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martes, 23 de febrero de 2021

La conversión de Alessandra Borghese

 



Con ojos nuevos. Un viaje a la fe. Alessandra Borghese. 

Ed Rialp

 

La princesa italiana Alessandra Borghesse vivía alejada de la fe desde su juventud, traumatizada por el suicidio en su presencia de un íntimo amigo cuando tenía 16 años. Ese dramático suceso le hizo entrar en una profunda crisis existencial.

 

Años más tarde, el casual encuentro con su antigua amiga Gloria von Thurn und Taxis, que le invitó a pasar unos días con su familia, señaló el reencuentro con la fe católica.

 

Invitada un domingo a acompañar a la familia de su amiga a Misa, lo acepta por pura cortesía. Hacía años que no asistía a Misa. Una nueva invitación pocos días después, fiesta de la Asunción, le deja sorprendida (“¿A qué viene tanta Misa?”) Y empieza a preguntarse por el cambio de su amiga Gloria, antes una joven bullanguera y ahora una madre de familia igualmente alegre pero además piadosa y buena educadora de sus hijos.

 

En esta segunda Misa, en la fiesta de la Asunción de la Virgen, le inunda el sentimiento de estar perdiéndose algo muy bello de la vida por su alejamiento de la fe. Fue el primer toque de la gracia en el camino de su conversión. A este siguieron otros, derribando prejuicios y abriéndole los ojos a su vida vacía.

 

Al regreso de los días pasados con la familia de Gloria, mantiene una larga conversación con un sacerdote piadoso y culto, amable y comprensivo, muy alejado del estereotipo que se había formado sobre los sacerdotes católicos. El sacerdote le invita a confesarse, y le anima a asistir diariamente a la Santa Misa, porque es el alimento que necesitamos para nuestra debilidad. Le sorprende que tuviera que ser diariamente, pero Alessandra, deportista y disciplinada, admite el reto. A medida que pasan los días siente cómo la gracia de Dios obra en ella, dándole fortaleza para perseverar.

 

En el afianzamiento de su fe intervienen otros personajes, como el conocido empresario y editor  Leonardo Mondadori, o el cardenal Joseph Ratzinger, a quien sigue desde antes de su elección como Papa Benedicto XVI, deslumbrada por su clarividencia y humanidad.

 

Su imprevista conversión causó sorpresa en los círculos aristocráticos que solía frecuentar, y comenzó a ser requerida para dar conferencias y charlas a grupos muy diversos. Además, la princesa Borghesse sentía la necesidad de contar su experiencia.



Poco después escribió un segundo libro, Sed de Dios, en el que habla de otras conversiones de personajes conocidos, como André Frossard, hijo del que fue secretario general del Partido Comunista de Francia, o la del periodista y escritor italiano Vittorio Mesori, de familia descreída y anticlerical.

 

En Sed de Dios recoge muchas de las anécdotas y experiencias en esos años, y da respuesta por extenso a algunas de las preguntas que en vivo o por escrito le han sido dirigidas: sobre la moral de nuestros días, el sentido del dolor, de la fe o de la castidad. Y también sobre la necesaria presencia de Dios en nuestras vidas y en la vida social: "Cuado se tiene a Dios como una baratija inútil es imposible sostener por mucho tiempo la igualdad entre los hombres. Los hombres somos iguales únicamente en nuestra dignidad espiritual, no por pactos."

 

Dios está siempre listo y dispuesto para esperar a cada persona. Somos nosotros quienes no estamos disponibles para él. Cada persona es hija de Dios y amada por Dios. Sólo tenemos que comprenderlo. No es tan sencillo. Hay personas que lo comprenden inmediatamente, de pequeños; hay personas que lo comprenden cuando son mayores; y hay quien no lo comprende nunca. Pero todos son hijos de Dios igualmente.” 

 

Alessandra habla también de la ayuda espiritual y el impulso apostólico que recibe de diversas personas e instituciones de la Iglesia.


En esta entrevista cuenta parte de su historia:

  

            

viernes, 19 de febrero de 2021

Un adolescente en la retaguardia

 




Un adolescente en la retaguardia. Memorias de la guerra civil. Plácido María Gil Imirizaldu. Ed. Encuentro, Madrid 2006

 

Cuando estalló la guerra civil española, en julio de 1936, Miguel Gil Imirizaldu era un joven novicio benedictino de 15 años, en el monasterio de Pueyo, cerca de Barbastro, en la provincia de Huesca.

 

En los primeros días de la guerra una columna de anarquistas se dirigió al convento y apresó a todos los religiosos, que fueron encerrados en el colegio de los escolapios de la ciudad del somontano aragonés, junto a otros religiosos y algunos seglares.

 

Entre el 2 y el 18 de agosto de 1936 los milicianos asesinaron, en sucesivas sacas, a 51 claretianos, 18 benedictinos, 10 escolapios, al obispo de la diócesis Florentino Asensio, y a varios laicos reconocidos por su fe cristiana. Entre ellos a Ceferino Giménez Malla, un tratante de caballos de etnia gitana, detenido y condenado a muerte por reprender a unos milicianos que golpeaban despiadadamente a culatazos a un sacerdote. 


Escena de la película Un Dios prohibido, sobre los mártires de Barbastro

Aunque buena parte de los fusilados también eran muy jóvenes, Miguel Gil era apenas un adolescente y finalmente no fue llevado al paredón.


Escena de la película Un Dios Prohibido

 

Muchos años más tarde, Miguel escribió estas memorias, en las que narra los sucesos de los que fue testigo durante esa guerra fratricida. Sorprende la precisión de sus recuerdos, la elegante sencillez de su estilo, y la fina caridad cristiana con que describe los hechos, sin sombra de rencor y cubriendo con un manto de piedad las atrocidades de quienes causaron tanto sufrimiento.

 

Al fin liberado de su encierro, los anarquistas pusieron a Miguel a trabajar a su servicio, también con ánimo de convencerle de que abandonara su fe. Vivió el primer año de la guerra acompañando a la brigada anarquista, sirviéndoles como camarero en Barbastro. Soportó con fortaleza las pruebas a que era sometido, manteniendo viva su fe en aquel ambiente anticristiano. Sin duda afirmó su decisión de mantenerse fiel a Jesucristo el ejemplo de entereza con que sus compañeros habían afrontado las brutalidades y el martirio.

 

A medida que el frente de guerra avanzaba, Miguel retrocedía con las tropas republicanas. De Barbastro, donde estuvo los primeros meses, pasó a Caspe, donde conoció a Líster. Más tarde llegó a Poal, en la plana de Urgel, donde fue acogido por una familia de convicciones cristianas.

 

La tensión del momento en que los nacionales van a entrar en el pueblo, el miedo a quedar entre dos fuegos, quedan reflejados con viveza y realismo. Finalmente, los soldados del ejército rojo abandonaron el pueblo, y los nacionales entraron sin derramamiento de sangre.

 

Es significativa la descripción que hace Miguel del ambiente que se encuentra al llegar por primera vez al campamento de los nacionales, en las afueras del pueblo, tan distinto de lo que había vivido entre anarquistas y milicianos.   

 

Ya libre y a salvo al otro lado de la línea del frente, Miguel pudo regresar a su pueblo, Lumbier,  y abrazar a sus padres, a quienes habían llegado las noticias de los asesinatos de Barbastro y le habían dado por muerto. La descripción del cariñoso recibimiento que le dispensó todo el pueblo es muy emocionante.

 

Poco después Miguel ingresó como monje en el monasterio de Valvanera, donde recibió el nombre de Plácido. Posteriormente se trasladó a la abadía benedectina de Leyre, en Navarra.

 

Es quizá uno de los mejores libros que he leído sobre esos tristes años. Es un relato objetivo: el protagonista se limita a contar lo que vio y vivió, con sencillez y sin apasionamientos. Es un relato que emociona: describe sucesos y personas con una mirada serena, misericordiosa y comprensiva, libre de odios y rencores. Sus nítidos recuerdos permiten al lector introducirse en los hechos tal y como sucedían ante su vista, revivir aquellos ambientes, y sentir las emociones que bullían en el alma de aquel joven adolescente.

 

Al hilo de la lectura la mente no tiene más remedio que pararse a reflexionar sobre el origen de esa finura de espíritu que aletea entre las páginas. Un espíritu, el del joven protagonista y el del ya maduro redactor que escribe sus recuerdos, que parece elevarse por encima de los sucesos y tender sobre ellos un bálsamo purificador. Un espíritu que entra en creciente resonancia con el Espíritu de Dios, que es misericordioso y compasivo.

 

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viernes, 18 de diciembre de 2020

Felicidad

 




Consejos para una vida feliz

Meses después de desatada la pandemia, nos viene bien analizar su efecto en nuestra salud psicológica y en nuestra felicidad. ¿Somos ahora más o menos felices que hace apenas un año, cuando comenzaron los confinamientos? ¿Qué cambios ha provocado en nuestra conducta, en nuestro carácter, en nuestro estilo de vida la pandemia y todo lo que ha provocado?  

Es importante, si queremos ser felices, descubrir el camino para afrontar saludablemente lo que la vida nos depara, entrenar nuestra capacidad de respuesta para que sea adecuada a los desafíos del momento. 

Los problemas están para resolverlos, sin dejar que dañen el meollo de nuestra personalidad y su rumbo hacia lo mejor. Porque si los afrontamos bien, pueden ayudarnos a crecer como personas.  

 

Crecerse ante las dificultades

Quizá lo primero que se constata es que la pandemia nos ha brindado la oportunidad de crecer en fortaleza. Si en la vida no hubiera dificultades seríamos endebles, frágiles, como se hace blandengue el niño al que todo se lo dan resuelto sus padres.

La fortaleza, el ánimo para afrontar las dificultades de la vida, crece cuando no nos arrugamos ante los contratiempos, y hacemos de la necesidad virtud, mirando de frente los obstáculos de la vida. 

Tenemos esa capacidad de crecernos, a pesar de que algún sistema educativo parece querer erradicarlo.  Porque hay ideologías que buscan una sociedad ignorante y débil, que respalde la gestión de gobernantes que resuelvan su vida sin tener que trabajar, pudiendo hacerlo.

Sin embargo, crecerse es fuente de felicidad. La satisfacción del deber cumplido acompaña siempre al esfuerzo que supone afrontar  una dificultad. Arrugarse, paralizarse ante el peligro, deja siempre un fondo de tristeza, de remordimiento por las cosas no hechas por falta de atrevimiento.

 

Controlar los miedos

Cuando aún seguimos sin ver el final del túnel, hemos de examinar cómo hemos controlado los miedos: al contagio, a perder la salud, a correr el riesgo de salir en ayuda de quien nos necesitaba, incluso el miedo a salir de casa…

Una cosa es la prudencia, virtud necesaria que consiste en poner los medios adecuados para alcanzar lo bueno; y otra la cobardía, que nos retrae de intentar alcanzar lo bueno por temores paralizantes o injustificados.

La cobardía nace del egoísmo y siempre acarrea infelicidad. Además la cobardía nunca es prudencia, sino todo lo contrario: la cobardía puede convertir nuestras acciones u omisiones en actos verdaderamente imprudentes, porque nos dañan y dañan a los demás.


 

Apreciar las pequeñas cosas que hacen la vida amable

Esta crisis, con sus restricciones, confinamientos y cuarentenas, nos ha puesto en evidencia la precariedad de nuestra salud y lo pasajera de la vida. Como si de una guerra se tratara.

Pero también nos ha hecho descubrir la importancia de pequeñas cosas que teníamos y no valorábamos: los paseos con los amigos, las cercanas relaciones familiares, los almuerzos compartidos, las risas en la cafetería, el ambiente de camaradería jovial que nos hacía disfrutar en el trabajo…

Esas pequeñas cosas daban luz y relieve a nuestra vida, y eran fuente de felicidad. Una fuente inadvertida. Vivíamos rodeados de cosas buenas, y no nos dábamos cuenta de que eran un regalo. Ahora las añoramos, pero hemos aprendido a valorarlas.  

 

Pensar en las cosas buenas que tenemos

Debemos aprender a pensar en las cosas positivas que tenemos. También las que aún ahora, cuando pervive el virus entre nosotros, no hemos perdido: la amistad, la convivencia familiar, querer y sentirse querido y acompañado, aunque sea en la distancia, el trabajo que si se busca no falta, las buenas lecturas que reconfortan... Tantas cosas buenas que aún podemos disfrutar, que son muchas más de las que hemos perdido.

Nos conviene hablar más de las pequeñas cosas buenas que nos suceden cada día. No darlas por supuesto, porque son cosas buenas y bellas, y considerar la bondad y la belleza nos hace mejores y más felices: la llamada de un amigo, el paseo al aire libre con la familia, la satisfacción de una tarea profesional bien acabada…  

Hay que detenerse a contemplarlas y saborearlas. Porque ojos que no ven, corazón que no siente. Si logramos que esas cosas positivas sean nuestro tema de conversación preponderante, seremos  un bálsamo para nuestras familias y amistades.

           


Ejercitar el optimismo

Las personas felices son optimistas. Hay que ejercitar el optimismo, que consiste en buena parte en detenerse a pensar en las cosas positivas y no en las negativas. El que piensa constantemente en las cosas negativas se encierra en un círculo vicioso negativo, que acaba siendo oprimente para uno mismo y para los seres cercanos.

Si me han dado un “no”, o sencillamente he experimentado algún tipo de fracaso, darle vueltas y obsesionarme con el “no” o el fracaso nos convertirá en personas negativas. Es el momento de idear nuevas formas de resolver la cuestión, y de pensar en todos los “síes” que ese mismo día he recibido: el sí del nuevo día que ha amanecido para mí; el sí de mis seres queridos que siguen ahí; el sí de la salud o de la posibilidad de recuperarla; el sí de mi misión en la vida… 

El sí, en definitiva, de mi capacidad de dar sentido positivo a todo, incluso a lo que podría parecer negativo, porque podemos darle la vuelta. Eso lo tenemos más fácil quienes sabemos que somos hijos de Dios, que es Padre que nos quiere con locura. 

Cuando algo sale mal, hay que recordar aquel castizo dicho que solía recomendar san Josemaría: “Donde una puerta se cierra, otra se abre.” Y también aquella palabra confiada de Abraham: "Dios proveerá". Y seguir adelante con buen ánimo.



Controlar la memoria y la imaginación

Nos conviene ejercitar a diario nuestra psicología, tanto como ejercitamos los músculos haciendo deporte. Tener una psicología sana y fuerte requiere entrenarnos en desechar con rapidez las percepciones negativas de la realidad, porque nos cargan de negatividad, pesimismo y angustia.

Hay que saber controlar la memoria y la imaginación, para no obsesionarnos con el coronavirus, o con acontecimientos negativos. Por supuesto hemos de estar informados y compartir noticias de interés, siempre que sean fiables, pero no puede ser el COVID y la situación sanitaria el único tema de conversación, ni debe reclamar más de lo necesario nuestra atención cualquier noticia triste.

Ojo, por ejemplo, a la búsqueda compulsiva de “últimas horas del coronavirus”. Hay otros muchos temas importantes para nuestra vida.



                       


Buenas amigos, buenas lecturas, buenas películas

       Hay que saber conectar con personas inspiradoras, esas que transmiten felicidad y son ejemplo de buen hacer. Fijarnos en sus hábitos, los lugares que frecuentan, su estilo de vida… Y extraer conclusiones para construir un ideal de vida propio con el que soñar, que cada día habremos de tejer poco a poco.

La pandemia ha sido un tiempo (y aún lo puede ser unos meses más) muy propicio para cultivar la afición a las buenas lecturas, y también a las buenas películas: esas que dejan poso, transmiten optimismo y nos hacen disfrutar.

Leer lo que han escrito los mejores nos hace mejores personas. Hay que frecuentar a esos grandes autores que han sabido mostrar lo mejor de lo que es capaz el ser humano, y enseñan con arte a distinguir entre el bien y el mal, el amor y el egoísmo.

Hay mucho bueno donde elegir, y no hay tiempo para leerlo todo. Por eso es importante saber escoger, y optar por los que más valor han aportado a la humanidad. Hay muy buenos elencos de lecturas recomendables, que ayudan a comprender el mundo que vivimos y tienen una concepción de la persona acorde con su dignidad.

Entre los libros también hay “mucho malo”, que deberemos mantener lejos si no queremos que nos emponzoñe la mente y la psique. Algunos escritores son tristemente famosos por el rastro de angustia, desesperanza, pesimismo o vicio que han dejado con sus obras. No pocas veces han sido reflejo de su propia triste vida. Hemos de saber eludirlos para que nuestra navegación en la vida sea saludable. No podemos permitir que nadie intoxique los ideales que nos hemos trazado.

 

Llevar las riendas de nuestra interioridad: eres lo que contemplas

Una persona feliz conduce el protagonismo de su propio interior, no lo deja en manos de impactos del exterior. Lo que nos llega de fuera no debe perturbar nuestra intimidad, nuestras prioridades. Sólo hemos de dejar que modulen nuestra respuesta: si es nocivo, no detenernos en su contemplación, porque lo que miramos y escuchamos influye en nuestra intimidad, y si es nocivo envenena y afea la personalidad.

Somos lo que contemplamos. Sería penoso quedarse aprisionado en una consideración exhaustiva de cosas tristes o negativas, o indignas de nuestra humanidad. Eso nos cargaría de negatividad tóxica.


Pensar en uno mismo, para dar sentido a nuestra vida

Puede parecer egoísmo, pero hay que saber dedicar un tiempo diario a “no hacer nada”. El activismo es una enfermedad que nos impide pensar. Hemos perdido la capacidad de reflexionar, de tomar distancia de lo que nos rodea para mirarlo con perspectiva y dar sentido a nuestra actividad, tan frenética y desnortada a veces.

Necesitamos espacios y momentos de reflexión serena, de diálogo con uno mismo, para conocernos, entendernos, aclarar el sentido de nuestra conducta y ver si está siendo la adecuada.

Solemos dedicar tiempo a pensar en nuestras actividades, pero no a pensar en nosotros mismos. Quizá porque nos asusta lo que podamos descubrir: planteamientos egoístas, insolidarios, victimistas, autocompasivos, cobardes.

El activismo, el no saber estarse quieto, a solas con uno mismo, a veces esconde el miedo a conocerse, a descubrir nuestros defectos. Y actuamos como las cucarachas, que corren a esconderse cuando se enciende la luz: prefieren la oscuridad. Muchos se esconden en un activismo oscuro, porque impide ver el sentido de su vida. Y una vida sin sentido no puede ser feliz.

Es necesario pararse a pensar para poseer nuestra intimidad: saber quién soy, de dónde vengo, qué estoy llamado a hacer en la vida, qué deseo hacer, qué espero de mis seres queridos y que están esperando ellos de mí, qué valores me mueven y si son acordes con mi dignidad como persona, qué bien aporto a mi familia y a la sociedad en la que me muevo, que me apenaría no haber hecho si muero mañana.

Se trata de dejar de hacer cosas para pensar en por qué y cómo las hacemos. Es un diálogo con uno mismo que permite que nos entendamos, y también que nos comprendamos, poniendo en esa reflexión la cabeza y el corazón. Y siendo sinceros con nosotros mismos si constatamos que no nos entendemos y estamos necesitando que nos ayuden. Todos necesitamos esa ayuda externa de un buen amigo y consejero. Al fin y al cabo, somos seres sociales, necesitamos unos de otros.

Pensar en uno mismo no consiste en un ejercicio de autocompasión, ni de egoísmo, ni de victimismo. Es todo lo contrario: se trata de saber quién soy, conocer mis valores y mis limitaciones, y así poseerme. Sólo quien se posee tiene capacidad de darse, de amar y de ser amado. Sólo poseyéndonos seremos verdaderamente los protagonistas de la fantástica película en que podemos convertir nuestra vida.

                                      

 

El secreto de la felicidad es amar

       Tomás de Aquino, que era sabio y divertido, decía que la felicidad sólo se alcanza totalmente en el cielo. Aquí en la tierra el conocimiento de Dios, que es Amor y el sumo bien, es una plenitud parcial de la felicidad, que tiene otro elemento importante en el placer, o sentimiento de bienestar en el objeto poseído: un estado de euforia de la mente y del cuerpo que el hombre disfruta imperfecta y esporádicamente en esta vida, pero plenamente en la otra.

Todo el camino de la vida feliz se hace amando, porque estamos hechos para amar, a imagen de Dios que es Amor. La Felicidad con mayúscula, la que no pasará ya nunca, es para los que cada día recorren el camino hacia ella amando a los que tiene cerca y lejos, y así son ya felices ahora y hacen felices a los que tienen cerca. Odiar, que es lo contrario de amar, es una tenebrosa fuente de amarga infelicidad, en la tierra, y lo que es peor, en el más allá.

El hecho mismo de estar en camino es ya fuente diaria de felicidad. Pararse, rendirse, es fuente de abatimiento y tristeza. A veces nos quedamos parados porque nos cansamos de amar. Y nos cansamos porque confundimos el amor con el placer momentáneo, y eso no es amor, sino un sentimiento que nace del egoísmo y por eso tiene un recorrido de felicidad tan vulgar y efímero.

Amar es darse sin cansancio, aunque no haya retorno. Amar es ofrecer amor aun a riesgo de rechazo. Ese amor incondicional y vulnerable, que se ofrece aun sin saber si será correspondido, es la auténtica fuente de felicidad.

Dios mismo nos ha enseñado, al hacerse uno de nosotros, hasta qué punto el Amor es capaz de mostrarse vulnerable. Ahí está, en Belén y en la Cruz y en la Eucaristía, esperando nuestra respuesta. Llamando a nuestra puerta. Y nosotros tantas veces “mañana te abriremos", respondemos.

A participar de ese Estilo de Amor estamos llamados todos. Lo alcanzaremos con un ejercicio diario que nos aleje de la vulgaridad y busque la excelencia del amor: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.  

Ahí está “la fonte que mana y corre” felicidad.


                              


 

 

 

domingo, 26 de abril de 2020

La tentación del miedo






Parecía un párrafo de uno de los libros del pensador británico C.S.LewisCartas del diablo a su sobrino, publicado en 1942. Me lo ha pasado un amigo, sobresaltado por la similitud con nuestra situación actual, en plena pandemia ocasionada por el coronavirus

Gracias a la advertencia de otro buen amigo he comprobado que el párrafo es imaginario. Sin duda el autor, inspirado por el sentido que Lewis dio a su obra, ha querido imaginar qué nos diría de la pandemia actual y la reacción de muchos ante ella. Ha redactado un texto y lo ha puesto en circulación, sin advertir que el autor no es C.S.Lewis.

Lo que sí dice Lewis, poniéndolo en boca del diablo, es que como muchos no piensan en la vida eterna, "tienden a considerar la muerte como el mal máximo, y la supervivencia como el bien supremo. Pero es porque les hemos educado para que pensaran así."

Cuando Lewis tenía 30 años, su amistad con Tolkien supuso un reencuentro con el cristianismo. Su conversión dejó una profunda huella en sus escritos. En Cartas del diablo a su sobrino hace una magistral descripción, en clave irónica llena de humor británico, de las diversas formas en que el hombre se deja seducir por las tentaciones del maligno. Y una de ellas es no pensar nunca en el más allá de la muerte, en la vida eterna.



Transcribo ahora el párrafo ficticio que ha sobresaltado a mi amigo, redactado en estos días de confinamiento por algún bienintencionado que debería haber avisado de que el texto no es en realidad de Lewis, aunque se inspire en su obra:

"- ¿Y cómo lograste llevar tantas almas al infierno en aquella época?
- Por el miedo.
-- Ah, sí. Excelente estrategia; vieja y siempre actual. ¿Pero de qué tenían miedo? ¿Miedo a ser torturados? ¿Miedo a la guerra? ¿Al hambre?
- No. Miedo a enfermarse.
- ¿Pero entonces nadie más se enfermaba en esa época?
- Sí, se enfermaban.
- ¿Nadie más moría?
- Sí, morían.
- Pero, ¿no había cura para la enfermedad?
- Había.
- Entonces no entiendo.
- Como nadie más creía o enseñaba sobre la vida eterna y la muerte eterna, pensaban que solo tenían esa vida, y se aferraron a ella con todas sus fuerzas, incluso si les costaba su afecto (no se abrazaban ni saludaban, ¡no tenían ningún contacto humano durante días y días!); su dinero (perdieron sus trabajos, gastaron todos sus ahorros)...
Aceptaron todo, todo, siempre y cuando pudieran prolongar sus vidas miserables un día más. Ya no tenían la más mínima idea de que Él, y solo Él, es quién da la vida y la termina. Fue así. Tan fácil como nunca había sido.”




Es la actitud que podríamos adoptar, atenazados por el miedo a perder la salud. Un miedo lógico, especialmente para quien piense que esta vida es la única.  

Si hay una cosa clara es que todos moriremos, si Dios quiere dentro de muchos años. Por eso lo esencial no es conservar la salud a toda costa. Lo decisivo es emplear la vida en algo que valga la pena, para esta vida y sobre todo para la otra.





Como están haciendo tantos héroes anónimos estos días, dejándose la salud y jugándose la vida por cuidar a quienes les necesitan. Así es como mejoraremos el mundo.

(Imágenes de la Clínica Universitaria de Navarra)

viernes, 13 de marzo de 2020

¿Qué ha venido a traer Jesús? La respuesta de Benedicto XVI




En un reciente post mencionaba unas palabras del cardenal Sarah sobre la misión de los cristianos en el mundo. Se refiere el cardenal a la crisis de valores en la sociedad occidental, que es una llamada a la acción apostólica de todos los fieles.

Con palabras que pueden sorprender, Sarah afirma que nuestra misión no consiste en salvar a una sociedad que muere, porque ninguna civilización tiene las promesas de vida eterna. Nuestra misión consiste en vivir fielmente la fe recibida de Cristo. Así salvaremos la herencia de siglos, aunque seamos pocos.  

La solución no está en ganar elecciones, ni de influir en opiniones, afirma Sarah. No se trata desde luego de una llamada a la pasividad, sino todo lo contrario.  Influir en la política o en la opinión pública son aspiraciones nobles para todo ciudadano, que debe contribuir con su experiencia vital al bien común. Pero siendo importante, no es ese el núcleo del valor que los cristianos estamos llamados a aportar al mundo. 

Lo esencial, prosigue Sarah, es vivir el Evangelio de modo concreto, en la actividad diaria. La fe es como el fuego: para poder transmitirla tiene que arder. Nuestro deber es cuidar ese fuego sagrado de la fe, hacerla vida. Ese será nuestro calor en medio del invierno de Occidente. Cuando un fuego ilumina una noche oscura y fría, los hombres poco a poco van acercándose a él, a su calor y a su luz. 

Una idea similar expresa Benedicto XVI en su libro sobre Jesús de Nazaret, poniéndonos en guardia frente a cierta formas de mesianismo político. El demonio tentó a Jesús ofreciéndole el poder sobre los reinos del mundo. La nueva forma de esa tentación es interpretar el cristianismo como una receta para el progreso, y el bienestar común como la auténtica finalidad de las religiones.



Pero la respuesta de Jesús es clara: ningún reino de este mundo es el Reino de Dios, ninguno asegura la salvación de la humanidad. Las formas políticas revestidas de mesianismo son tentaciones diabólicas, que solo pueden llevarnos a la miseria y a la esclavitud. Debemos desconfiar de todo aquel que prometa el bienestar para siempre, la paz y la prosperidad perfectas, porque es mentira.

Lo que Jesús ha venido a traernos no es un reino humano, sino a Dios. Ahora conocemos el rostro de Dios. "Quien me ha visto a Mí ha visto al Padre." Ahora podemos mirarle, viendo a Jesús.

Ahora conocemos cómo es el sentimiento de Dios hacia nosotros, que es el de un Padre amoroso que llora por sus hijos dispersos por el pecado, porque no saben hacer buen uso de su libertad. 

Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo, que es el del amor y la entrega generosa a los demás, aunque cueste, como hace Dios con nosotros.

Jesús ha traído a Dios, y con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino. Ha venido a traernos la fe, la esperanza y el amor. En un mundo siempre imperfecto porque está en manos de hombres con defectos, los cristianos tienen la misión de contribuir a hacerlo mejor poniendo a Dios en el centro de sus vidas, y aportar a la sociedad los valores que aprendemos de Él.

El poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero es el único  poder verdadero y duradero, explica Benedicto XVI. Aunque su causa parezca estar siempre como en agonía, siempre se demuestra como lo que verdaderamente permanece y salva,  mientras los reinos de este mundo, con los que Satanás tentó a Jesús, se van derrumbando todos. 

La gloria de Cristo es una gloria humilde y dispuesta a sufrir, y nunca perecerá. Es en ese rostro humilde y entregado de Cristo donde conocemos a Dios, que es Amor. Y donde conocemos nuestro auténtico bien y nuestro destino.






jueves, 12 de marzo de 2020

Se hace tarde y anochece. Cardenal Robert Sarah




La crisis de fe en amplios sectores de la Iglesia, y el patente declive moral de Occidente, han movido al cardenal Robert Sarah en repetidas ocasiones a elevar su voz de pastor y hombre de fe para dar un toque de atención a quien quiera escucharle.

Éste es el tercero de los libros que publica  con esa finalidad: tres llamadas fuertes a las conciencias de creyentes y no creyentes. El primero fue Dios o nada, en 2015. Le siguió en 2016 La fuerza del silencio.

Nacido en Guinea Conakry en 1945, la profunda piedad de unos misioneros franceses dejó una huella imborrable en su vida. Tras muchas penurias y dificultades, fue ordenado sacerdote en 1969, y arzobispo diez años después. Sufrió la persecución del régimen marxista de Sekou Touré. 

En 2001 Juan Pablo II le llamó a Roma, y desde entonces ha ocupado cargos de responsabilidad en la Iglesia católica. En la actualidad es Prefecto de la Congregación del Culto Divino y de los Sacramentos.

Con ocasión de la presentación de este libro, el cardenal Sarah ha concedido numerosas entrevistas, intentando aportar luz en momentos a su juicio de gran oscuridad. No le importa ir contracorriente. Alude con frecuencia a la presión mediática, movida por intereses financieros, que silencia o desprestigia a las voces disidentes.

Selecciono algunas de las ideas que me han parecido más sugerentes, tanto del libro como de algunas de sus entrevistas con los medios. Desde luego recomiendo la lectura íntegra y pausada del libro. Ayuda a pensar.


Quédate con nosotros

Ya desde el título Sarah nos da a conocer su intención: una llamada a orientar nuestra mente a lo fundamental, que es Dios. Es la frase que los discípulos de Emaús dirigen a Jesús: “Quédate con nosotros, que se hace tarde y anoche.”

Han abandonado Jerusalén, desanimados tras la cruel muerte de su Maestro, y regresan abatidos y sin esperanza a su pueblo. Pero por el camino Jesús les sale al encuentro. No le reconocen al principio, porque es Jesús glorioso. Pero algo cautivador perciben en Él, y cuando se despide, le suplican: “Quédate con nosotros, pues está cayendo la tarde y se termina el día.” Anochece, resta con noi. (Lc 24, 29). Tu presencia y tu palabra nos devuelve la esperanza.

Es la oración que en este tiempo deberíamos pronunciar todos: no nos dejes, porque cae la noche sobre el mundo, y tu Presencia es la única capaz de iluminar y dar esperanza a nuestros corazones.


Diagnóstico, pronóstico y remedio

A preguntas de Nicolas Diat, ensayista y editor, que se limita a intentar que el libro no se convierta en un largo monólogo, el cardenal Sarah hilvana una reflexión sobre la salud de dos enfermos: Occidente y la Iglesia. Ambos sumidos en una crisis grave e interrelacionada.

Occidente ha abandonado a Dios. Se empeña en construir una sociedad en la que Dios no tenga lugar. El pronóstico es terrible, porque sin Dios el amor y la solidaridad, que están en la raíz de nuestra civilización, no son sostenibles largo tiempo. Europa camina hacia el abismo, sin identidad, despreciada por otras religiones que la acabarán invadiendo y borrarán todo lo bueno que hemos construido durante siglos. El remedio es volver a poner a Dios en el centro de la vida personal y social.

Paralelamente examina la situación de la Iglesia, sumergida en una crisis en estrecha relación con la de Occidente. Y con un diagnóstico similar: la ausencia de Dios, el desprecio de la liturgia y de los sacramentos, que son la Presencia de Dios entre nosotros.

La Iglesia no morirá, porque tiene promesas de vida eterna y siempre quedará un resto, por pequeño que sea, que transmitirá la herencia recibida. Pero lo que conocemos como Occidente cristiano  desaparecerá si no corrige su rumbo, porque a ninguna civilización se le ha prometida vida eterna.




El cristianismo no es una ideología

La Iglesia –afirma el cardenal Sarah- atraviesa un Viernes Santo. Ese día muchos discípulos abandonaron a Jesús y le traicionaron. Judas le traicionó porque aspiraba a un Cristo ocupado en la política. Así andan hechizados muchos sacerdotes y obispos –afirma Sarah- metidos en cuestiones terrenales. Olvidan que sin Cristo la caridad no será nunca sólida, que Cristo es la única luz capaz de iluminar el mundo. Olvidan que existe el pecado original, y que el hombre no es bueno por naturaleza: necesita la ayuda divina.

Algunos reniegan de la capacidad de enseñar de la Iglesia, y limitan su misión a la de escuchar lamentos. Claro que una madre escucha a sus hijos, pero su papel primordial es el de enseñar, orientar y dirigir, porque conoce el camino que hay que seguir. La Iglesia es madre, pero es también maestra.

Con el pretexto de abrirse al mundo, algunos adoptan ideologías actuales, para parecer a los ojos del mundo “modernos”. Pero  es el mundo el que debe abrirse a Dios, fuente de nuestra existencia.


Recuperar el sentido del pecado

Dios es misericordioso, pero ese no puede ser el único aspecto de la doctrina que enseña la Iglesia. Para que Dios pueda ejercer su misericordia es preciso que antes nos reconozcamos pecadores, y que volvamos a Él, como regresó el hijo pródigo de la parábola de Jesús: primero reconoce su pecado, y sólo entonces puede caminar de regreso al Padre, confiado en su misericordia. 

Hay una visión falsa de la pastoral, que presenta a un Dios misericordioso que no exige nada. Pero no existe un padre que no exija nada a sus hijos. Dios, como buen padre, es exigente, porque ambiciona grandes cosas para nosotros: “Sed santos, porque Yo soy santo.”


Enseñar la doctrina que salva

El abandono de la fe en grandes sectores no es solo culpa del materialismo. Los sacerdotes deben reconocer la responsabilidad principal de ese derrumbe: porque no han enseñado la doctrina cristiana, sino lo que les gustaba, porque han menospreciado el sacramento de la confesión, porque han celebrado la Misa sin respetar las rúbricas... Han banalizado los sacramentos.


El luminoso misterio de la liturgia

La crisis de la liturgia, ha afirmado Benedicto XVI, ha provocado la crisis de la Iglesia. Algunos han querido “humanizar” la misa, reduciéndola a un espectáculo.  Pero la misa es un misterio que está más allá de nuestra comprensión.

Es preciso rendir justicia al misterio que rodea nuestra relación con Dios. Cuando el sacerdote celebra la Misa, o da la absolución en la confesión, capta el significado de las palabras, pero no puede comprender el misterio que estas palabras producen. Y eso es preciso mostrarlo al pueblo: Dios, que nos quiere tanto, está a la vez más allá de nuestra comprensión. Hemos de acercarnos a Él con la humildad de quien entiende que tanto amor nos sobrepasa.


Tecnología y silencio, comunicación y evangelización

Dios se manifiesta en el silencio, pero hoy el gran enemigo de nuestro silencio interior son los medios tecnológicos. Sin silencio ni siquiera la razón es capaz de desarrollarse.

Por ejemplo, sugiere Sarah, habría que instituir un gran ayuno mediático durante la cuaresma, que es un tiempo de silencio y oración. ¿Seríamos capaces de liberarnos durante 40 días de nuestras cadenas digitales?

La evangelización, antes que comunicación, es testimonio. Se lleva a cabo con el cuerpo, el cansancio y el sufrimiento. Los sacrificios de Cristo son nuestro modelo. Podemos hacer buen uso de la teconología, pero eso requiere mucha humildad, cualidad necesaria en periodistas y comunicadores.

Para introducirse en el misterio de la liturgia cristiana hay que comenzar por salir de las tablets y los móviles, de la incapacidad de vivir en silencio. No se trata de hacer que las misas sean más amenas. Lo importante no es si me aburro o no en Misa, sino si asisto o no. 

Lo importante en la liturgia no es el aspecto afectivo, ni siquiera entenderla, sino vivirla, porque Dios está allí. Dios es presencia real oculta en el Sagrario y en la Misa. Esa Presencia eucarística es insustituible por ninguna tecnología. Lo decisivo es experimentar Su Presencia.


Publicidad versus Felicidad

La publicidad alimenta una búsqueda ilusoria de la felicidad en el consumo y el confort, en el dinero y el lujo. Es una trampa que se convierte en esclavitud, fuente de envidias y de odios. Habría que limitarla como medida de salud pública.

Dios es humilde, es pobre. Cuando la búsqueda desordenada de confort penetra en el cristiano, se aburguesa, y el clero además se burocratiza.


Celibato apostólico

Destruir el celibato sería destruir una de las riquezas más grandes de la Iglesia. El sacerdote está llamado a ser Cristo mismo, pobre, humilde y célibe como Él.

Hay un proyecto estructurado de destrucción de la Iglesia mediante la decapitación de su cabeza: cardenales, obispos, sacerdotes… Ese proyecto presenta el celibato como algo imposible, contra-natura, para destruir el sacerdocio.


Persecución de la Iglesia y lo cristiano

Tampoco Jesucristo fue aceptado, porque murió en la Cruz. “Si a Mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros.”

No debemos escandalizarnos si vamos contracorriente. T.S. Eliot decía que “en el mundo de los fugitivos, el que toma la dirección opuesta será considerado un desertor.”


Escándalos en la Iglesia

El mal ejemplo de Judas no debe llevarnos a rechazar a todos los apóstoles. Jesucristo ha confiado su Iglesia a hombres sencillos y débiles, para demostrar que es Él quien actúa en medio de ellos.


Identidad europea

Europa está cegada por la disolución de su identidad, que le ha hecho orgullosa, irreligiosa y atea. La ruptura con Dios traerá graves consecuencias espirituales, morales y psicológicas. Se percibe una tremenda regresión en los valores. Lo feo se ha convertido en bello y lo inmoral en progreso.

La Comisión Europea, afirma Sarah, sólo piensa en la construcción de un mercado libre al servicio de los grandes poderes financieros. No protege a los pueblos ni a sus identidades, sólo protege a los bancos.

En un reciente viaje a Polonia, el cardenal Sarah decía a los polacos: defended vuestra identidad: sois polacos católicos, y sólo después europeos. No sacrifiquéis las dos primeras identidades en el altar de una Europa tecnócrata y apátrida.

Dios ha dado una misión a Europa, que acogió el cristianismo, y desde aquí ha evangelizado el mundo. En Guinea Conakry, por ejemplo, los colonos franceses hicieron una colonización constructiva. Aportaron tradiciones ennoblecidas por el cristianismo, la noción de dignidad de la persona, de derechos humanos, y unos valores que para los africanos fueron liberadores. Llevaron un idioma maravilloso. Y la fe en el Dios verdadero.

Pero si Europa desaparece, sumida en la apostasía, y con ella desaparecen los valores del viejo continente, el islam invadirá el mundo, y nuestra cultura, antropología y moral desaparecerán, cambiarán radicalmente. Porque además ahora hay nuevos colonizadores occidentales que expanden valores falsos y delictivos.


Odio a Dios, común al materialismo capitalista y al marxista

En 1978 el disidente ruso Solzhenitsyn, que había sufrido el terror de los gulags del comunismo soviético, pronunció una conferencia en Harvard alertando a Occidente de su decadencia: la sociedad occidental ya no puede ser modelo para la transformación de Rusia, les decía, porque está agotada espiritualmente. Europa no tiene nada de atractivo para el pueblo ruso, que ha sufrido por décadas las consecuencias del odio a la fe del marxismo.

Para el sistema filosófico marxista aplicado por Lenin y Stalin, la principal fuerza motriz era el odio a Dios, más fundamental que sus pretensiones políticas o económicas. El ateísmo militante es el pivote central de todo comunismo. El empeño en construir un mundo en el que Dios no tenga cabida.

Es el engaño de Satanás cuando tienta a Jesús. Ningún reino de este mundo es el Reino de Dios, ninguno puede pretender instaurar la justicia para siempre, la paz definitiva, el bienestar para todos. El reino humano permanece humano, como explica Josep Ratzinger en Jesús de Nazaret. ”El que afirme que puede edificar el mundo según el engaño de Satanás, hace caer el mundo en sus manos.”

Decenas de millones cristianos ortodoxos (obispos, sacerdotes, religiosos y laicos) fueron encarcelados, torturados y asesinados por no renunciar a su fe. Se prohibió a los laicos el acceso a la Iglesia y educar en la fe a sus hijos. Dios estaba prohibido y perseguido.

Para un pueblo que ha pasado por eso, el materialismo consumista y ateo de Occidente, tan parecido en el fondo al materialismo marxista, no tiene nada de atractivo.

Es clarificador, afirma Sarah, el absurdo odio de ciertas élites de Occidente hacia la Iglesia ortodoxa rusa, una Iglesia de santos y mártires.


Migraciones y globalización

El papa Francisco ha manifestado que la gestión de las políticas migratorias debe ser respetuosa tanto con los acogidos como con los que acogen. 

Dios nunca ha querido los desarraigos. Es una falsa exégesis utilizar la palabra de Dios para valorizar la migración. Cada uno de nosotros ha de vivir en su país, arraigar y crecer en su cultura. Más vale ayudarles a crecer en su cultura que animarles a venir a una Europa en plena decadencia, afirma Sarah.

Hay que preocuparse de los que dejan su tierra. Pero ¿por qué la dejan? Porque poderosos sin fe, para los que sólo cuenta el poder y el dinero, han desestabilizado esas naciones. Eso plantea enormes dificultades, pero lo que la Iglesia tiene que hacer es devolver a los hombres la capacidad de mirar a Cristo. Esa es su gran misión divina.

La globalización pretende separar al hombre de sus raíces, de su religión, su cultura y su historia. Y convierte al hombre en apátrida sin país ni tierra.

Dios no nos quiere uniformes.  Ha querido un mundo plural, una naturaleza multiforme, unas diferencias enriquecedoras entre los hombres. Si el planeta fuera un océano sin fronteras sería una pesadilla. Las naciones son grandes familias en las que los hombres echan raíces y establecen vínculos. No somos meros agentes económicos o consumidores.

Asistimos a una invasión programada, dirigida y admitida por los gobernantes de Occidente, cuyos entresijos clandestinos conocen perfectamente los servicios de información de los países europeos.

La única solución es el desarrollo de África, y no actitudes como el pacto de Marrakech, que se han negado a firmar países con sentido común como Italia o Polonia. Es una irresponsabilidad de los gobiernos acoger personas sin ofrecer garantías de una vida digna: techo, trabajo, vida familiar y religiosa estable.


Libertad y felicidad

Poderes mediáticos y financieros difunden en Occidente una noción falsa de libertad, vacía de contenido, y en su nombre una nueva moral que nos está convirtiendo en sus esclavos. En la nueva moral el mal se presenta como bien, y la verdad se sacrifica en el altar de la falsa libertad, que es la nueva idolatría de occidente.

Se podría decir que Occidente camina hacia la civilización del caos de los deseos satisfechos, del disfrute de placeres precarios que son incapaces de dar la felicidad. Lo reflejan datos como el terrible número de suicidios de adolescentes en Europa, o el enorme consumo de antidepresivos.

Eso es impensable en África, en las pequeñas comunidades donde se respetan las leyes de la naturaleza y en los que Dios sigue siendo el fundamento de la vida. En esas comunidades no hay marginados, ni el dinero tiene más importancia que la calidad de las relaciones humanas y de la relación con Dios. Allí los pobres son felices: se saben acompañados, unidos por vínculos firmes.

La libertad auténtica conduce a la virtud y al heroísmo. La falsa libertad que difunden los poderes mediáticos y financieros de occidente conduce al vacío, crea ciudadanos incapaces de sacrificarse ni comprometerse por la auténtica libertad, a la que desprecian.

Pero la verdadera libertad, la única que conduce a la felicidad, es la que reconoce que el hombre está herido por el pecado original, y que el ejercicio de la libertad pasa por apartarse del pecado.

El hombre no es naturalmente bueno, como pretenden hacernos creer. Tiene la triste capacidad de escoger el mal y hacerse daño a sí mismo y a los demás. Una triste capacidad que puede llevar al suicidio de sociedades enteras cuando no se tiene en cuenta. Esa es la verdad que la Iglesia debe repetir incansablemente, si quiere ser leal a su misión.


El remedio: cristianos fieles a Jesucristo

Nuestra misión no consiste en salvar a un mundo que muere. A ninguna civilización se le ha prometido vida eterna. Nuestra misión es vivir fielmente la fe recibida de Cristo. Así salvaremos la herencia de siglos, aunque seamos pocos, y la transmitiremos íntegra a las futuras generaciones.

No se trata de ganar elecciones ni de influir en opiniones. Se trata de vivir el Evangelio de modo concreto. La fe es como el fuego: para poder transmitirla tiene que arder. Hemos de cuidar ese fuego sagrado, para que sea nuestro calor y nuestra luz en medio del invierno de Occidente. 

Cuando un fuego ilumina una noche fría, los hombres poco a poco se acercan a él: fuera hace mucho frío y mucha oscuridad. Esa debe ser nuestra esperanza.


Rasgos de la misión de los Papas recientes

El cardenal Sarah muestra su plena sintonía con los papas recientes. 

De san Pablo VI resalta su que coraje de defender a contracorriente la vida y el amor verdadero en la encíclica Humanae Vitae. 

De san Juan Pablo II, que supo iluminar la verdadera visión de la persona uniendo la fe y la razón en una poderosa antropología. 

De Benedicto XVI, su capacidad de enseñar la fe con una profundidad sin igual. 

Y de Francisco, su esfuerzo por salvar el humanismo cristiano, y su condena de la explotación económica del hombre.

Algunos han querido ver una supuesta oposición entre los planteamientos del cardenal africano y las enseñanzas del papa Francisco, pero no hay tal. Un examen de los textos íntegros de Francisco permite ver que con palabras similares se refiere a los mismos temas, aunque con frecuencia los medios “mediatizan” sus palabras para resaltar sólo unos acentos, silenciando otros. A lo largo del libro, y en todas sus declaraciones, Sarah manifiesta esa plena unión y lealtad al magisterio del papa Francisco.


Unidad y fraternidad en el seno de la Iglesia

La experiencia de la fe es personal, y es también comunitaria. La Iglesia es familia. El cardenal Sarah glosa el relato de Hemingway, El viejo y el mar.

El anciano pescador se hace a la mar en solitario. Pesca un pez tan enorme  que no puede subirlo a bordo. A duras penas logra atarlo a un costado de la barca, e intenta remolcarlo a puerto. Pero los tiburones descubren la presa y la acometen. Cuando el anciano llega a puerto, contempla desolado que sólo queda la espina de su enorme pez. No ha tenido quien le ayudara a ponerlo a salvo de los tiburones.

Hoy –dice Sarah- el mar está infestado de tiburones que pretenden devorar nuestros valores cristianos y nuestra esperanza. Ir solos es exponerse a perder el gran tesoro de la fe.

Tenemos que apoyarnos mutuamente en la fe, caminar como una comunidad unida alrededor de Cristo. “Porque donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos.” Es de esa Presencia de Cristo de donde podemos sacar nuestra fuerza.  Resta con noi!

Son conceptos que el cardenal africano reitera una y otra vez, que a alguno pueden parecer alarmistas. Pero que manifiestan su convencimiento de que es preciso un giro urgente del rumbo para evitar el precipicio.

Sus palabras son similares a las que de un modo u otro nos dirigen el papa Francisco y los papas recientes. Cada cual debe sacar sus consecuencias.

Es sugerente también esta conferencia de Sarah, con sacerdotes en Ávila