miércoles, 27 de marzo de 2019

Instantáneas de un cambio. Un libro sobre Javier Echevarría, segundo sucesor del fundador del Opus Dei



Instantáneas de un cambio. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei (1994-2016). Ernesto Juliá. Ed Palabra, colección Testimonios.




Ernesto Juliá (Ferrol, 1932), abogado, y sacerdote desde 1962, trabajó durante muchos años en la sede central del Opus Dei en Roma. Allí colaboró estrechamente con san Josemaría, y con sus dos sucesores, el beato Álvaro del Portillo y Javier Echevarría.


Ha sido testigo por tanto de la transformación paulatina que  la convivencia con dos santos operó en el segundo sucesor del fundador de la Obra, Javier Echevarría (Madrid 1932-Roma 2016), desde su llegada a Roma a comienzos de los años 50, siendo aún muy joven, hasta su elección como prelado en 1994, y después hasta su fallecimiento en 2016. Y a mostrar ese cambio en la persona de Echevarría dedica esta semblanza.




Javier Echevarría, llegado a Roma con apenas 20 años, aprende el espíritu del Opus Dei directamente de su fundador. Primero escuchándole, y muy pronto también viéndole trabajar desde su puesto de secretario personal. A medida que se va identificando con el espíritu de la Obra se producen cambios en su persona: en el carácter, en las disposiciones personales, en el modo de intensificar su colaboración en el trabajo para hacer realidad el Opus Dei en la vida de millares de personas de los cinco continentes. Se desarrolla su personalidad, y aparecen  matices nuevos que la enriquecen.


Juliá ilustra esos signos de transformación personal en la conducta de Echevarría con relatos significativos de su actividad diaria. Aporta también, al hilo del relato, una cuidada selección de textos y palabras de la predicación de don Javier, y de sus diálogos en encuentros familiares con otros fieles de la prelatura o con personas que acudían a visitarle.


En esos encuentros, Echevarría abría con sencillez su alma y volcaba cuanto había aprendido junto a sus predecesores. Se notaba cómo cada día acudía a la fuente de lo aprendido para hacerlo tema  de su oración personal, y cada día descubría matices nuevos en el carisma peculiar de la Obra.


Hablaba con una pasión emocionada que iba creciendo con los años, y a la vez con un cariñoso respeto a la libertad, tan propio de la Obra. El Señor quiere que vivamos en la libertad de los hijos de Dios, decía, sin encerrar el espíritu en una praxis humana. Dios no quiere que hagamos “algunas cosas”, quiere que nuestro hacer surja del ser, y no al revés.




Es interesante el análisis de las cuatro principales tareas que, a juicio del autor, hubo de afrontar Echevarría en el gobierno del Opus Dei.

La primera, implementar la Prelatura en la estructura de la Iglesia. La novedad de esta fórmula jurídica, prevista por el concilio Vaticano II y estrenada para el Opus Dei como fórmula idónea y perfectamente adecuada a su carisma peculiar, seguía sin ser entendida ni aceptada por algunos eclesiásticos. Esto exigió de Javier Echevarría una infinita paciencia para hacerla entender a estas personas.


Aunque muchos otros eclesiásticos sí entendían la naturaleza de la prelatura, y percibían que el espíritu del Opus Dei era verdadera obra de Dios, porque lo veían hecho realidad en la vida de fieles de la Prelatura, algunos canonistas no entendían, por ejemplo, que la incorporación de los fieles laicos a la Prelatura pudiera ser completa y permanente: esto era muy novedoso, para una mentalidad que no acabara de entender que la vocación cristiana entraña plenitud para cualquier bautizado, y no sólo para sacerdotes y religiosos. No aceptar esa radicalidad del compromiso cristiano supondría desvirtuar la realidad institucional del Opus Dei y su carisma fundacional. Era necesario hacerlo entender para evitar desvirtuaciones futuras, y a esa tarea se dedicó con intensidad don Javier.


La segunda tarea a la que dio prioridad Echevarría fue sostener el proceso de canonización de Josemaría Escrivá, secundando el clamor que millares de personas de todas las naciones hacían llegar a Roma sobre su fama de santidad. La canonización de san Josemaría, que tuvo lugar en 2002, fue otro modo de asentar el carisma fundacional, que abría un verdadero camino de santificación en medio del mundo y mostraba en la práctica la llamada universal a la santidad.



La tercera tarea a la que se enfrentaba era la de transmitir el espíritu del Opus Dei en su plenitud. Un espíritu que, en palabra del fundador, duraría mientras hubiese hombres sobre la tierra. Y ese durar tenía que ser en plena fidelidad, sin anquilosamientos ni desvirtuaciones por falsos acomodamientos al tiempo o los diversos lugares y culturas.

La cuarta tarea, continuar el crecimiento del apostolado de la Obra, en servicio de la Iglesia y según su carisma, en el que lo prioritario es cada persona, más que las obras concretas de apostolado.  

Toda esta labor, observa el autor, la realizó Echevarría siguiendo el ejemplo que aprendió de san Josemaría y del beato Álvaro: con el recurso prioritario a la oración, porque la fecundidad del apostolado está sobre todo en la oración.

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Son significativas también  las palabras de don Javier acerca de la creatividad e iniciativa en la misión apostólica del cristiano, y su misión en la cultura en que vive inmerso. Explicando la perennidad del espíritu de la Obra, que es la santificación de las actividades ordinarias del cristiano, mostraba que no hay que acomodar el espíritu del Opus Dei a la cultura vigente en cada momento, sino iluminar las culturas y civilizaciones que nos encontremos con el espíritu de la Obra que Dios confió a san Josemaría. Y eso requiere, decía,  que cada uno nos injertemos en el espíritu de la Obra, sea cual sea la cultura en que nos toque vivir, y actuar con libertad y creatividad.




Recordaba que era necesario dar sentido cristiano a la cultura, pero sin reduccionismos fáciles: porque Cristo no ha venido a establecer una cultura o una civilización. Su misión redentora es abrir el espíritu de los hombres de cualquier civilización y cultura a la relación con Dios, a la perspectiva de la vida eterna.

Los fieles de la Obra son gente de la calle, que viven cada cual de su trabajo y están siempre al día, y ponen el espíritu de la Obra en las circunstancias presentes, que son distintas de las que vivió el fundador o de los que vivirán dentro de 50 años. Es en esta hora histórica, y en cada lugar concreto que tenemos cada uno, donde hemos de hacer crecer el espíritu de la Obra vivificando todas las actividades. Un espíritu de concordia, de paz, de contribuir a resolver los problemas de nuestro entorno y los de la humanidad entera en la medida de las posibilidades de cada uno, dando a nuestro trabajo un sentido real de servicio a los demás.


Destacan especialmente las referencias a la centralidad de Cristo en la vida del cristiano, y por tanto de los fieles de la Obra. Las almas tienen sed de Cristo, no de comunicadores más o menos convincentes. Sólo en el Evangelio se encuentra la verdad salvadora. La verdadera felicidad es esa paz espiritual que solo se experimenta en unión con Cristo.

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Observa el autor cómo Javier Echevarría, para hacerse cargo de la ingente labor que le cayó sobre los hombros, creciente a lo largo de su vida, supo vivir lo que con frecuencia enseñaba: la humildad, base para acometer empresas grandes en lo sobrenatural.


Hemos de aprender, enseñaba, a prescindir de la memoria de nuestros errores y limitaciones, que nos lleva a sentirnos fracasados, a encerrarnos, a no abrirnos a la acción de la gracia. Somos instrumentos en las manos de Dios, Él pone el crecimiento. No ensoberbecernos creyéndonos alguien, somos chisgarabís (en expresión que solía usar san Josemaría), pero instrumentos en las manos de Dios. Y por tanto, dispuestos a rectificar siempre que sea necesario.

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Parafraseando unas palabras de Benedicto XVI, recién elegido Papa, sobre san Juan Pablo II, con el que tan estrechamente había trabajado durante años, en las que explicaba como sentía una presencia palpable de su predecesor, de sus palabras, y cómo buscaba la unión con él en la oración, Ernesto Juliá explica que esa misma cercanía, ese volver una y otra vez a los textos, a las palabras y a lo vivido junto a san Josemaría y al beato Álvaro, es la que Echevarría buscó de continuo y de manera creciente hasta el último día. Y esa presencia cercana de la acción de dos santos, con la gracia de Dios, fue la luz que le guió en su proceso vital de realización personal.





Cuando Echevarría viajó aMoscú en 2014, habló a las personas que acudían a recibir formación cristiana en la Obra de algo que llevaba muy dentro del alma: Todo el mundo debe sentirse querido. Cada persona que nos trate debe pensar “este me quiere, para él soy importante”. Esto es lo que se notaba junto a don Javier: trataba a cada persona con mirada de admiración. 

Nunca había sido su trato distante, pero fue un crescendo de cercanía a medida que pasaban los años. “Lo que Dios manda es que nos queramos”. Eso lo notamos cuantos le tratamos de cerca: las hechuras de su carácter se fueron transformando hasta llegar en sus últimos años a las de un verdadero padre lleno de cariño.

Por donde pasemos, decía, estamos llamados a crear un clima de familia, humano y cristiano. Había visto cómo san Josemaría difundía esa enseñanza a personas de todas las profesiones, y especialmente a las relacionadas con la salud. Una materialización de ese espíritu es el que san Josemaría infundió en el personal de la ClínicaUniversitaria de Navarra.  Don Javier llevó ese mismo espíritu, entre otros lugares, al Campus Biomédico que impulsó en Roma, hoy reconocido por la atención esmerada y delicada hacia los enfermos.

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El libro se lee con facilidad e interés, y ayuda a conocer más de cerca tanto a Javier Echevarría como rasgos esenciales de la vida y espíritu del Opus Dei.


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