Verbum caro factum est, et habitabit in nobis”. Esa asombrosa inserción del eterno en lo temporal puede dinamizar, hasta santificarla por completo, mi propia vida: eso es lo que san Josemaría nos hace comprender.”

 

Reflexiona también sobre la enseñanza del fundador del Opus Dei acerca del espíritu de santificación del trabajo, que ve providencial para el mundo actual y el futuro de la construcción social: “Santificar el trabajo, santificarse en él y santificar con él a los demás, es el medio con el que el hombre será capaz de plasmar en la faz de la tierra su rostro espiritual.”

 

Es significativo el comentario que san Juan Pablo II hizo a Herranz cuando le nombró Presidente de su Consejo Legislativo: “Yo espero que usted trabaje con el espíritu de Escrivá.”

 

        El título del libro -En las afueras de Jericó- evoca la curación del ciego Bartimeo por Jesús (Mc, 10, 46-52). “¡Señor, que vea!”. Un pasaje muchas veces predicado por san Josemaría, que lo empleaba en su diálogo personal con Dios: “Señor, que yo vea lo que Tú quieres de mí!”

 

Sin duda Herranz ha hecho suya también muchas veces esa plegaria, pidiendo ver en el ajetreado y a veces oscuro marco de tiempo que abarca el libro: “Luces y sombras, momentos opacos de ceguera humana y otros radiantes, iluminados por la presencia y la palabra de Cristo. Como aquel día en las afueras de Jericó.”

 

Jesús a veces parece que no oye, y además muchos intentan acallar la voz del que reza “¡Cállate, no des voces…!” Pero Bartimeo insiste con más energía… y Jesús realiza el milagro: “Ve, tu fe te ha salvado.” Y lo primero que vio fue “el rostro sonriente de Jesús”.

 

Quizá esa sea una buena conclusión para el lector: más allá de sabrosas anécdotas, más allá de claroscuros eclesiales, te queda la íntima convicción de que Dios rige los destinos de su Iglesia y del mundo, y siempre envía personas santas, dispuestas a escucharle y hacer su Voluntad en la tierra.



miércoles, 13 de enero de 2021

Episodios Nacionales

 


Episodios Nacionales. Benito Pérez Galdós. Ed. Aguilar, 1971 (Obras completas)

 

Este clásico de la literatura española consiste en un conjunto de cuarenta y seis novelas históricas, que Benito Pérez Galdós comenzó a escribir en 1872, con el episodio Trafalgar, y culminó en 1912, con el dedicado a Cánovas. Tenía en proyecto varios episodios más, que abarcarían hasta Alfonso XIII, pero no llegó a concluirlos.

 

Los Episodios Nacionales constituyen un valioso retrato de la vida española entre 1805 y 1880. Entorno a personajes reales que fueron protagonistas de la historia española, Galdós da vida a otros de ficción que le sirven para recrear usos y costumbres populares del momento. Toma pié de los hitos más importantes acaecidos en España durante el siglo XIX, pero pone el foco sobre todo en el modo de vivir, pensar y actuar de las gentes. El resultado es una crónica de tono cercano y costumbrista, más que un tratado de rigor histórico.

 

Galdós, nominado al premio Nóbel de literatura en 1912, domina con maestría el lenguaje. Aprovecha su  habilidad como escritor para ponerla al servicio de sus ideas políticas, aun a costa de deformar o caricaturizar la realidad cuando le conviene. Emplea profusamente la ironía y la exageración para dejar en ridículo a personajes que encarnan ideas distintas a las suyas. 


En ese estilo caricaturesco con frecuencia no sale bien parado el clero, ni los seguidores de partidos distintos al suyo, como los carlistas. Carga las tintas en lo que llama despectivamente la España tradicional, cuyos personajes dibuja siempre como fanáticos e intransigentes. Y enfrente sitúa a personajes amables, atentos y caritativos, que por supuesto pertenecen siempre a la España futura, que es la de su partido liberal.  

  

Se percibe en sus escritos la evolución de su pensamiento político. Sus inicios fueron liberales, y se vinculó al Partido Progresista de Sagasta, con el que fue elegido diputado en 1886. Más tarde pasó al Partido Republicano, y finalmente en 1910 participó con Pablo Iglesias, fundador del PSOE, en la Conjunción Republicano-Socialista.

 

Esa trayectoria queda reflejada en los Episodios, con cierto sesgo anticlerical creciente. Es un sesgo que siempre acompañó al partido republicano, y fue heredado después por el partido socialista. Junto al sesgo anticlerical, crece en sus relatos el pesimismo y la tendencia a reflejar ambientes sórdidos.

 

En sus últimos años Galdós abandonó la política desencantado, y se sumó al pesimismo respecto a España de muchos intelectuales de finales del XIX y principios del XX. El estado de ánimo que le provocaba los políticos españoles se refleja en estas líneas de su último Episodio Nacional, dedicado a la época de Cánovas:

 

Los dos partidos que se han concordado para turnar pacíficamente en el poder, son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado les mueve, no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que de fijo ha de acabar en muerte. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos...”

 

Contrasta ese tono amargo con el que empleaba en los Episodios de la primera época, épico y esperanzado. Por ejemplo, en Bailén, publicado en 1873:

 

Bien puede decirse que la estrategia, y la fuerza y la táctica, que son cosas humanas, no pueden ni podrán nunca nada contra el entusiasmo, que es divino.”

 

       Los Episodios Nacionales de Galdós, aunque desiguales, constituyen una pieza imprescindible para acercarse a la historia de la literatura española. Al menos alguno de ellos, como Trafalgar o La batalla de los Arapiles, parecen de lectura obligada. Se puede aprender mucho de la riqueza de su vocabulario, y además en buena parte son de lectura fácil y entretenida.

 

Pérez Galdós con 51 años, retrato de Sorolla



       Me ha sorprendido gratamente encontrar en el texto de los Episodios frases que solía emplear en sus escritos y en su predicación oral san Josemaría, lo que quizá  indica que debió leerlos en su juventud. Es sabido que el fundador del Opus Dei era aficionado a la lectura desde niño. Tenía dotes como narrador por su graciosa expresividad: entretenía a sus hermanas pequeñas contándoles cuentos. La claridad de sus escritos y de su predicación oral, que ha sido resaltada por especialistas, se fue labrando sin duda gracias a lacalidad de sus lecturas infantiles.

 

He anotado algunas de esas frases o expresiones que Josemaría Escrivá empleó con frecuencia, que bien podrían ser herencia de la lectura de Galdós. O quizá sencillamente sean frases castizas, que emplearon ambos porque ya pertenecían al acervo popular español


En cualquier caso, las dejo aquí, para quien desee profundizar en el sentido de esas expresiones. Creo recordar que había alguna coincidencia más, pero no llegué a tomar nota. 

 

-Mendizábal, (3.25; 898): “Señor de Calpena, usted pitará!”  (por triunfará, tendrá éxito). San Josemaría usaba esa expresión para referirse a personas que dan pasos decididos y bien orientados en su compromiso personal.

 

-Mendizábal, (2.20; 896): “Religioso de verdad, sin aspavientos.” San Josemaría era amigo de la sencillez en todas las facetas de la vida, y usaba la expresión “sin aspavientos” especialmente para referirse al modo de vivir la piedad cristiana, que debía ser interior, recia, sin manifestaciones externas aparatosas. Lo aplicaba también al modo de cumplir el deber, sin hacerlo valer y sin ostentación.

 

-Zumalacárregui, (28.266; 874): “los pobres ojalateros” (Galdós se refiere a los carlistas). San Josemaría señalaba el peligro de excusarse con circunstancias externas pasada o futuras (“ojalá hubiera pasado esto o lo otro”) para no asumir la responsabilidad del presente. Solía llamarlo mística ojalatera.

 

-Zumalacárregui (26.250; 874): “Una raza que al inclinarse para caer en tierra, ya está pensando en cómo levantarse.” El fundador del Opus Dei solía referirse a la lucha interior diciendo que el peligro no está en caer (somos humanos y cometemos errores) sino en no querer levantarse cuando uno ha caído.

 

-Los Apostólicos, 18.184; 620: “Como aquí no hay cumplimientos, que es palabra compuesta de cumplo y miento…” Así prevenía san Josemaría del peligro de conformarse  con un cumplimiento anodino y rutinario, sin el brío propio del amor, que requiere compromiso y energía. Esto, para quien sabe que Dios le espera en el cumplimiento amoroso de sus deberes ordinarios, es grave, porque está falto de amor. Un cumplmiento anodino bien puede acabar sigificando "cumplo y miento." Lo explicaba muchas veces el sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei, el beato Álvaro del Portillo

 

-Cádiz, 3.32: “Yo gozo extraordinariamente al ver frente a mí los caracteres altivos (…); gusto de ver bullir la sangre impetuosa del que no quiere ser domado ni … “ (En otra pasaje hay un diálogo en el que alguien se dirige a un joven: “Veo bullir en ti la sangre de tu padre…”) Josemaría Escrivá, en alguna ocasión, hablando en la intimidad con fieles del Opus Dei, les decía: ¿Sabéis por qué os quiero tanto? Porque veo bullir en vosotros la sangre de Cristo.

 

-El Grande Oriente, (21.370): “Aparta, Señor, de mí lo que me apartó de Ti” (Inscripción grabada en una antigua casa en la calle de la Cabeza, de Madrid). San Josemaría solía usarlo en presente, como oración personal: “Aparta, Señor de mí lo que me aparte de Ti.” Tenía en su habitación unos azulejos con esas palabras, para traerlas con frecuencia a su mente.

 

-El Grande Oriente, (15.325): “La amaba en globo, con sus defectos, conociéndolos y aceptándolos…” El santo de lo ordinario, como llamaba san Juan Pablo II a san Josemaría, insistía en que la caridad consiste en querer a los demás como son, con sus defectos, aunque precisamente porque les queremos les debemos ayudar con paciencia y cariño a superarse.

 

-El Grande Oriente, (4.4.242): “No puedo ni valgo nada.” San Josemaría repetía esa frase con esas palabras en su oración personal: se veía falto de todo mérito y por eso lo fiaba todo a su condición de hijo de Dios, que es quien obra en cada uno y de quien nos vienen todos los bienes.

 

-El Equipaje del rey José, (1.18.183): “…hasta que no ahorquen al último Papa con las tripas del último fraile, no habrá paz…” 

    En alguno de sus encuentros con un auditorio numeroso San Josemaría usó esa expresión en tono simpático, poniéndola en boca de un anticlerical, “Decía un anticlerical (quizá estaba pensando en este texto de Galdós): yo ahorcaría al último cura con las tripas del último obispo…” para añadir con gracia a continuación: “Pues ¡qué mal gusto,no?! Yo os diré un modo mejor de acabar con los curas: ¡venid todos, todos, a confesar!… ¡Y acabaremos todos los sacerdotes muertos de tanto trabajo!¡A confesar, así nos mataréis a todos!”

    San Josemaría coincide con Galdós en señalar los defectos del clericalismo. Se declaraba anticlerical, y hacía con frecuencia en su catequesis una defensa del "anticlericalismo bueno", por supuesto muy distinto del radical y violento, o del que pretende restringir la libertad religiosa. 

    En su predicación prevenía a laicos y sacerdotes contra el clericalismo, un modo de actuar de algunos clérigos que pretende inmiscuirse en las libres decisiones de los fieles laicos en cuestiones temporales. Y señalaba que también es clericalismo la conducta de algunos fieles que  reducen su condición de cristianos a la participación en actividades eclesiásticas, y en cambio se inhiben de participar con madurez en la vida pública bajo su responsabilidad personal. O actúan haciendo valer su condición de católicos, en lugar de hacerlo como un ciudadano más, que ejerce sus derechos y cumple con sus obligaciones de ciudadano.

 

-La batalla de Arapiles, (cap.27.243): “Es lo que yo llamo un ave doméstica. No, señor Araceli, no pidáis a la gallina que vuele como el águila. Le hablaréis el lenguaje de la pasión y os contestará cacareando en su corral.”

    En Camino, nº 7, san Josemaría usa una expresión que recuerda este texto:

             “No tengas espíritu pueblerino. —Agranda tu corazón, hasta que sea universal, "católico". No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como las águilas.

 

Post scriptum:

Me ha alegrado esta noticia sobre la presentación de la edición comentada de Camino, publicada por el Centro en la Biblioteca para la Edición de Clásicos Españoles. El investigador Fidel Sebastián confirma el eco galdosiano en los escritos de san Josemaría Escrivá, y dice entre otras cosas: 

¿Qué estilo tiene el lenguaje de Camino?

San Josemaría habla de las cosas más santas, como hablan Santa Teresa o San Juan de la Cruz o un Fray Luis de Granada, pero con un lenguaje absolutamente civil, que al que más se parece es al de Galdós. Si miráis la cantidad de citas que traigo de Galdós: este término, esta expresión, este giro. El estilo lingüístico de san Josemaría es muy de los escritores del realismo y naturalismo de esa época, y de los poetas que estaban más de moda como Gabriel y Galán, que era muy popular. Era lo que la gente, en los casinos, recitaba. Y eso es muy simpático. Varias expresiones de Camino se entienden mejor si vemos cómo las usa Galdós en su contexto. Es la gracia de contextualizar el léxico. También en esto se diferencia mucho de la edición de Pedro Rodríguez, que lógicamente no atiende este aspecto filológico porque no lo pretendía.

En mi opinión, san Josemaría habla la lengua de Galdós. La que hablaba la gente culta que quería ser natural. Habla con el lenguaje de la gente corriente. San Josemaría era, fundamentalmente, universitario. Su formación intelectual, era universitaria, pasó por el seminario, fue un cura excelente, era la adquirida de su paso por la facultad de derecho. Con una imagen galdosiana, su lenguaje se puede decir que es la llaneza. La llaneza galdosiana. Y con este tipo de léxico, al mismo tiempo, tiene la fuerza de un Fray Luis de Granada. Cuando trata de conmover, conmueve como el que más. San Josemaría conmovía a los públicos.