Con ojos nuevos. Un viaje a la
fe. Alessandra Borghese.
Ed Rialp
La
princesa italiana Alessandra Borghesse vivía alejada de la fe desde su
juventud, traumatizada por el suicidio en su presencia de un íntimo amigo
cuando tenía 16 años. Ese dramático suceso le hizo entrar en una profunda crisis
existencial.
Años
más tarde, el casual encuentro con su antigua amiga Gloria von Thurn und Taxis,
que le invitó a pasar unos días con su familia, señaló el reencuentro con la fe
católica.
Invitada
un domingo a acompañar a la familia de su amiga a Misa, lo acepta por pura cortesía.
Hacía años que no asistía a Misa. Una nueva invitación pocos días después,
fiesta de la Asunción, le deja sorprendida (“¿A qué viene tanta Misa?”) Y
empieza a preguntarse por el cambio de su amiga Gloria, antes una joven
bullanguera y ahora una madre de familia igualmente alegre pero además piadosa
y buena educadora de sus hijos.
En
esta segunda Misa, en la fiesta de la Asunción de la Virgen, le inunda el
sentimiento de estar perdiéndose algo muy bello de la vida por su alejamiento
de la fe. Fue el primer toque de la gracia en el camino de su conversión. A
este siguieron otros, derribando prejuicios y abriéndole los ojos a su vida
vacía.
Al
regreso de los días pasados con la familia de Gloria, mantiene una larga conversación
con un sacerdote piadoso y culto, amable y comprensivo, muy alejado del
estereotipo que se había formado sobre los sacerdotes católicos. El
sacerdote le invita a confesarse, y le anima a asistir diariamente a la Santa
Misa, porque es el alimento que necesitamos para nuestra debilidad. Le
sorprende que tuviera que ser diariamente, pero Alessandra, deportista y
disciplinada, admite el reto. A medida que pasan los días siente cómo la gracia
de Dios obra en ella, dándole fortaleza para perseverar.
En
el afianzamiento de su fe intervienen otros personajes, como el conocido empresario
y editor Leonardo Mondadori, o el
cardenal Joseph Ratzinger, a quien sigue desde antes de su elección como Papa
Benedicto XVI, deslumbrada por su clarividencia y humanidad.
Su
imprevista conversión causó sorpresa en los círculos aristocráticos que solía
frecuentar, y comenzó a ser requerida para dar conferencias y charlas a grupos
muy diversos. Además, la princesa Borghesse sentía la necesidad de contar su
experiencia.
Poco
después escribió un segundo libro, Sed de Dios, en el que habla de otras
conversiones de personajes conocidos, como André Frossard, hijo del que fue secretario
general del Partido Comunista de Francia, o la del periodista y escritor italiano
Vittorio Mesori, de familia descreída y anticlerical.
En Sed de Dios recoge muchas de las anécdotas y
experiencias en esos años, y da respuesta por extenso a algunas de las
preguntas que en vivo o por escrito le han sido dirigidas: sobre la moral de
nuestros días, el sentido del dolor, de la fe o de la castidad. Y también sobre la necesaria presencia de Dios en nuestras vidas y en la vida social: "Cuado se tiene a Dios como una baratija inútil es imposible sostener por mucho tiempo la igualdad entre los hombres. Los hombres somos iguales únicamente en nuestra dignidad espiritual, no por pactos."
“Dios está siempre listo y
dispuesto para esperar a cada persona. Somos nosotros quienes no estamos
disponibles para él. Cada persona es hija de Dios y amada por Dios. Sólo
tenemos que comprenderlo. No es tan sencillo. Hay personas que lo comprenden
inmediatamente, de pequeños; hay personas que lo comprenden cuando son mayores;
y hay quien no lo comprende nunca. Pero todos son hijos de Dios igualmente.”
Alessandra habla también de la
ayuda espiritual y el impulso apostólico que recibe de diversas personas e
instituciones de la Iglesia.
Un
adolescente en la retaguardia. Memorias de la guerra civil. Plácido María Gil Imirizaldu. Ed.
Encuentro, Madrid 2006
Cuando estalló la guerra civil española,
en julio de 1936, Miguel Gil Imirizaldu era un joven novicio benedictino de 15
años, en el monasterio de Pueyo, cerca de Barbastro, en la provincia de Huesca.
En los primeros días de la guerra una
columna de anarquistas se dirigió al convento y apresó a todos los religiosos, que
fueron encerrados en el colegio de los escolapios de la ciudad del somontano aragonés,
junto a otros religiosos y algunos seglares.
Entre el 2 y el 18 de agosto de 1936 los
milicianos asesinaron, en sucesivas sacas, a 51 claretianos, 18 benedictinos,
10 escolapios, al obispo de la diócesis Florentino Asensio, y a varios laicos reconocidos
por su fe cristiana. Entre ellos a Ceferino Giménez Malla, un tratante de
caballos de etnia gitana, detenido y condenado a muerte por reprender a unos
milicianos que golpeaban despiadadamente a culatazos a un sacerdote.
Escena de la película Un Dios prohibido, sobre los mártires de Barbastro
Aunque buena parte de los fusilados también
eran muy jóvenes, Miguel Gil era apenas un adolescente y finalmente no fue
llevado al paredón.
Escena de la película Un Dios Prohibido
Muchos años más tarde, Miguel escribió
estas memorias, en las que narra los sucesos de los que fue testigo durante esa
guerra fratricida. Sorprende la precisión de sus recuerdos, la elegante
sencillez de su estilo, y la fina caridad cristiana con que describe los
hechos, sin sombra de rencor y cubriendo con un manto de piedad las atrocidades
de quienes causaron tanto sufrimiento.
Al fin liberado de su encierro, los
anarquistas pusieron a Miguel a trabajar a su servicio, también con ánimo de
convencerle de que abandonara su fe. Vivió el primer año de la guerra
acompañando a la brigada anarquista, sirviéndoles como camarero en Barbastro.
Soportó con fortaleza las pruebas a que era sometido, manteniendo viva su fe en
aquel ambiente anticristiano. Sin duda afirmó su decisión de mantenerse fiel a
Jesucristo el ejemplo de entereza con que sus compañeros habían afrontado las
brutalidades y el martirio.
A medida que el frente de guerra avanzaba,
Miguel retrocedía con las tropas republicanas. De Barbastro, donde estuvo los
primeros meses, pasó a Caspe, donde conoció a Líster. Más tarde llegó a Poal,
en la plana de Urgel, donde fue acogido por una familia de convicciones
cristianas.
La tensión del momento en que los
nacionales van a entrar en el pueblo, el miedo a quedar entre dos fuegos,
quedan reflejados con viveza y realismo. Finalmente, los soldados del ejército
rojo abandonaron el pueblo, y los nacionales entraron sin derramamiento de sangre.
Es significativa la
descripción que hace Miguel del ambiente que se encuentra al llegar por primera
vez al campamento de los nacionales, en las afueras del pueblo, tan distinto de
lo que había vivido entre anarquistas y milicianos.
Ya libre y a salvo
al otro lado de la línea del frente, Miguel pudo regresar a su pueblo, Lumbier,
y abrazar a sus padres, a quienes habían
llegado las noticias de los asesinatos de Barbastro y le habían dado por
muerto. La descripción del cariñoso recibimiento que le dispensó todo el pueblo
es muy emocionante.
Poco después Miguel ingresó
como monje en el monasterio de Valvanera, donde recibió el nombre de Plácido.
Posteriormente se trasladó a la abadía benedectina de Leyre, en Navarra.
Es quizá uno de los mejores libros que he
leído sobre esos tristes años. Es un relato objetivo: el protagonista se limita
a contar lo que vio y vivió, con sencillez y sin apasionamientos. Es un relato
que emociona: describe sucesos y personas con una mirada serena, misericordiosa
y comprensiva, libre de odios y rencores. Sus nítidos recuerdos permiten al
lector introducirse en los hechos tal y como sucedían ante su vista, revivir
aquellos ambientes, y sentir las emociones que bullían en el alma de aquel
joven adolescente.
Al hilo de la lectura la mente no tiene
más remedio que pararse a reflexionar sobre el origen de esa finura de espíritu
que aletea entre las páginas. Un espíritu, el del joven protagonista y el del
ya maduro redactor que escribe sus recuerdos, que parece elevarse por encima de
los sucesos y tender sobre ellos un bálsamo purificador. Un espíritu que entra en creciente resonancia con el Espíritu de Dios, que es misericordioso y compasivo.
Meses después de desatada la pandemia, nos viene
bien analizar su efecto en nuestra salud psicológica y en nuestra
felicidad. ¿Somos ahora más o menos felices que hace apenas un año, cuando
comenzaron los confinamientos? ¿Qué cambios ha provocado en nuestra conducta, en
nuestro carácter, en nuestro estilo de vida la pandemia y todo lo que ha
provocado?
Es importante, si queremos ser felices, descubrir
el camino para afrontar saludablemente lo que la vida nos depara, entrenar
nuestra capacidad de respuesta para que sea adecuada a los desafíos del momento.
Los problemas están para resolverlos, sin dejar que dañen el meollo de nuestra
personalidad y su rumbo hacia lo mejor. Porque si los afrontamos bien, pueden ayudarnos a crecer como personas.
Crecerse ante las dificultades
Quizá lo primero que se constata es que la pandemia
nos ha brindado la oportunidad de crecer en fortaleza. Si en la vida no hubiera
dificultades seríamos endebles, frágiles, como se hace blandengue el niño al
que todo se lo dan resuelto sus padres.
La fortaleza, el ánimo para afrontar las
dificultades de la vida, crece cuando no nos arrugamos ante los contratiempos,
y hacemos de la necesidad virtud, mirando de frente los obstáculos de la vida.
Tenemos
esa capacidad de crecernos, a pesar de que algún sistema educativo parece querer
erradicarlo. Porque hay ideologías que
buscan una sociedad ignorante y débil, que respalde la gestión de gobernantes que resuelvan su vida sin tener que trabajar, pudiendo hacerlo.
Sin embargo, crecerse es fuente de felicidad. La
satisfacción del deber cumplido acompaña siempre al esfuerzo que supone afrontar una dificultad. Arrugarse, paralizarse ante el peligro, deja
siempre un fondo de tristeza, de remordimiento por las cosas no hechas por
falta de atrevimiento.
Controlar los miedos
Cuando aún seguimos sin ver el final del túnel,
hemos de examinar cómo hemos controlado los miedos: al contagio, a perder la
salud, a correr el riesgo de salir en ayuda de quien nos necesitaba, incluso el
miedo a salir de casa…
Una cosa es la prudencia, virtud necesaria que
consiste en poner los medios adecuados para alcanzar lo bueno; y otra la
cobardía, que nos retrae de intentar alcanzar lo bueno por temores paralizantes
o injustificados.
La cobardía nace del egoísmo y siempre acarrea
infelicidad. Además la cobardía nunca es prudencia, sino todo lo contrario: la
cobardía puede convertir nuestras acciones u omisiones en actos verdaderamente imprudentes, porque nos dañan y dañan a los demás.
Apreciar las pequeñas cosas que hacen la vida
amable
Esta crisis, con sus restricciones, confinamientos
y cuarentenas, nos ha puesto en evidencia la precariedad de nuestra salud y lo
pasajera de la vida. Como si de una guerra se tratara.
Pero también nos ha hecho descubrir la importancia
de pequeñas cosas que teníamos y no valorábamos: los paseos con los amigos, las
cercanas relaciones familiares, los almuerzos compartidos, las risas en la
cafetería, el ambiente de camaradería jovial que nos hacía disfrutar en el
trabajo…
Esas pequeñas cosas daban luz y relieve a nuestra
vida, y eran fuente de felicidad. Una fuente inadvertida. Vivíamos rodeados de
cosas buenas, y no nos dábamos cuenta de que eran un regalo. Ahora las
añoramos, pero hemos aprendido a valorarlas.
Pensar en las cosas buenas que tenemos
Debemos aprender a pensar en las cosas positivas
que tenemos. También las que aún ahora, cuando pervive el virus entre nosotros,
no hemos perdido: la amistad, la convivencia familiar, querer y sentirse
querido y acompañado, aunque sea en la distancia, el trabajo que si se busca no
falta, las buenas lecturas que reconfortan... Tantas cosas buenas que aún
podemos disfrutar, que son muchas más de las que hemos perdido.
Nos conviene hablar más de las pequeñas cosas
buenas que nos suceden cada día. No darlas por supuesto, porque son cosas
buenas y bellas, y considerar la bondad y la belleza nos hace mejores y más
felices: la llamada de un amigo, el paseo al aire libre con la familia, la
satisfacción de una tarea profesional bien acabada…
Hay que detenerse a contemplarlas y
saborearlas. Porque ojos que no ven, corazón que no siente. Si logramos que esas cosas
positivas sean nuestro tema de conversación preponderante, seremos un bálsamo
para nuestras familias y amistades.
Ejercitar el optimismo
Las personas felices son optimistas. Hay que
ejercitar el optimismo, que consiste en buena parte en detenerse a pensar en
las cosas positivas y no en las negativas. El que piensa constantemente en las
cosas negativas se encierra en un círculo vicioso negativo, que acaba siendo
oprimente para uno mismo y para los seres cercanos.
Si me han dado un “no”, o sencillamente he
experimentado algún tipo de fracaso, darle vueltas y obsesionarme con el “no” o
el fracaso nos convertirá en personas negativas. Es el momento de idear nuevas
formas de resolver la cuestión, y de pensar en todos los “síes” que ese mismo
día he recibido: el sí del nuevo día que ha amanecido para mí; el sí de mis
seres queridos que siguen ahí; el sí de la salud o de la posibilidad de
recuperarla; el sí de mi misión en la vida…
El sí, en definitiva, de mi capacidad de dar
sentido positivo a todo, incluso a lo que podría parecer negativo, porque
podemos darle la vuelta. Eso lo tenemos más fácil quienes sabemos que somos
hijos de Dios, que es Padre que nos quiere con locura.
Cuando algo sale mal, hay
que recordar aquel castizo dicho que solía recomendar san Josemaría: “Donde una
puerta se cierra, otra se abre.” Y también aquella palabra confiada de Abraham: "Dios proveerá". Y seguir adelante con buen ánimo.
Controlar la memoria y la imaginación
Nos conviene ejercitar a diario nuestra psicología,
tanto como ejercitamos los músculos haciendo deporte. Tener una
psicología sana y fuerte requiere entrenarnos en desechar con rapidez las percepciones
negativas de la realidad, porque nos cargan de negatividad, pesimismo y
angustia.
Hay que saber controlar la memoria y la imaginación,
para no obsesionarnos con el coronavirus, o con acontecimientos negativos. Por supuesto hemos de estar informados y compartir noticias de
interés, siempre que sean fiables, pero no puede ser el COVID y la situación
sanitaria el único tema de conversación, ni debe reclamar más de lo necesario
nuestra atención cualquier noticia triste.
Ojo, por ejemplo, a la búsqueda compulsiva de “últimas horas del
coronavirus”. Hay otros muchos temas importantes para nuestra vida.
Buenas amigos, buenas lecturas, buenas películas
Hay que saber conectar con personas inspiradoras,
esas que transmiten felicidad y son ejemplo de buen hacer. Fijarnos en sus
hábitos, los lugares que frecuentan, su estilo de vida… Y extraer conclusiones
para construir un ideal de vida propio con el que soñar, que cada día habremos de tejer
poco a poco.
La pandemia ha sido un tiempo (y aún lo puede ser
unos meses más) muy propicio para cultivar la afición a las buenas lecturas, y también a las
buenas películas: esas que dejan poso, transmiten optimismo y nos
hacen disfrutar.
Leer lo que han escrito los mejores nos hace
mejores personas. Hay que frecuentar a esos grandes autores que han sabido mostrar lo mejor de lo que es capaz
el ser humano, y enseñan con arte a distinguir entre el bien y el mal, el amor y el
egoísmo.
Hay mucho bueno donde elegir, y no hay tiempo para
leerlo todo. Por eso es importante saber escoger, y optar por los que más valor
han aportado a la humanidad. Hay muy buenos elencos de lecturas recomendables, que
ayudan a comprender el mundo que vivimos y tienen una concepción de la persona
acorde con su dignidad.
Entre los libros también hay “mucho malo”, que deberemos
mantener lejos si no queremos que nos emponzoñe la mente y la psique. Algunos
escritores son tristemente famosos por el rastro de angustia, desesperanza, pesimismo o vicio que han dejado con sus obras. No pocas veces han sido reflejo de su propia triste vida. Hemos de saber eludirlos para que nuestra
navegación en la vida sea saludable. No podemos permitir que nadie intoxique
los ideales que nos hemos trazado.
Llevar las riendas de nuestra interioridad: eres lo
que contemplas
Una persona feliz conduce el protagonismo de su
propio interior, no lo deja en manos de impactos del exterior. Lo que nos llega
de fuera no debe perturbar nuestra intimidad, nuestras prioridades. Sólo hemos
de dejar que modulen nuestra respuesta: si es nocivo, no detenernos en su
contemplación, porque lo que miramos y escuchamos influye en nuestra intimidad,
y si es nocivo envenena y afea la personalidad.
Somos lo que contemplamos. Sería penoso quedarse
aprisionado en una consideración exhaustiva de cosas tristes o negativas, o
indignas de nuestra humanidad. Eso nos cargaría de negatividad tóxica.
Pensar en uno mismo, para dar sentido a nuestra
vida
Puede parecer egoísmo, pero hay que saber dedicar
un tiempo diario a “no hacer nada”. El activismo es una enfermedad que nos
impide pensar. Hemos perdido la capacidad de reflexionar, de tomar distancia de
lo que nos rodea para mirarlo con perspectiva y dar sentido a nuestra
actividad, tan frenética y desnortada a veces.
Necesitamos espacios y momentos de reflexión
serena, de diálogo con uno mismo, para conocernos, entendernos, aclarar el sentido
de nuestra conducta y ver si está siendo la adecuada.
Solemos dedicar tiempo a pensar en nuestras
actividades, pero no a pensar en nosotros mismos. Quizá porque nos asusta lo
que podamos descubrir: planteamientos egoístas, insolidarios, victimistas,
autocompasivos, cobardes.
El activismo, el no saber estarse quieto, a solas
con uno mismo, a veces esconde el miedo a conocerse, a descubrir nuestros defectos.
Y actuamos como las cucarachas, que corren a esconderse cuando se enciende la
luz: prefieren la oscuridad. Muchos se esconden en un activismo oscuro, porque impide ver el sentido de su vida. Y una vida sin sentido no puede
ser feliz.
Es necesario pararse a pensar para poseer nuestra
intimidad: saber quién soy, de dónde vengo, qué estoy llamado a hacer en la
vida, qué deseo hacer, qué espero de mis seres queridos y que están esperando
ellos de mí, qué valores me mueven y si son acordes con mi dignidad como
persona, qué bien aporto a mi familia y a la sociedad en la que me muevo, que
me apenaría no haber hecho si muero mañana.
Se trata de dejar de hacer cosas para pensar en por
qué y cómo las hacemos. Es un diálogo con uno mismo que permite que nos
entendamos, y también que nos comprendamos, poniendo en esa reflexión la cabeza
y el corazón. Y siendo sinceros con nosotros mismos si constatamos que no nos
entendemos y estamos necesitando que nos ayuden. Todos necesitamos esa ayuda
externa de un buen amigo y consejero. Al fin y al cabo, somos seres sociales,
necesitamos unos de otros.
Pensar en uno mismo no consiste en un ejercicio de
autocompasión, ni de egoísmo, ni de victimismo. Es todo lo contrario: se trata
de saber quién soy, conocer mis valores y mis limitaciones, y así poseerme.
Sólo quien se posee tiene capacidad de darse, de amar y de ser amado. Sólo
poseyéndonos seremos verdaderamente los protagonistas de la fantástica película
en que podemos convertir nuestra vida.
El secreto de la felicidad es amar
Tomás de Aquino, que era sabio y
divertido, decía que la felicidad sólo se
alcanza totalmente en el cielo. Aquí en la tierra el conocimiento de Dios, que
es Amor y el sumo bien, es una plenitud parcial de la felicidad, que tiene otro
elemento importante en el placer, o sentimiento de bienestar en el objeto
poseído: un estado de euforia de la mente y del cuerpo que el hombre disfruta
imperfecta y esporádicamente en esta vida, pero plenamente en la otra.
Todo el camino de la vida feliz se hace amando, porque
estamos hechos para amar, a imagen de Dios que es Amor. La Felicidad con
mayúscula, la que no pasará ya nunca, es para los que cada día recorren el
camino hacia ella amando a los que tiene cerca y lejos, y así son ya felices
ahora y hacen felices a los que tienen cerca. Odiar, que es lo contrario de
amar, es una tenebrosa fuente de amarga infelicidad, en la tierra, y lo que es
peor, en el más allá.
El hecho mismo de estar en camino es ya fuente
diaria de felicidad. Pararse, rendirse, es fuente de abatimiento y tristeza. A
veces nos quedamos parados porque nos cansamos de amar. Y nos cansamos porque
confundimos el amor con el placer momentáneo, y eso no es amor, sino un
sentimiento que nace del egoísmo y por eso tiene un recorrido de felicidad tan
vulgar y efímero.
Amar es darse sin cansancio, aunque no haya
retorno. Amar es ofrecer amor aun a riesgo de rechazo. Ese amor incondicional y vulnerable, que se ofrece aun sin saber
si será correspondido, es la auténtica fuente de felicidad.
Dios mismo nos ha enseñado, al hacerse uno de
nosotros, hasta qué punto el Amor es capaz de mostrarse vulnerable. Ahí está,
en Belén y en la Cruz y en la Eucaristía, esperando nuestra respuesta. Llamando
a nuestra puerta. Y nosotros tantas veces “mañana te abriremos", respondemos.
A participar de ese Estilo de Amor estamos llamados
todos. Lo alcanzaremos con un ejercicio diario que nos aleje de la vulgaridad y
busque la excelencia del amor: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.
Parecía un párrafo de uno de los libros del pensador británico C.S.Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, publicado en 1942. Me lo ha pasado un amigo, sobresaltado por la similitud con nuestra situación actual, en plena pandemia ocasionada por el coronavirus. Gracias a la advertencia de otro buen amigo he comprobado que el párrafo es imaginario. Sin duda el autor, inspirado por el sentido que Lewis dio a su obra, ha querido imaginar qué nos diría de la pandemia actual y la reacción de muchos ante ella. Ha redactado un texto y lo ha puesto en circulación, sin advertir que el autor no es C.S.Lewis. Lo que sí dice Lewis, poniéndolo en boca del diablo, es que como muchos no piensan en la vida eterna, "tienden a considerar la muerte como el mal máximo, y la supervivencia como el bien supremo. Pero es porque les hemos educado para que pensaran así."
Cuando Lewis tenía 30 años, su amistad con Tolkien supuso un reencuentro con el cristianismo. Su conversión dejó una profunda huella en sus escritos. En Cartas del diablo a su sobrino hace una magistral descripción, en clave irónica llena de humor británico, de las diversas formas en que el hombre se deja seducir por las tentaciones del maligno. Y una de ellas es no pensar nunca en el más allá de la muerte, en la vida eterna.
Transcribo ahora el párrafo ficticio que ha sobresaltado a mi amigo, redactado en estos días de confinamiento por algún bienintencionado que debería haber avisado de que el texto no es en realidad de Lewis, aunque se inspire en su obra:
"- ¿Y cómo lograste llevar tantas almas al infierno en aquella época?
- Por el miedo.
-- Ah, sí. Excelente estrategia; vieja y siempre actual. ¿Pero de qué tenían miedo? ¿Miedo a ser torturados? ¿Miedo a la guerra? ¿Al hambre?
- No. Miedo a enfermarse.
- ¿Pero entonces nadie más se enfermaba en esa época?
- Sí, se enfermaban.
- ¿Nadie más moría?
- Sí, morían.
- Pero, ¿no había cura para la enfermedad?
- Había.
- Entonces no entiendo.
- Como nadie más creía o enseñaba sobre la vida eterna y la muerte eterna, pensaban que solo tenían esa vida, y se aferraron a ella con todas sus fuerzas, incluso si les costaba su afecto (no se abrazaban ni saludaban, ¡no tenían ningún contacto humano durante días y días!); su dinero (perdieron sus trabajos, gastaron todos sus ahorros)...
Aceptaron todo, todo, siempre y cuando pudieran prolongar sus vidas miserables un día más. Ya no tenían la más mínima idea de que Él, y solo Él, es quién da la vida y la termina. Fue así. Tan fácil como nunca había sido.”
Es la actitud que podríamos adoptar, atenazados por el miedo a perder la salud. Un miedo lógico, especialmente para quien piense que esta vida es la única.
Si hay una cosa clara es que todos moriremos, si Dios quiere dentro de muchos años. Por eso lo esencial no es conservar la salud a toda costa. Lo decisivo es emplear la vida en algo que valga la pena, para esta vida y sobre todo para la otra.
Como están haciendo tantos héroes anónimos estos días, dejándose la salud y jugándose la vida por cuidar a quienes les necesitan. Así es como mejoraremos el mundo. (Imágenes de la Clínica Universitaria de Navarra)
En un reciente post mencionaba unas palabras del cardenal Sarah sobre la misión de los cristianos en el mundo. Se refiere el cardenal a la crisis de valores en la sociedad occidental, que es una llamada a la acción apostólica de todos los fieles. Con palabras que pueden sorprender, Sarah afirma que nuestra misión no consiste en salvar a una sociedad que muere, porque ninguna civilización tiene las promesas de vida eterna. Nuestra misión consiste en vivir fielmente la fe recibida de Cristo. Así salvaremos la herencia de siglos, aunque seamos pocos. La solución no está en ganar elecciones, ni de influir en opiniones, afirma Sarah. No se trata desde luego de una llamada a la pasividad, sino todo lo contrario. Influir en la política o en la opinión pública son aspiraciones nobles para todo ciudadano, que debe contribuir con su experiencia vital al bien común. Pero siendo importante, no es ese el núcleo del valor que los cristianos estamos llamados a aportar al mundo. Lo esencial, prosigue Sarah, es vivir el Evangelio de modo concreto, en la actividad diaria. La fe es como el fuego: para poder transmitirla tiene que arder. Nuestro deber es cuidar ese fuego sagrado de la fe, hacerla vida. Ese será nuestro calor en medio del invierno de Occidente. Cuando un fuego ilumina una noche oscura y fría, los hombres poco a poco van acercándose a él, a su calor y a su luz. Una idea similar expresa Benedicto XVI en su libro sobre Jesús de Nazaret, poniéndonos en guardia frente a cierta formas de mesianismo político. El demonio tentó a Jesús ofreciéndole el poder sobre los reinos del mundo. La nueva forma de esa tentación es interpretar el cristianismo como una receta para el progreso, y el bienestar común como la auténtica finalidad de las religiones.
Pero la respuesta de Jesús es clara: ningún reino de este mundo es el Reino de Dios, ninguno asegura la salvación de la humanidad. Las formas políticas revestidas de mesianismo son tentaciones diabólicas, que solo pueden llevarnos a la miseria y a la esclavitud. Debemos desconfiar de todo aquel que prometa el bienestar para siempre, la paz y la prosperidad perfectas, porque es mentira. Lo que Jesús ha venido a traernos no es un reino humano, sino a Dios. Ahora conocemos el rostro de Dios. "Quien me ha visto a Mí ha visto al Padre." Ahora podemos mirarle, viendo a Jesús. Ahora conocemos cómo es el sentimiento de Dios hacia nosotros, que es el de un Padre amoroso que llora por sus hijos dispersos por el pecado, porque no saben hacer buen uso de su libertad. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo, que es el del amor y la entrega generosa a los demás, aunque cueste, como hace Dios con nosotros. Jesús ha traído a Dios, y con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino. Ha venido a traernos la fe, la esperanza y el amor. En un mundo siempre imperfecto porque está en manos de hombres con defectos, los cristianos tienen la misión de contribuir a hacerlo mejor poniendo a Dios en el centro de sus vidas, y aportar a la sociedad los valores que aprendemos de Él. El poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero es el único poder verdadero y duradero, explica Benedicto XVI. Aunque su causa parezca estar siempre como en agonía, siempre se demuestra como lo que verdaderamente permanece y salva, mientras los reinos de este mundo, con los que Satanás tentó a Jesús, se van derrumbando todos. La gloria de Cristo es una gloria humilde y dispuesta a sufrir, y nunca perecerá. Es en ese rostro humilde y entregado de Cristo donde conocemos a Dios, que es Amor. Y donde conocemos nuestro auténtico bien y nuestro destino.
La crisis de fe en amplios
sectores de la Iglesia, y el patente declive moral de Occidente, han movido al
cardenal Robert Sarah en repetidas ocasiones a elevar su voz de pastor y hombre
de fe para dar un toque de atención a quien quiera escucharle.
Éste es el tercero de los
libros que publicacon esa finalidad: tres
llamadas fuertes a las conciencias de creyentes y no creyentes. El primero fue
Dios o nada, en 2015. Le siguió en 2016 La fuerza del silencio.
Nacido en Guinea Conakry en
1945, la profunda piedad de unos misioneros franceses dejó una huella
imborrable en su vida. Tras muchas penurias y dificultades, fue ordenado
sacerdote en 1969, y arzobispo diez años después. Sufrió la persecución del régimen
marxista de Sekou Touré.
En 2001 Juan Pablo II le llamó a Roma, y desde
entonces ha ocupado cargos de responsabilidad en la Iglesia católica. En la
actualidad es Prefecto de la Congregación del Culto Divino y de los
Sacramentos.
Con ocasión de la presentación
de este libro, el cardenal Sarah ha concedido numerosas entrevistas, intentando
aportar luz en momentos a su juicio de gran oscuridad. No le importa ir
contracorriente. Alude con frecuencia a la presión mediática, movida por
intereses financieros, que silencia o desprestigia a las voces disidentes.
Selecciono algunas de las
ideas que me han parecido más sugerentes, tanto del libro como de algunas de sus
entrevistas con los medios. Desde luego recomiendo la lectura íntegra y pausada del libro. Ayuda a pensar.
Quédate con nosotros
Ya desde el título Sarah
nos da a conocer su intención: una llamada a orientar nuestra mente a lo
fundamental, que es Dios. Es la frase que los discípulos de Emaús dirigen a
Jesús: “Quédate con nosotros, que se hace tarde y anoche.”
Han abandonado Jerusalén,
desanimados tras la cruel muerte de su Maestro, y regresan abatidos y sin
esperanza a su pueblo. Pero por el camino Jesús les sale al encuentro. No le
reconocen al principio, porque es Jesús glorioso. Pero algo cautivador perciben
en Él, y cuando se despide, le suplican: “Quédate con nosotros, pues está
cayendo la tarde y se termina el día.” Anochece, resta con noi. (Lc 24, 29). Tu
presencia y tu palabra nos devuelve la esperanza.
Es la oración que en este
tiempo deberíamos pronunciar todos: no nos dejes, porque cae la noche sobre el
mundo, y tu Presencia es la única capaz de iluminar y dar esperanza a nuestros
corazones.
Diagnóstico, pronóstico y
remedio
A preguntas de Nicolas
Diat, ensayista y editor, que se limita a intentar que el libro no
se convierta en un largo monólogo, el cardenal Sarah hilvana una reflexión
sobre la salud de dos enfermos: Occidente y la
Iglesia. Ambos sumidos en una crisis grave e interrelacionada.
Occidente ha abandonado a
Dios. Se empeña en construir una sociedad en la que Dios no tenga lugar. El
pronóstico es terrible, porque sin Dios el amor y la solidaridad, que están en
la raíz de nuestra civilización, no son sostenibles largo tiempo. Europa camina
hacia el abismo, sin identidad, despreciada por otras religiones que la
acabarán invadiendo y borrarán todo lo bueno que hemos construido durante siglos.
El remedio es volver a poner a Dios en el centro de la vida personal y social.
Paralelamente examina la
situación de la Iglesia, sumergida en una crisis en estrecha relación con la de
Occidente. Y con un diagnóstico similar: la ausencia de Dios, el desprecio de
la liturgia y de los sacramentos, que son la Presencia de Dios entre nosotros.
La Iglesia no morirá,
porque tiene promesas de vida eterna y siempre quedará un resto, por pequeño
que sea, que transmitirá la herencia recibida. Pero lo que conocemos como
Occidente cristiano desaparecerá si no
corrige su rumbo, porque a ninguna civilización se le ha prometida vida eterna.
El cristianismo no es una ideología
La Iglesia –afirma el
cardenal Sarah- atraviesa un Viernes Santo. Ese día muchos discípulos abandonaron a Jesús y le traicionaron. Judas le
traicionó porque aspiraba a un Cristo ocupado en la política. Así andan hechizados
muchos sacerdotes y obispos –afirma Sarah- metidos en cuestiones terrenales.
Olvidan que sin Cristo la caridad no será nunca sólida, que Cristo es la única
luz capaz de iluminar el mundo. Olvidan que existe el pecado original, y que el
hombre no es bueno por naturaleza: necesita la ayuda divina.
Algunos reniegan de la
capacidad de enseñar de la Iglesia, y limitan su misión a la de escuchar lamentos. Claro que una madre escucha a sus hijos, pero su papel primordial es
el de enseñar, orientar y dirigir, porque conoce el camino que hay que seguir.
La Iglesia es madre, pero es también maestra.
Con el pretexto de abrirse
al mundo, algunos adoptan ideologías actuales, para parecer a los ojos del
mundo “modernos”. Pero es el mundo el
que debe abrirse a Dios, fuente de nuestra existencia.
Recuperar el sentido del
pecado
Dios es misericordioso,
pero ese no puede ser el único aspecto de la doctrina que enseña la Iglesia.
Para que Dios pueda ejercer su misericordia es preciso que antes nos reconozcamos
pecadores, y que volvamos a Él, como regresó el hijo pródigo de la parábola de Jesús:
primero reconoce su pecado, y sólo entonces puede caminar de regreso al Padre,
confiado en su misericordia.
Hay una visión falsa de la pastoral,
que presenta a un Dios misericordioso que no exige nada. Pero no existe un
padre que no exija nada a sus hijos. Dios, como buen padre, es exigente, porque
ambiciona grandes cosas para nosotros: “Sed santos, porque Yo soy santo.”
Enseñar la doctrina que
salva
El abandono de la fe en grandes
sectores no es solo culpa del materialismo. Los sacerdotes deben reconocer la
responsabilidad principal de ese derrumbe: porque no han enseñado la doctrina cristiana,
sino lo que les gustaba, porque han menospreciado el sacramento de la
confesión, porque han celebrado la Misa sin respetar las rúbricas... Han
banalizado los sacramentos.
El luminoso misterio de la
liturgia
La crisis de la liturgia,
ha afirmado Benedicto XVI, ha provocado la crisis de la Iglesia. Algunos han
querido “humanizar” la misa, reduciéndola a un espectáculo.Pero la misa es un misterio que está más allá
de nuestra comprensión.
Es preciso rendir justicia
al misterio que rodea nuestra relación con Dios. Cuando el sacerdote celebra la
Misa, o da la absolución en la confesión, capta el significado de las palabras,
pero no puede comprender el misterio que estas palabras producen. Y eso es
preciso mostrarlo al pueblo: Dios, que nos quiere tanto, está a la vez más allá
de nuestra comprensión. Hemos de acercarnos a Él con la humildad de quien entiende
que tanto amor nos sobrepasa.
Tecnología y silencio, comunicación y evangelización
Dios se manifiesta en el
silencio, pero hoy el gran enemigo de nuestro silencio interior son los medios
tecnológicos. Sin silencio ni siquiera la razón es capaz de desarrollarse.
Por ejemplo, sugiere Sarah,
habría que instituir un gran ayuno mediático durante la cuaresma, que es un tiempo
de silencio y oración. ¿Seríamos capaces de liberarnos durante 40 días de
nuestras cadenas digitales?
La evangelización, antes
que comunicación, es testimonio. Se lleva a cabo con el cuerpo, el cansancio y
el sufrimiento. Los sacrificios de Cristo son nuestro modelo. Podemos hacer
buen uso de la teconología, pero eso requiere mucha
humildad, cualidad necesaria en periodistas y comunicadores.
Para introducirse en el
misterio de la liturgia cristiana hay que comenzar por salir de las tablets y
los móviles, de la incapacidad de vivir en silencio. No se trata de hacer que
las misas sean más amenas. Lo importante no es si me aburro o no en Misa, sino
si asisto o no.
Lo importante en la liturgia no es el aspecto afectivo, ni
siquiera entenderla, sino vivirla, porque Dios está allí. Dios es presencia real
oculta en el Sagrario y en la Misa. Esa Presencia eucarística es insustituible
por ninguna tecnología. Lo decisivo es experimentar Su Presencia.
Publicidad versus
Felicidad
La publicidad alimenta una
búsqueda ilusoria de la felicidad en el consumo y el confort, en el dinero y el
lujo. Es una trampa que se convierte en esclavitud, fuente de envidias y de
odios. Habría que limitarla como medida de salud pública.
Dios es humilde, es pobre.
Cuando la búsqueda desordenada de confort penetra en el cristiano, se aburguesa, y el clero además se burocratiza.
Celibato apostólico
Destruir el celibato sería
destruir una de las riquezas más grandes de la Iglesia. El sacerdote está
llamado a ser Cristo mismo, pobre, humilde y célibe como Él.
Hay un proyecto
estructurado de destrucción de la Iglesia mediante la decapitación de su
cabeza: cardenales, obispos, sacerdotes… Ese proyecto presenta el celibato como
algo imposible, contra-natura, para destruir el sacerdocio.
Persecución de la Iglesia y
lo cristiano
Tampoco Jesucristo fue
aceptado, porque murió en la Cruz. “Si a Mí me han perseguido, también os
perseguirán a vosotros.”
No debemos escandalizarnos
si vamos contracorriente. T.S. Eliot decía que “en el mundo de los fugitivos,
el que toma la dirección opuesta será considerado un desertor.”
Escándalos en la Iglesia
El mal ejemplo de Judas no debe llevarnos a
rechazar a todos los apóstoles. Jesucristo ha confiado su Iglesia a hombres
sencillos y débiles, para demostrar que es Él quien actúa en medio de ellos.
Identidad europea
Europa está cegada por la
disolución de su identidad, que le ha hecho orgullosa, irreligiosa y atea. La
ruptura con Dios traerá graves consecuencias
espirituales, morales y psicológicas. Se percibe una tremenda regresión en los
valores. Lo feo se ha convertido en bello y lo inmoral en progreso.
La Comisión Europea, afirma
Sarah, sólo piensa en la construcción de un mercado libre al servicio de los
grandes poderes financieros. No protege a los pueblos ni a sus identidades,
sólo protege a los bancos.
En un reciente viaje a Polonia,
el cardenal Sarah decía a los polacos: defended vuestra identidad: sois polacos
católicos, y sólo después europeos. No sacrifiquéis las dos primeras
identidades en el altar de una Europa tecnócrata y apátrida.
Dios ha dado una misión a
Europa, que acogió el cristianismo, y desde aquí ha evangelizado el mundo. En Guinea
Conakry, por ejemplo, los colonos franceses hicieron una colonización
constructiva. Aportaron tradiciones ennoblecidas por el cristianismo, la noción
de dignidad de la persona, de derechos humanos, y unos valores que para los africanos
fueron liberadores. Llevaron un idioma maravilloso. Y la fe en el Dios
verdadero.
Pero si Europa desaparece,
sumida en la apostasía, y con ella desaparecen los valores del viejo
continente, el islam invadirá el mundo, y nuestra cultura, antropología y moral
desaparecerán, cambiarán radicalmente. Porque además ahora hay nuevos
colonizadores occidentales que expanden valores falsos y delictivos.
Odio a Dios, común al
materialismo capitalista y al marxista
En 1978 el disidente ruso
Solzhenitsyn, que había sufrido el terror de los gulags del comunismo
soviético, pronunció una conferencia en Harvard alertando a Occidente de su
decadencia: la sociedad occidental ya no puede ser modelo para la
transformación de Rusia, les decía, porque está agotada espiritualmente. Europa
no tiene nada de atractivo para el pueblo ruso, que ha sufrido por décadas las
consecuencias del odio a la fe del marxismo.
Para el sistema filosófico
marxista aplicado por Lenin y Stalin, la principal fuerza motriz era el odio a
Dios, más fundamental que sus pretensiones políticas o económicas. El ateísmo
militante es el pivote central de todo comunismo. El empeño en construir un
mundo en el que Dios no tenga cabida.
Es el engaño de Satanás cuando tienta a Jesús. Ningún reino de este mundo es el
Reino de Dios, ninguno puede pretender instaurar la justicia para siempre, la
paz definitiva, el bienestar para todos. El reino humano permanece humano, como
explica Josep Ratzinger en Jesús de Nazaret. ”El que afirme que puede edificar
el mundo según el engaño de Satanás, hace caer el mundo en sus manos.”
Decenas de millones
cristianos ortodoxos (obispos, sacerdotes, religiosos y laicos) fueron encarcelados,
torturados y asesinados por no renunciar a su fe. Se prohibió a los laicos el
acceso a la Iglesia y educar en la fe a sus hijos. Dios estaba prohibido y
perseguido.
Para un pueblo que ha
pasado por eso, el materialismo consumista y ateo de Occidente, tan parecido en
el fondo al materialismo marxista, no tiene nada de atractivo.
Es clarificador, afirma Sarah, el absurdo odio de ciertas élites de Occidente hacia la Iglesia ortodoxa
rusa, una Iglesia de santos y mártires.
Migraciones y globalización
El papa Francisco ha manifestado
que la gestión de las políticas migratorias debe ser respetuosa tanto con los
acogidos como con los que acogen.
Dios nunca ha querido los desarraigos. Es una
falsa exégesis utilizar la palabra de Dios para valorizar la migración. Cada
uno de nosotros ha de vivir en su país, arraigar y crecer en su cultura. Más
vale ayudarles a crecer en su cultura que animarles a venir a una Europa en
plena decadencia, afirma Sarah.
Hay que preocuparse de los
que dejan su tierra. Pero ¿por qué la dejan? Porque poderosos sin fe, para los
que sólo cuenta el poder y el dinero, han desestabilizado esas naciones. Eso
plantea enormes dificultades, pero lo que la Iglesia tiene que hacer es
devolver a los hombres la capacidad de mirar a Cristo. Esa es su gran misión
divina.
La globalización pretende
separar al hombre de sus raíces, de su religión, su cultura y su historia. Y
convierte al hombre en apátrida sin país ni tierra.
Dios no nos quiere
uniformes.Ha querido un mundo plural,
una naturaleza multiforme, unas diferencias enriquecedoras entre los hombres.
Si el planeta fuera un océano sin fronteras sería una pesadilla. Las naciones
son grandes familias en las que los hombres echan raíces y establecen vínculos.
No somos meros agentes económicos o consumidores.
Asistimos a una invasión
programada, dirigida y admitida por los gobernantes de Occidente, cuyos
entresijos clandestinos conocen perfectamente los servicios de información de los
países europeos.
La única solución es el
desarrollo de África, y no actitudes como el pacto de Marrakech, que se han
negado a firmar países con sentido común como Italia o Polonia. Es una irresponsabilidad de los
gobiernos acoger personas sin ofrecer garantías de una vida digna: techo,
trabajo, vida familiar y religiosa estable.
Libertad y felicidad
Poderes mediáticos y
financieros difunden en Occidente una noción falsa de libertad, vacía de
contenido, y en su nombre una nueva moral que nos está convirtiendo en sus
esclavos. En la nueva moral el mal se presenta como bien, y la verdad se
sacrifica en el altar de la falsa libertad, que es la nueva idolatría de
occidente.
Se podría decir que
Occidente camina hacia la civilización del caos de los deseos satisfechos, del
disfrute de placeres precarios que son incapaces de dar la felicidad. Lo
reflejan datos como el terrible número de suicidios de adolescentes en Europa, o
el enorme consumo de antidepresivos.
Eso es impensable en
África, en las pequeñas comunidades donde se respetan las leyes de la
naturaleza y en los que Dios sigue siendo el fundamento de la vida. En esas
comunidades no hay marginados, ni el dinero tiene más importancia que la
calidad de las relaciones humanas y de la relación con Dios. Allí los pobres
son felices: se saben acompañados, unidos por vínculos firmes.
La libertad auténtica
conduce a la virtud y al heroísmo. La falsa libertad que difunden los poderes
mediáticos y financieros de occidente conduce al vacío, crea ciudadanos
incapaces de sacrificarse ni comprometerse por la auténtica libertad, a la que
desprecian.
Pero la verdadera libertad,
la única que conduce a la felicidad, es la que reconoce que el hombre está
herido por el pecado original, y que el ejercicio de la libertad pasa por
apartarse del pecado.
El hombre no es
naturalmente bueno, como pretenden hacernos creer. Tiene la triste capacidad de
escoger el mal y hacerse daño a sí mismo y a los demás. Una triste capacidad
que puede llevar al suicidio de sociedades enteras cuando no se tiene en
cuenta. Esa es la verdad que la Iglesia debe repetir incansablemente, si quiere
ser leal a su misión.
El remedio: cristianos fieles a Jesucristo
Nuestra misión no consiste
en salvar a un mundo que muere. A ninguna civilización se le ha prometido vida
eterna. Nuestra misión es vivir fielmente la fe recibida de Cristo. Así
salvaremos la herencia de siglos, aunque seamos pocos, y la transmitiremos
íntegra a las futuras generaciones.
No se trata de ganar elecciones
ni de influir en opiniones. Se trata de vivir el Evangelio de modo concreto. La
fe es como el fuego: para poder transmitirla tiene que arder. Hemos de cuidar
ese fuego sagrado, para que sea nuestro calor y nuestra luz en medio del
invierno de Occidente.
Cuando un fuego ilumina una noche fría, los hombres poco
a poco se acercan a él: fuera hace mucho frío y mucha oscuridad. Esa debe ser
nuestra esperanza.
Rasgos de la misión de los
Papas recientes
El cardenal Sarah muestra
su plena sintonía con los papas recientes.
De san Pablo VI resalta su que coraje
de defender a contracorriente la vida y el amor verdadero en la encíclica Humanae Vitae.
De san
Juan Pablo II, que supo iluminar la verdadera visión de la persona uniendo la
fe y la razón en una poderosa antropología.
De Benedicto XVI, su capacidad de
enseñar la fe con una profundidad sin igual.
Y de Francisco, su esfuerzo por salvar
el humanismo cristiano, y su condena de la explotación económica del hombre.
Algunos han querido ver una
supuesta oposición entre los planteamientos del cardenal africano y las
enseñanzas del papa Francisco, pero no hay tal. Un examen de los textos
íntegros de Francisco permite ver que con palabras similares se refiere a los
mismos temas, aunque con frecuencia los medios “mediatizan” sus palabras para
resaltar sólo unos acentos, silenciando otros. A lo largo del libro, y en todas
sus declaraciones, Sarah manifiesta esa plena unión y lealtad al magisterio del papa
Francisco.
Unidad y fraternidad en el
seno de la Iglesia
La experiencia de la fe es
personal, y es también comunitaria. La Iglesia es familia. El cardenal Sarah
glosa el relato de Hemingway, El viejo y el mar.
El anciano pescador se hace
a la mar en solitario. Pesca un pez tan enormeque no puede subirlo a bordo. A duras penas logra atarlo a un costado de
la barca, e intenta remolcarlo a puerto. Pero los tiburones descubren la presa
y la acometen. Cuando el anciano llega a puerto, contempla desolado que sólo
queda la espina de su enorme pez. No ha tenido quien le ayudara a ponerlo a
salvo de los tiburones.
Hoy –dice Sarah- el mar
está infestado de tiburones que pretenden devorar nuestros valores cristianos y
nuestra esperanza. Ir solos es exponerse a perder el gran tesoro de la fe.
Tenemos que apoyarnos
mutuamente en la fe, caminar como una comunidad unida alrededor de Cristo.
“Porque donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de
ellos.” Es de esa Presencia de Cristo de donde podemos sacar nuestra
fuerza.Resta con noi!
Son conceptos que el
cardenal africano reitera una y otra vez, que a alguno pueden parecer alarmistas. Pero que manifiestan su convencimiento de que es
preciso un giro urgente del rumbo para evitar el precipicio.
Sus palabras son similares
a las que de un modo u otro nos dirigen el papa Francisco y los papas
recientes. Cada cual debe sacar sus consecuencias.
Es sugerente también esta conferencia de Sarah, con sacerdotes en Ávila