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martes, 13 de agosto de 2019

Hablar de Dios hoy


 Cómo hablar de Dios hoy. Fabrice Hadjadj. Ed Nuevo Inicio




Fabrice Hadjadj es ensayista y dramaturgo. De padres de ascendencia judía e ideología maoísta, se convirtió al catolicismo en 1998.  Casado y padre de familia numerosa, es director del Instituto Europeo de Estudios Antropológicos Philanthropos, de Friburgo.
Este libro (ya publiqué una reseña anterior, que ahora actualizo y amplío) es una valiosa reflexión sobre la presencia de la palabra Dios en la conversación humana. “¿Puede ser Dios un tema de conversación? ¿Se le puede mencionar entre los resultados de la Champions y la predicción meteorológica? ¿La misma boca que acaba de decir “¡Pásame la sal!”, podría decir algo acerca de la divinidad?”
Quienes pretenden exaltar a Dios, ¿no lo rebajan hablando de Él con imprecisión, sin apenas comprenderlo? Y por el contrario, ¿no lo honran, mencionándolo constantemente,  quienes parecen desear liberarse de su presencia?
Hadjadj observa que el fundamentalista y el ateo tienen en común que hablan mucho de Dios. Y quizá por eso provocan otros dos tipos de personas: el agnóstico y el cristiano vergonzante. El agnóstico se ahorra tener que intentar demostrar hasta la obsesión que Dios no existe, como hace el ateo. El cristiano vergonzante no quiere complicaciones. Y ambos deciden no hablar de Dios para nada.
Y luego están aquellos que no se encuentran en ninguna de estas cuatro facciones. Aquellos que se dan cuenta  de que no saben hablar de Dios, pero saben que menos aún pueden callar. Lo experimentó san Pablo: “¡Ay de mí si no predicare el Evangelio! Es un deber que me incumbe.” (1 Cor 9, 16) Tartamudean, balbucean, “como payasos que han de dar testimonio de algo que los supera…” Son llamados “la luz del mundo”, y apenas saben explicarse. Se saben hijos del Dios infinito, y sin embargo extremadamente finitos…
Es a esas personas especialmente a las que se dirige este ensayo: a quienes saben que deberían hablar de Dios pero dudan de cómo hacerlo. Quizá piensan que les falta alguna estrategia de comunicación. 
Hadjahj nos recuerda que lo esencial no es “qué tengo que hacer” ni “qué tengo que decir”. La clave está en  “qué tengo que ser”. 
O, mejor aún, ¿con Quién estoy llamado a identificarme? 


La clave es el encuentro personal con Jesús
Quien desee encontrar a Jesús, puede buscarle en el Evangelio, que es Palabra viva de Dios, que contiene lo esencial de cuanto hizo y enseñó, y ha quedado escrito porque Él quiere decírnoslo hoy y ahora a cada uno de nosotros.
Dios no ha querido el Evangelio simplemente para promover valores, sino para  que podamos encontrarnos con Él, con Jesús, que es perfecto Dios y perfecto hombre.
Tendré palabras para hablar de Dios si me identifico con la Palabra, que es Dios. Precisamente así comienza el Evangelio de san Juan: “En el principio era el Verbo”.  Verbo, Palabra, es el nombre del Hijo que revela al Padre en el Espíritu Santo.
Hablar de Dios es hablar de la Palabra, y sobre todo ponerse a la escucha de la Palabra en el seno de la Iglesia, que a pesar de las deficiencias de sus hombres es, por voluntad de Dios, Cuerpo y Esposa de la Palabra hecha Carne.
Desde luego que hay un infinito entre la Palabra de Dios y la palabra humana. Pero incluso ese infinito supone también relación: la Palabra ha creado a su imagen nuestra palabra, finita pero participación de la Palabra creadora.
“En su fuente más original y más silenciosa la palabra humana no cesa de beber de la Palabra divina.” Y es precisamente por eso que remontar el curso de nuestra palabra humana no puede hacer otra cosa que llevarnos a Dios.
Teresa de Jesús, como tantos santos que han sido íntimos de Dios, usó con tal maestría la palabra para describir su relación con Dios, que la lectura de sus escritos ha movido a conversiones como la de Edith Stein.
Fadjahj cita a la santa de Ávila: “Parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza, estando ya dentro.” Dios no es “otra cosa”, que esté ahí fuera, lejos. Aprender cómo hablar de Dios es llegar adonde ya tenemos su morada, intensificar nuestra presencia en lo que ya está presente.



Hablar con Dios y escucharle en el silencio
Más que hablar de Dios, conviene hablar a Dios en la oración y convertir en acciones prácticas su Voluntad, que desde luego incluye la de hablar de Él, porque Él desea hacerse presente entre los hombres.
Un cristiano no puede no hablar de Él, porque forma parte de su ser esencial. “No se esconde la lámpara debajo de la cama, sino sobre el candelero, para que alumbre la estancia. Vosotros sois la luz del mundo…

La palabra es el acto más profundo del hombre
Para un ser como el hombre, que se caracteriza por la palabra, la palabra es su acto más profundo. Se puede decir que el lenguaje define y construye la personalidad del que habla. “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”, dice Pedro a Jesús, porque habla con la autoridad del que vive lo que dice y dice lo que es.
En contraste, ¡qué vulgar personalidad se construyen tantos personajes públicos con su palabrería hueca, sucia, agresiva, mentirosa…!
La eficacia de nuestra palabra no se encuentra esencialmente en el poder de inducir a los demás a un comportamiento que nos sea favorable: reside en el poder de dar vía libre a su propia vocación, que consiste en designar las cosas tal como ellas son, más allá de lo que nos resulta útil. Esa es la eficacia del Evangelio: la de llamar a las cosas por su nombre, sin malabarismos.
Nombrar es llamar por el nombre: vocare. Es llamada, vocación. La palabra llama, prepara una morada adonde las cosas puedan ir. La palabra revela la vocación de cada ser. “Un niño, sin las llamadas de sus padres por encima de su cuna, acabaría muriendo o sin poder acceder a su propia humanidad. Esas palabras le preparan la morada donde él podrá llegar a abrirse al mundo.”
Esas palabras que empleamos para calificar las cosas de verdaderas, buenas, o sencillamente para expresar que son, nos remiten a nociones puras que se aplican menos propiamente a las criaturas que a Aquel que es la Verdad, La Bondad, la Belleza y el Ipsum esse subsistens (el mismo Ser subsistente).
La palabra no cesa de remitir a lo inefable: “Sólo Dios es absolutamente bueno (Lc 18, 19). Incluso cuando decimos de unos macarrones que están buenos, eso nos remite a Dios, que es la Bondad. Pero las cosas prometen menos de lo que dan, no salvan, no pueden nada contra el mal y la muerte. Dios sí.


Oración y canto, donde mejor se expresa lo inefable
De un modo poético, pero no exento de realismo, Hadjahj señala dos ámbitos donde propiamente “se habla bien”: la oración y el canto. Son los ámbitos “del balbuceo supremo, de la palabra quebrada por lo indecible, boquiabierta ante lo inefable: la palabra que aflora el espíritu”.
Hablar sin tender al canto no es llamar a las cosas de un modo que delimite el misterio de su presencia. Y hablar sin tender a la oración no llega a ser hablar, porque sólo en la oración se arranca a las cosas de la amenaza de la nada.
La oración y el canto no son adornos: florecen desde la palabra misma. Basta decir que algo es, que es bueno, bello y verdadero, para que la palabra nos hable ya de lo que sólo se realiza absolutamente en Dios, y cuya causa es Dios. Basta que llamemos a alguien por su nombre, de corazón, para que le oigamos decir “presente”, y para que “su nombre esté escrito en los cielos” (Lc X, 17).
La vieja tentación sofista
Cuando tantos emplean la palabra para engañar, o dándole un sentido distinto del que tiene, son proféticas estas palabras de Louis de Massignon a Paul Claudel, en 1912: “Me pregunto si el suplicio de las generaciones venideras no consistirá en ser torturadas con palabras que mienten a su sentido original, con ideas vueltas contra Dios.”
No es algo nuevo. Ya el Salmo 11, 5 pone en boca de los impíos, que se jactan: “La lengua es nuestro fuerte, nuestros labios por nosotros. ¿Quién va a ser nuestro  amo?” Es la vieja perversión sofística, en que la palabra se entiende como instrumento de manipulación, y no como hospitalidad al misterio del ser.
Pero la palabra dice lo que es, aunque saliera de una boca impía, aunque no queramos oírla, aunque la queramos reducir a un significado distinto del que ella quiere decir.



Ideologías inhumanas
Frente a ideologías sin Dios, que proponen que desertemos de nuestra condición humana, la Palabra de Dios nos ofrece una transformación de la persona que preserva lo humano.
Hadjahj advierte cuatro ideologías que van contra el hombre: nihilismo (no hay nada que podamos esperar);  tecnocracia (el hombre es mera química); ecologismo (el hombre es un animal que desestabiliza la naturaleza); fundamentalismo (el hombre sometido a un dios agobiante, a un libro que hay que recitar, o a una flor de loto que meditar.) Son ideologías que, al abandonar a Dios, destruyen nuestra condición humana.
Tenemos tristes recuerdos de adónde nos conduce la creencia en el Progreso continuo, en el hombre que se salva por sí mismo: liberalismo y totalitarismo son intentos de construir un mundo sin Dios.
Los totalitarismos no han sido fruto de la barbarie, sino de una planificación ideal y bien estudiada, basada en la utopía del Progreso continuo, que desembocaron en imperios del terror. Nazismo y comunismo crearon los Auschwitz y los Gulags, en los que se destruía al hombre en nombre del bien de la humanidad.
Tampoco el  liberalismo ha salvado al hombre, con su vía libre a una jungla feroz, en la que sufren los más débiles, y acaba provocando el ascenso de los  totalitarismos.
El cristiano está llamado por vocación a llevarse bien con todos, pero Hadjajh pone en guardia frente a ciertos ateísmos que para afirmar la laicidad instauran un clero laico encargado de excomulgar al clero religioso. “El ateo consecuente debería tener cuidado de no divinizar el ateísmo, y por tanto de aceptar que no tiene la última palabra, y reconocer por tanto que debe haber una última palabra que se nos escapa.”
No hay que dejarse imponer esa nueva religión dogmática fabricada desde el ateísmo.


Humanismo teocéntrico
Ante esas deserciones de lo humano del “humanismo ateo”,  lo que el Evangelio ofrece es precisamente preservar lo humano: nos dice que valemos mucho porque hemos sido creados por Dios, somos fruto cada uno de un pensamiento amoroso y eterno de Dios (Benedicto XVI).      
El Evangelio nos propone predicar la esperanza, en vez de fabricar una nueva moral;  anunciar la misericordia, en vez de denunciar al miserable; encontrar para lo humano una legitimidad no temporal, sino eterna.
Nos ofrece la salida para superar todas las crisis del hombre: un humanismo teocéntrico. En realidad, el gran problema de la humanidad es éste: si está dispuesta o no a hacer presente a Dios, ¡al Dios que le da la vida!
 “Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas ni están fuera de tu alcance… sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica.”


Poner la palabra en el corazón
Es una cuestión de amor, de poner en el corazón esa palabra y desear que sea: amar es, antes incluso que querer el bien del otro, querer que el otro sea.
Por eso hablar de Dios no es importar unas palabras del exterior. Esa palabra ya está siempre ahí, en nuestra boca, implícita en nuestras palabras más cotidianas porque hemos sido creados por la Palabra de Dios, y antes incluso de hablar de ella, nuestro mismo ser es una proclamación suya.
Hablar de Dios requiere amar como Dios
Hablar de Dios es indisociablemente amar a aquel con el que conversamos, porque es reverberar la palabra que le da la existencia, y por tanto desea infinitamente que él exista. Porque la Palabra de Dios confiere el ser a todo hombre, incluso al que me es hostil. Es el amor de Dios quien lo extrae de la nada. Quizá él no lo sepa, pero un apóstol de Cristo no puede ignorarlo, y tiene que pasar por encima de sus antipatías.
No se trata de una estrategia de comunicación, sino que está en juego la verdad de la identidad cristiana. Además, de todos podemos aprender algo: sabio es quien encuentra algo que aprender en cada hombre.


Experimentar la presencia de Dios en el otro para hablar de Él
Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar (…) por más que Dios no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos.” (Hech 17, 23-28).
En realidad, sólo se puede hablar a alguien de Dios si primeramente el que habla ha experimentado la maravilla de la presencia del otro en Dios. Sólo se puede llamar a adorar en la luz si el que llama es capaz de reconocer cómo el otro adora ya en la oscuridad.
Dios está presente hasta en el más anticristiano, con su presencia de creación y de inmensidad. Cuando hable con él de Dios, debo ser consciente de que Dios lo ha creado y lo mantiene en la existencia con amor. 
La capacidad de maravillarme ante la bondad de origen de quien me trata como enemigo, que pasa por encima de nuestra antipatía inicial, es la que permite “dominar hasta el corazón del enemigo” (Salmo 109). Porque ni la violencia, que sólo puede dominar el cuerpo, ni la seducción, son capaces de atraer las profundidades de la inteligencia y de la voluntad.
El corazón del peor enemigo de Dios ha sido hecho por Dios y para Dios. Por eso es un gran aliado. El hecho de que mi interlocutor se oponga a mí no significa que se oponga a Dios. Incluso el más hostil podría estar más cerca de Dios que yo. Su corazón, a pesar de sus muecas externas, sigue siendo amigo del apóstol.
Si nuestra palabra no brota de ese maravillarse ante el corazón naturalmente fraternal de nuestro peor adversario, no hablamos de Dios, sino de una ideología intrusiva.


La soberbia es el problema
Pero tampoco llegar al corazón  basta. La Palabra de Dios, “que penetra hasta la médula” (Hech 4, 12) puede no ser aceptada si encuentra un alma soberbia, que se cree autosuficiente; o puede hacerse odiosa si quien la transmite es un soberbio que piensa que ya no tiene lecciones evangélicas que aprender de nadie.
El cristiano que tiene que hablar de Dios ha de sentir la desproporción entre aquello de lo que habla y lo que es él. Su boca es demasiado pequeña para lo infinito, su corazón demasiado estrecho para el amor sin medida.
Y tiene que hablar de Alguien a quien los demás no ven: Jesucristo, muerto y resucitado. Y afirmar el encuentro con una persona divina, un encuentro cuya iniciativa no depende de nosotros.
Por eso, ha de recordar que la tarea no es de imagen, ni consiste en seducir (que significa conducir hacia sí mismo), sino hacerse volver hacia ese Otro, que es el mismo que nos hace balbucear, y que es la Sabiduría. ¿Cómo hablar de la Sabiduría, si apenas alcanzamos a balbucearla? Sabiduría y balbuceo: ¿no es excesivo el contraste?
Lo sería, si lo determinante fuera la comprensión de una doctrina, o la adquisición de una práctica, o recitar magistralmente un Libro, o promocionar la propia imagen. Pero lo determinante es el encuentro personal con Cristo. Hablar bien de Dios es completamente insuficiente para la conversión, que sólo se produce en el encuentro libre del que oye con Cristo.


Dios necesita testigos, no oradores
¿Cómo hablar de la experiencia de Jesús? Quizá es bueno recordar que la Revelación no es una tesis filosófica, sino un hecho histórico. Las ideas no dependen esencialmente de la historia. Las personas sólo se encuentran en la historia. El misterio de Jesús no puede deducirse a partir de ningún  razonamiento: se transmite a través de una cadena ininterrumpida de personas: sus testigos. El testigo está obligado a hablar del encuentro con alguien singular. Ese encuentro es suyo, a diferencia del razonamiento de los sabios, que es para todos.
Lo que Dios necesita son testigos, no oradores. En el fondo, el desfallecimiento de Moisés (Ex 4, 10) no provenía de sus problemas de dicción, sino de que con su palabra debía testimoniar un exceso, algo enviado por Otro que le había salido al encuentro y que le desbordaba: sufría una logopatía sobrenatural.
También la joven Bernardette ha de transmitir un mensaje tras su encuentro con la Señora. Bernardette no poseía ningún talento retórico, pero conmueve al abbé Peyramale con su balbuceo, con la palabra que le ha dado la Virgen, una palabra que le supera: “Yo soy la Inmaculada Concepción.” Bernadette no es una especialista en comunicación, pero es el perfecto testigo.
Aristóteles lo intuía con su saber filosófico: la mayor fuerza persuasiva radica en el carácter moral del discurso. El arte del orador es menos prominente que su vida. (Algo que han olvidado tantos comunicadores y políticos, cuyos índices de credibilidad están en mínimos.)



Dios es familia, no un amasijo de razonamientos
Es bueno también descubrir que Dios no habla para fulminar a un adversario, sino para establecer una alianza. Hablar de Dios es, más que transmitir un mensaje, remitir a Alguien que quiere establecer comunión. Más, Alguien que es Comunión de Personas distintas y nos llama a esa Comunión.
Esto implica que quien habla es preciso que se sienta realmente participante de una comunión viva, alegre, hospitalaria, capaz de conmover a las almas y no solo de hacer pensar a los cerebros.
Este tiempo es perfecto para hablar de Dios
A veces vivir con sensación de crisis frena la palabra sobre Dios. Pero la humanidad siempre ha estado en crisis. Ya David, diez siglos antes de Cristo, escribió: “Terror por todos lados” (sal 30, 14). Y Teresa de Ávila, en el siglo XVII: “Se está ardiendo el mundo, no es tiempo de tratar con dios negocios de poca importancia.”
No hay que dejar que esa sensación de crisis nos paralice. Vivimos tiempos muy buenos, porque son los nuestros. Tenemos una gran luz, siempre presente en el magisterio pero sólo hoy difundida: la llamada universal a la santidad (predicada desde 1928 por el fundador del Opus Dei y recogida luego por el concilio Vaticano II).
Esa llamada ha abierto inmensos horizontes a la misión apostólica de los laicos, a la espiritualidad conyugal, que ya no es una mera espiritualidad monástica rebajada, a la santificación de la vida ordinaria, como lugar de encuentro con Dios.



La misión precede a la comprensión
Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios.” (Lc 21, 15).
Jesús envía a los discípulos de dos en dos para que anuncien que “el Reino de Dios está cerca de vosotros”. No comprenden mucho, pero pueden añadir: nos lo ha dicho Jesús, y hemos estado con Él. La misión precede a la comprensión. El apóstol va, como cordero en medio de lobos, cuando quizá ni él mismo comprende mucho. Pero lo importante es Él, que envía.
Lo esencial es ser, con Cristo, una palabra viviente y entregada al otro.  Más que tener una palabra sobre Dios, se trata de ser una palabra de Dios. Ser, cada uno, una respuesta (que no comprendemos del todo, pero somos), siguiendo al Verbo en su camino de Cruz y alegría.
**
 “La palabra Dios, cuando la entendemos bien, nos deja boquiabiertos, nos abre, nos sorprende, nos dispone al Encuentro. Nos dice que no tenemos la última palabra.”
Quizá esta larga reseña es una demostración más de que efectivamente, balbuceamos cuando queremos hablar de ese buen Dios que “está junto a nosotros de continuo.” (san Josemaría, Camino 267)



martes, 18 de septiembre de 2018

Tiempos modernos

Tiempos modernos. La historia del siglo XX desde 1917 hasta nuestros días. Paul Johnson. Ed. Vergara


 

Es necesario conocer la historia, con toda la objetividad posible, para no repetir los errores que cometieron nuestros antepasados. Conocer no sólo los hechos, sino también las ideas que dominaban en los ambientes culturales y de poder.

 

Paul Johnson hace en este ensayo un equilibrado análisis de los hechos más relevantes que acontecieron en el siglo XX, un siglo torturado por dos guerras mundiales, las más cruentas de la humanidad, y por regímenes totalitarios de larga duración, como los comunistas  que se establecieron en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y en la China de Mao,  y el más efímero de la  Alemania nazi. 

 

El libro no se limita a describir los hechos. Analiza sobre todo las ideas del poder dominante. Como refiere en el primer capítulo, la historia de los tiempos modernos es en gran parte la historia del momento en que se colmó el enorme vacío dejado por la religión, a raíz de las corrientes de pensamiento propagadas por el ateísmo y la Ilustración en los siglos precedentes, especialmente desde el siglo XVIII. 

 

Marx sustituyó la dinámica religiosa por el interés económico. Freud por el impulso sexual. Nietzche predicó la muerte de Dios, y tuvo que escribir en 1886 que el hecho de que la creencia en Dios "ya no fuera defendible" comenzaba a proyectar sus primeras sombras sobre Europa. Como afirmó san Juan Pablo II en su viaje a Colombia de 1986, "el vacío de la religión vienen a llenarlo las sectas, los mesianismos políticos secularizados, el consumismo que produce hastío e indiferencia, o el pansexualismo pagano."

 

Nietzche acertó al predecir que Dios pronto sería sustituído por la Voluntad de Poder. Aparecería un nuevo tipo de mesías, con un ansia ingobernable de controlar a la humanidad, libre de las inhibiciones que provocaba la religión, y libre por tanto para sojuzgar a la población a su antojo. No tendría que rendir cuentas ante nadie, con tal de que todas las riendas del poder las mantuviera en su mano, y no hubiera nadie más fuerte que él. 

 

Es el tipo de mesías que se convertiría en estadista pistolero, una figura que comenzó a aparecer en Europa y Asia, encarnado en personajes siniestros como Lenin, Stalin, Mao o Hitler. Todos ellos unidos por su ateísmo. 

 

El libro aporta una visión sugerente de la historia reciente, se mantiene bastante alejado de determinados estereotipos e ideas "políticamente correctas" que , al tergiversar la realidad, nos impiden conocerla y evitar errores pasados.

 



 


viernes, 24 de noviembre de 2017

Religión en la escuela pública



Si algo nos ha enseñado el siglo XX, con sus demoledoras guerras mundiales y la devastación producida por los regímenes totalitarios ateos, es que sin respeto a Dios se pierde el respeto por la dignidad del hombre. Y surgen los Gulags de la Rusia comunista, las inhumanas deportaciones masivas, o  los campos de exterminio nazis.


Lo dijo san Juan Pablo II en uno de sus viajes a Alemania, en 1996: “Los regímenes ateos han dejado desiertos mentales y espirituales (…) Ante aquel régimen de terror (nacional-socialista) muchas personas se cuestionaron sobre Dios, que había permitido esta terrible desgracia. Pero todavía más demoledora fue la constatación de  lo que es capaz de hacer el hombre que ha perdido el respeto a Dios y qué rostro puede asumir una humanidad sin Dios.”


Ese es el reto decisivo  de nuestra sociedad: hacer presente a Dios en la vida de los hombres. Nos jugamos muchas cosas que surgen precisamente de esa Presencia, y solo de ella. “Quienquiera que aleje a Dios de nuestra vida y la cruz de nuestra sociedad, aleja también el amor de Dios y del prójimo, la solidaridad y la tolerancia, el respeto por la dignidad y los derechos del hombre.






Por eso es necesario ejercer el derecho a la enseñanza de la religión, también y sobre todo en la escuela pública. La escuela pública no es patrimonio hegemónico del poder político de turno, estatal o autonómico o municipal.  Tiene una misión de servicio a la voluntad de los padres, que debe ser respetada siempre. Hay que recordar, porque a veces se olvida, que la sociedad civil es un ámbito superior a los partidos políticos. Los gobernantes están para servir a la sociedad.


Esa función de servicio del poder político debe manifestarse sobre todo en el campo educativo,  y muy especialmente en la enseñanza de la religión. Lo que atenta a  la libertad religiosa no es recibir enseñanza de la propia religión, sino prohibirla. Quien debe ser neutral es el Estado,  el poder político, y no la enseñanza de la religión, cuando es libremente aceptada y deseada por los padres. En esto sí que nos  jugamos el futuro de la humanidad.





miércoles, 6 de septiembre de 2017

Berlín. La caída: 1945

Berlín. La caída: 1945. Anthony Beevor





Relato crudo y desapasionado de la última batalla de la segunda guerra mundial, en la que los ejércitos de los regímenes nazi y soviético se enfrentaron a muerte, con una violencia terrible que sistemáticamente dirigieron también contra la indefensa población civil. 

El libro está muy bien documentado, y reconstruye con precisión los últimos meses de la guerra: movimientos de las tropas de ambos ejércitos, perfiles de los protagonistas militares más destacados, órdenes de los Estados Mayores, batallas y escaramuzas pueblo a pueblo, y ya en Berlín, calle a calle.

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Jamás existió una violencia tan amplia y cruel –dice Beevor- menos comprensible aún por cuanto fue operada por personas que vivían en sociedades de un nivel cultural avanzado.

Viene a la mente la reflexión de Benedicto XVI, en Luz del mundo: tanto Alemania como Rusia estaban dirigidas por dos regímenes, el nazi y el soviético, que coincidían en su intento de convertir el ateísmo en religión del Estado. ¡Hasta dónde es capaz de llegar la crueldad del hombre cuando se prescinde de Dios! 

Paul Johnson recuerda en Tiempos modernos que la historia reciente es en gran parte la historia de los intentos del pensamiento ateo por colmar el enorme vacío dejado por la religión. 

Marx cambia la religión por el interés económico y la lucha de clases. Freud por el impulso sexual. Nietzsche intenta sustituir a Dios por la Voluntad de poder, y escribe en 1886 que el hecho de que la creencia en Dios no fuera ya defendible comenzaba a arrojar sus primeras sombras sobre Europa. Sombras y muerte.




Comenzaron a surgir esos nuevos mesías con ansias de controlar a la humanidad. Libres de las inhibiciones que provoca la religión, que se comportaron como auténticos estadistas pistoleros.

A esto se refería también san Juan Pablo II, en Polonia, agosto de 1991: “Si Dios no existe, estamos más allá del bien y del mal. El siglo XX nos ha dejado experiencias incluso demasiado elocuentes y horrendas que certifican el significado de ese programa de Nietzsche.”

Y el mismo Juan Pablo II en Alemania, en 1996: “La terrible experiencia del régimen del terror nacionalsocialista demostró que sin respeto a Dios se pierde también el respeto por la dignidad del hombre.” Y si algunos llegaron a cuestionarse cómo Dios pudo permitir esas desgracias, “todavía más demoledora fue la constatación de lo que es capaz  de hacer el hombre que ha perdido el respeto a Dios y qué rostro puede asumir una humanidad sin Dios”. “Los regímenes ateos han dejado desiertos mentales y espirituales.”




Beevor se detiene en varios momentos a analizar la personalidad de Hitler según personas que le trataron de cerca. Según algunos no tenía propiamente una enfermedad mental, sino un grave trastorno de personalidad que le había perturbado. Se había identificado hasta tal extremo con el pueblo alemán que creía que todo el que se opusiera a él se estaba enfrentando también a Alemania. Y si debía morir, el pueblo alemán no sería capaz de sobrevivir sin él.

Esa identificación hipertrófica con el pueblo alemán parece que le llevó incluso a no contraer matrimonio, para resaltar su imagen de “célibe por la causa alemana”, y para despertar la admiración y el afecto de todas las mujeres alemanas, que podían soñar con ser la elegida algún día por su líder. 

Otros apuntan a su posible homosexualidad, que trató de ocultar teniendo cerca a Eva Braun. La relación entre ellos es un misterio, y algunos apuntan que era como la de un padre con su hija.





miércoles, 16 de noviembre de 2016

Cuerpos y almas

Cuerpos y almas. Maxence van der Meersch





    Abogado y escritor, premio Goncourt en 1936, Maxence van der Meersch describe en esta bien trazada novela la vida de un médico de buena familia en la Francia de comienzos del siglo XX. Salen al paso, con agilidad y realismo,  los dilemas humanos, científicos, éticos y religiosos que se plantean en esos años en la vida de los médicos y de la sociedad en que viven. 


    Egoísmo y miserias humanas, lacras sociales debidas a vicios extendidos, falta de condiciones salubres, ignorancia de medidas profilácticas, ambición y visión crematística de la profesión, fallos por ignorancia o malas prácticas médicas, miedo a asumir responsabilidades, corporativismo, vacío y frialdad cuando falta la visión trascendente del ser humano... son algunos de los dilemas a los que el médico, entonces como ahora, debe saber enfrentarse. 


    Son cuestiones bien planteadas en el libro, que invitan a una reflexión ética de plena actualidad, y que el autor sabe enfrentar con sano criterio, destacando los valores humanos de los buenos médicos. Resalta también algunos consejos médicos (limpieza, dieta sana...) que iban descubriéndose en esa época, y el arduo trabajo de investigación y "prueba-error" que se esconde detrás de los avances científicos. 


    Late también la preocupación por los sistemas políticos vigentes, alejados tantas veces de las necesidades reales de las personas a pesar de declaraciones fatuas tipo "gobierno del pueblo por y para el pueblo", de las que se llenan la boca los políticos, que pueden acabar convirtiendo el sistema de sufragio universal propio de la democracia en un instrumento de sujeción en manos de minorías poderosas. 


    "Las pobres masas -afirma Van der Meersch  en boca de uno de sus personajes- rehúyen instintivamente el esfuerzo, y van detrás de quienes les predican las cosas fáciles y placenteras, de quienes les envenenan para explotarlas. Haría falta que estuvieran representadas por las selecciones de todas las clases, por los mejores del mundo laboral, no por los más perezosos o los más demagogos. Habría que dar con un sistema de catalogar a los hombres por su valor moral, reconociéndolo por signos exteriores: su familia, su calidad profesional, su altruismo..."  


    Y en el fondo, como sustrato, la pregunta sobre Dios y el descubrimiento del amor: "Jamás deberían los hombres odiarse: hay poco tiempo para amar. Y este es el gran misterio del amor: lo inexplicable es que uno quiera perderse por otro, y perdiendo gane." Y es que Dios, por el amor, se adentra en el hombre. "Carísimos: amémonos los unos a los otros, porque el amor proviene de Dios... El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor."

    "Los amores del hombre se cifran en el amor a sí mismo o en el amor a Dios. Sólo esos dos amores existen." El protagonista recapacita sobre el egoísmo en que se ha desenvuelto su vida: ese ídolo del egoísmo "al que tantos sacrifican todo lo bueno que podían hacer y tener."

    Es el gran descubrimiento del bien, que convierte la vida en una existencia lograda: "Uno de los mayores goces que el hombre puede experimentar es encontrar en su pasado el recuerdo de un gesto surgido del fondo de sí mismo, realizado sin proponérselo, sin haberlo querido, un gesto de pura bondad, que le impele a creer en el bien. Y más allá del bien, lo sepamos o no, está la presencia de Dios."


    Van der Meersch, ateo y de familia librepensadora, se convirtió al catolicismo en 1936. Cuerpos y almas fue escrita poco después, en 1943, y se deja ver el sentido sobrenatural del autor, lleno de humanidad. Hacia le final aflora su reflexión sobre el "no cansarse de actuar bien", que debería regir el obrar humano: "¡Cuán afortunados los que alcanzan el bien y la verdad por los caminos de la justicia, del cumplimiento del deber, del sacrificio, de le entrega de sí mismo! Un cruel destino debe ser para el hombre no haber podido entrever la faz de la verdad sino a la trágica luz de una mala acción irreparable, que le hace ver por contraste el bien que podía haber hecho y despreció."


    Esta obra le valió el Gran Premio de la Academia FrancesaUn gran libro, como lo atestiguan también sus numerosas ediciones internacionales. Recomendable para médicos y alumnos de medicina y enfermería. Y para los amantes de la lectura en general.