lunes, 1 de julio de 2013

Ciencia y fe. Nuevas perspectivas.




Mariano Artigas. EUNSA, 1992





En otras ocasiones he mencionado al profesor Mariano Artigas. Titular de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Navarra, físico y filósofo, ha sido uno de los principales expertos en el análisis de esa delgada línea que parece separar la ciencia de la fe, pero que en realidad las une estrechamente.


Quienes, como Artigas,  saben de  ciencia y conocen a fondo la fe católica, comprueban que no sólo no se contradicen, sino que se complementan maravillosamente.  Y juntas son capaces de hacer progresar el conocimiento humano hasta límites insospechados.


Unas preguntas que requieren respuesta

Artigas reflexiona  sobre las relaciones de la ciencia con la fe, y lo hace con el tacto de quien sabe que importa mucho no banalizar en ese terreno.  Están en juego cuestiones serias, sobre las que todo hombre se pregunta en su ser más íntimo.

¿De dónde vengo? ¿Cuál es mi destino? ¿Qué sentido tiene la conducta ética? ¿Por qué debo hacer el bien y evitar el mal? ¿Soy fruto del ciego azar, o de una evolución ideada por un  diseñador inteligente? ¿Quién me ha creado? ¿Qué sentido tienen mis certezas, y qué les diferencia de la verdad? ¿Soy capaz de encontrar la verdad? ¿Soy inmortal, o seré aniquilado?


No hay persona con sentido común que no vea que estas son las preguntas que vale la pena hacerse. Y que respuestas falsas, por banales o irreflexivas,  pueden llevar a la angustia vital, y acabar convirtiendo el mundo en un infierno.


Sobre tan decisivas cuestiones trata este interesante y asequible manual. Su modo de exposición, con una argumentación rigurosa, es atractivo, incluso cuando habla de cuestiones complejas.


Artigas analiza la evolución de las tesis de  los principales científicos y pensadores: Einstein, Popper, Bergson, Eccles, Darwin, Wallace,… Se detiene en las luces aportadas por los últimos  descubrimientos científicos, que con frecuencia han tumbado hipótesis que se habían presentado como “verdades científicas  incontrovertibles” y definitivas.


Una  materia menos material de lo que parece


              



Son interesantes, por ejemplo, sus  razonamientos al mostrar lo tremendamente empobrecedor que resulta el  “cientifismo”, que reduce el conocimiento del hombre a la ciencia experimental,  a lo que pueda ser demostrado mediante fórmulas matemáticas,  o en un laboratorio.  


El cientifismo materialista, al  prescindir de la capacidad de la razón de alcanzar verdades espirituales más allá de la materia, produce una jibarización del ser humano tremendamente reductiva y alicorta.


La ciencia nos ha permitido progresar mucho. Sabemos mucho más que nuestros antepasados.  Pero en realidad seguimos sabiendo muy poco. Ciertas deificaciones de “lo científico” como único conocimiento cierto y clarividente se han mostrado exageradas. Se equivoca –concluye Artigas- quien piense que en la ciencia no existen los misterios, o que tenemos ya un dominio sólido y un conocimiento consistente del mundo material.


Por ejemplo, desde que en 1897 se descubrió el electrón, la tecnología electrónica ha experimentado un avance exponencial, pero aún no sabemos qué es realmente un electrón. Cada avance científico abre nuevas incógnitas cada vez más profundas y difíciles.


De hecho, en las ciencias ha dejado de usarse el concepto de materia. Nos encontramos en un momento de progresiva desmaterialización de la ciencia. En lugar de una materia que se presenta como inatrapable,  se habla de “lo material”, porque no existe ninguna entidad puramente material. 


Todo lo material tiene unas dimensiones ontológicas y metafísicas con un dinamismo propio, nunca son algo meramente pasivo. Son formas materiales que expresan modos de ser que no se agotan en la mera exterioridad, y por eso indican cierta inmaterialidad.



La singularidad de la persona humana

Pero en el caso del ser humano la cosa va mucho más allá. Frente a quienes reducen el hombre a mera materia, Artigas enumera una larga lista de rasgos distintivos de la persona que manifiestan una interioridad irreductible a pautas naturales. Son rasgos que muestran las extraordinarias dimensiones espirituales del ser humano. 

Estas son algunas:

La actividad consciente de la persona, su interioridad y auto-reflexión. El sentido del tiempo. La capacidad de abstracción. El sentido de la evidencia y de la verdad, que son  presupuestos de la ciencia. La capacidad de argumentar. La existencia y el uso del lenguaje. La capacidad de comunicarse, y de instruir y de enseñar a otros. La libertad y capacidad de autodeterminación, que se asientan en la capacidad racional.

La capacidad de apreciar los valores, y  el sentido del bien y del mal.  La responsabilidad.  La creatividad e inventiva, en las que se apoyan los logros de la ciencia y la tecnología. La búsqueda de explicación acerca de la propia existencia. La capacidad de amar.

Y la actitud religiosa: sólo el hombre puede dirigirse a Dios, los animales no rezan: quizá esta es la diferencia más radical entre el hombre y los animales. Por eso podemos afirmar que el hombre es un ser que participa de la espiritualidad propia de Dios: un ser único, que posee dimensiones espirituales y materiales.


Todos estos rasgos muestran que a través de su inteligencia y su voluntad, el hombre trasciende el ámbito de lo natural. Por eso se puede decir que el hombre es único.  Sólo en él la acción de Dios produce un ser que sin dejar de pertenecer a la naturaleza, posee unas dimensiones que la trascienden. Como dijo Wallace, co-descubridor con Darwin de la evolución, “el hombre posee unos atributos espirituales que no proceden de la evolución, sino que tienen un origen sobrenatural”.


Ante esta singularidad, el materialismo de algunos científicos se muestra ciego. Lo ha denunciado John Eccles, Nóbel de medicinapor sus trabajos sobre el cerebro: “El materialismo no sabe dar respuesta a esos problemas fundamentales que surgen de la experiencia espiritual del hombre. El materialismo no consigue explicar nuestra singularidad (…) Cada alma es una nueva creación divina. Afirmo que ninguna otra explicación resulta sostenible”.






Es razonable creer

Artigas argumenta una verdad esencial: la fe no va contra la razón, sino que la supone y perfecciona.  La fe no es irracional, comenzando por el hecho de que sólo una persona inteligente es capaz de creer en la revelación divina.

Por otra parte, cuando algo se presenta con las garantías necesarias, creer es una actitud razonable.  En realidad, creer es una actitud profundamente humana. Sin fe en los demás no podríamos vivir.  Y si Dios existe, es perfectamente razonable que nos haya querido comunicar verdades a las que no podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas.

¿Qué  garantías tiene la revelación divina que ofrece la Iglesia? En realidad, la mayor parte de las dificultades frente a la fe provienen de prejuicios hacia la Iglesia. Pero cuando se estudia la historia de la Iglesia con rigor, en fuentes fidedignas y libres de los prejuicios que han extendido las leyendas negras, se comprueba con asombro que la revelación que Jesucristo trajo al mundo ha sido transmitida íntegra hasta nuestros días,  con una fidelidad heroica, incluso a través de la miseria de miembros de la Iglesia


Esa transmisión fiel a lo largo de veinte siglos es un hecho constatable, que deja pasmado al observador externo. En ese hecho singular el creyente ve  la prometida asistencia del Espíritu Santo  a su Iglesia hasta el fin de los tiempos.


Lo peor de prejuicios y calumnias, dice Artigas, es que acaban haciendo mella en los propios católicos, que adoptan  una actitud de desconfianza hacia la Iglesia.


Una de esas  calumnias mil veces repetidas es la que afirma que la Iglesia ha estado siempre con los ricos y se ha olvidado de los pobres. Pero la realidad es bien distinta: ninguna otra institución se ha preocupado tanto por los pobres. Es tan patente, que incluso Gramsci instaba a los comunistas a preocuparse por los pobres aprendiendo de lo que hace la Iglesia.



¿De qué le sirve la ética a un ateo?

Los argumentos de Artigas muestran verdades evidentes, que no deberían molestar a nadie. Así, cuando se pone en el punto de vista de quienes piensan que no somos más que animales un poco más evolucionados. Entonces, dice, ¿por qué preocuparse de la verdad y de la ética? A un ateo consecuente no le debería preocupar demasiado la ética.


Y respecto a los agnósticos, gracias a Dios la mayoría de ellos son inconsecuentes: de otro modo el mundo sería un infierno. Porque si el hombre es sólo un animal más listo que los demás, si todo es fruto del ciego azar y no podemos saber nada de nuestro origen ni de nuestro fin, no tiene sentido afirmar que el ser humano posee derechos inviolables, o que existe una ética, o que debemos buscar la verdad, o que hemos de respetar la libertad de los demás.


Afirmar que sólo somos animales algo más evolucionados es tanto como  dar vía libre a la ley del más fuerte, y sobrevivirá sólo el que sea más depredador. Todos sentimos en lo más íntimo que tal cosa  es una barbaridad, inconsecuente con nuestra naturaleza.


Si no hemos llegado a esa jungla inhabitable a la que conduciría el ateísmo consecuente es porque aún vivimos de rentas. Vivimos de ideas y religiosidad que hemos heredado de nuestros antepasados. Pero las rentas se acabarán –pronostica Artigas- si no somos capaces de producir nuevos recursos morales.


El libro ayuda a pensar en lo que de verdad debería importarnos. Y es una invitación a sacar conclusiones. Porque la verdad  no es neutra: compromete la conducta, obliga a cambiar estilos de vida. Quizá por eso algunos prefieren darle la espalda. 


Sobre este tema, ver también la reseña a Oráculos de la ciencia


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