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miércoles, 10 de agosto de 2016

San Vicente Ferrer, científico



San Vicente Ferrer, científico
José María Desantes Guanter. Ed. Del Senia al Segura. Valencia



Sugerente estudio del profesor José María Desantes sobre un aspecto poco conocido del “valenciano por excelencia”, “el santo de la calle del Mar”:  la talla intelectual de san Vicente Ferrer, y la categoría científica de su obra.


José María DesantesGuanter (Valencia 1924-Madrid 2004) fue el  primer Catedrático de “Derecho de la Información”  de España. Ejerció tanto la abogacía como la docencia, y formó en Ética y Derecho a la Información  a numerosas promociones de periodistas.  Asesor de organismos públicos y privados relacionados con el periodismo en Europa y América hispana, fue asesor de la Fundación COSO para el Desarrollo de la Comunicación y la Sociedad, con sede en Valencia (providencialmente en la misma calle del Mar) y miembro de la Real Academia de Cultura Valenciana.


El profesor Desantes, llevado por el inagotable deseo de saber propio de los buenos intelectuales, descubre en la vida y escritos de su paisano san Vicente una cimentada formación científica. Sus hagiógrafos, incluso los que obraban de buena fe, han resaltado o exagerado tanto su fama de milagrero, su labor de catequesis (ciertamente enorme), o sus intervenciones en la vida política de la Corona de Aragón y de la Iglesia, que nos han legado un perfil pobre de este gran santo, que –en opinión de Desantes- merecería el título de doctor de la Iglesia.


San Vicente Ferrer adquirió a lo largo de su vida un bagaje de ciencia y temple humano que supo poner en juego al servicio de la fe, ante la gran crisis moral de los siglos XIII y XIV. Hijo de notario, creció en un ambiente intelectual elevado, al igual que su hermano, Bonifacio Ferrer, quien después de ejercer su profesión civil y enviudar ingresó en la Cartuja y llegó a ser General de la Orden de san Bruno. Ambos  dominaban las ciencias jurídicas, con un agudo sentido de la justicia que en el caso de Vicente aflora tanto cuando habla de la Sagrada Escritura como de litigios éticos y morales.


El bagaje de Vicente procede de unos estudios bien cimentados, y de un continuo esfuerzo mental para llegar a entender lo que estudia. Esfuerzo que le sirvió también para hacerse entender,  tanto de la gente sencilla (la bona gent)  como de los hombres más cultos. Buscaba el lenguaje y las analogías científicas más adecuadas a sus oyentes. No improvisaba al hablar. Sus palabras eran fruto de una reflexión previa que interiorizaba el saber, y de la cuidada formación que incrementó aún más a partir de los 17 años, cuando ingresó en la Orden de predicadores, dedicada fundamentalmente al estudio. 


           En el convento de Santo Domingo de Valencia se dedicó con tesón durante años a conocer los principales saberes de su tiempo. Y alcanzó el profundo conocimiento que se precisa para explicar la armonía entre fe y ciencia como algo bien razonado y experimentado. Y con esa expresividad que brilla en sus sermones,  que tanto cautivaba a sus oyentes.




      San Vicente Ferrer fue catedrático en la Universidad de Lérida (la más antigua e importante entonces de la Corona de Aragón) y profesor en el Studium Generale,  embrión de la Universidad de Valencia, que comenzó sus pasos en la Capilla del Santo Cáliz de la catedral de Valencia.  Tuvo una visión magnánima y avanzada de la docencia. Afirmaba que el maestro debe aprender de sus discípulos, y que debe estar atento a los problemas culturales del momento para hacerlos comprender a los demás. Gracias a su impulso se fundó esta universidad en 1410. 


Desantes disecciona con el rigor la obra de san Vicente, y va descubriendo manifestaciones de que era un hombre que creía en la Ciencia, en la importancia de la razón, del pensamiento libre y equilibrado, y del estudio, camino natural para alcanzar la verdad.


Como experto en teoría de la comunicación, el profesor Desantes se detiene también en las dotes de comunicador de san Vicente. Y concluye que fue sin duda un gran comunicador de la Ciencia, que ocupa un papel singular en la  historia de la comunicación, en una época en la que los medios de comunicación eran escasos y elementales. Se sirvió de dos de los principales: el libro y el sermón. Era buen escritor en lengua latina (la lengua vehicular del momento), y reconocido por su ciencia entre los principales personajes del momento. Reyes y Papas conocían y admiraban sus cualidades.


San Vicente siempre tuvo claro lo  fundamental en la comunicación: que la verdad es el elemento constitutivo del mensaje. Contra el engreimiento elitista propio de los hombres de la Ilustración, que afirmaban que “la verdad debiera quedarse entre nosotros, los académicos”, san Vicente decía que “justa cosa es que yo sirva los frutos de mi huerto abundantemente”: es justo y laudable comunicar los bienes que es capaz de atesorar el pensamiento. La comunicación es justicia, diálogo, intercambio, “la virtud por la cual las personas buenas saben conversar con las otras sin engañarlas, ni escandalizarlas, ni irritarlas”.


     Con sus palabras buscaba unir, no separar. Una característica propia del buen político. Lo ha descrito magistralmente el literato Azorín, en "Valencia": "Y siempre San Vicente, en sus infatigables actuaciones en España y en el resto de Europa, ha tenido la norma de todos los grandes políticos: sumar y no restar. Atraer gente a una causa, y no repudiarla. Ha trabajado siempre por la unión y la concordia. Ya luchando contra el cisma de la Iglesia, ya salvando a España en la conferencia de Caspe."


San Vicente es un hombre de diálogo, forma que emplea  también en sus sermones, siguiendo ese concepto tan valenciano que llama raonar (razonar) al castellano dialogar. Adelantándose a nuestro tiempo, que acaba de descubrir que “no hay comunidad sin comunicación”, o que “no hay democracia sin periodismo”, san Vicente defiende que es injusticia tener ciencia y guardarla para sí en vez de enseñarla. Transmitir ciencia es un deber informativo, no  una limosna. Y reconoce el derecho a la información, un derecho de todos. “El mensaje científico no puede callarse por la prohibición arbitraria de los Príncipes”: una prevención en toda regla contra la censura civil.



Aparición de la Virgen María a san Vicente Ferrer
Óleo de Vicente Inglés en la catedral de Valencia



       





miércoles, 12 de marzo de 2014

Misión Olvido



Misión Olvido. María Dueñas 

Ed. Planeta





Blanca, mujer ya madura, profesora universitaria, casada y con dos hijos ya crecidos, se enfrenta de improviso a la amargura de que su marido, encaprichado con una mujer más joven, la abandona. El mundo se le viene abajo. Sin fuerzas para afrontar la rutina de siempre, decide marchar lejos durante una temporada. Consigue una beca para investigar en una universidad de California. Allí deberá realizar un estudio sobre las misiones de los franciscanos españoles que llevaron el evangelio y la cultura a  aquellas tierras en los siglos XVIII y XIX, ordenando y analizando el legado de otro investigador español, el profesor Fontana, fallecido años atrás.


Durante seis meses la  vida de Blanca se cruzará con la de dos hombres: Luis Zárate,  director del departamento que la acoge, y un veterano investigador, Daniel Carter, que ya no trabaja para la universidad pero tuvo una intensa relación profesional y de amistad con Fontana. Daniel, en su época de estudiante, viajó por la España de los años 50, enviado por el profesor Fontana para seguir el rastro del escritor R.J. Sender. Daniel, al principio en la sombra, ayudará a Blanca en su investigación.


La novela está bien escrita y se deja leer. Son creíbles los sentimientos de los personajes: dolor, soledad, rabia, nostalgia de los momentos felices y de los buenos amigos, desesperación ante el futuro incierto…  Eso ya es mucho.


Pero María Dueñas nos presenta unos personajes sin fe, resignados a una vida en la que Dios no cuenta, y a la que por tanto no logran dar sentido. Personajes sin resortes para gestionar la adversidad, cuyo único recurso en momentos de crisis es una fuerza de voluntad no siempre suficiente, y en el mejor de los casos  el hombro de algún amigo relativamente  leal. En esas condiciones, la posibilidad de afrontar la vida con optimismo queda muy mermada.


A mi juicio Dueñas, al perfilar a sus protagonistas, sucumbe a los dictados de lo políticamente correcto: una buena dosis de agnosticismo, algún divorcio o separación dolorosa, expectativas de escarceos sentimentales como remedio de la soledad… Si se menciona  la religión (y el tema bien que se presta: nada menos que  una investigación sobre la epopeya evangelizadora de los franciscanos españoles en California)  es con cierta displicencia, dejándola relegada a la categoría de curiosidad cultural marginal, propia de épocas pasadas, de personas menos cultas, un punto intolerantes, o tal vez  algo hipócritas. Una visión alicorta de la realidad, de la que surgen personajes igualmente pobres y alicortos.


Con ese mal sabor de lo humanamente insuficiente queda el lector cuando llega al punto final. Y con la esperanza de que los protagonistas de la novela no sirvan de modelo a  los jóvenes (y mayores)  que lleguen a leerla.


Son tiempos de recordar con más frecuencia algunas verdades esenciales, con las que pocos se atreven: que la mayor miseria del ser humano es vivir como si Dios no existiera, que nuestra capacidad de elevar el corazón a Dios es lo que nos diferencia de los animales, que el silencio sobre Dios es lo que está llenando de tristeza a Europa, que es posible un compromiso estable de amor entre marido y mujer, que la fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre  del amor, que estamos hechos para la fidelidad en el amor.


Sí: el mundo interior de las personas es en realidad mucho más rico y trascendente de lo que dicta la anquilosada corrección política al uso.   Ya sé que el objetivo de la novela no tiene porqué ser aleccionador. Y que es cierto que abundan los casos de separaciones y abandonos que parten el alma y merecen toda la compasión. Pero necesitamos creadores que muestren en sus personajes todo el bien de que es capaz el ser humano: esos valores (fidelidad, lealtad, compromiso, trascendencia…) que nos realizan plenamente como personas, y nos permiten afrontar la vida con optimismo, esperanzados en la construcción de un mundo mejor.  



domingo, 19 de enero de 2014

Edith Stein, una gran intelectual, patrona de Europa

El verdadero rostro de Edith Stein.
Waltraud Herbstrith 
Ed Encuentro






Breve biografía de Edith Stein, gran intelectual,  discípula de Husserl, conversa al catolicismo, y asesinada por los nazis en el campo de concentración de Auschwitz . Fue canonizada por Juan Pablo II como santa Teresa Benedicta de la Cruz


El libro traza con rigor  el itinerario humano, intelectual  y religioso  de Edith Stein. De familia judía, siente una profunda atracción hacia la religión católica, de la que envidia el trato íntimo y filial con Dios. Experimenta una sacudida interior cuando ve a una sencilla mujer, con la cesta de la compra, recogida en oración hablando confiadamente con su Dios en un templo católico.


La lectura casual de El libro de la Vida de santa Teresa de Jesús le ilumina intelectualmente: “aquí está la verdad”, piensa. Siempre sintió una gran atracción por la santa de Ávila.  El libro describe con precisión los avatares e incomprensiones sufridos en su vida académica y universitaria, y en los años de claustro en el convento de carmelitas, hasta su deportación por los nazis y el asesinato en el campo de exterminio.


Resalta en la narración la firmeza de carácter, el rigor intelectual y la rectitud de conciencia de esta mujer fuerte, que supo mantenerse fiel a Dios hasta dar la vida. "Que no tenga ningún amor que no sea verdadero, que no tenga ninguna verdad sin amor."


Como dijo Juan Pablo II al nombrarla copatrona de Europa: "En ella, todo expresa el tormento de la búsqueda y la fatiga de la «peregrinación» existencial. Aun después de haber alcanzado la verdad en la paz de la vida contemplativa, debió vivir hasta el fondo el misterio de la cruz."


     Ver también esta reseña de su autobiografía "Estrellas amarillas"




viernes, 9 de agosto de 2013

Estrellas amarillas. Autobiografía de Edith Stein

Estrellas amarillas. Edith Stein 

Ed. de Espiritualidad  





Magnífica autobiografía de la infancia y juventud de EdithStein (1891-1942), escrita entre 1933 y 1939, cuando la noche se cernía sobre Alemania.



De origen judío pero ya entonces convertida al catolicismo (1922), toma como propio el problema de la incomprensión y odio que el nacionalsocialismo de Hitler está extendiendo por Alemania, arrancando de su tranquila existencia al pueblo judío. 


Siente el deber de justicia de contribuir a desmontar la falsa caricatura del judaísmo que los nazis difunden, y no duda en dar la cara por su pueblo, a pesar de las posibles represalias, que no tardaron en llegar.


Como escribe en el prólogo, no trata de hacer una apología del judaísmo, que pueden hacer otros y sobre la que ya hay extensa bibliografía, sino “narrar sencillamente mis experiencias de la humanidad judía”.


Lo hace contando su propia vida, las historia de las relaciones cotidianas en el seno de su extensa  familia judía. La narración  tiene el valor añadido de que ahora su visión es la de una judía conversa al catolicismo.


Se nutre, junto a sus recuerdos y vivencias, de las largas conversaciones con su madre, que en el momento de empezar a  redactar tiene 84 años, y es incansable contadora de historias y aventuras de parientes y allegados.






Todo el libro tiene el encanto de un fino espíritu femenino. La delicada sensibilidad de Stein le permite descubrir la belleza y la bondad allá donde se encuentren. Con espíritu sutil penetra y retrata los caracteres, aciertos y fallos de las personas que se cruzan en su vida, comenzando por sus propios padres y hermanos. Es una mujer valiente (en la primera guerra mundial corrió a alistarse como enfermera y estuvo en los trabajos más duros)  y se manifiesta valiente también en una sorprendente sinceridad para no ocultar errores propios o ajenos, llamando a las cosas por su nombre sin eufemismos.


Sus amistades y relaciones son abundantes, más de lo que cabría suponer en una mujer intelectual y aficionada al estudio. Valora mucho la amistad, cuyo genio  “consiste en amabilidad, servicialidad y autodominio”.


La riqueza de detalles del relato demuestra también una memoria prodigiosa. “Poseía yo una memoria excelente para las personas y reconocía a cada uno con tal de que lo hubiera observado detenidamente una vez, incluso después de años. Tampoco había oído hablar de la mortificación de la vista, y miraba a la gente que me  interesaba aguda y profundamente, pero a la masa de los estudiantes los contemplaba cual quantité negligeable. Pasaba por las aulas sin advertirlos, y a poder ser elegía sitio en primera fila para seguir las clases sin molestias.”



Edith Stein muestra una valiosa capacidad sicológica para penetrar en las causas del comportamiento ajeno, y espíritu crítico para enjuiciarlo. Sus juicios, duros en la juventud, se atemperan con el tiempo y el nuevo modo de ver a las personas, a medida que va profundizando en el espíritu de Jesucristo: “Aun cuando continuaba teniendo un juicio duro para las debilidades de las personas, ya no lo usaba para tocar su punto débil, sino para ser indulgente. (…) Aprendía que raras veces las personas mejoran cuando se les dice la verdad…Sólo si tienen la seria exigencia de ser mejores y conceden el derecho a la crítica.”



Edith Stein tenía también una inteligencia privilegiada, y con ella  busca la verdad desde pequeña. “Mi nostalgia por la verdad era mi única oración”, escribe refiriéndose a sus años de infancia y juventud, cuando aún no conocía la fe cristiana y las posibilidades del diálogo filial y confiado con Dios Padre.


El  empeño por la verdad  era tan fuerte y decidido que anota: “Por aquella época mi salud no iba muy bien a causa del combate espiritual que sufría en total secreto y sin ninguna ayuda humana.”



Más tarde definiría la verdad, siguiendo a su maestro Husserl, como  la luminosa certeza de lo que es o no es, un concepto rigurosamente separado del puro opinar o del ciego estar convencido.



La  “luminosa certeza” de la fe le llegó durante una lectura casual de la Autobiografía de Santa Teresa de Jesús: “Cuando cerré el libro me dije: aquí está la verdad”. La honda y sincera  naturalidad con la que Teresa de Ávila abre su alma para contarnos la historia de su vida y de su relación con Dios, cambia para siempre la vida de Edith.  Descubrió que  Dios no es el dios de la ciencia, a secas. Dios es Amor. 


Y hacia Él se dirigió con ímpetu el resto de su vida: "Que no tenga ningún amor que no sea verdadero; que no tenga ninguna verdad sin amor."




Una lectura sumamente enriquecedora, que ayuda a entender por qué Edith Stein, ahora santa Teresa Benedicta de la Cruz,  asesinada en Auschwitz por odio a la fe en 1942, es Patrona de Europa. 




De ella dijo Juan Pablo II: "una hija de Israel, que durante la persecución de los nazis ha permanecido, como católica, unida con fe y amor al Señor Crucificado, Jesucristo, y, como judía, a su pueblo."




Europa anda necesitada de mujeres y hombre de un temple como el suyo: sinceros buscadores de la verdad, resueltos hacedores del bien. 







lunes, 18 de junio de 2012

Europa debe reencontrarse





El Secretario para las Relaciones con los Estados de la Unión Europea, Mamberti, ha dirigido un breve discurso a los embajadores de países de la UE acreditados ante la Santa Sede el pasado 11 de junio.

 

Europa no se encuentra a sí misma, les ha dicho, y no se encontrará mientras no sepa mirar con agradecimiento a sus propios orígenes y los valores que la caracterizan.

 

No ha brotado por generación espontánea el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, o el profundo sentido de la justicia y de la libertad, el valor de la laboriosidad, el espíritu de iniciativa, el amor a la familia, el respeto a la vida, el deseo de cooperación y paz...

 

Todos ellos son valores cristianos, muy alejados de las leyendas negras que con pasión morbosa nos hemos dedicado a fabricar para auto-calumniarnos.

 

Europa nació cristiana, y sólo permanecerá si es fiel a esos valores que la han cohesionado. Esa fue la visión de los padres de la UE: Robert  Schuman,  Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer... El mundo necesita de sus valores, pero no sabrá aportarlos si los mira con desprecio.  

 

Europa tendrá algo bueno que ofrecer al resto de la humanidad si vuelve a reconocer agradecida sus orígenes,  y construye sobre ellos con creatividad el futuro.

Sí, es verdad que ha habido errores, personales y colectivos.  Pero la semilla de la doctrina estaba ahí, en nuestros orígenes, y a lo largo de los siglos, a trancas y barrancas, ha dado lugar a una civilización nunca jamás soñada en la historia.

 

Y los errores, reconozcámoslo con amor a la verdad, se han debido unas veces  al abandono personal o colectivo de la coherencia cristiana, y otras directamente a la negación personal o colectiva de Dios.

 

¿Hay que recordar que los mayores crímenes contra la humanidad los han causado el régimen nazi y los regímenes comunistas, todos ellos ateos?