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martes, 8 de agosto de 2017

Oráculos de la ciencia







       Mariano Artigas y Karl Giberson, científicos y expertos en las relaciones entre ciencia y religión, analizan en este documentado libro a seis científicos con una importante  capacidad de divulgación: Richard Dawkins, Stephen J. Gould, Stephen Hawking, Carl Sagan, Steven Weinberg y Edward Wilson. Los seis sugieren en sus publicaciones tres ideas: que la ciencia es hostil a la religión, que los científicos son ateos, y que la comunidad científica centra sus investigaciones en el origen del universo y del hombre  .



Artigas y Giberson muestran que ninguna de esas afirmaciones es cierta. Ciencia y religión son dos empresas humanas muy diferentes, con una autonomía que debe ser respetada. Líderes de la comunidad científica como Francis Collins, Allan Sandage o Charles Townes, entre muchos otros,  son profundamente religiosos. Curiosamente los seis “oráculos” parecen ignorarlos.


La ciencia moderna es uno de los mayores desarrollos de la historia humana, que ha ayudado a difundir  valores implícitos en la tarea científica: objetividad, buscar la verdad con humildad, validación independiente… Es cierto que ha habido conflictos y ataques injustificables, como las controversias en torno al caso Galileo o entre evolucionismo y creacionismo.


 Pero el bien de la verdad pide que se aplique con rigor la metodología adecuada a cada conocimiento: hay un método aplicable a la ciencia, que es distinto del método filosófico. Transvasar los métodos lleva a errores de bulto, como muestran Artigas y Giberson  con serena objetividad y un delicado respeto a las personas y a la verdad de las cosas.  


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El libro analiza la trayectoria y logros científicos de cada uno de los célebres científicos,  y sus afirmaciones  más importantes en relación con la religión y la existencia de Dios.  Artigas y Giberson afirman la  capacidad científica innegable de cada uno, pero muestran también que fallan cuando hacen incursiones en el  campo de la filosofía o la teología. 


Fallan por falta de rigor en los razonamientos, y porque mezclan  ciencia con opiniones personales que en absoluto se concluyen de sus aportaciones científicas. Dawkins, por ejemplo, mezcla la ciencia con opiniones expresadas con tal apasionamiento que resulta difícil al lector distinguir la ciencia de la opinión. Esa mezcla invalidaría sus artículos para ser publicados en una revista científica. Parece que aprovecha sus méritos científicos y la audiencia lograda por su capacidad de divulgación para hacer una apología de sus creencias, en absoluto respaldadas por la ciencia.


Uno de los libros más difundidos de Dawkins, El relojero ciego, no puede ser catalogado como libro de ciencia. Cuando reflexionamos sobre la ciencia, sus objetivos, su valor, sus límites, no estamos haciendo ciencia, sino filosofía. Dawkins es un buen científico y un brillante comunicador, pero su trabajo como filósofo resulta pobre y lleno de lagunas.


Existen formas de conocimiento distintas de la ciencia: el sentido común, la experiencia artística y religiosa, la reflexión filosófica. Todas ellas quedan fuera del alcance de la ciencia, como también queda fuera el significado de la vida y del universo. Y por supuesto  la acción de Dios en el mundo también puede estar fuera del alcance de la ciencia, aunque puede igualmente ser compatible con ella.


Por ejemplo, es notable el empeño de Dawkins en rechazar el diseño inteligente del universo, cuando otros científicos como Christian de Duve, biólogo y Premio Nobel, ha afirmado que la evolución es compatible con la existencia de un plan divino, y ofrece pistas que llevan a admitir la existencia de ese plan. Por lo demás, es evidente la existencia de un diseño aparentemente complejo de las leyes físicas que hacen posible la vida, leyes precisas que gobiernan el universo, constituido a su vez por una materia dotada de propiedades específicas.



  

El éxito de la ciencia se debe a que concentra su esfuerzo en ámbitos muy particulares y restringidos, evitando preguntas sobre lo que cae fuera de ese ámbito. El cientifismo en cambio hace generalizaciones sin base, malas filosofías falsamente presentadas como derivadas de la ciencia, que acaban convirtiéndose en una  pseudo-religión, a la que bien podría calificarse de virus de la mente con el que se pretende dar un sentido a la vida y un ideal por el que luchar, adaptando la terminología que el propio Dawkins ha inventado para atacar a la religión.


Dawkins en realidad no examina la verdad de la religión, se limita a dar por supuesta su falsedad porque no se ajusta a los criterios de la ciencia empírica. Pero ningún método científico nos puede llevar a comprobar la existencia de Dios, y menos a la conclusión de que somos hijos de Dios, o que debemos amarnos unos a otros. Que esas afirmaciones no sean científicas no significa que estén hechas sin apoyo: se apoyan en algo distinto al método científico.


La fe no es, como afirma Dawkins, “confiar ciegamente, en  ausencia de pruebas,  aun frente a evidencias”. Ningún escritor cristiano importante  ha definido así la fe. Pero Dawkins construye ese hombre de paja y basa en él todo su ataque a la religión.


Más preocupante que sus errores intelectuales es la ferocidad con la que afirma su ateísmo, sólo explicable porque los motivos de su ateísmo tengan un origen emotivo y no científico, pues la ciencia avanza con unos valores propios característicos: búsqueda de la verdad, objetividad, rigor, modestia intelectual, cooperación


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A veces viene bien conocer las motivaciones que están detrás de algunos comportamientos. Por ejemplo, a  Hawking le gusta conectar la física con Dios porque descubrió que así sus conferencias se llenaban. Giberson apunta con ironía que Hawking sabe que cada ecuación que introduce en uno de sus libros reduce las ventas a la mitad, y cada vez que introduce el término “Dios” dobla las ventas. Las incursiones de Hawking en filosofía o teología son dolorosamente ingenuas y asombrosamente dogmáticas. Y con frecuencia están expresadas en un incomprensible tono mistérico que no se sabe si esconde una burla o mera vaciedad, aunque curiosamente muchos la reciban como un auténtico oráculo, sin entender nada.



Sagan, famoso por la serie Cosmos, de muy buena factura pero en la que no hay lugar para Dios, reconstruye la historia sin hechos en los que apoyarse, como en el caso de la bibliotecaria Hipatia de Alejandría, cuya verdadera historia no tiene nada que ver con la leyenda anticristiana construída muchos siglos más tarde. Sagan también reinventa a Tales de Mileto, de quien apenas sabemos nada,  y que Sagan describe sin base documental como héroe de la lucha de la ciencia contra la religión en la Grecia clásica.
  

En cambio Sagan  omite toda referencia a los detallados estudios sobre cómo la revolución científica del siglo XVII  fue debida a siglos de trabajo previo durante el  periodo medieval. La física matemática apareció en el mundo occidental, fruto de un trabajo meticuloso que se gestó durante la Edad Media, en la Europa cristiana, que no era tan oscura como la pinta Sagan.


Presentar la religión como enemiga de la ciencia es ignorar que donde ha crecido la ciencia ha sido precisamente en el Occidente cristiano, y que el cristianismo no se ha visto obligado a cambiar como consecuencia del progreso de la ciencia.



    Son algunas pinceladas de este gran libro, muy recomendable para amantes de la ciencia y del rigor intelectual. 

miércoles, 10 de agosto de 2016

San Vicente Ferrer, científico



San Vicente Ferrer, científico
José María Desantes Guanter. Ed. Del Senia al Segura. Valencia



Sugerente estudio del profesor José María Desantes sobre un aspecto poco conocido del “valenciano por excelencia”, “el santo de la calle del Mar”:  la talla intelectual de san Vicente Ferrer, y la categoría científica de su obra.


José María DesantesGuanter (Valencia 1924-Madrid 2004) fue el  primer Catedrático de “Derecho de la Información”  de España. Ejerció tanto la abogacía como la docencia, y formó en Ética y Derecho a la Información  a numerosas promociones de periodistas.  Asesor de organismos públicos y privados relacionados con el periodismo en Europa y América hispana, fue asesor de la Fundación COSO para el Desarrollo de la Comunicación y la Sociedad, con sede en Valencia (providencialmente en la misma calle del Mar) y miembro de la Real Academia de Cultura Valenciana.


El profesor Desantes, llevado por el inagotable deseo de saber propio de los buenos intelectuales, descubre en la vida y escritos de su paisano san Vicente una cimentada formación científica. Sus hagiógrafos, incluso los que obraban de buena fe, han resaltado o exagerado tanto su fama de milagrero, su labor de catequesis (ciertamente enorme), o sus intervenciones en la vida política de la Corona de Aragón y de la Iglesia, que nos han legado un perfil pobre de este gran santo, que –en opinión de Desantes- merecería el título de doctor de la Iglesia.


San Vicente Ferrer adquirió a lo largo de su vida un bagaje de ciencia y temple humano que supo poner en juego al servicio de la fe, ante la gran crisis moral de los siglos XIII y XIV. Hijo de notario, creció en un ambiente intelectual elevado, al igual que su hermano, Bonifacio Ferrer, quien después de ejercer su profesión civil y enviudar ingresó en la Cartuja y llegó a ser General de la Orden de san Bruno. Ambos  dominaban las ciencias jurídicas, con un agudo sentido de la justicia que en el caso de Vicente aflora tanto cuando habla de la Sagrada Escritura como de litigios éticos y morales.


El bagaje de Vicente procede de unos estudios bien cimentados, y de un continuo esfuerzo mental para llegar a entender lo que estudia. Esfuerzo que le sirvió también para hacerse entender,  tanto de la gente sencilla (la bona gent)  como de los hombres más cultos. Buscaba el lenguaje y las analogías científicas más adecuadas a sus oyentes. No improvisaba al hablar. Sus palabras eran fruto de una reflexión previa que interiorizaba el saber, y de la cuidada formación que incrementó aún más a partir de los 17 años, cuando ingresó en la Orden de predicadores, dedicada fundamentalmente al estudio. 


           En el convento de Santo Domingo de Valencia se dedicó con tesón durante años a conocer los principales saberes de su tiempo. Y alcanzó el profundo conocimiento que se precisa para explicar la armonía entre fe y ciencia como algo bien razonado y experimentado. Y con esa expresividad que brilla en sus sermones,  que tanto cautivaba a sus oyentes.




      San Vicente Ferrer fue catedrático en la Universidad de Lérida (la más antigua e importante entonces de la Corona de Aragón) y profesor en el Studium Generale,  embrión de la Universidad de Valencia, que comenzó sus pasos en la Capilla del Santo Cáliz de la catedral de Valencia.  Tuvo una visión magnánima y avanzada de la docencia. Afirmaba que el maestro debe aprender de sus discípulos, y que debe estar atento a los problemas culturales del momento para hacerlos comprender a los demás. Gracias a su impulso se fundó esta universidad en 1410. 


Desantes disecciona con el rigor la obra de san Vicente, y va descubriendo manifestaciones de que era un hombre que creía en la Ciencia, en la importancia de la razón, del pensamiento libre y equilibrado, y del estudio, camino natural para alcanzar la verdad.


Como experto en teoría de la comunicación, el profesor Desantes se detiene también en las dotes de comunicador de san Vicente. Y concluye que fue sin duda un gran comunicador de la Ciencia, que ocupa un papel singular en la  historia de la comunicación, en una época en la que los medios de comunicación eran escasos y elementales. Se sirvió de dos de los principales: el libro y el sermón. Era buen escritor en lengua latina (la lengua vehicular del momento), y reconocido por su ciencia entre los principales personajes del momento. Reyes y Papas conocían y admiraban sus cualidades.


San Vicente siempre tuvo claro lo  fundamental en la comunicación: que la verdad es el elemento constitutivo del mensaje. Contra el engreimiento elitista propio de los hombres de la Ilustración, que afirmaban que “la verdad debiera quedarse entre nosotros, los académicos”, san Vicente decía que “justa cosa es que yo sirva los frutos de mi huerto abundantemente”: es justo y laudable comunicar los bienes que es capaz de atesorar el pensamiento. La comunicación es justicia, diálogo, intercambio, “la virtud por la cual las personas buenas saben conversar con las otras sin engañarlas, ni escandalizarlas, ni irritarlas”.


     Con sus palabras buscaba unir, no separar. Una característica propia del buen político. Lo ha descrito magistralmente el literato Azorín, en "Valencia": "Y siempre San Vicente, en sus infatigables actuaciones en España y en el resto de Europa, ha tenido la norma de todos los grandes políticos: sumar y no restar. Atraer gente a una causa, y no repudiarla. Ha trabajado siempre por la unión y la concordia. Ya luchando contra el cisma de la Iglesia, ya salvando a España en la conferencia de Caspe."


San Vicente es un hombre de diálogo, forma que emplea  también en sus sermones, siguiendo ese concepto tan valenciano que llama raonar (razonar) al castellano dialogar. Adelantándose a nuestro tiempo, que acaba de descubrir que “no hay comunidad sin comunicación”, o que “no hay democracia sin periodismo”, san Vicente defiende que es injusticia tener ciencia y guardarla para sí en vez de enseñarla. Transmitir ciencia es un deber informativo, no  una limosna. Y reconoce el derecho a la información, un derecho de todos. “El mensaje científico no puede callarse por la prohibición arbitraria de los Príncipes”: una prevención en toda regla contra la censura civil.



Aparición de la Virgen María a san Vicente Ferrer
Óleo de Vicente Inglés en la catedral de Valencia



       





domingo, 2 de febrero de 2014

Dios, la Iglesia y el mundo




Sobre Dios, la Iglesia y el MundoFernando Ocáriz. Ed. Rialp

            

    Monseñor Fernando Ocáriz (París, 1944) es profesor de Teología y consultor de diversos organismos de la Curia Romana. Miembro de la Academia Pontificia de Teología, trabajó estrechamente con Joseph Ratzinger.  Desde enero de 2017 es Prelado del Opus Dei


Monseñor Fernando Ocáriz

    Este libro es el resultado de una extensa y sugerente entrevista realizada por el periodista Rafael Serrano, en la que responde con ponderación, agudeza y rigor intelectual a cuestiones que preocupan a la opinión pública: la defensa de los derechos humanos, relaciones entre la fe y la razón, la libertad, el sentido del trabajo, la pobreza y la justicia social, la crisis de la Iglesia, las vocaciones y la nueva evangelización, la prelatura del Opus Dei, el ateísmo,…


    Como indica el título del libro, son temas que afectan no sólo a la Iglesia, sino también a la sociedad civil. Cada una tiene su ámbito propio, pero están esencialmente entrelazadas.


    Anoto algunas de las ideas que me han parecido más relevantes.

 

Fe, ciencia y razón

    A su condición de teólogo Ocáriz añade la de físico, lo que da singular autoridad a sus apreciaciones sobre las relaciones entre la fe y la razón, entre la teología y las ciencias naturales. “La teología está más próxima a las inquietudes humanas que la física de partículas”, afirma, refiriéndose a quienes (con poco conocimiento de la naturaleza humana) desprecian las cuestiones metafísicas y teológicas.

  



    La física investiga las propiedades de la materia y de la energía, pero el origen absoluto de la realidad material está fuera de su alcance. La creación está en otro nivel, al que sólo acceden la filosofía y la fe, cada una a su modo. Pero los dos niveles comunican en la realidad misma y en la inteligencia del creyente. 


    La creación es una realidad actual y permanente, y no solo ni esencialmente un inicio temporal absoluto. Ser criatura es la condición metafísica radical de todo lo que existe, exceptuando a Dios. En las criaturas, existir es tener el ser  actualmente recibido del Ser absoluto que es Dios, con evolución o sin ella.  


    La fe no sólo no se opone a la razón, sino que exige una razón fuerte e incisiva. Así lo afirma Juan Pablo II en Fides et ratio, n. 48: “Es ilusorio pensar que la fe ante una razón débil tenga mayor incisividad: al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición”. Como escribió San Agustín, “todo el que cree, piensa. Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula”: punto muy importante que resalta la necesidad de una formación doctrinal sólida. 

 

 El futuro del cristianismo

    Muchos se preguntan sobre el futuro del cristianismo en una Europa que sufre una profunda crisis moral: “no soy profeta”, dice. Y añade: no es una excusa, sino consecuencia de una verdad de fe: el resultado de la providencia divina y la libertad humana no es previsible ni programable. Para el cristiano, el porvenir no es objeto de adivinación, sino de esperanza.


   En el centro de sus respuestas está Jesucristo. Ser cristiano, afirma, no consiste en suscribir una doctrina, sino en seguir a una persona: a Jesucristo, que aparece en nuestra vida y nos pregunta como a los Doce: “Y vosotros ¿quién decís que soy Yo?” Con nuestras obras hemos de dar respuesta a esa pregunta que nos hace el mismo Jesús. 


   Más adelante insiste en ese concepto esencial para entender el cristianismo: la Iglesia no es primariamente una institución. La Iglesia es una Persona: Jesucristo, presente entre nosotros, Dios que viene a la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia.





    Jesucristo salva mediante su Cuerpo Místico, que es la Iglesia, en la que hay una unión real y vital de la Cabeza (Cristo) y sus miembros. Jesucristo salva especialmente mediante la predicación del Evangelio y la celebración de los sacramentos.

 

La crisis de la Iglesia

    No faltan las preguntas acerca de la crisis sufrida por la Iglesia tras el Concilio Vaticano II. Crisis ha habido a lo largo de toda la historia. La crisis, afirma, no es mero retroceso, también viene acompañada de renovación. 

 

    Entre otros factores, apunta un texto de Kierkegaard, a propósito de la situación de los luteranos en Dinamarca en el siglo XIX: “los que tenían que mandar se hicieron cobardes, y los que tenían que obedecer, insolentes. Así sucede cuando la mansedumbre toma el lugar del rigor”. Es un diagnóstico que hace pensar, afirma, aunque el rigor deba ir acompañado siempre de la mansedumbre. 

 

La existencia de Dios

    Respecto al ateísmo, una verdad llena de sentido común: la existencia de  Dios no depende de que uno la acepte o no. El diálogo sobre la existencia de Dios se corta muchas veces antes de entrar en materia, por el apriori falso de que la inteligencia humana no es capaz de conocer realidades que no son empíricas. Pero la neurociencia y la biología se van abriendo cada vez con más frecuencia a las preguntas sobre realidades no empíricas.


    La “demostración” más decisiva de la existencia de Dios es la verdad histórica de la Resurrección de Jesucristo. Por eso lo más importante es mostrar a Jesucristo muerto y resucitado. Presentar la verdadera imagen de Jesucristo es lo más motivador para animar a profundizar en la fe cristiana.

 

Derechos humanos

     Ninguna prueba empírica nos muestra por qué el hombre tiene derechos inalienables; al revés, la afirmación de los derechos humanos está por encima y regula la actividad científica. Sin reconocer valores absolutos –y en último término a Dios- no tiene sentido ni siquiera el concepto de derechos humanos. El mismo Derecho no sería sino “un aspecto decorativo del poder”, según la afirmación de Marx.


     Marx decía que hay que hacer desaparecer el ateísmo negativo (que se ve necesitado de Dios para negarlo y afirmar al hombre) para dar paso al ateísmo positivo, que haga desaparecer la pregunta misma sobre la existencia de Dios. Pero la pregunta sobre el sentido último de la existencia no es nunca totalmente eludible, y es implícitamente la pregunta sobre Dios.  


     Es posible plantear la fe en ambientes ajenos a la Iglesia, no tanto apoyándonos en el atractivo de la fe, sino en algunas de sus atractivas consecuencias:

       -la entrega de tantos cristianos que, por su fe, prestan un servicio heroico a los más necesitados;

         -la vida ordinaria y también heroica de padres y madres  de familia cristiana;

         -la vida y aportaciones de grandes científicos profundamente creyentes.


    Y un apunte que tiene su retranca: fue Voltaire quien dijo con bastante lógica: “prefiero que mi barbero sea creyente, porque me da cierta seguridad de que no me degollará”.

 

Libertad religiosa


    Explica las contradicciones a que llevan concepciones equívocas de la libertad. Sin verdad moral, sin norma, la libertad se vuelve autodestructiva del hombre y de la convivencia. Por ejemplo, hoy el concepto de discriminación se amplía cada vez más, hasta llegar a límites confusos, y entonces prohibir la discriminación puede transformarse en una limitación de la libertad de opinión y de la libertad religiosa. 


  Como afirmó el cardenal Ratzinger, muy pronto no se podrá afirmar que la homosexualidad constituye un desorden objetivo de la estructuración de la existencia humana. Es un ejemplo de cómo se está intentando imponer la dictadura del relativismo.


    Ratzinger afirma que si un Estado no reconoce valores absolutos previos (como sucede en los Estados ateos) no durará mucho como Estado de Derecho. El “prudente relativismo”, que se presenta como necesario para respetar mejor las diferencias, lleva en sí mismo la inclinación hacia la dictadura, donde la verdad la establece el poder.


  Niega que haya habido contradicción teórico-doctrinal en los diversos pronunciamientos del Magisterio de la Iglesia acerca de la libertad religiosa, aunque es cierto que han sido distintas las consecuencias prácticas socio-políticas tras los diversos pronunciamientos.  


     El Magisterio anterior condenó una concepción de libertad que se entendía como ausencia de obligación de buscar la verdad en materia religiosa. El Vaticano II ha defendido la libertad religiosa entendida como derecho civil que no debe ser impedido por el Estado. Con la misma palabra (libertad) se alude a realidades distintas. 


Plaza de San Pedro, Roma. Canonización de san Josemaría Escrivá


Llamada universal a la santidad y filiación divina


    Sobre la llamada universal a la santidad, enseñada por el fundador del Opus Dei, proclamada por el concilio Vaticano II… pero ignorada por muchos aún, hace una afirmación que invita a la reflexión: la existencia de muchedumbres que ignoran la llamada a la santidad no desmiente la universalidad de esa llamada, sino que indica cómo nos llega: “¿cómo la conocerán, si nadie se la enseña?” decía san Pablo (Romanos 10, 13). 


  Esa realidad nos invita a los cristianos a ser más apostólicos, imitando también en esto a Jesucristo, que nos busca uno a uno y nos descubre el sentido de la existencia.


  Dedica un detenido y bello comentario a la filiación divinaNuestra condición de hijos de Dios es un rasgo característico de la espiritualidad del Opus Dei, que como enseñó san Josemaría hunde sus raíces en el Evangelio. Ya san Pablo escribió que la finalidad misma de la Encarnación del Hijo de Dios ha sido nuestra adopción filial: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (…) para redimirnos (…) a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gal 4, 4-5).


   Esa realidad fundamental de nuestra vida tiene importantes consecuencias: todo en la vida del cristiano ha de estar caracterizado por su condición de hijo de Dios:

         -la oración debe ser un diálogo filial, lleno de amor, sencillez, confianza y sinceridad;

         -el trabajo podemos realizarlo con segura conciencia de estar trabajando en las cosas de nuestro Padre: “todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios “ (I Cor, 22).

         -en los demás vemos a hermanos;

      -el afán apostólico es participación del amor de Dios por los hombres, hijos suyos;

     -la conversión es la vuelta a la casa del Padre, como relata admirablemente la parábola del hijo pródigo, en la que se nos dice que Dos no se cansa de esperarnos;

     -sabernos hijos nos da una gran libertad de espíritu, la libertad de los hijos de Dios; no vivimos atemorizados, sino esponjados en el sentimiento de sabernos hijos queridos;

       -nos da profunda alegría y optimismo, propios de la esperanza;

      -la condición de hijos nos hace amar al mundo, que salió bueno de las manos de Dios y nos lo ha dado en herencia;

     -quien se sabe hijo de Dios afronta la vida con la clara conciencia de que se puede hacer el bien y vencer el pecado.

 

Doctrina social de la Iglesia y participación en la vida pública

    Algunos consideran la doctrina social como una teoría inoperante, que se queda en el terreno de los principios. Sin embargo los principios básicos que enseña la Iglesia constituyen un impulso vital para actuar bien: solidaridad, subsidiariedad, participación en la vida pública,… y todo un conjunto de valores que merecen protección (la vida, la familia, el matrimonio, la educación de los hijos, el trabajo, la organización política, el medio ambiente, la paz internacional…)  


     Son principios generales, que no lesionan la necesaria autonomía de cada cristiano para buscar soluciones concretas codo con codo con el resto de conciudadanos. Soluciones que serán diferentes en cada época y lugar. 



     Lo que es claro, y a veces se olvida, es que sin hombres justos no funcionan con justicia las estructuras, por buenas que sean.


   ¿Merece la pena animar a personas rectas y competentes a meterse en política, dado el desprestigio de los políticos y los numerosos casos de corrupción? Todas las actividades han de estar vivificadas por el espíritu de Cristo, y por eso los cristianos no pueden ausentarse de la vida pública. Ocáriz comenta un pasaje de una de las homilías más conocidas de san JosemaríaAmar al mundo apasionadamente


     El fundador del Opus Dei explica que un católico dedicado a la política no debe pretender que representa a la Iglesia, ni que sus opiniones sean las únicas “soluciones católicas”. 


     Pero es evidente la necesidad de la presencia en la vida pública de cristianos coherentes (hombres justos): profesionalmente bien preparados, con espíritu de servicio, dispuestos a ganar menos dinero, a tener menos prestigio y a complicarse más la vida que en otras profesiones, dispuestos a emplearse en cultivar su imagen aunque no les guste, y a recibir ataques personales… Y que además no pretendan representar a la Iglesia, que se responsabilicen personalmente de sus ideas y decisiones, y no se sirvan de la Iglesia mezclándola en luchas partidistas.

 

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     Se trata de un libro de gran interés, porque invita a la reflexión y permite entender mejor cuestiones de actualidad,  de la mano de un intelectual notable y riguroso. 

 

 

domingo, 14 de julio de 2013

Lemaître y el átomo primitivo



Cuando ciencia y fe caminan juntas



Ya he anotado aquí  breves reseñas personales de varios libros sobre la ciencia y la fe. La última, esta relectura de Creación y pecado, de Joseph Ratzinger. Una verdadera delicia para la inteligencia, que he recomendado también a amigos que no tienen fe.



Otros títulos en la misma línea han sido Razonespara creer, de André Leonard; Cienciay Fe: lo que sabemos del origen del Universo, de Diego Martínez Caro; Galileo y la Iglesia, de Walter Brandmüller; Ciencia y fe: Nuevasperspectivas, de Mariano Artigas.


Y es que hay preguntas que nos implican mucho. ¿Qué sabemos de nuestro origen, del universo que nos rodea, de nuestro destino último? ¿Qué podemos saber con la luz de nuestra inteligencia? ¿Qué nos dice la fe católica? ¿Hay alguna incompatibilidad? Son cuestiones que  atraen  a cualquiera, siquiera sea por un mínimo  de curiosidad intelectual.


Por otro lado no son pocos los que se han dejado influir por esa  idea poco razonable y en absoluto demostrada de que la ciencia ha desbancado a la fe.  Y es preciso recordar lo obvio con frecuencia: ciencia y fe tienen ámbitos distintos, y avanzan juntas por el camino de la verdad.


No sólo no hay incompatibilidad entre ellas, sino que la ciencia ha nacido y se ha desarrollado gracias a un sustrato cristiano, de hombres de ciencia que por su fe cristiana creían en un universo racionalmente ordenado por su Creador, no abandonado a fuerzas ciegas y arbitrarias.  La inmensa mayoría de los grandes científicos han sido y son creyentes.


Comentaba ayer estas ideas con mi amigo Vicente Miquel, catedrático de Matemáticas.  Y repasábamos la larga lista de científicos que las comparten.  Recordamos por ejemplo el caso del científico belga  George Lemaître, a quien  debemos el descubrimiento de la teoría del átomo primitivo, o Big Bang, en 1927.  Pocos saben que Lemaître no sólo era un ferviente católico, sino que además era sacerdote. De él dijo Eddington que "da una respuesta asombrosamente completa a los diversos problemas que plantean las cosmogonías de Einstein y de De Sitter". Y Einstein, que estuvo informado de los trabajos de Lemaître y asistió a alguna de sus conferencias, afirmó que era el científico que mejor había comprendido sus teorías de la relatividad.



Lemaître desde muy joven supo que había dos caminos para llegar al conocimiento de la verdad. Uno era la ciencia. Y  el otro la fe. Decidió recorrer con ímpetu los dos. Estudió ingeniería, matemáticas, física y astronomía. Y estudió a fondo filosofía y teología. Destacó en la ciencia. Su teoría del átomo primitivo,  reconocida y aplaudida por Einstein,  fue acogida  por el mundo científico tras superar algunas injustas reticencias de quienes ponían en duda su valor científico por su condición de hombre de fe.  Lemaître destacó como científico. Y destacó como hombre de fe. No hay incompatibilidad, sino apoyo mutuo entre ambas.


Vicente Miquel me ha recomendado esta cita  de Francis Collins, genetista y director del National Human Genome Research Institute, que investiga el genoma humano.  En su libro The language of God (Así habla Dios, Ed. Temas de hoy 2006) dice:



Cubierta delantera“En el siglo XXI, en una sociedad cada vez más tecnificada, se libra una batalla entre el corazón y la mente de la humanidad. Muchos materialistas, advirtiendo triunfantes los avances de la ciencia para llenar las brechas de nuestro entendimiento de la naturaleza, anuncian que creer en Dios es una superstición obsoleta, y que estaríamos mejor si lo admitiéramos y continuáramos avanzando. Muchos creyentes en Dios, convencidos de que la verdad que deriva de la introspección espiritual es un valor más perdurable que las verdades de otras fuentes, ven los avances de la ciencia y la tecnología como peligrosos e indignos de confianza. Las posturas se endurecen, las voces se agudizan.


¿Daremos la espalda a la ciencia porque se la percibe como una amenaza a Dios, abandonando toda promesa de avanzar en nuestra comprensión de la naturaleza para aplicarla en aliviar el sufrimiento y mejorar la humanidad? O, por el contrario, ¿daremos la espalda a la fe, concluyendo que la ciencia ya ha hecho que la vida espiritual deje de ser necesaria, y que los símbolos religiosos tradicionales pueden ser ahora reemplazados por grabados de la doble hélice en nuestros altares?



Ambas opciones son profundamente peligrosas. Ambas niegan la verdad. Ambas disminuirán la nobleza de la humanidad. Ambas serán devastadoras para nuestro futuro. Y ambas son innecesarias. El Dios de la Biblia es también el Dios del genoma. Se le puede adorar en la catedral o en el laboratorio. Su creación es majestuosa, sobrecogedora, intrincada y bella, y no puede estar en guerra con sí misma. Sólo nosotros, humanos imperfectos, podemos iniciar tales batallas. Y sólo nosotros podemos terminarlas”.


Me ha gustado especialmente este último párrafo, que me trae resonancias de lo enseñado por el fundador del Opus Dei,  san Josemaría:debéis comprender ahora con una nueva claridad que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día.”