Lo que el viento se llevó.
Margaret Mitchell. Ed Zeta.
Margaret Mitchell fue reportera del Atlanta Journal
entre 1922 y 1926. Dedicó diez años a escribir esta magnífica novela, enmarcada
en la Guerra de Secesión de los Estados Unidos de América, una guerra civil que
enfrentó durante cuatro años a los partidarios de la Unión con los confederados
secesionistas de los Estados del Sur. Murieron más de 700.000 personas. Comenzó
el 12 de abril de 1861 y terminó el 9 abril de 1865, con el triunfo de la Unión.
El personaje central es Scarlet, niña mimada de
sangre brava irlandesa, criada en la próspera y apacible finca sureña de Tara,
en Georgia. Scarlet es tenaz, caprichosa y sin escrúpulos a la hora de obtener
lo que desea. No puede soportar que alguien le arrebate aquello que pretende,
bien sea el amor de un hombre o la posesión de algo de valor. Scarlet está
dotada de un enorme sentido práctico, puesto al servicio de su afán de poseer.
Sin embargo, la verdadera protagonista es la frágil y
delicada Melanie, poco agraciada, endeble de salud, pero con un gran corazón,
recto y leal, y una integridad que acabará siendo el auténtico baluarte en el
que todos se han refugiado sin darse cuenta, cuando mas bien parecía que era
ella la necesitada de protección. Quizá lo descubran cuando ya es tarde para
agradecérselo, aunque el descubrimiento acabará dando luz a sus propias vidas,
tan desencaminadas. Afectará sobre todo a Scarlet y a su tercer marido, el
enigmático Rhett Butller.
En contraste con el egoísmo de Scarlet,
Melanie se entrega generosamente a quien la necesita. “He de confesar una cosa
(pensó Scarlett sobre Melanie): cuando la necesitas la encuentras a tu lado.”
Las
buenas acciones de las personas buenas actúan como un bálsamo y un imán purificador,
incluso en los más desaprensivos: “Scarlett miraba con envidia los ojos de Melanie.
Sabía que los suyos eran como los de un gato hambriento, pero los de Melanie
eran como los había descrito Rhett: como dos buenas acciones en un mundo
perverso, como dos bujías protegidas del viento, como dos dulces y discretas
llamas…”
La novela, junto a una buena aproximación al duro
ambiente vivido en Georgia durante esos años, es un canto a la belleza de la
conducta dirigida por el deseo de hacer el bien a los demás sin pedir nada a
cambio, en duro contraste con la actitud egoísta y destemplada de quien sólo piensa
en sí mismo, y considera a los demás como meros objetivos de conquista o
material desechable.
Es interesante la forma en que Mitchell se
entretiene en describir aspectos propios de la psicología femenina, que
fácilmente se pueden confundir o identificar -porque a veces lo son- con la
doblez:
“Scarlett se esforzó en no llorar. La única ocasión
en que podía servir el llanto era cuando se tenía cerca de un hombre de quien
se quisiera obtener algún favor.”
“Los hombres son tan vanidosos que creen todo lo que
lisonjea su amor propio: fingiré que le quiero…” piensa Scarlett, arruinada,
antes de robarle el novio a su hermana con malas artes, al comprobar que había
hecho cierta fortuna con su negocio.
Tanto la novela como la película del mismo nombre,
dirigida en 1939 por Victor Fleming, constituyen uno de los grandes hitos imprescindibles
de la literatura y del cine. Una historia bien narrada, con los ingredientes
necesarios para que resulte atractiva y humanizante: el amor y el odio, el egoísmo
y la generosidad, la belleza de la bondad y la fealdad del mal, acción,
aventura, la odiosa guerra y sus fatales consecuencias… Queda todo sabiamente
reflejado.
El
filósofo francés Etienne Gilson (1884-1978) ofrece, en las dos conferencias que
componen este libro, un valioso repaso a las características del trabajo intelectual.
Resaltan sus reflexiones sobre dos valores que escasean hoy: el rigor
intelectual y el amor a la verdad.
Firme
defensor del valor de la metafísica, trabajó intensamente la obra de Tomás de Aquino,
una de las cimas del pensamiento humano, y se fija en su método para
aproximarse a la verdad: calma, serenidad, buen carácter, disposición de hallar
y valorar incluso la más pequeña parte de verdad que se encuentre en las
proposiciones ajenas.
Miren
por ejemplo estas frases, que harían bien en considerar tantos personajes de
nuestra vida pública:
“Doctrina
–dice Tomás- debet esse in tranquillitate. La mente de un filósofo debe estar
en paz. Su primera cualidad es tener buen carácter: no debe enfadarse nunca con
una idea. Hacerlo es, primero que nada, una tontería; pero, sobre todo, el
único interés del filósofo es comprender. El tremendo esfuerzo moral de la
voluntad, que se requiere de un filósofo en su búsqueda de la sabiduría, no
debería tener ningún otro objetivo que proteger su intelecto de todas las
influencias perturbadoras que pueden interferir el libre juego de las virtudes
de ciencia y entendimiento.
Un
filósofo de buen carácter nunca ataca a un hombre para desembarazarse de una
idea; ni critica lo queno está seguro
de haber entendido correctamente; no rechaza superficialmente las objeciones
como no merecedoras de discusión; no toma los argumentos en un sentido menos
razonable de lo que se desprende de sus términos.
Por
el contrario, puesto que su interés es la verdad y nada más, su único cuidado
será hacer entera justicia incluso a aquel poco de verdad que hay en cada
error. Para un verdadero discípulo de Tomás de Aquino el único modo de destruir
el error es ver a través de él, esto es, una vez más, entenderlo precisamente en
cuanto que error.
En
filosofía una sola cosa es peor que el error; es lo que alguna gente gusta
llamar su “refutación”, cuando virilmente condenan lo que no entienden. Tomás
nunca comete tales errores. Lo que él considera es lo que un hombre ha dicho,
entendido en el sentido más inteligente del cual sean susceptibles las
palabras. Una vez que se ha asegurado de su sentido, Tomás siempre refuta la
opinión de un adversario asignándole un sitio en una cierta escala doctrinal
suya; estas escalas no clasifican las doctrinas según su proximidad al error,
sino de acuerdo a su lejanía de la verdad.
Así
comprendido, incluso el error tiene sentido y, porque es un acto de
comprensión, su propio rechazo como verdad incompleta se convierte en obra de
paz: doctrina debet esse in tranquillitate.
El
respeto incondicional de la verdad nos obliga a buscarla no solo en las
afirmaciones de nuestros adversarios, sino también en las de nuestros amigos.
Quiere decir que no deberíamos aceptar nunca lo que dice un filósofo por
ninguna otra razón que por la verdad de lo que dice. “No mires a quién escuchas
–dice Tomás-, mas lo que oigas de bueno encomiéndalo a tu memoria.”
Nuestra
admiración por una persona debe justificarse en la razonabilidad de lo que
dice, y no la razonabilidad en la admiración. Cuando no entendemos claramente,
o si no vemos por qué tiene razón, la actitud tomista es seguir el consejo: “Trata
de comprender aquello que leas u oigas. Certifícate de tus dudas” y “No busques
aquello que te sobrepasa”.Pero no
tengas prisa en decidir que la metafísica está más allá de tu alcance; la
búsqueda de la sabiduría es un trabajo lento, y los estudiantes más brillantes
no son siempre los mejores filósofos. Mientras sus compañeros de clase hablaban,
el “buey mudo” (así apodaban a Tomás) estaba tratando de comprender.”
Poner
la verdad por delante de partidismos. Aprender a razonar rigurosamente y libres
de consignas. Dialogar escuchando con respeto, sin impaciencia, y partiendo del
punto de vista del otro… Esas son las actitudes de quienes aman la sabiduría, y
saben que la pregunta no es de qué bando eres, sino dónde está la verdad.
Buen libro para tener a mano y repasar de vez en cuando. Las reflexiones de Gilson sirven para cuantos se proponen contribuir a la construcción de una sociedad libre con su inteligencia, porque sin verdad no hay libertad posible. Muy interesante para cuantos se mueven en ambientes educativos, políticos y de opinión pública.
El trabajo intelectual es otro interesante el libro sobre el mismo tema, publicado por el filósofo francés Jean Guitton, "dirigido a quienes no han renunciado a leer, pensar y escribir."
El manifiesto Negro.
Frederick Forsyth. Ed de Bolsillo.
Interesante y larga novela de acción y espionaje, publicada
en 1996, que el autor sitúa en una futura Rusia de finales del siglo XX y
comienzos del XXI. Campan a sus anchas por todo el país bandas mafiosas, casi
siempre dirigidas por ex miembros del KGB, con auténticos ejércitos
paramilitares a su servicio.
En esa situación caótica ha surgido un partido de
corte ultranacionalista e ideología nazi, que tiene planes secretos para convertir
de nuevo a Rusia en un totalitarismo de partido único. El plan incluye resucitar
los gulags de Stalin y del comunismo soviético, para encerrar y silenciar a
todo el que se atreva a disentir. Y ese partido está a punto de ganar las elecciones
democráticamente.
Monk, agente de la CIA retirado del servicio, y sir
Irvine, antiguo jefe del espionaje británico, ya jubilado pero bien
relacionado, actúan extraoficialmente para impedir que el líder de ese partido,
Komarov, y su cruel jefe de seguridad, el coronel Grighin, lleven a cabo sus
propósitos.
La primera parte de la novela es bastante verosímil,
la segunda menos creíble. Sin embargo, me parece sugerente la puesta en escena
del terrible poder de las técnicas de desinformación, capaces de arruinar el
genuino valor democrático de unas elecciones, porque falsean la verdad sobre
los contendientes, sus programas y sus verdaderos propósitos. Sin información veraz
no hay democracia posible.
Forsyth
dedica buena parte de la trama a esa perversión de la democracia, empleada con
ignominiosa y desvergonzada normalidad por tantos políticos y directores de
comunicación o de campaña en la vida real. Cuando se confunde la capacidad de
persuasión con la mentira, y la política con el arte de pronunciar palabras
embaucadoras y falsas, el resultado es toda una floración de personajes que hacen
del engaño la herramienta más útil para su negocio particular, y convierten el
bien común en una palabra tan vacía como mentirosa.
En ese ambiente es difícil encontrar hombres de
palabra, que dicen verdad y hacen lo que dicen, y por eso se convierten en personas dignas de confianza. Ya solo hay “hombres de palabras”, sofistas especializados
en decir muchas palabras que suenen bien a sabiendas de que no piensan cumplirlas. “El director de
comunicación del presidente Komarov –escribe Forsyth- era, como muchos políticos
y abogados, un hombre de palabras, porque
estaba convencido de que no había problemas que estas no pudieran resolver.”
Pero esa corrupción de la sofística no sucedía sólo
en Rusia. Si el sistema de propaganda comunista era especialista en engañar y envenenarla convivencia con sus tácticas, de una manera sutil la desinformación florecía
también en Occidente, como describe Forsyth: “Las relaciones públicas, que en
Rusia se llamaban propaganda, en USA constituían una industria multimillonaria,
capaz de convertir en celebridad al más lerdo, en sabio al más tonto.”
La realidad actual, como se ve, no es muy diferente
de la que el autor situaba en su novela en el entonces futuro año 2000. Y mueve
al lector a abrir los ojos para no dejarse embaucar, y a trabajar para cambiar
esos vicios perversos en el mundo de la comunicación, que es el de todos. Porque
sin aprecio a la verdad no hay democracia que dure largo tiempo. Un aprecio a la verdad que los
ciudadanos deberían hacer valer cada día.
Sin
raíces: Europa. Relativismo. Cristianismo. Islam. Marcello Pera. Joseph
Ratzinger. Ed Atalaya.
El
senador italiano Marcelo Pera -que fue presidente del Senado de su país- y el
cardenal Ratzinger –más tarde Benedicto XVI- analizaron en este libro, desde
sus distintas perspectivas, la preocupante situación de Europa, un continente
cuyos líderes parecen perdidos al haber renegado de sus raíces cristianas.
Un
amplio número de gobernantes europeos niega la existencia de valores
universales, y se somete al imperio de un lenguaje tan “políticamente correcto”
que les impide conocer la realidad, con el consiguiente perjuicio para los
ciudadanos.
El
oscurecimiento de la realidad lleva por ejemplo a autodenominar “legislaciones laicas”
a leyes agresiva y dogmáticamente laicistas. El “Dad al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios” termina por convertirse en un rechazo frontal
incluso a la simple mención de Dios en la vida pública.
Marcelo
Pera, además de político y hombre de Estado, es un pensador, profesor de filosofía de la
ciencia. Joseph Ratzinger, por su parte, es teólogo, y una de las mentes más
preclaras de nuestro tiempo. Parten de esas dos ópticas distintas, pero la
poderosa categoría intelectual de ambos les lleva a identificar las mismas
causas y posibles remedios a la triste situación de Europa, a la que juzgan en
irremisible decadencia si no corrige su rumbo.
Esa
Europa que ahora parece una gran Babilonia, sin norte y caótica en sus
directrices, sólo sobrevivirá, afirman, si no pierde la conciencia de los valores
morales compartidos e intangibles, que hicieron posible el surgimiento de nuestra
civilización. Renunciar a esos principios para sumergirse en el relativismo supondría
la autodestrucción de la conciencia europea y el vaciamiento de su identidad.
Entre
las propuestas que tanto Ratzinger como Marcelo Pera consideran que la
Constitución de Europa debería recoger con nitidez destaco estas tres:
1.Presentación
clara y sin condiciones de la dignidad
de la persona y los derechos humanos como valores que preceden a cualquier
jurisdicción estatal. No son derechos creados por el legislador ni
otorgados a los ciudadanos, sino que existen por derecho propio, el legislador
ha de respetarlos siempre, son valores de orden superior. Existen amenazas muy
reales contra este principio hoy en día, especialmente en el campo de la medicina: manipulación genética, clonación, conservación de fetos humanos con fines de
investigación, eutanasia y eugenesia…
2.Definición clara de matrimonio y
familia: matrimonio monogámico, de un hombre con una mujer,
célula en la formación de la comunidad estatal.Matrimonio y familia forman parte de la identidad europea, le han dado
su rostro particular y su humanidad. Si esa célula básica cambiase
esencialmente, Europa dejaría de ser Europa. Sabemos que tanto el matrimonio
como la familia están siendo atacados brutalmente en su base. Políticas
fiscales que penalizan la unión matrimonial y desalientan la natalidad; dificultad
de acceso a la vivienda de los más jóvenes; facilidad del divorcio; pretensión
de un reconocimiento de las uniones homosexuales como equiparables al
matrimonio: esto, afirman, nos saca de la historia moral de la humanidad, que hasta
ahora nunca ha olvidado que matrimonio esencialmente es la unión de un hombre
con una mujer, que se abre a los hijos y así a la familia. No se trata de
discriminación, sino de lo que es la persona humana en cuanto hombre y en
cuanto mujer, y qué unión puede recibir la forma jurídica llamada matrimonio.
Equiparar la unión homosexual al matrimonio es disolver la imagen del hombre, y
tiene unas consecuencias morales y sociales graves.
3.La cuestión religiosa:
es preciso reconocer el respeto a lo que para el otro es sagrado en el sentido
más alto: o sea, el respeto a Dios. Ese respeto es lícito suponerlo también en
el que no está dispuesto a creer en Dios. De hecho, se respeta la fe de Israel,
y se multa a quienes la ofenden. También se multa a quien ofende al Islam. Pero
cuando se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, parece que
cambia el enfoque: ahí el bien supremo es la libertad de opinión, y limitarla
sería amenazar la tolerancia y la libertad.Pero la libertad de opinión tiene justo ese límite: no puede destruir la
dignidad y el honor del otro. No es libertad para mentir o destruir los
derechos humanos.
Al
no reconocer estos y otros principios esenciales, el llamado Tratado
constitucional ha quedado en un texto poco claro, que suscita controversias, y
que decaerá si no se corrige: no podrá sostenerse mucho tiempo sobre terreno incierto y desenraizado.
Como
esperanza, Marcelo Pera y Ratzinger coinciden en que el destino de una sociedad depende
siempre de minorías creativas que sepan asumir sus responsabilidades. Minorías
que actúen como fermento en Europa y en cada una de las naciones que la componen,
mostrando los puntos inconsistentes, la razonabilidad de sus propuestas para hacer viable el entendimiento y mejorar la convivencia, y no dejándose someter a las imposiciones -tan dogmáticas como inhumanas-
del relativismo y del laicismo ateo.
En las afueras de Jericó. Recuerdos
de los años con san Josemaría y san Juan Pablo II.
Julián Herranz. Ed. Rialp
El cardenal Julián Herranz nació en Baena (Córdoba)
en 1930, se licenció en Medicina, y desde 1953 se formó en Roma junto al
fundador del Opus Dei. Después de realizar los estudios teológicos, en 1955
recibió la ordenación sacerdotal y pasó a formar parte del clero de la
prelatura. Durante más de veinte años colaboró con san Josemaría Escrivá en la
sede central del Opus Dei.
Doctorado en Derecho Canónico, en 1960 fue llamado para
trabajar al servicio de la Santa Sede. Intervino en el Concilio Vaticano II
como experto para la reforma legislativa de la Iglesia. Ha colaborado con todos
los papas desde san Juan XXIII hasta Francisco. Desde 1994 fue Presidente del
Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y de la Comisión disciplinar de
la Curia romana.
El cardenal Herranz ha tenido el privilegio poco
común de conocer y tratar a seis grandes papas, tres de ellos canonizados y
otro, Juan Pablo I, declarado Venerable por Francisco. De ellos, trató con
especial intensidad a san Juan Pablo II, a quien conoció ya desde los trabajos
conciliares del Vaticano II y fue quien le hizo cardenal. Conoce de cerca las enormes
dificultades que pesan sobre los hombros del Obispo de Roma, y cómo han vivido
todos ellos entregados a su ministerio, guiados por el deseo de servir
fielmente a la Iglesia.
Ese mismo deseo lo vio hecho vida en san Josemaría,
de quien aprendió a manifestar “con obras y de verdad” el amor a la Iglesia.
Por eso, como señala en el prólogo, más que un libro autobiográfico, esta obra
es “un testimonio de gratitud hacia dos hombres santos –san Josemaría y san
Juan Pablo II- cuya cercanía espiritual me ha proporcionado luz y fuerza para
contemplar serenamente las vicisitudes narradas.”
En sus recuerdos nos ofrece un emocionado y lúcido repaso
a las experiencias vividas en esos intensos años de historia de la Iglesia, y a
sus encuentros con sus principales protagonistas, junto a los que sin duda el
mismo Herranz ha tenido también un papel significativo. Testigo tanto de la
intensa vida de la Iglesia como del desarrollo apostólico del Opus Dei, sus
puntuales recuerdos dan luz sobre sucesos de la vida eclesiástica en torno a los
que existían versiones controvertidas.
En el libro destacan a mi juicio tres aspectos. El
primero, el sentido sobrenatural con que enfoca situaciones que se prestarían a
interpretaciones demasiado humanas. Herranz tiene la conciencia clara de que es
el Espíritu Santo quien rige los destinos de la Iglesia. Ese sentido
sobrenatural le lleva a salvar las intenciones de las personas y pasar por
encima de diferencias de criterio de unos y otros: toda mirada humana es limitada,
y una misma realidad a unos les puede parecer cóncava y a otros convexa, según
la posición desde la que observen. El sentido sobrenatural lleva a Herranz a
aplicar la máxima de san Agustín: “En lo esencial unidad, en lo dudoso
libertad, en todo caridad.”
El segundo aspecto destacable pienso que es su
discreción, la ausencia de protagonismo, propia de quien intenta hacer suyo el
lema de “servir al Señor en su Iglesia sin hacer ruido.” Herranz deja caer la
frase del poeta francés Paul Verlaine: “Dadme el silencio y el amor al misterio.”
Esa ausencia de afán de protagonismo, tan relacionada con la humildad, se
percibe en una contenida narración de los sucesos, que –siendo precisa y
transparente- no va más allá de lo que estima prudente para el bien de las
personas. Mantiene lejos el funesto morbo presente en algunas desinformaciones
sobre la vida de la Iglesia, que tanto engaño produce en quienes lo dejan crecer en
su apreciación de la realidad.
Y un tercer aspecto es el alma de poeta del autor.
El cardenal Herranz es aficionado al montañismo, y en la contemplación de los grandes
paisajes naturales encuentra inspiración para su actitud ante la vida. Esa alma
de poeta, que se recrea en la contemplación, aflora también en muchos pasajes
de sus recuerdos, que se convierten en sutiles invitaciones a la contemplación
de la belleza en cuanto nos rodea, porque ese es el camino para elevar la mente
y el espíritu a la Belleza Suprema: “De la belleza de Dios deriva toda belleza
creada: se ha de contemplar y amar la belleza de los cuerpos, del arte, de la
música, de la poesía, de la naturaleza, pero también y sobre todo la belleza
eterna de Dios.”
Otro de sus libros, Atajos de silencio, está
inspirado en sus paseos por el monte y lo ha dedicado expresamente al valor de
la contemplación. Cuando nos detenemos sorprendidos en la contemplación de un
paisaje nos estamos preparando también para elevar el espíritu a la
contemplación de Dios. Porque Dios se nos manifiesta de mil modos: en una bella
puesta de sol, en un gesto de bondad, en una sonrisa agradecida…
Del mismo modo, Dios se nos manifiesta singularmente
en la vida de los santos:“Cum Maria contemplemur Cristi vultum! En los santos,
Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro (Lumen
Gentium, 50).”
Por eso los recuerdos de Herranz se detienen sobre
todo en los dos personajes que más huella han dejado en su vida: san Josemaría
y san Juan Pablo II. Es consciente de que Dios le pedirá cuenta del privilegio
de haber tratado con tan estrecha cercanía a dos personas en cuyas vidas era
posible reconocer el rostro amable del Padre.
Herranz aporta significativas reflexiones al hilo de
acontecimientos y anécdotas. Así, cuando constata el gran problema de la cultura
actual, la ausencia de Dios, recuerda lo aprendido de san Josemaría: “Vivir
como si Dios no existiese es una subcultura paganizante: hay un quid divinum
escondido en las situaciones más comunes, que cada uno debe descubrir, mantener
y enseñar.”
No podemos vivir como si no hubiese sucedido la
portentosa Encarnación del Hijo de Dios: “La irrupción de Dios hecho hombre en
el tiempo y en el espacio ha partido en dos la historia de lo creado: “Et
Verbum caro factum est, et habitabit in nobis”. Esa asombrosa inserción del
eterno en lo temporal puede dinamizar, hasta santificarla por completo, mi
propia vida: eso es lo que san Josemaría nos hace comprender.”
Reflexiona también sobre la enseñanza del fundador del Opus Dei acerca del espíritu de santificación del trabajo, que ve providencial
para el mundo actual y el futuro de la construcción social: “Santificar el trabajo, santificarse en él y
santificar con él a los demás, es el
medio con el que el hombre será capaz de plasmar en la faz de la tierra su
rostro espiritual.”
Es significativo el comentario que san Juan Pablo II
hizo a Herranz cuando le nombró Presidente de su Consejo Legislativo: “Yo
espero que usted trabaje con el espíritu de Escrivá.”
El título del libro -En las afueras de Jericó- evoca la
curación del ciego Bartimeo por Jesús (Mc, 10, 46-52). “¡Señor, que vea!”. Un
pasaje muchas veces predicado por san Josemaría, que lo empleaba en su diálogo
personal con Dios: “Señor, que yo vea lo que Tú quieres de mí!”
Sin
duda Herranz ha hecho suya también muchas veces esa plegaria, pidiendo ver en
el ajetreado y a veces oscuro marco de tiempo que abarca el libro: “Luces y
sombras, momentos opacos de ceguera humana y otros radiantes, iluminados por la
presencia y la palabra de Cristo. Como aquel día en las afueras de Jericó.”
Jesús
a veces parece que no oye, y además muchos intentan acallar la voz del que reza
“¡Cállate, no des voces…!” Pero Bartimeo insiste con más energía… y Jesús
realiza el milagro: “Ve, tu fe te ha salvado.” Y lo primero que vio fue “el
rostro sonriente de Jesús”.
Quizá
esa sea una buena conclusión para el lector: más allá de sabrosas anécdotas,
más allá de claroscuros eclesiales, te queda la íntima convicción de que Dios
rige los destinos de su Iglesia y del mundo, y siempre envía personas santas,
dispuestas a escucharle y hacer su Voluntad en la tierra.
El imperio de los
dragones. Valerio Massimo Manfredi. Ed Grijalbo.
Novela histórica basada en la leyenda de la legión
perdida, que supuestamente escapó a la gran matanza de romanos a manos de los
persas, en Cade, en el año 53 a.C. Según dicha leyenda, los restos de la legión
habrían llegado hasta los confines del imperio chino durante la dinastía Han, y
se establecerían en aquella región.
La acción transcurre tres siglos después. Un alto
mando del ejército romano, Metelo, con apenas 12 soldados más de la guardia del
emperador, sobrevive a un ataque a traición de Sapor I de Persia al emperador
Valeriano, que es hecho prisionero cuando se dirigía a una entrevista pactada
con Sapor. Llevados al interior de Persia y condenados a trabajos forzados en
condiciones miserables, muere Valeriano, pero los demás consiguen escapar. Un
misterioso personaje les sigue a distancia.
Con la ayuda providencial de Daruma, un comerciante
indio que hace la ruta de la seda entre Oriente y Occidente, que esperaba al
personaje misterioso, consiguen cruzar fronteras y llegar hasta China. Allí les
espera una formidable aventura, pues el misterioso acompañante es un príncipe
de la dinastía Han a quien intentan arrebatar el trono. Los romanos le ayudarán
a rescatarlo.
El valor de la novela a mi juicio son las recreaciones
de lo que debió ser la vida y la cultura en los lugares por los que trascurre
la acción: forma de viajar, uso de las armas, costumbres y tradiciones,… tanto entre
los romanos como entre persas y chinos. Se nota la condición de arqueólogo del
autor, y también su dominio de la topografía del mundo antiguo, materia en la
que es especialista.
Manfredi recuerda, en nota al final del libro, que
toda la trama es fruto de su imaginación, y que la llegada de soldados romanos
a un lugar tan lejano, aunque no puede excluirse a priori, debería basarse en
documentación más consistente.
Sin embargo, nos informa también de que sí existen
documentos fehacientes respecto al viaje que emprendió un mariscal chino en el
año 97 y 98 después de Cristo, para restablecer el orden y la seguridad en la Ruta de la Seda. Llegó hasta el mar Caspio, y desde allí envió a su ayudante
para entrevistarse con el emperador romano, pues los chinos tenían noticias del
Imperio mítico de occidente al que llamaban Gan Ying.
Cuando ya estaban muy cerca de la frontera, sus
guías persas, temerosos de un pacto directo entre China y Roma, que haría
perder el papel de intermediarios a los persas, engañaron al emisario chino con
las distancias, asegurándole que aún faltaban semanas e incluso meses hasta la
frontera. Esto desanimó al enviado, que decidió regresar a su tierra.
Quién sabe el impacto histórico que hubiera tenido
ese encuentro entre las dos civilizaciones más grandes del momento. Al parecer
tanto China como Roma tenían muchas cosas en común: la organización de las
fuerzas armadas, las colonias militares, el sistema de comunicaciones, la
manera de medir y dividir la tierra, la idea de frontera y amurallamiento.
Quizá incluso tenían los mismos enemigos en ese momento: los hunos, llamados
asípor los romanos, que bien podrían
ser aquellos a quienes los chinos llamaban Xiong Un, bárbaros que les atacaban
por el norte.
Manfredi resalta que China, al contrario que Roma,
ha sobrevivido cuatro milenios con su tradición, su civilización y su cohesión
estatal. Pero quizá olvida que Roma, aunque desapareció como Estado, fue la
cuna que meció los primeros respiros del cristianismo, y ha brindado a
Occidente y a todo el mundo una base sobre la que construir y desarrollar la
más lograda civilización que nunca vieron los siglos, a pesar de los pesares.
La novela del matrimonio.
Leon Tolstoi. Ed. Del Bronce.
Con el sugerente título original de Felicidad
conyugal, se trata de una novela corta sobre la historia de amor entre una
joven huérfana, María Alexandrovna, y Serguei Mijailovic, un amigo de su
difunto padre, encargado por éste de cuidar del patrimonio familiar.
Pronto surge entre ellos un sentimiento que va más
allá de la amistad, del agradecimiento por la protección cuasi paternal y del
desvelo protector hacia la niña tutelada. Y contraen matrimonio con un futuro
prometedor de felicidad y paz.
Pero la ingenuidad de la joven María Alexandrovna y su desconocimiento del mundo –nunca ha salido de la aldea natal-
no podían dejar de provocar dificultades e incomprensiones con la actitud ante
la vida de Serguei Mijailovic, un hombre de mundo ya maduro que aspira a que
nada turbe la paz familiar y la confianza mutua.
La serenidad de los primeros meses de matrimonio se
ve turbada cuando María insiste en conocer la alta sociedad de San Petersburgo
y Moscú.Serguei accede, aunque sabe que
la frivolidad y superficialidad de ese ambiente harán daño a María.
La joven triunfa por su belleza y buen hacer en
todos los salones. Su éxito la llena de orgullo, y empieza a mirar de otro modo
a su marido, con cierta suficiencia que antes le era desconocida.
Serguei, fino escrutador, percibe ese cambio, que le
hiere, pero opta por el silencio y deja hacer libremente a su mujer, accediendo
a cuanto desea a sabiendas del daño que se puede hacer a sí misma.
Surge así el gran problema de todo matrimonio: la
incomprensión, los celos, el daño de las palabras no dichas, de las miradas de
reproche, de las peticiones de perdón que no llegan a efectuarse por la
cerrazón del otro. Pero esas decepciones y heridas son a veces el camino
necesario para que el amor llegue a ser verdadero.
Escrita en 1858, cuando tenía 30 años, se trata de
una de las novelas más bellas de Leon Tolstoi, aunque no tan conocida como las monumentales Ana
Karenina o Guerra y Paz. De estilo cuidado y calidad literaria, perfila con
acierto y verosimilitud la psicología de los personajes, probablemente con
acentos autobiográficos. Ayuda a reflexionar sobre la propia conducta en las
relaciones interpersonales en el matrimonio. Recomendable para intentar no caer
en errores frecuentes entre las parejas.