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sábado, 2 de marzo de 2013

Creación y pecado. Joseph Ratzinger









Creación y pecado. Joseph Ratzinger . Ed NT, 1992 


    En 1991 el cardenal Joseph Ratzinger pronunció cuatro conferencias cuaresmales en la catedral de Munich. Deseaba cubrir una laguna que observaba en la catequesis de aquellos años: se omitía la referencia a los relatos de la Creación, contenidos  en el Libro del Génesis. Algunos pensaban que habían quedado obsoletos, que no eran ya  válidos.  

      Ratzinger sale al paso de este error, procedente de una falsa interpretación de la Sagrada Escritura, y nos enseña las maravillas que encierra el libro del Génesis cuando lo leemos guiados por el mismo Jesucristo, Palabra de Dios Encarnada.


 Este libro aporta una visión clara y penetrante acerca del orden primigenio de la creación, su belleza y armonía, inexplicables por el puro azar. Y acerca de quién es el hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza, "del barro de la tierra", según la imagen del Génesis. 

Cada hombre, en cada generación, se hace la pregunta necesaria: ¿quién soy? y ¿qué quiero ser como hombre? De la respuesta que de a esa esencial pregunta depende su futuro como persona y el futuro de la sociedad. ¿Qué es el ser humano?




Ratzinger  aporta una sugerente visión acerca del significado del pecado original, cuyo carácter hereditario parece chocar con la bondad divina. El pecado del hombre introduce el desorden en el cosmos, y ahora se trata de restablecer el equilibrio inicial, para que en el mundo vuelva a brillar la gloria de Dios y del hombre. Es un pecado que ha dañado a todo el género humano porque el hombre no está encerrado en sí mismo, es un ser relacional. Es esencialmente relación a los otros.


       Ser verdadero hombre significa estar en la relación del amor, primero y esencialmente con Dios, y también con los demás. Y el pecado significa estorbar esa relación, o destruirla totalmente. El pecado, al  pretender convertir al hombre en Dios, interrumpe su relación a los demás, falsea todas las relaciones, y afecta por tanto a todos los hombres. Cada hombre llega al mundo con una interdependencia en la que las relaciones han sido falseadas. Ya desde el comienzo de su existencia el hombre está perturbado por el pecado, que le tiende la mano… y el hombre lo comete.

         Esta idea del hombre como ser esencialmente relacional, que se comunica con otros, ha sido tratada también por Ratzinger en su libro Jesús de Nazaret.  Cuando el hombre rompe la comunicación  con Dios, rompe la más esencial de sus relaciones. Esa es la mayor tragedia del hombre de nuestros días, que ha olvidado su necesidad de dirigirse a Dios y hablar con Él. De ahí la importancia de recuperar el sentido de la oración y la necesidad de rezar.


Jesucristo, Pantocrator del Sinaí



         La Sagrada Escritura adquiere su sentido verdadero cuando la leemos hacia atrás,  desde Jesucristo, guiados por Él. Desde Él, desde su vida y sus palabras, la Palabra escrita en el Antiguo Testamento adquiere su pleno sentido. Y con Él, vemos que Dios ha creado el Universo para poder establecer con los hombres una historia de amor, para poder hacerse hombre y desparramar -dice Ratzinger- su amor entre nosotros.

          Dios formó al hombre "del barro de la tierra", dice el Génesis. Esa imagen explica mucho sobre nuestra realidad más íntima. Explica  que no somos dioses: no nos hemos hecho a nosotros mismos. Y explica que somos iguales, formados todos del mismo barro, de la misma materia. Nadie es más que otro. Por eso el cristianismo es una rotunda negación de toda forma de racismo.

          Pero el relato del Génesis dice mucho más: "a imagen de Dios lo creó". Al hacerlo a su imagen, Dios entra a través del hombre en la creación. Al hacernos a su imagen, Dios prepara el camino para su Encarnación como uno de nosotros: desde ese momento era posible. 

 Donde deja de verse al hombre como imagen de Dios, colocado bajo su protección, surge la barbarie. Y al contrario: donde se descubre que el otro, cada ser humano, es una imagen de Dios, aparecen la categoría de lo espiritual y la categoría de lo ético. No todo vale. Dios obra el bien, y también nosotros hemos de obrar como Él. Debemos hacer el bien y evitar el mal.   No todo lo que se puede hacer es bueno. Mi conducta debe ser ética, acorde con mi dignidad de imagen de Dios, y con la dignidad del otro que también es imagen de Dios.

  Una consecuencia más: si somos imagen de Dios, es que hay Otro del que somos esa imagen. El hombre que se encierra en sí  mismo y se niega a hablar con Dios, dirigiéndose a Él con un “Tú” personalísimo, niega lo más esencial de su ser, que es la relación con su Dios Creador, que le ha dado el ser y de quien es imagen. Por eso rezar, dirigirse a Dios, es la acción más propiamente humana.


 Ratzinger no rehúye el diálogo razonado con los que se manifiestan  ateos. Así, glosando las palabras de Monod y al hilo de su discurso, hace ver cómo los grandes proyectos de la vida que descubrimos mediante la ciencia, y maravillan incluso a quienes se piensan ateos, nos remiten a una Razón creadora.

   Este libro es  una extraordinaria catequesis sobre cómo leer la Sagrada Escritura. Un ejemplo entre muchos: cuando glosa las palabras de Pilatos mostrando a Jesús destrozado por la cruel tortura  de la flagelación: Ecce Homo. Ved aquí al hombre. Esto es el hombre. Lo que significa: "Esto es lo que es capaz de hacer el odio, cuando descarga su ira contra un inocente". Pero también: "Esto es lo que es capaz de soportar el amor de Dios". El Dios hecho Hombre, de quien somos imagen, que se nos ofrece como ejemplo de vida, nos descubre con su ejemplo hasta qué punto debemos amar a los demás, estando dispuestos a perdonar sus ofensas hasta el heroísmo.

 Un libro profundo, como todos los de Ratzinger, que constituye una delicia para la inteligencia y un manantial de sentido para la vida.




Verdad, valores, poder. Joseph Ratzinger




Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista. Joseph Ratzinger. Ed. Rialp


Verdad, valores, poder, son piedras de toque que nos permiten calibrar la calidad de una sociedad pluralista. Este libro recoge tres ensayos del cardenal Joseph Ratzinger sobre cuestiones tan esenciales.


Con la nitidez y hondura características de su pensamiento, el futuro papa Benedicto XVI reflexiona sobre el problema al que se enfrenta una sociedad, que intenta construirse en torno a la democracia, cuando pierde una referencia clara acerca de los valores que debe promover, y considera la verdad un concepto meramente subjetivo. Conceptos fundamentales como conciencia y culpa se difuminan. En esa sociedad la persona está en riesgo de perder su libertad.


Las democracias que no se apoyan en un mínimo de valores, no expuestos al arbitraje de mayorías cambiantes, degeneran en tiranías. Las democracias occidentales corren ese riesgo, porque buscan en vano un fundamento en el pantanoso terreno del relativismo, y desprecian el firme apoyo de los valores cristianos sobre los que crecieron. 


    En La Democracia en América,
 Tocqueville escribe que en América era posible un orden de libertades, una libertad vivida en común, precisamente porque era una sociedad en la que seguía viva la conciencia moral fundamental alimentada por el cristianismo. Pero sin convicciones morales comunes las instituciones no pueden durar ni surtir efecto.


    La historia del siglo XX, afirma Ratzinger, ha demostrado dramáticamente que la mayoría es manipulable y fácil de seducir, y que la libertad puede ser destruida en nombre precisamente de la libertad. La mayoría no puede ser fuente del derecho ni lo único decisivo en democracia. Es indiscutible que la mayoría no es infalible, y que sus errores no afectan sólo a asuntos periféricos, sino a bienes fundamentales que dejan sin garantía la dignidad y los derechos del hombre. Ni la esencia de los derechos humanos ni la de la libertad es evidente siempre para la mayoría. Si la mayoría siempre tiene la razón, el derecho tendrá que ser pisoteado. 


  Ratzinger analiza el comentario de Hans Kelsen, maestro del positivismo jurídico, a la pregunta de Pilatos a Jesús: ¿Qué es la verdad? Kelsen dice que la pregunta ya contenía la respuesta: la verdad es inalcanzable. Por eso Pilatos no espera la respuesta: se dirige a la multitud y les dice: ¿Queréis que os suelte al Rey de los judíos? Es decir: somete la cuestión (sobre qué es la verdad) a la voluntad popular y deja que sea el pueblo quien decida. 


   Actuando así, Pilato se comporta como el “perfecto demócrata”: confía el problema de designar lo que es verdadero y justo a la opinión de la mayoría. “El hecho de que en el caso de Jesús fuera condenado un hombre justo e inocente no parece inquietar a Kelsen. No hay otra verdad que la de la mayoría”.

       La democracia, en el ámbito anglosajón, se apoyaba en un consenso fundamental cristiano. Pero a partir de Rouseau (siglo XVIII) comenzó a dirigirse contra la tradición cristiana. Lo democrático será desde entonces un concepto que se entiende en oposición al cristianismo e incorpora los dogmas masónicos del progreso necesario, el optimismo antropológico, la divinización del individuo y el olvido de la persona. Por eso Ratzinger recuerda que es misión de la Iglesia, y de cada cristiano, hacer que surja con fuerza renovada aquella evidencia de los valores sin la que no es posible la libertad común.


       Ratzinger resalta el valor de la conciencia, que en su primer estrato contiene el recuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero, insertado por Dios en nosotros. Es una tendencia ontológica del ser creado por Dios a promover lo conveniente a Dios. Ahí radica el derecho de la actividad misionera de la Iglesia: aunque lo ignoren, todos esperan secretamente el Evangelio, la Noticia del Amor de Dios a los hombres

        En ese recuerdo primordial radica también el que nadie debe obrar contra su conciencia. Aunque sea errónea, no es culpa nunca seguir la convicción alcanzada, pero sí puede ser culpa adquirir convicciones falsas y acallar las protestas que proceden de lo íntimo de nuestro ser. Hitler y Stalin obraron convencidos, pero son culpables.

 

 Debemos seguir el veredicto evidente de la conciencia. Pero eso no significa que la conciencia sea infalible, pues sería tanto como afirmar que la verdad no existe, y todo sería subjetividad. Y por tanto tampoco existiría libertad.

 

 Ratzinger observa que la falsa idea de que es más libre quien no está cargado con las exigencias de la fe ha paralizado la actividad evangelizadora de la Iglesia en los últimos decenios. Es el pensamiento de que la falsedad y el alejamiento de la verdad podrían aportar una vida más cómoda que la de quien afirma que existe la verdad. ¿No habría que liberar al hombre de la verdad, que lo ata y no  lo hace más libre? ¿No es mejor dejar a los hombres sin fe, para no atarles? 


“Quien ve en la fe una pesada carga o una exigencia moral excesiva no puede invitar a los demás a seguirla. Prefiere dejarlos en la supuesta libertad de su buena conciencia.”

 

Esa cierta aversión “casi traumática” a lo que llaman catolicismo preconciliar quizá procede de una fe soportada como una carga. Parecen decir que la conciencia errónea protege al hombre de las exigencias de la verdad.

 

Pero en realidad “la conciencia es la ventana que abre al hombre el panorama de la verdad común que nos sostiene y nos sustenta a todos, haciendo posible que seamos una comunidad de querer y de responsabilidad apoyada en la comunidad de conocimiento.”

 

Newman decía que la conciencia es la presencia clara e imperiosa de la voz de la verdad en el sujeto. Es la anulación de la mera subjetividad en la tangencia en que entran en contacto la intimidad del hombre y la verdad de Dios.

 

Acallar esa voz, para permanecer en un convencimiento subjetivo, no exculpa al hombre: Hitler y sus SS actuaron con convencimiento subjetivo, con la seguridad y falta de escrúpulos que se derivan de él.


Distinguir la verdadera voz de la conciencia

 

Un hombre de conciencia es el que no compra tolerancia, éxito, bienestar, reputación y aprobación públicas renunciando a la verdad.

 

¿Cómo distinguir la verdadera voz de la conciencia? Hay dos señales claras: que esa voz no coincida con los deseos y gustos propios, y que no coincida con lo aparentemente más beneficioso o llevadero para la sociedad, con el consenso de grupo, o con las exigencias del poder político o social.

 

No se puede comprar el progreso y el bienestar traicionando la verdad reconocida. Hoy el concepto de verdad ha sido abandonado y sustituido por el de progreso. El progreso “es” la verdad. Pero es así precisamente como se destruye el progreso, pues al separarse de la verdad pierde la dirección, y tanto puede ser progreso como retroceso.

 

En el hombre existe la presencia inexcusable de la verdad, de la verdad del Creador, que se ofrece también por escrito en la revelación de la Historia Sagrada. El hombre puede ver la verdad en el fondo de su ser. No verla es culpa. Solo se deja de ver cuando no se la quiere ver.

 

 El error, la conciencia errónea, sólo son cómodos en un primer momento. Enseguida, tarde o temprano, sobreviene la deshumanización. En el telón de acero, el sistema marxista era un sistema de engaño, y produjo embotamiento del sentido moral y una sociedad inhumana. La verdadera culpa es la supresión de la verdad que precede a la conciencia errónea, que deja al hombre en una falsa seguridad y en un desierto inhóspito.

 

 Por eso el sentimiento de culpa es necesario, porque rompe la falsa tranquilidad de la conciencia. Es una señal tan necesaria para el hombre como el dolor corporal, que nos permite conocer la alteración de las funciones vitales normales. Quien no es capaz de sentir culpa está espiritualmente enfermo. El enmudecimiento de la culpa es una enfermedad de alma más peligrosa que la culpa reconocida como culpa: no hay más que pensar en los crímenes contra la humanidad perpetrados por gentes sin escrúpulos de conciencia en los lager y gulags comunistas o en los campos de exterminio nazis.

 

 No acallar la conciencia es lo que nos salva. En Lc 18, 9-14 vemos a Jesús que puede obrar en el pecador que se reconoce culpable porque no se oculta tras su conciencia errónea. Jesús sin embargo no puede actuar en el fariseo que no siente la necesidad de perdón ni de conversión. Es precisamente el grito de la conciencia que llega al publicano lo que le hace capaz de alcanzar la verdad y el amor salvador.

 

 El peligro de perder el sentido de culpa nos acecha a todos, y debemos rezar con el salmo: “¿Quién será capaz de reconocer los deslices? Límpiame de los que se me ocultan” (Ps 19, 13). El hombre que no examina su conciencia corre peligro de adormecer ese sentimiento de culpa, sin el que no es posible acceder al perdón.

 

Y este es el reto y la responsabilidad al que se enfrenta el cristiano: conducir de nuevo a la humanidad hacia el reconocimiento de los valores morales eternos: desarrollar de nuevo el oído casi extinguido para escuchar el consejo de Dios que habla al corazón de cada persona.

 

 

 












 

sábado, 16 de febrero de 2013

Mi vida. Joseph Ratzinger



 




Mi vida. Recuerdos (1927-1977) Joseph Ratzinger  
Encuentro, 1997


      Rescato esta reseña, que publiqué hace unos años,  con el Papa recién elegido. Vuelve a tener actualidad. Indispensable para quien aún no lo haya leído.


Los recientes acontecimientos vividos en Roma, con ocasión del fallecimiento de Juan Pablo II y la elección de su sucesor Benedicto XVI, han puesto de manifiesto una vez más el indiscutible y creciente liderazgo moral del Papado. Así lo han testimoniado representantes de todas las naciones e ideologías del mundo (con las lógicas excepciones que no hacen sino confirmar la realidad).


Sólo por esa incontestable evidencia  pienso que este libro constituiría  en estos momentos una obligada lectura para cuantos se ocupan de tareas informativas. Es preciso  conocer de cerca,  y a ser posible de primera mano, la trayectoria vital e intelectual de quien acaba de ser llamado a ocupar la Silla de Pedro y es por tanto un referente mundial. Pero además, la calidad de su persona lo merece: es de los mejores de quienes podemos aprender.


Con el rigor propio de un intelectual de su talla, y la sinceridad y sencillez que le caracterizan, el cardenal Ratzinger nos relata los hechos más relevantes que marcaron sus 50 primeros años de vida. Entramos de su mano en la dulzura del hogar, junto a sus padres y hermanos, en un ambiente sencillo y piadoso. En la creciente bondad de sus padres  ve una prueba de la verdad de la fe católica: no sabría señalar una prueba de la verdad de la fe más convincente que la sincera y franca humanidad que ésta hizo madurar en mis padres y en otras muchas personas que he tenido ocasión de encontrar”.


El libro recorre las ciudades y paisajes que le vieron crecer en su Baviera natal. Pronto asistimos a  las tensiones políticas  captadas en la niñez, y a la creciente agresividad y vejaciones del nacionalsocialismo contra los católicos. La generosidad de su respuesta a la   llamada al sacerdocio.  La intensa preparación intelectual.  El horror de la guerra.  Su elección de una vida de estudio, y los arduos trabajos para lograr la  cátedra universitaria. Los trabajos del Concilio, y el confuso papel que asumieron algunos peritos, que llevó a muchos a no distinguir entre  la verdadera y la falsa renovación de la Iglesia.   La desorientación de cierta teología política y la violenta irrupción del marxismo, que, manteniendo el fervor religioso,  reemplazaba a Dios por el partido y ofrecía por tanto “el totalitarismo de un culto ateo que está dispuesto a sacrificar toda humanidad a su falso dios”...


Ratzinger hace  memoria, junto a su historia personal e íntimamente unida a ella, de los sucesos y problemas vividos por la Iglesia. Reflexiona a la distancia sobre ellos, y saca luces que constituyen un regalo para el lector.  

El libro ayudará, sin duda, no sólo a conocer al personaje, sino a entender mejor a la institución que representa y a informar con más rigor sobre ella.

Sobre Joseph Ratzinger, ver también comentarios a su libro Verdad, valores, poder, de gran actualidad en estos momentos.