lunes, 10 de mayo de 2021

Chequear el amor

  

Chequear el amor

 

En la anterior entrada escuchábamos el tema central de la música que Geoffrey Burgon compuso para la versión televisiva de Retorno a Brideshead.


George Weigel señalaba que esa música ofrece un fondo sonoro perfecto para el mensaje que Evelyn Waugh quiere transmitirnos: la decisiva realidad del amor en nuestras vidas, ya que hemos sido creados por amor y para amar.


El amor está en el centro de nuestra condición humana, y no es un vago sentimentalismo: se trata de ese amor que Dante refleja en su Divina Comedia como “el Amor que mueve el sol y las demás estrellas”.  


Añade Weigel que esa decisiva realidad del amor está expresada, de un modo todavía más sublime, en el himno Ubi caritas et amor (Donde hay caridad y amor, allí está Dios). Se trata de una de las más bellas composiciones de la tradición católica.


El Ubi caritas se canta especialmente en la Misa de la Cena del Señor, el Jueves Santo, mientras el celebrante lava los pies a doce miembros de la comunidad (como hizo Jesús con sus discípulos en la Última Cena). Se suele cantar también durante la comunión de los fieles. Y dice así:


Ubi caritas et amor Deus ibi est. 

Congregavit nos in unum Christi amor.

Exultemus, et in ipso iucundemur. Timeamus et amemus Deum vivum.

Et ex corde diligamus nos sincero.

 

Donde hay caridad y amor, allí está Dios.
El amor de Cristo nos ha reunido en unidad.
Saltemos de gozo y alegrémonos en Él.
Temamos y amemos al Dios vivo,
y amémonos con corazón sincero.


Vale la pena escuchar dos de las mejores versiones de ese maravilloso himno, compuesto en el siglo VIII por Paulinus de Aquileia. La serena melodía gregoriana que encabeza esta entrada es la más conocida.  

 

El compositor francés Maurice Duruflé creó en 1960 esta otra versión del precioso motete. Entronca con la versión gregoriana, pero añade una armonía contemporánea, con varias voces que se interpelan, se separan y vuelven a unirse, recordándonos que donde hay amor y caridad, allí está Dios: 



Como señala Weigel, a través de una misteriosa interacción de texto y música el motete logra captar la sed de amor que tiene el ser humano, el esfuerzo por encontrar los amores más puros, la escala del amor a la que Cristo nos invita, el perdón de Cristo que hace posible la subida a los auténticos amores, de modo que el amante pueda amar al Amor eternamente.


Estamos ante el núcleo central de la religión católica:  el amor es la realidad más viva que existe, porque el propio Dios es amor. Es cuestión de dejarse asir por la Verdad que es Amor, el Amor que se encarnó en el mundo en la persona de Jesús de Nazaret, sobre todo en su pasión, muerte y resurrección.” 

 

Y nos encontramos con Jesús en su Iglesia, que es también esa misteriosa pero viva realidad que llamamos «Cuerpo místico de Cristo», en la que sus miembros, siendo pecadores, saben que están llamados a subir por esa escala del amor que les une cada vez más estrechamente a su Cabeza, que es Cristo mismo, el Amor de los amores.

 

Nunca pretendas conseguir algo menos que la grandeza moral y espiritual que por la gracia puedes alcanzar”, concluye Weigel.

 

 

domingo, 9 de mayo de 2021

Retorno a Brideshead: el arduo ascenso del amor




 Retorno a Brideshead. Evelyn Waugh


Retorno a Brideshead, publicada por primera vez en 1945, es la novela más famosa del escritor inglés, Evelyn Waugh (1903-1966). En los años 30, tras el divorcio con su primera mujer, Waugh se convirtió al catolicismo.

En su interesante Cartas a un joven católico, George Weigel hace un agudo comentario a esta novela, que considera un referente para entender en qué consiste la conversión al catolicismo. Para Waugh, el castillo de Brideshead, como el Castle Howard en que se rodó más tarde la película basada en la novela, no es simplemente el escenario en que transcurre gran parte de la acción, que además ofrece un marco de belleza magnífico.

Gracias al arte y la intuición de Waugh, todo se transforma en un lugar emblemático en el que se puede observar el proceso de una conversión al catolicismo, un lugar privilegiado en el que podemos ver cómo un personaje asciende por la escala del amor. Porque al fin y al cabo, hablar de catolicismo es hablar de la acción de Dios, que es Amor, en el mundo. Y de su Amor proceden todos los demás amores que merecen ese nombre.




En Retorno a Brideshead, Evelyn Waugh ofrece una penetrante visión del catolicismo. Cuando en plena fiesta, una imponente matrona pregunta al protagonista cómo es que él, prominente católico converso, puede comportarse de manera tan descortés, Waugh replica: «Señora, si no fuera por mi fe, yo apenas sería humano».

Ese comentario, más allá de la ironía o el sarcasmo, encierra una convicción humilde, que nos recuerda lo que el propio Evelyn Waugh había escrito a su amiga Edith Sitwell, escritora como él, cuando fue admitida en la Iglesia Católica:

“¿Debería yo, como padrino, ponerle a Vd. en guardia sobre los probables sobresaltos que le aguardan en el aspecto humano del catolicismo? En realidad, no todos los curas son tan inteligentes y tan amables como el Padre D’Arcy y el Padre Caraman. (En mi libro, el caso de aquel que va a confesarse con un espía es una experiencia real.) Por mi parte, estoy seguro de que Vd. conoce el mundo lo suficientemente bien como para saber que hay católicos presuntuosos, rudos, perversos y maleducados. Yo me digo continuamente a mí mismo: «Sé que soy horrible; pero cuánto más horrible sería si no tuviera fe». Una de las alegrías de la vida católica consiste en reconocer las pequeñas chispas de bien que saltan por todas partes, igual que los ardores de los santos.

Retono a Brideshead es una obra que muestra cómo pequeñas chispas de bondad puedan acabar provocando llamaradas de auténtica conversión. Como dijo el propio Waugh, la obra muestra «los efectos de la gracia divina en un grupo de personajes diferentes, pero estrechamente vinculados».

Se trata de una novela sobre la conversión; pero una conversión entendida como disposición a subir los escalones, muchas veces demasiado empinados, de la escala del amor. Una escalera que comienza con la juvenil amistad del protagonista, Rydler, con Sebastian, que implica un juego no exento de perversión.

La escala sigue más tarde con un amor más elevado y noble con Julia, aunque adúltero por ambas partes, y por eso limitado. Ese amor no puede sino acabar en tristeza, porque está muy alejado del idílico paraíso que soñaban y al que por ese camino nunca llegarán. Ese amor mutuo está muy lejos del verdadero amor y de sus exigencias. Sólo cuando lo reconocen, cuando aceptan admitir que su situación es de pecado, sólo entonces son capaces de afrontar el último escalón, el del verdadero amor. Y por eso de mutuo acuerdo se separan.

Es entonces, cuando han aceptado separarse, cuando se enfrentan al último peldaño: el del amor de Dios manifestado en Cristo. Han pedido una señal que les permita dar ese salto definitivo, y la reciben ante el lecho de muerte de lord Marchmain. Éste se encuentra ya en estado de coma.

Todos pensaban que Marchmain vivía alejado de la religión, y de hecho así era. Pero sucede algo inesperado: el lord está en coma, inconsciente, y entra el sacerdote para ungirle con la Unción y absolverle de sus pecados. Y mientras le absuelve, de manera imprevisible, la mano derecha del lord se mueve pausadamente hacia su frente, y luego baja hacia el pecho… y hace completa la señal de la cruz, ante la mirada atónita de todos. Era la señal que ambos, Julia y Rydler, pedían para dar el paso definitivo hacia su conversión.

No es pues esta obra una mera sátira social de su época (tan frecuente en otras de las novelas de Waugh). Ni tampoco evocación nostálgica de un suntuoso pasado. Ni una prueba más de ese estilo refinado y un tanto amanerado con que Waugh y otros autores ingleses han recreado la vida social de esos años.    

Estamos ante una novela sobre la conversión, por otra parte magistralmente puesta en escena, en la que se muestra cómo el amor es algo superior y muy distinto al sentimiento.

El amor es un impulso interior de carácter espiritual, un anhelo de comunión, incapaz de ser saciado por amores raquíticos. No es un camino fácil, pero es posible, ascender por la escala del amor. Para ascender es preciso reconocer que el estado en que uno se encuentra es insuficiente, pedir perdón y reconciliarse, haciéndonos responsables de nuestros actos.

La novela fue recreada con éxito en 1981 en una serie de diez horas de duración para la televisión británica: una adaptación muy fiel al espíritu de la novela, en la que intervinieron artistas de la talla de Diana Quick o Sir Laurence Olivier. La inspirada música de Geoffrey Burgon, que abre esta entrada, suena magistralmente como una imagen de que el amor está en el centro de nuestra condición humana, muy alejado del mero sentimentalismo.

No podía ser de otro modo, puesto que Dios es Amor y nosotros imagen suya, en camino hacia la identificación con Él si sabemos ir subiendo los peldaños de calidad del amor, que nos alejan del egoísmo y nos acercan al verdadero Amor. 

No sucedió lo mismo con la película que en 2008 dirigió Julian Jarrold para la gran pantalla. Una película que deja vacío, o al menos tergiversa, el sentido de la novela de Waugh, y roba al espectador la esencia de una historia –la de la novela original- que ha emocionado a millones de espectadores, tanto creyentes como ateos.  

 

 

 

 

 

viernes, 7 de mayo de 2021

Felipe II




 

Felipe II. Valentín Vázquez de Prada

  

Felipe II (Valladolid, 1527, San Lorenzo de El Escorial, 1598) era hijo del emperador Carlos I de España y V de Alemania.  Bajo su reinado el imperio español alcanzó su máxima extensión y esplendor, como nunca otro imperio antes había alcanzado. Supo heredar y aumentar el prestigio internacional de su padre, adecuando su modo de gobernar a los nuevos retos y necesidades del imperio.

 

El catedrático e historiador Valentín Vázquez de Prada realiza en esta obra una valiosa profundización en la personalidad del monarca. Se adentra en su perfil humano y en su modo de entender el gobierno, y lo hace aportando la documentación que apoya sus afirmaciones. Consigue así liberar a Felipe II de los estigmas creados o amplificados por la leyenda negra, y nos ofrece una imagen certera no sólo de la persona y trayectoria del rey, sino de la sociedad de su tiempo.

 

Vázquez de Prada no esconde los defectos del monarca, pero pone en valor unas virtudes poco conocidas, que hacen brillar a Felipe II por encima de todos los gobernantes de su tiempo, y de muchos otros que le sucedieron después.

  

Virtudes y defectos 

A Felipe II se le ha llamado el rey prudente, destacando una virtud que le llevaba a una honda reflexión sobre las consecuencias de sus actos antes de tomar decisiones. 

En torno a esa virtud de la prudencia aparecen defectos:  cierto rigorismo, irresolución, desconfianza de las opiniones ajenas, excesiva reflexión, invencible timidez, talante frío y serio. Pero sobresale por encima de todo su ejemplar conducta personal, como hombre y como gobernante, sobre todo si se le compara con otros monarcas contemporáneos.

Tenía un estricto sentido de la justicia. Era sincero y piadoso en su vida religiosa. Sus creencias cristianas eran sólidas. Estaba convencido de que la fe cristiana era el más poderoso factor de civilización y la mejor aportación que España podía llevar a los pueblos sin civilizar de su imperio, y lo estableció como una de sus prioridades. Gracias a su tenacidad y a sus disposiciones, la fe cristiana arraigó pronto en toda América y en el archipiélago que lleva su nombre, las islas Filipinas, que son hoy el tercer país con más católicos del mundo, detrás de Mexico y Brasil. 

Una estricta valoración de los problemas de gobierno y de la importancia del Estado le llevó a realizar, o al menos consentir, hechos que, aunque parezcan normales a la luz de la mentalidad de su tiempo, se resisten a encajar en los presupuestos morales del monarca. El más significativo, señala Vázquez de Prada, fue el ajusticiamiento del barón de Montigny, que había sido acusado de sedición y traición por las revueltas en los Países Bajos. Cuando creía que lo exigía el bien del Estado, la severidad filipina era implacable.

       

Los ejércitos españoles

Se han criticado las atrocidades cometidas por los ejércitos españoles en Flandes, sin duda amplificadas por los creadores de la leyenda negra sobre España y por sus enemigos políticos. Pero sería necesario tener en cuenta que entonces toda guerra se hacía bajo la ley común del pillaje, y que los capitanes se mostraban incapaces de frenar los desmanes de las tropas, ansiosas de venganza y mal pagadas.

Además, señala el historiador, en esos ejércitos los españoles eran numéricamente una pequeña parte; la mayoría la formaban extranjeros de diversas procedencias, en su mayor parte alemanes.


San Lorenzo de El Escorial, lugar predilecto de Felipe II (wikipedia)

  

El influjo de la Iglesia y la obra de España en el mundo 

La Iglesia española, pese a los defectos atribuibles a su riqueza, mantuvo centros culturales e instituciones hospitalarias y de beneficencia en España y en todos los rincones del Imperio. Fue siempre una institución abierta, que no se afincó en sus privilegios, sino que supo dirigirse en su predicación y atenciones sociales a todos los sectores de la población.

Es muy difícil comprender la obra de España en el mundo sin tener en cuenta la influencia de la Iglesia en los ideales españoles. El clero era muy numeroso, aproximadamente el 10 % de la población. Su estructura era muy abierta, y al estamento clerical tenían acceso tanto segundones de la nobleza como numerosos artesanos y humildes labradores, que alcanzaron los más elevados puestos eclesiásticos. 

Aunque por la crisis fueron atraídas al estado eclesiástico personas movidas por la búsqueda de una seguridad, sin embargo, una gran parte de los eclesiásticos eran de cultura y virtudes reconocidas. Distinto era el caso del bajo clero secular, cuya formación era escasa y su vida miserable.


Libertad religiosa

Felipe II se resistió a admitir lo que hoy llamamos libertad religiosa, y entonces se conocía como tolerancia religiosa. Pero tampoco la aceptaban los demás soberanos contemporáneos en sus respectivos súbditos.

Los europeos de la época veían en toda invocación a la libertad de conciencia, en toda agitación religiosa, un elemento perturbador, un factor de división y desorden. No se veía siquiera como solución práctica, pues la experiencia demostraba que acarreaba más divisiones y tumultos. Y en el mantenimiento de la unidad religiosa estaba implicada la autoridad de los príncipes y la misma convivencia pacífica de los súbditos. 

La religión reforzaba la idea de autoridad y le suministraba fundamentos. Cualquier convicción en materia de culto llevaba implícita una amenaza contra el mismo trono, y representaba un primer paso para la pérdida del control del reino. 

Aparte de consideraciones de fe y de doctrina religiosa, para España el protestantismo era un enemigo insoslayable, señala el autor, pues se había mostrado como elemento disolvente de la política imperial en Alemania y en los Países Bajos.


Interior de San Lorenzo de El Escorial (foto: José Javier Martín, flikr)


Impulsor de las ciencias, las humanidades y el arte

        Bajo el reinado de Felipe II alcanza su esplendor el Siglo de Oro español, en el que emergen figuras tan egregias como santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, Miguel deCervantesTomás Luis de Victoria o Juan de Herrera, que ocupan las cimas más altas cada uno en su género.

A Felipe II se debe la primera Academia de Matemáticas de Europa, y fue mecenas de numerosos proyectos científicos, en temas tan avanzados como los estudios sobre la calidad de las aguas. 




Estos son sólo algunos de los rasgos que apunta esta interesante biografía, que constituye a mi juicio una aproximación muy valiosa a ese momento crucial de la Historia de España. 


De esa historia somos herederos los españoles. En esa historia -con sus luces y sombras- se ha ido fraguando nuestra cultura, y de ese legado todavía disfrutamos en nuestras vidas ordinarias. No está de más una mirada agradecida hacia las cosas buenas que hemos recibido de nuestros antepasados. Y reconocer las malas, que gracias a Dios suelen ser menos, para evitar repetirlas.

 

 

 


 

miércoles, 28 de abril de 2021

Jesucristo

 



Jesucristo. Karl Adam

Conocer cada vez mejor a Jesús, el Hijo de Dios hecho Hombre, es un objetivo que debería perseguir todo cristiano. Al fin y al cabo, la vida cristiana consiste en seguirle de cerca, “tan de cerca que nos identifiquemos con Él”, solía decir san Josemaría.

Pero conocer a Jesús ¿no debería formar parte de los intereses de cualquier persona de nuestro tiempo, y no sólo de los cristianos? La huella de sus pasos en la tierra, lo que nos dicen de Él no sólo la teología y los estudios de los Padres de la Iglesia, sino también la historia, la arqueología, los testimonios de quienes le llegaron a conocer personalmente, lo que nos dice la propia tradición de la Iglesia, transmitida generación tras generación hasta nuestros días… ¿no debería ser una tarea ineludible para cualquier persona de nuestros días? Porque sin conocer mínimamente a Jesús no es posible entender el mundo de hoy ni los últimos dos mil años de historia.

El sacerdote y teólogo alemán Karl Adam escribió esta obra pensando precisamente en los hombres de nuestra época y sus dificultades para reconocer lo divino. ¿Es posible hoy que una persona culta acepte la divinidad de Jesús? ¿Qué debemos mirar para reconocerle? ¿Qué nos dice la historia? ¿Cómo alcanzar o reforzar la fe?

Con rigor y profundidad propias de un buen intelectual, Karl Adam nos ofrece un análisis de las fuentes históricas, que arrojan una luz extraordinaria sobre el modo de ser y la conducta de Jesús, sobre su propia intimidad espiritual y sobre el sentido y alcance de los aspectos esenciales de su vida y de sus enseñanzas: la Cruz, la Eucaristía, la Resurrección, la filiación divina y la fraternidad de todos los hombres...


La Piedad, Miguel Ángel


 

Me han parecido especialmente reseñables tres puntos:  

1.  Disposiciones para buscar a Cristo, Dios-Hombre

En nuestros días la mentalidad del hombre se ha ido cerrando a todo lo que está por encima de lo visible a los ojos y lo medible por los sentidos. Tenemos la vista atrofiada para lo invisible, para lo santo y lo divino.

Por eso, antes de tratar de la realidad de Jesucristo, nos resulta ineludible preparar previamente nuestra mentalidad, nuestra actitud:   

a)  Necesitamos una conciencia conmovida e inquieta ante la posibilidad de lo divino.

b)  Una actitud franca y leal, sin prevenciones ni prejuicios, frente a la posibilidad de lo divino, de los milagros.

c)  Una búsqueda humilde y respetuosa, inspirada no en una curiosidad científica, sino en nuestra necesidad existencial de salvación y felicidad, conscientes de nuestra insuficiencia y fragilidad.

 

El alma humana, como ser condicionado y finito que somos, está esencialmente relacionada con un Absoluto, y experimenta esa relación en lo más profundo de su sentimiento vital: como falta de plenitud, como una difusa necesidad de eternidad y perfección, como una fiebre ansiosa de Dios. Lo expresó muy bien san Agustín: “Nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Dios.”

Esta “angustia metafísica” es más fuerte en el hombre de conciencia recta, que experimenta más hondamente la congoja íntima del sentido de culpabilidad ante lo moralmente santo.

 

2.  La fe es un don de Dios: un don sobrenatural, pero no arbitrario

Llegamos al reconocimiento del misterio sobrenatural de Cristo por el camino de la fe, no por el de la ciencia. Esa fe es obra divina, sobrenatural, tanto por su objeto como por su origen: es un don de Dios. (Eph 2,8)

Esa fe en el misterio de Cristo, sobrenatural en su origen, no es, sin embargo, arbitraria. Descansa sobre la evidencia histórica de la credibilidad de Jesús y de su obra: Per Iesum ad Christum: por el conocimiento de Jesús de Nazaret llegamos al reconocimiento de Jesucristo Redentor, Dios y Hombre verdadero. Cuando los teólogos exponen los motivos de credibilidad de Jesús, preparan la fe sobrenatural en Él, pero no la producen.

El argumento de credibilidad establecido por consideraciones puramente históricas y de razón, no logra toda su fuerza concluyente y directiva para el espíritu, cargado con las consecuencias del pecado original, hasta el momento en que la gracia redentora de Dios libera al entendimiento y la voluntad del ser humano de sus trabas hereditarias.

La gracia de Dios está tanto al principio como al fin de nuestro camino hacia Cristo: no es la palabra humana, sino la verdad y el amor de Dios quienes nos mueven.

 

3.  Jesús mismo nos pide confiar en Él: “Tened confianza: soy Yo, no temáis”

Un día, los discípulos navegaban por el lago de Generaseth. Era la cuarta vigilia de la noche. Y he aquí que vieron a Jesús caminar sobre las aguas. “Todos le vieron” dice Marcos 6,49. Le vieron claramente. No obstante, les invadió el miedo: ¿no será tal vez un fantasma, un espectro? “Y gritaron. Entonces Jesús les habló: Confiad, soy Yo, no temáis.”

También nosotros, navegando por el mar agitado del conocimiento puramente humano, aunque sea religioso, veremos claramente a Jesús. Sin embargo, quizá nos asaltará el miedo: ¿no será todo ello un fantasma, una ilusión? Esta será posible mientras permanezcamos en lo puramente humano. Solamente cuando Jesús mismo hable, cuando su palabra divina y su gracia nos alcancen, desaparecerá toda posibilidad de engaño y todo temor: “Consolaos, Yo soy, no temáis.”

Por eso es tan necesaria para el cristiano, y para todo el que desea encontrarse con Cristo, la oración continua, que es un reconocimiento de la propia insuficiencia.

Dios premia siempre a quienes le buscan con actitud sincera, con la rectitud de quien orienta su vida hacia el reconocimiento de la verdad, aunque aparentemente no coincida con sus intereses materiales.

Con esa disposición previa, libre de prejuicios y confiada y abierta a la verdad que se nos manifieste, la lectura del libro resulta sumamente amable y enriquecedora. Y nunca mejor aplicado lo de Sumamente, teniendo en cuenta que se trata del conocimiento de Dios que se nos revela.

 

Sobre el mismo tema:

Jesúsde Nazaret. Joseph Ratzinger

50 preguntas sobre Jesucristo y la Iglesia

 

lunes, 12 de abril de 2021

Tomás Luis de Victoria: la música del Siglo de Oro español




Victoria

Josep Cercós. Josep Cabré. Ed. Espasa Calpe

 

He vuelto a ver Converso, la sencilla y genial película documental de David Arratibel. Y me ha conmovido aún más que la primera vez. Es un documento humano, real, hilvanado sin sofisticación mediante llanas y genuinas conversaciones entre los miembros de una familia, que por fin, gracias al propio documental, encuentran la ocasión de sincerarse sobre lo esencial y –sorprendentemente- siempre rehuído: su encuentro personal con Dios.

 

Pero en esta segunda visualización he descubierto un protagonista subyacente: la música. Y no cualquier música, sino una de las más sublimes jamás compuestas en la historia de la música: el O Magnum Mysterium, antífona del II Domingo de Pascua, de Tomás Luis de Victoria.

 

En la familia Arratibel hay profesores de música y un buen organista, y cantan esa pieza a capella, como broche de cierre perfecto para el documental. Me ha cautivado de tal manera esa melodía que la he buscado en la red. Así suena:

 

            

 

 Esa melodía no la puede componer cualquiera. Hace falta finura especial, sintonía con lo espiritual, deseo de poner la música al servicio de lo sagrado. He buscado saber más de su autor. Y me he encontrado con esta pequeña y significativa biografía de Tomás Luis de Victoria, uno de esos luceros que brillaron en el firmamento del nunca suficientemente bien ponderado Siglo de Oro español.

 

Nacido en Ávila en 1548, de familia cristiana, muy joven sintió la llamada al sacerdocio y entró a formar parte del coro de la catedral, donde recibió su primera formación musical. Uno de sus hermanos era amigo de santa Teresa de Ávila. A los 17 de años se trasladó a Roma para seguir sus estudios sacerdotales y perfeccionar los conocimientos musicales como organista y compositor. Su gran maestro fue Palestrina, el famoso compositor italiano, aunque siempre se mantuvo fiel a un estilo propio, claro, sereno, de sobriedad castellana, que llegó a influir en alguna de las obras del propio Palestrina.

 

Los autores de esta biografía resaltan que Tomás Luis de Victoria, a diferencia de otros compositores de la época –y especialmente los de Roma o la escuela flamenca- no escribía según le surgía la inspiración, o por ansia de componer, sino por la necesidad que sentía de contribuir al engrandecimiento del Reino de Dios a partir de lo que sabía hacer: componer música. Por eso fue sobrio no sólo en el estilo, sino también en la cantidad: mientras que Palestrina escribió 300 motetes y 153 misas, Victoria se limitó a 50 motetes y 21 misas. 


En su producción destaca el Oficio de Difuntos para los funerales de María de Austria, hermana de Felipe II, que fue su protectora en las Descalzas Reales:


            

 

El Oficio de Semana Santa es considerado una de las obras cumbre de Victoria, y quizá de la música. Contiene todos los textos litúrgicos desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Resurrección. Incluye un bellísimo Pange lingua a 5 voces:


           

  

La serenidad de la música de Victoria contrasta con la complejidad típica de la escuela flamenca. Victoria sacrifica las posibilidades de su genio musical y su técnica en beneficio de la comprensión de lo que se canta, siguiendo fielmente en esto las disposiciones del Concilio de Trento: la música no debía ser un elemento decorativo o de entretenimiento, sino parte importante de la liturgia, que debía ser inteligible para los fieles. Esta fue también una constante de la música litúrgica de la escuela española: simple, austera, sin artificios, que acompañase a los fieles hacia la contemplación del misterio divino expresado en los textos sagrados.

 

Otra nota que se percibe en la obra, y en la vida, de Victoria es su ausencia de protagonismo, su olvido de sí mismo. A diferencia de otros grandes autores del momento, que  acostumbran ilustrar la portada de sus obras impresas con un retrato del autor, Victoria no lo hizo, y de hecho no existen retratos suyos.

 

Ponía por entero sus composiciones al servicio del fervor religioso, y ese es el secreto de que consiguiera una expresividad musical no superada por ninguno de sus contemporáneos. Es una impronta tan personal que no es posible adscribirlo a ninguna otra escuela. De hecho, influyó en otros autores españoles y en su propio maestro Palestrina, que asumirá en los últimos años de su vida el dramatismo realista propio de Victoria.

 

Una anécdota significativa muestra el diferente modo de ser de Palestrina y de Victoria. Giovanni Pierluiggi da Palestrina, que estaba casado y tenía dos hijos de la edad de Tomás Luis de Victoria, siendo ya mayor enviudó. Muchos pensaron que quizá se retiraría a un convento para seguir componiendo música piadosa. Pero no solo se casó de nuevo con una rica mujer, sino que además abrió un negoció de pieles para suministrar vestimentas a las autoridades romanas y a la Curia. En contraste, ya en esos momentos Victoria ansiaba volver a España, no estaba a gusto en el bullir romano. Soñaba con la vuelta a Castilla, donde todo invitaba al recogimiento y a la oración. Esos caracteres tan distintos, y complementarios desde luego, pues en cualquier vida honesta se puede dar gloria a Dios, marcan también los diferentes estilos de cada uno.

 

Era frecuente en esa época tomar como base para la música religiosa melodías procedentes de la música profana. Fue famosa por ejemplo la canción L’HommeArmé, melodía favorita de Carlos I, sobre la que Cristóbal Morales compuso dos Misas e inspiró también a otros autores. Sin embargo, esta práctica no fue usada por Victoria, incluso antes de que la prohibiera el Concilio. Victoria solo escribió música propiamente religiosa, inspirándose en antífonas del canto gregoriano o en su propio genio creativo. La única excepción fue la Misa pro Victoria, que se compuso sobe la canción La Guerre, de Janequin, y dio origen a la Misa de batalla. Está compuesta a base de notas cortas y repetidas con aire de fanfarria, con un estilo concertante nada usual en Victoria. La dedicó a Felipe II.

 

Victoria rehuyó la vida placentera romana, y fue progresivamente sumergiéndose en la oración y contemplación que subyace en su obra. Señal de esa inmersión hacia el mundo interior es también que a partir de cierto momento deja de dedicar sus obras a personajes de la realeza o de la Curia, para dedicarlos a la Virgen o a la Santísima Trinidad. Se percibe que su intención es volcarse en la contemplación de lo divino, y así logra que también el oyente se sienta sumergido en ese mundo contemplativo.

 

Él mismo lo explica: “He procurado no ser del todo ingrato con Dios, de quien todos los bienes proceden, por esta gracia y beneficio de Dios que me ha concedido y que me inclina por cierto natural instinto a la música sagrada, no sin frutos por lo que oigo decir a otros…” El verdadero destinatario de sus obras es Dios.

 

En la misma línea escribe a Felipe II, cuando está a punto de regresar a España: “Ya desde el principio me propuse no fijarme en el solo deleite de los oídos y del ánimo, ni del contentarme con este conocimiento, antes bien, mirando más allá, resolví ser útil, dentro de lo posible, a los presentes y a los venideros (…) ¿A qué mejor fin debe servir la música, sino a las sagradas alabanzas de aquel Dios inmortal de quien proceden el ritmo y el compás, y cuyas obras están dispuestas en forma tan portentosa que ostentan cierta armonía y cántico admirables?”

 

En la obra de Victoria no hay desnivel de calidad, y toda ella es de grado notablemente superior al de sus contemporáneos. Abundan los temas eucarísticos y marianos: Salve Regina, Alma Redemptoris Mater, Ave Regina. Quizá su máximo esplendor lo alcanza en los motetes de la Pasión. Hay un dramatismo realista, común a composiciones españolas de la época, que los distingue claramente del resto de escuelas europeas, motivado por la profunda y sincera religiosidad, y también por las circunstancias especiales de la situación política, económica y cultural, que dieron un sello propio y esplendoroso a la España del Siglo deOro, que abarca desde finales del siglo XV (1492, año del fin de la Reconquista y del descubrimiento de América) hasta mediados del siglo XVII.

 

Fue una época en la que alcanzaron excelencia todas las áreas del saber y la cultura en España. Fue mítico el prestigio de las universidades de Salamanca y Alcalá de Henares. En la famosa Escuela de Salamanca tuvo su origen el Derecho de Gentes, precursor de los Derechos Humanos, basado en la ley natural e iluminado por la fe cristiana según la cual todos somos hijos de Dios y hermanos.

 

En la literatura surgen figuras inolvidables como Miguel de Cervantes, Lope de Vega o Calderón de la Barca. En la mística, San Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús o fray Luis de León. Grandes fundadores y promotores del saber, como san Ignacio de Loyola. Pintores como Velázquez, José de Ribera o Ribalta. Escultores como Berruguete, arquitectos como Juan de Herrera… Y en esa pléyade irrepetible, brilla la música sacra de Tomás Luis de Vitoria.

 

Nuestros bachilleres deberían retomar el estudio del Siglo de Oro español. ¿Por qué se ha retirado de los planes de estudio, hasta el punto de que probablemente no ya los alumnos, sino muchos de sus profesores ni siquiera hayan oído hablar de que exista un Siglo de Oro español? Los prejuicios que lanzaron los enemigos políticos de España –y de la Iglesia católica, de la que España era un bastión- sin duda han llegado hasta nuestros días, tratando de ocultar con su basura los ricos manantiales de humanidad que fluyeron aquellos años en España. Y que aún están ahí, ofreciendo su saludable influencia. Resultan proféticas las palabras mencionadas de Victoria a Felipe II: “… resolví ser útil, dentro de lo posible, a los presentes y a los venideros.” Y vaya que lo ha sido y seguirá siendo.

 

El Siglo de Oro nos enseña cómo el ser humano, puesto en ambiente favorable ante la trascendencia, ante Dios,  es capaz de alcanzar las más altas cotas de ciencia y cultura, de verdad, bien y belleza. El influjo benéfico de la estela que levantaron aquellos hombres y mujeres españoles del siglo XVI sigue llegando hasta nosotros.

 

De ese benéfico influjo es testigo discreto este buen documental, que muestra que las creaciones musicales, cuando salen de personas que rezan, son capaces de penetrar los abismos celestiales y plasmarlos en melodías, que al ser escuchadas toman nuestra mente y nuestro corazón y los alzan de vuelta hacia las intimidades divinas.

 

Aunque de lo que es mejor testigo el documental Converso es de la acción del Espíritu Santo en la historia y en cada alma. Sigue soplando donde quiere y como quiere. Mayormente allí donde alguien implora su acción y busca sinceramente la verdad.