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viernes, 29 de marzo de 2019

Horizontes insospechados. Marlies Kücking


Horizontes insospechados. Mis recuerdos de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Marlies Kücking. Ed. Rialp





Marlies Kücking (Colonia, 1936) estudió filología alemana e inglesa en Bonn y Colonia. Conoció el Opus Dei en 1954, gracias a un encuentro casual durante un viaje de estudios a Roma. Poco después, en 1955, pidió la admisión en el Opus Dei. Desde 1964 trabajó junto a san Josemaría en la Asesoría Central del Opus Dei en Roma. Actualmente es la responsable del Archivo General de la Obra.

Consciente del valor de lo que veía y escuchaba del fundador de la Obra, Marlies Kücking anotaba en un cuaderno las palabras y comentarios de san Josemaría, su modo de reaccionar antes los acontecimientos y noticias. A lo largo de la narración nos va desgranando esas anotaciones personales, que ha contrastado con los datos del archivo de la Obra.


Con estilo sencillo y familiar, en tono autobiográfico, la autora nos sumerge en la historia de los primeros pasos del Opus Dei en Alemania, cuando era una joven estudiante, su primer encuentro con san Josemaría en 1957, y sus años de trabajo junto a él en Roma, que describe como una aventura apasionante, que abrió a su vida horizontes extraordinarios e insospechados, abiertos a la fe en la acción de Dios en el mundo.



Es testigo de la determinación del fundador del Opus Dei para que las mujeres de la Obra, y todas las que se acercan a los apostolados del Opus Dei,  adquieran una preparación intelectual devanguardia, idéntica al menos a la que se requiere de los varones.


En 1957, siendo una joven universitaria, se incorporó al Colegio Romano de Santa María, erigido por san Josemaría en Roma para la formación en filosofía y teología de mujeres de la Obra de todo el mundo.  Desde principios de los años 50 comenzaron a pasar por ese Centro de Estudios Internacional jóvenes de los países en que la Obra había consolidado su trabajo apostólico, del mismo modo que los varones lo hacían en el Colegio Romano de la Santa Cruz.


Esa formación doctrinal-cristiana específica, realizada a nivel universitario, se sumaba a la que cada una tenía por sus propios estudios profesionales, realizados en sus países de procedencia. Así se preparaban para enseñar con hondura y propiedad la fe católica y el espíritu del Opus Dei como camino de encuentro con Cristo en la vida ordinaria.


En 1964 fue nombrada Prefecta de Estudios en la Asesoria Central del Opus Dei, encargada de velar por el desarrollo de los planes de formación religiosa, filosófica y teológica de las fieles de la Prelatura en todo el mundo. Su misión consistía en  adecuar la formación teológica a los estudios profesionales de cada persona y a las circunstancias de los diversos países, tratando siempre de que fuese del más alto nivel posible.





Más tarde fue nombrada Secretaria Central de la Asesoría, cargo que requería un estrecho trabajo diario junto al fundador, para despachar las cuestiones propias del gobierno del Opus Dei en lo que afecta a las mujeres, y a la Obra en su conjunto.


Describe esa tarea en el gobierno del Opus Dei como una aventura apasionante, que le llevó también a viajar por numerosos países y a conocer in situ a las primeras vocaciones al Opus Dei entre mujeres de todas las razas y lenguas.


Con fino sentido del humor y agudeza femenina –que logra hacer amablemente compatibles con una precisión germánica- abunda en anécdotas de la vida diaria, tanto en sus viajes como en el trabajo cotidiano de gobierno.  El relato, ameno y cuajado de anécdotas sencillas y sucesos relevantes, nos permite  adentrarnos en la vida de la institución y conocer más de cerca la rica personalidad de san Josemaría.




Sobre su experiencia de gobierno junto a san Josemaría,  Marlies Kücking destaca entre otros cinco puntos a los que el fundador daba importancia relevante:

1)  La confianza. El fundador confiaba plenamente en personas muy jóvenes nombradas para algún cargo de gobierno, y les animaba a tomar decisiones de acuerdo con las competencias por razón de su cargo.
2)  La colegialidad.
3)  El imprescindible aporte femenino.
4)  La audacia y autonomía en el desarrollo de las iniciativas apostólicas.
5)  Siempre, basarlo todo en la vida interior de unión con Jesucristo. Son reveladoras por ejemplo sus referencias a la piedad eucarística, a la fe en la presencia del Señor en la Eucaristía.


Las reuniones de trabajo con san Josemaría, afirma, eran una escuela en las que se aprendía a dar a todo trabajo un sentido de servicio, y que por tanto debía estar bien acabado, sin dilaciones, cuidando los detalles.

Se percibe a lo largo del relato un emocionado agradecimiento al fundador,  no sólo por el ejemplo de su vida, heroicamente fiel a la misión recibida de Dios, sino también por el derroche de cariño que hacía a diario, olvidándose de sí mismo, sufriendo con el que sufría. Y sufriendo también por la situación de la Iglesia, especialmente en los años 60 y 70, que fueron de gran desorientación doctrinal en muchos y de abandono de vocaciones sacerdotales en la Iglesia.


Oyó muchas veces a sanJosemaría pedir que rezáramos por la Iglesia. En una ocasión, durante un encuentro familiar, les dijo que había llorado, y que mirándose en el espejo no se reconocía: “Josemaría, tú eras jovial…” Se sobreponía, pero sufría. “El mejor modo de ayudar a la Iglesia es exigirnos cada uno en amor a Dios y a los demás, con generosidad total. Unirnos más, y manifestar con obras al Señor nuestro deseo de ser fieles.”


Ese cariño que san Josemaría enseñó a vivir es elemento sustancial del cariño en la Obra, que es una familia sobrenatural. Un cariño también humano, que se manifiesta en estar en los detalles y servir con obras, y que se abre a toda la Iglesia y al mundo entero.




miércoles, 27 de marzo de 2019

Instantáneas de un cambio. Un libro sobre Javier Echevarría, segundo sucesor del fundador del Opus Dei



Instantáneas de un cambio. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei (1994-2016). Ernesto Juliá. Ed Palabra, colección Testimonios.




Ernesto Juliá (Ferrol, 1932), abogado, y sacerdote desde 1962, trabajó durante muchos años en la sede central del Opus Dei en Roma. Allí colaboró estrechamente con san Josemaría, y con sus dos sucesores, el beato Álvaro del Portillo y Javier Echevarría.


Ha sido testigo por tanto de la transformación paulatina que  la convivencia con dos santos operó en el segundo sucesor del fundador de la Obra, Javier Echevarría (Madrid 1932-Roma 2016), desde su llegada a Roma a comienzos de los años 50, siendo aún muy joven, hasta su elección como prelado en 1994, y después hasta su fallecimiento en 2016. Y a mostrar ese cambio en la persona de Echevarría dedica esta semblanza.




Javier Echevarría, llegado a Roma con apenas 20 años, aprende el espíritu del Opus Dei directamente de su fundador. Primero escuchándole, y muy pronto también viéndole trabajar desde su puesto de secretario personal. A medida que se va identificando con el espíritu de la Obra se producen cambios en su persona: en el carácter, en las disposiciones personales, en el modo de intensificar su colaboración en el trabajo para hacer realidad el Opus Dei en la vida de millares de personas de los cinco continentes. Se desarrolla su personalidad, y aparecen  matices nuevos que la enriquecen.


Juliá ilustra esos signos de transformación personal en la conducta de Echevarría con relatos significativos de su actividad diaria. Aporta también, al hilo del relato, una cuidada selección de textos y palabras de la predicación de don Javier, y de sus diálogos en encuentros familiares con otros fieles de la prelatura o con personas que acudían a visitarle.


En esos encuentros, Echevarría abría con sencillez su alma y volcaba cuanto había aprendido junto a sus predecesores. Se notaba cómo cada día acudía a la fuente de lo aprendido para hacerlo tema  de su oración personal, y cada día descubría matices nuevos en el carisma peculiar de la Obra.


Hablaba con una pasión emocionada que iba creciendo con los años, y a la vez con un cariñoso respeto a la libertad, tan propio de la Obra. El Señor quiere que vivamos en la libertad de los hijos de Dios, decía, sin encerrar el espíritu en una praxis humana. Dios no quiere que hagamos “algunas cosas”, quiere que nuestro hacer surja del ser, y no al revés.




Es interesante el análisis de las cuatro principales tareas que, a juicio del autor, hubo de afrontar Echevarría en el gobierno del Opus Dei.

La primera, implementar la Prelatura en la estructura de la Iglesia. La novedad de esta fórmula jurídica, prevista por el concilio Vaticano II y estrenada para el Opus Dei como fórmula idónea y perfectamente adecuada a su carisma peculiar, seguía sin ser entendida ni aceptada por algunos eclesiásticos. Esto exigió de Javier Echevarría una infinita paciencia para hacerla entender a estas personas.


Aunque muchos otros eclesiásticos sí entendían la naturaleza de la prelatura, y percibían que el espíritu del Opus Dei era verdadera obra de Dios, porque lo veían hecho realidad en la vida de fieles de la Prelatura, algunos canonistas no entendían, por ejemplo, que la incorporación de los fieles laicos a la Prelatura pudiera ser completa y permanente: esto era muy novedoso, para una mentalidad que no acabara de entender que la vocación cristiana entraña plenitud para cualquier bautizado, y no sólo para sacerdotes y religiosos. No aceptar esa radicalidad del compromiso cristiano supondría desvirtuar la realidad institucional del Opus Dei y su carisma fundacional. Era necesario hacerlo entender para evitar desvirtuaciones futuras, y a esa tarea se dedicó con intensidad don Javier.


La segunda tarea a la que dio prioridad Echevarría fue sostener el proceso de canonización de Josemaría Escrivá, secundando el clamor que millares de personas de todas las naciones hacían llegar a Roma sobre su fama de santidad. La canonización de san Josemaría, que tuvo lugar en 2002, fue otro modo de asentar el carisma fundacional, que abría un verdadero camino de santificación en medio del mundo y mostraba en la práctica la llamada universal a la santidad.



La tercera tarea a la que se enfrentaba era la de transmitir el espíritu del Opus Dei en su plenitud. Un espíritu que, en palabra del fundador, duraría mientras hubiese hombres sobre la tierra. Y ese durar tenía que ser en plena fidelidad, sin anquilosamientos ni desvirtuaciones por falsos acomodamientos al tiempo o los diversos lugares y culturas.

La cuarta tarea, continuar el crecimiento del apostolado de la Obra, en servicio de la Iglesia y según su carisma, en el que lo prioritario es cada persona, más que las obras concretas de apostolado.  

Toda esta labor, observa el autor, la realizó Echevarría siguiendo el ejemplo que aprendió de san Josemaría y del beato Álvaro: con el recurso prioritario a la oración, porque la fecundidad del apostolado está sobre todo en la oración.

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Son significativas también  las palabras de don Javier acerca de la creatividad e iniciativa en la misión apostólica del cristiano, y su misión en la cultura en que vive inmerso. Explicando la perennidad del espíritu de la Obra, que es la santificación de las actividades ordinarias del cristiano, mostraba que no hay que acomodar el espíritu del Opus Dei a la cultura vigente en cada momento, sino iluminar las culturas y civilizaciones que nos encontremos con el espíritu de la Obra que Dios confió a san Josemaría. Y eso requiere, decía,  que cada uno nos injertemos en el espíritu de la Obra, sea cual sea la cultura en que nos toque vivir, y actuar con libertad y creatividad.




Recordaba que era necesario dar sentido cristiano a la cultura, pero sin reduccionismos fáciles: porque Cristo no ha venido a establecer una cultura o una civilización. Su misión redentora es abrir el espíritu de los hombres de cualquier civilización y cultura a la relación con Dios, a la perspectiva de la vida eterna.

Los fieles de la Obra son gente de la calle, que viven cada cual de su trabajo y están siempre al día, y ponen el espíritu de la Obra en las circunstancias presentes, que son distintas de las que vivió el fundador o de los que vivirán dentro de 50 años. Es en esta hora histórica, y en cada lugar concreto que tenemos cada uno, donde hemos de hacer crecer el espíritu de la Obra vivificando todas las actividades. Un espíritu de concordia, de paz, de contribuir a resolver los problemas de nuestro entorno y los de la humanidad entera en la medida de las posibilidades de cada uno, dando a nuestro trabajo un sentido real de servicio a los demás.


Destacan especialmente las referencias a la centralidad de Cristo en la vida del cristiano, y por tanto de los fieles de la Obra. Las almas tienen sed de Cristo, no de comunicadores más o menos convincentes. Sólo en el Evangelio se encuentra la verdad salvadora. La verdadera felicidad es esa paz espiritual que solo se experimenta en unión con Cristo.

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Observa el autor cómo Javier Echevarría, para hacerse cargo de la ingente labor que le cayó sobre los hombros, creciente a lo largo de su vida, supo vivir lo que con frecuencia enseñaba: la humildad, base para acometer empresas grandes en lo sobrenatural.


Hemos de aprender, enseñaba, a prescindir de la memoria de nuestros errores y limitaciones, que nos lleva a sentirnos fracasados, a encerrarnos, a no abrirnos a la acción de la gracia. Somos instrumentos en las manos de Dios, Él pone el crecimiento. No ensoberbecernos creyéndonos alguien, somos chisgarabís (en expresión que solía usar san Josemaría), pero instrumentos en las manos de Dios. Y por tanto, dispuestos a rectificar siempre que sea necesario.

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Parafraseando unas palabras de Benedicto XVI, recién elegido Papa, sobre san Juan Pablo II, con el que tan estrechamente había trabajado durante años, en las que explicaba como sentía una presencia palpable de su predecesor, de sus palabras, y cómo buscaba la unión con él en la oración, Ernesto Juliá explica que esa misma cercanía, ese volver una y otra vez a los textos, a las palabras y a lo vivido junto a san Josemaría y al beato Álvaro, es la que Echevarría buscó de continuo y de manera creciente hasta el último día. Y esa presencia cercana de la acción de dos santos, con la gracia de Dios, fue la luz que le guió en su proceso vital de realización personal.





Cuando Echevarría viajó aMoscú en 2014, habló a las personas que acudían a recibir formación cristiana en la Obra de algo que llevaba muy dentro del alma: Todo el mundo debe sentirse querido. Cada persona que nos trate debe pensar “este me quiere, para él soy importante”. Esto es lo que se notaba junto a don Javier: trataba a cada persona con mirada de admiración. 

Nunca había sido su trato distante, pero fue un crescendo de cercanía a medida que pasaban los años. “Lo que Dios manda es que nos queramos”. Eso lo notamos cuantos le tratamos de cerca: las hechuras de su carácter se fueron transformando hasta llegar en sus últimos años a las de un verdadero padre lleno de cariño.

Por donde pasemos, decía, estamos llamados a crear un clima de familia, humano y cristiano. Había visto cómo san Josemaría difundía esa enseñanza a personas de todas las profesiones, y especialmente a las relacionadas con la salud. Una materialización de ese espíritu es el que san Josemaría infundió en el personal de la ClínicaUniversitaria de Navarra.  Don Javier llevó ese mismo espíritu, entre otros lugares, al Campus Biomédico que impulsó en Roma, hoy reconocido por la atención esmerada y delicada hacia los enfermos.

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El libro se lee con facilidad e interés, y ayuda a conocer más de cerca tanto a Javier Echevarría como rasgos esenciales de la vida y espíritu del Opus Dei.


jueves, 4 de octubre de 2018

La primera labor apostólica corporativa del Opus Dei

DYA. La Academia y Residencia en la historia del Opus Dei (1933-1939)
José Luis González Gullón. Ed. Rialp




Relato vivo, que reproduce paso a paso cómo se llegó a poner en marcha la primera iniciativa apostólica del Opus Dei: DYA, una academia y residencia para estudiantes universitarios, en la calle Luchana de Madrid. Comenzaron los primeros preparativos en 1933, y se abandonó definitivamente en 1939 a consecuencia de los estragos de la guerra.

La academia ofrecería en un primer momento clases de asignaturas de las carreras de  Derecho y Arquitectura. Más adelante ampliaría a otras carreras, y abriría también una residencia, de veinticinco plazas, donde podrían alojarse estudiantes procedentes de otras ciudades. Además, Josemaría Escrivá veía que ese instrumento era necesario para la formación de quienes iban recibiendo la vocación al Opus Dei.

Escrivá, entonces joven sacerdote de 31 años,  transmitió su entusiasmo al pequeño número de estudiantes y jóvenes profesionales que se habían acercado al Opus Dei, desde su fundación en 1928. Era un entusiasmo de raíces sobrenaturales, ancladas en la fe  en la misión recibida: extender la llamada universal a la santidad. Secundando el ejemplo de Escrivá, y  con notorio esfuerzo debido a la escasez de medios económicos, lograron poner en marcha DYA, la primera obra corporativa en la historia del Opus Dei. 

El historiador González Gullón junto al edificio que albergó la residencia DYA

GonzálezGullón, sacerdote e historiador,  ha podido apoyarse en la abundante documentación que se conserva. Juegan un papel destacado tanto el diario de la residencia DYA, que san Josemaría animó a llevar puntualmente con visión de futuro, como  algunos diarios o anotaciones personales de los muchachos, y la abundante correspondencia mantenida entre ellos y sus familias.

Son especialmente valiosos los  Apuntes íntimos de san Josemaría: anotaciones de carácter personal, en las que vuelca la intimidad de su diálogo con Dios al hilo de los sucesos del día.

También se conserva abundante documentación relacionada con las gestiones económicas, académicas o institucionales. La iniciativa era plenamente civil y estaba en manos de jóvenes profesionales. El titular del alquiler era Isidoro Zorzano, ingeniero de ferrocarriles, uno de los primeros fieles del Opus Dei. Y el director un joven arquitecto de 23 años, Ricardo Fernández Vallespín, que acababa de incorporarse a la Obra.´

              San Josemaría con universitarios en Madrid

Además de tener una razón profesional y pleno reconocimiento civil, la residencia tenía una finalidad apostólica. Escrivá mantenía puntualmente informadas a las autoridades diocesanas de las actividades de formación cristiana que allí se organizaban.

Es muy interesante observar a san Josemaría formando a los muchachos en el espíritu cristiano según el carisma que había recibido de Dios: es posible encontrar y amar a Jesucristo en las actividades de la vida corriente, especialmente en el trabajo y las tareas profesionales.

A los estudiantes les sorprendía el valor que daba al estudio serio y constante, necesario para adquirir una preparación con la que servir cabalmente a la sociedad: “Si has de servir a Dios con tu inteligencia, para ti estudiar es una obligación grave.”

En DYA desde el primer momento reinó un ambiente de estudio y aprovechamiento del tiempo, compatible con una alegre convivencia que facilitaba el trabajo en equipo, también en lo referente a la cooperación intelectual entre unos y otros.

Si algunas organizaciones trabajaban con denuedo en la descristianización de la cultura –en eso estaba por ejemplo la Institución Libre de Enseñanza- Escrivá deseaba impulsar un apostolado de miras altas, universal, que difundiera con naturalidad el mensaje del Evangelio también en el ámbito intelectual. “Con calma, mirando las personas y los sucesos con ojos de eternidad. Al paso de Dios, ¡no teniendo prisa…teniéndola!

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En su predicación, san Josemaría transmite a los jóvenes ideales de santidad y un profundo deseo de secundar  en la vida diaria, aun en detalles en apariencia pequeños, la acción de Dios en sus almas. 

Así dice, por ejemplo,  la anotación que empleó para  una plática durante un día de retiro, el 26 de abril de 1936: 

“Que de este retiro saquemos el propósito serio y concreto de ser levadura de Cristo, apóstoles en medio del mundo, con un apostolado oculto [es decir, sin alardes, hecho con sencillez, como se habla entre amigos], perseverante, sin interrupción, poco a poco, sabiendo esperar –no, ceder- ganando cada día terreno…, sin anuncios de prensa, ni bombos, ni platillos…: porque nuestro trabajo jamás ha de desarrollarse gracias a medios exteriores, sino por la virtud íntima e intrínseca del Espíritu Santo, que obra en nuestras almas y hace que sea realidad aquel clamor de san Pablo: no vivo yo, sino que vive en mí Cristo.

Los muchachos vibraban con esas metas altas, que ampliaban su horizonte vital. No se trataba de un apostolado local, sino universal (que eso significa católico), que debía llegar al mundo entero, pero difundido con naturalidad, con ocasión precisamente de su trabajo y sus actividades ordinarias, también el estudio. «A su lado se sentían ganas de ser mejores, de ser más fieles a la vocación, de amar más a la Obra, a la que el Padre amaba apasionadamente», dejó escrito Ricardo Fernández Vallespín.

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El 18 de julio de 1936, día en que estalló la guerra civil, la academia estaba en pleno rendimiento, aunque ya algunos residentes habían comenzado sus vacaciones. En Madrid, como en otros lugares de España, se desencadenó una feroz persecución religiosa, que supuso el asesinato en plena calle de miles de sacerdotes, religiosos o simples ciudadanos reconocidos como católicos. Había que buscar refugio.

El 20 de julio los que aún permanecían en DYA abandonaron la residencia y se dispersaron, aunque mantuvieron el contacto durante los duros y peligrosos años de la guerra. Cuando pudieron regresar en 1939, la residencia estaba totalmente destruida a causa de bombardeos y saqueos.

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En momentos de tensión y peligro es cuando mejor se conoce el temple humano de las personas. Muchos de los sucesos que recoge el libro muestran el temple de Escrivá, que sentía la responsabilidad de transmitir el espíritu de la Obra sin teorías, con el ejemplo de su conducta.

Sorprenden por ejemplo su tesón (tozudez, la llamaba él) y su sentido de la justicia, característicos de la secularidad del Opus Dei. Una muestra es el empeño que puso para que los gestores de la Academia reclamaran indemnizaciones al gobierno de la República –¡en plena guerra civil!- por los daños que había sufrido durante los primeros meses de la guerra.

Un tesón que es cualidad humana, pero que se ve acrecentado por la fe: si la misión es sobrenatural, no hay dificultades insuperables. En una carta circular, fechada en Burgos el 9 de enero de 1939, escribe:

“… (ante las dificultades y paralización de nuestra empresa sobrenatural por los años de guerra) es verdad que si no nos apartamos del camino, los medios materiales nunca serán un problema que no podamos resolver fácilmente, con nuestro propio esfuerzo: que esta Obra de Dios se mueve, vive, tiene actividades fecundas, como el trigo que se sembró germina bajo la tierra helada (…)
Tendremos medios y no habrá obstáculo, si cada uno hace de sí a Dios en la Obra un perfecto, real, operativo y eficaz entregamiento. Hay entregamiento cuando se viven las Normas; cuando fomentamos la piedad recia, la mortificación diaria, la penitencia; cuando procuramos no perder el hábito del trabajo profesional, del estudio; cuando tenemos hambre de conocer cada día mejor el espíritu de nuestro apostolado; cuando la discreción –ni misterio, ni secreteo- es compañera de nuestro trabajo… Y sobre todo , cuando de continuo os sentís unidos, por una especial Comunión de los Santos, a todos los que forman nuestra familia sobrenatural.”


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El libro constituye un riguroso trabajo histórico. El estilo facilita la lectura, y ofrece información exhaustiva sobre ese período inicial de la historia del Opus Dei, tan significativo por su cercanía al momento fundacional. De su lectura se pueden extraer también muchas consideraciones valiosas para la vida.

La narración prosigue en Escondidos, que reconstruye la vida de los miembros del Opus Dei que quedaron en zona republicana durante la guerra civil.

viernes, 28 de septiembre de 2018

ESCONDIDOS. El Opus Dei en la guerra civil española


Escondidos. El Opus Dei en la zona republicana durante la Guerra Civil española (1936-1939)

José Luis González Gullón. Ed. Rialp




El historiador José Luis González Gullón reconstruye en este libro la vida de san Josemaría y de los primeros miembros del Opus Dei durante los tremendos años de la guerra civil española. Cuando estalló la guerra, la mayor parte de ellos estaban en la zona controlada por el gobierno republicano, eran jóvenes y se vieron inmersos en medio de una lucha fraticida y en un contexto de persecución contra los católicos.

El relato está basado en la abundante documentación que se conserva: especialmente los diarios de Isidoro Zorzano y Juan Jiménez Vargas, dos de los primeros fieles del Opus Dei, y el increíblemente extenso epistolario de san Josemaría, que incluso en los momentos más dramáticos no se dio tregua para alentar y animar a cuantos se habían acercado a su incipiente labor apostólica.

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Al comenzar la guerra aún no habían transcurrido ocho años desde la fundación del Opus Dei. Era una labor joven, en la que participaban poco más de 150 chicos y chicas, entre los que había universitarios, obreros y empleados. De ellos eran miembros de la Obra 21 varones y 5 mujeres. Varios de ellos estaban en Valencia (Rafael Calvo Serer y Enrique Espinós) o tenían familia en Valencia (Pedro Casciaro y Paco Botella).

El comienzo de la guerra parecía una hecatombre para la Obra. San Josemaría había proyectado tres objetivos para la expansión apostólica del Opus Dei en el curso 1935-1936. El primero, comprar un inmueble para la Academia-Residencia DYA, primera obra corporativa del Opus Dei, y acababan de alcanzarlo el 17 de junio, fecha en que con gran esfuerzo económico  habían firmado el contrato; pero el 20 de julio tuvieron que abandonarla precipitadamente, y desde ese día quedó destrozada y a merced de los violentos.


     San Josemaría con universitarios en la Academia DYA

El segundo objetivo era abrir una Residencia de estudiantes en Valencia: ya estaba nombrado el director, y el 18 de julio se estaba firmando el contrato en Valencia cuando llegó la noticia del alzamiento militar; inmediatamente  se paralizó la compra. El tercer objetivo, comenzar en París en marzo de 1937, lógicamente tuvo también que aplazarse.

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Desde el 20 de julio comenzó una vida oculta, clandestina para casi todos, pero en la que no cesó de alumbrar la llama de la esperanza. La vida de todos corría peligro por su condición de católicos, y especialmente la del fundador por ser sacerdote. Entre todos cuidaron del fundador. Especialmente se ocupó de esa tarea Juan Jiménez Vargas, joven médico de 23 años, decidido y audaz, que no escatimó esfuerzos para preservar su vida, aun a riesgo de la suya propia.

Con la valiosa documentación que ha usado, González Gullón logra que podamos asistir muy de cerca al modo en que se desarrolló la vida y el crecimiento de la Obra en esas dramáticas condiciones, tanto en la vida personal de cada uno de los miembros, como en las personas con las que se relacionaban. El ejemplo de san Josemaría, y su enseñanza, les movía a desarrollar una sociabilidad abierta al trato humano con todo tipo de personas, aun en medio de la inquietud y angustia que significaba vivir en una zona controlada por comunistas y anarquistas.

Aunque es conocido el desenfreno que suele acompañar a las guerras civiles, asegura González Gullón que cuesta hacerse cargo de lo que supuso la persecución religiosa en la guerra española, y el sufrimiento de la población católica en zona republicana. Los datos confirman que hubo una decisión racional de aniquilación del clero católico, y que se intentó alcanzar metódicamente ese objetivo. 

Más de 7.000 sacerdotes sacerdotes, seminaristas y religiosos fueron asesinados en la zona que dominaba el gobierno republicano, en muchos casos después de torturas extremas. Fue una acción coordinada y asumida por el Gobierno, a través de un Comité de Investigación que coordinaba los tribunales revolucionarios, formados por integrantes de partidos y sindicatos del Frente Popular.

Las tristes noticias de asesinatos por motivos religiosos y otras formas de terror revolucionario, como incendios y saqueos de iglesias y monasterios, eliminaron en buena parte de la población católica, a las pocas semanas del comienzo de la guerra, cualquier deseo de regreso a la Segunda República.

En ese contexto, relata González Gullón, la reacción natural de algunos miembros del Opus Dei fue alejarse lo más posible de la vida socio-política y militar, como hizo buena parte de la población madrileña. Ante la represión asesina contra el clero, el fundador se escondió. Los jóvenes en edad militar no se incorporaron a filas porque no deseaban defender un régimen que se autoproclamaba contrario y beligerante con la Iglesia.

                                           Álvaro del Portillo, joven estudiante de ingeniería

Del régimen de Franco sólo conocían lo que les llegaba por la radio clandestina, que protegía la religión católica,  que obispos y clérigos se movían con libertad en el bando nacional, y que para muchos la guerra era una defensa militar de la Iglesia, una cruzada frente a la agresión, también militar, del materialismo ateo.

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Cuando en 1937 se estabilizan los frentes de guerra y quedaba claro que el desenlace de la guerra no iba a ser inminente, san Josemaría  piensa que ya no basta con quedarse encerrado. El Opus Dei es un querer de Dios, cuya expansión no debía frenarse. Y siente que lo razonable es intentar pasar a la zona nacional, donde no se persigue el culto católico ni se prohíben las actividades de formación cristiana.

 No es fácil calcular la energía, estudio y agilidad que requiere, en esas circunstancias, cualquier acción encaminada a pasar al otro lado, por el frente de guerra, por la frontera o por medios diplomáticos. La peripecia, narrada al detalle,  nos pone ante un mundo de actividad no apto para cardíacos,  que requirió en sus protagonistas un temple humano extraordinario. Sólo hay que pensar en lo costoso de establecer comunicación segura con muchachos en edad militar, dispersos por diversos frentes y ciudades y en algún caso aislados o presos, en plena guerra.



Pedro Casciaro. Tenía 21 años al comenzar la guerra civil. Acompañó al fundador en el paso de los Pirineos. 

Junto al temple humano,  aparecen de manera constante la fe y la esperanza cristianas, que ayudan a no rendirse ante obstáculos aparentemente insalvables y a no perder de vista el sentido de la vida.  En los diarios y en  las cartas del fundador, junto a noticias de la vida cotidiana, que permiten una reconstrucción cabal de los hechos históricos, se percibe el sentimiento de paternidad del fundador, que alienta a todos y transmite noticias de unos y otros para que nadie se sienta solo. Y las respuestas de los destinatarios de las cartas, que se sienten movidos a contestar con diligencia y llenos de agradecidos sentimientos de filiación ante el cariño paterno del fundador, que les remite a la unión con Dios y a sentirse queridos por Él. Y todo a pesar de las dificultades técnicas y los peligros de la censura postal y las represalias.

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Para sortear la censura aguzaron el ingenio. Cualquier palabra con sentido cristiano habría despertado sospechas y una detención y asesinato más que probable. Por ejemplo “estar cerca de don Manuel” significaba no olvidar la presencia constante de Dios. Un joven Álvaro del Portillo escribe  a los que se encuentran en Valencia: “El único procedimiento de poder hacer algo, estar todos muy unidos entre nosotros y todos al abuelo (san Josemaría) y a los amigos que éste tiene: D. Manuel (Jesucristo), su Madre (la Virgen)…”
Oculto durante varios meses con algunos de sus hijos en la legación de Honduras, el 4 de abril de 1937 les ayuda a meditar en la finalidad de sus vidas, centradas en la expansión del mensaje cristiano de la Obra, en contraste con el ambiente que les rodea: “Hoy advertimos que este contraste es más radical, más profundo; el odio a Jesucristo, con nuestro deseo de servirle y amarle; la inquietud, la fiebre de afuera, con nuestra paz interior; la disipación y la agitación exteriores, con nuestro recogimiento, con nuestra intención de conocerle y conocernos (…) Sí, España; pero antes que España, Dios y su Iglesia. Porque, ¿qué vale España, Dios mío, si Tú me has mandado conquistar todo el mundo?”

Y el 24 de agosto de 1937 a propósito de las  dificultades para conseguir documentos para la  evacuación: “Hemos trabajado para salir y no lo hemos logrado; uno a uno han ido fracasando todos los medios usados. ¿Qué haremos? No perder la paz, seguir poniendo todos los medios que se nos ocurran: esperar llenos de confianza.”

En sus cartas a los que están en Valencia o dispersos por la zona republicana, los temas son el trato con Dios, los detalles normales de la vida cotidiana, la fraternidad: velar unos por otros, atender a los que están refugiados o en cárceles y a los parientes de todos para mitigar su sufrimiento y en lo posible sus necesidades materiales: compartir alimentos, conseguir abrigo y medicinas... Les hace llegar el calor de familia y les hace sentir la responsabilidad de haber llegado a primera hora a la Obra: “Si el viejo desfilara –dice de sí mismo pensando en el riesgo de muerte- os toca continuar, cada día con más ímpetus, el “negocio familiar”.”

        A Lola Fisac, que se incorporó a la Obra en plena guerra civil y en zona republicana, le escribe: “No me olvides que en mi casa hay mucho trabajo, y trabajo duro (…) Sin embargo, también hay algo que no se encuentra en ninguna parte: la alegría y la paz; en una palabra, la felicidad.”

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Especialmente emocionante resulta el capítulo dedicado a la aventura de la evacuación del fundador y varios miembros de la Obra desde la zona republicana a Francia, a través de Valencia, Barcelona y los Pirineos, por la frontera de Andorra. El 8 de octubre del 37 llegaron a Valencia procedentes de Madrid. San Josemaría pasó la noche y celebró Misa clandestinamente en una vivienda de la calle Eixarch, a la que acudieron los dos jóvenes de la Obra que se encontraban movilizados en el ejército republicano en la ciudad, que se unirían a la expedición más adelante.



San Josemaría en Andorra tras el paso de los Pirineos

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Quizá el reto más difícil para un historiador es explicar el contexto de una guerra civil sin caer en los tópicos de buenos y malos. Pienso que González Gullón consigue no caer en esa simplificación. Escribe sin polarizaciones. Y el resultado es un relato objetivo, lleno de comprensión hacia quien piensa diferente, abierto al perdón, a la reconciliación y a una convivencia en la que impere el diálogo y la paz.

El libro interesará a los amantes del pasado reciente de España, y desde luego a quienes desean conocer más a fondo la vida y enseñanzas de san Josemaría, “el santo de lo ordinario”, como le llamó san Juan Pablo II. 



Rafael Calvo, Isidoro Zorzano, Amadeo Fuenmayor y Santiago Escrivá, en la Malvarrosa