El despertar de la señorita Prim
Natalia Sanmartín Fenollera. Ed Planeta
La periodista Natalia Sanmartín es especialista en
información económica y jefe de Opinión de “Cinco Días”. Quizá ese oficio, de
apariencia fría y calculadora, hace más sorprendente esta su primera novela,
que rezuma riqueza expresiva, encanto poético, fina sensibilidad y elegancia en
los diálogos, y una razonada naturalidad para mostrar la presencia de Dios
en la vida cotidiana.
El relato nos introduce, con maestría que recuerda a Jane Austen,
en el mundo interior de la joven Prudencia Prim. Segura de sí misma y de sus
principios, pero insatisfecha de su vida laboral y afectiva, acepta un trabajo
de bibliotecaria en una pequeña y desconocida ciudad, San Ireneo de Arnois.
Para sorpresa de Prudencia, en san Ireneo todo parece discurrir de manera
diferente. Sus amables habitantes comparten estilo de vida y prioridades,
y todo está dispuesto para que esas prioridades se mantengan en su orden. Es un
mundo que aprecia las cosas pequeñas de la vida, tales como “el primer
café de la mañana, las lecturas de verano interrumpidas por la siesta, la luz
del sol, los ojos de los niños…”
Creen que esas pequeñas cosas son el
camino para las grandes, y conocen la alegría que produce hacerlas bien,
una detrás de la otra, sin apresurarse. En ese ejercicio adquieren mesura, paciencia,
capacidad de silencio y contemplación: dones necesarios para encontrar la
añorada belleza, “que no es un qué, sino un quién”.
La señorita Prim acusa el choque con esos
principios. Ponen en duda los suyos, que hasta ese momento se le
presentaban incontrovertibles. La irritante seguridad de su anfitrión le
resulta especialmente enervante. Tendrá que deshacerse de muchos prejuicios y
barreras sicológicas hasta que un desconocido mundo de belleza y sabiduría se
abra a sus ojos.
Los diálogos, especialmente los que enfrentan a Prudencia con “el
hombre del sillón” –su joven empleador- son una delicia para la
inteligencia. Un fino sentido del humor recorre la historia, cuajada también de
referencias a obras maestras del arte y la literatura. “La carta
robada”, de Edgar Allan Poe, “que describe perfectamente el
descubrimiento del amor”. El valor de la auténtica belleza, expresado por Dostoiewski:
“¿Qué belleza salvará el mundo?” Manifiesta una especial sensibilidad
para apreciar virtudes singulares del carácter de las personas, como aquel “…tenía
el encanto indefinible de las personas que callan más de lo que dicen”.
Curiosamente, en san Ireneo los niños no van a colegios
ni institutos. Se reúnen en las casas particulares de los profesionales
más prestigiosos de la ciudad, y aprenden con ellos. Una situación utópica, de
la que se sirve la autora para resaltar algo que los planes educativos olvidan:
los padres, y no lejanos e inquietantes burócratas, son los responsables
de educar a sus hijos de acuerdo con sus preferencias.
“Los padres que
han enseñado las cosas más bellas a sus hijos –explica uno de los habitantes de
san Ireneo- y cada día les dedican su mejor tiempo para seguir
haciéndolo, no quieren ningún maestro para ellos que esté lleno de teorías
pedagógicas y ciencias modernistas, porque les estropearía su trabajo. Sería
como meter al zorro dentro del gallinero”. “Si uno está convencido de que
el mundo ha olvidado cómo pensar y educar, que ha arrinconado la belleza de la
literatura y el arte, que ha ahogado la fuerza de la verdad… ¿permitiría que
ese mundo enseñara algo a sus hijos?”
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Natalia Sanmartín |
Natalia Sanmartín nos
muestra la eficacia del sistema educativo de san Ireneo mediante los
fascinantes sobrinos del “hombre del sillón”. Unos niños sorprendentemente
sabios para su edad. Tenían “…algo inquietante, que convivía con una luminosa y
soleada inocencia y con aquella ternura con la que veneraban cada palabra que
salía de la boca del hombre del sillón”. Y la raíz de esa veneración: “lo
queremos mucho: él siempre dice la verdad”.
Están educados –como el relato nos va revelando con simpáticas anécdotas-
en el valor del silencio y la contemplación (“la
inteligencia crece en el silencio, y no en el ruido”). Y en un modo
distinto de sacar provecho de los libros, que –al igual que la música y los
cuadros- “se disfrutan, se memorizan en parte, se leen en voz alta… pero no
se ‘analizan’”.
Estos niños saben definir las cosas con hondura: “Un icono es una
ventana abierta entre este mundo y el otro”, dice uno de ellos. Y tienen
unas intuiciones maravillosas, como la pequeña Téseris, que con
sólo 10 años explica con sencillez que la historia de la Redención “es
un cuento de hadas real”. “La Redención –explica en otro lugar la
autora- no se parece en nada a los cuentos de hadas. Son los cuentos de hadas y
las viejas leyendas las que se parecen a la Redención. Como cuando pintas un
árbol en un dibujo. El árbol no se parece en nada al dibujo. Sólo el dibujo se
parece un poquito al árbol”.
“Téseris –explica la abuela de la niña- tiene una
sorprendente familiaridad con lo sobrenatural, y durante mucho tiempo no
entendió que a los demás no nos ocurriese lo mismo.” Y confiesa la abuela: “no
sospechaba hasta qué punto lo sobrenatural puede tocar lo natural hasta que lo
he visto reflejado en ellos”. La imagen de las hadas es un eco de las palabras
de San Pablo: “Ahora vemos como a través de un espejo, oscuramente. Será
después cuando veremos todo tal cual es, cuando conoceremos de la misma forma
en que somos conocidos”.
Pero la señorita Prim está educada en un mundo en que lo sobrenatural no
cuenta. Le produce rechazo la sola mención de la religión. Cuando “el hombre
del sillón” intenta explicarle que no debe preocuparse por sus fallos, porque
todos los tenemos a causa de nuestra naturaleza herida, Prudencia
niega la validez del argumento “porque es religioso”, y ella no
es religiosa. Y recibe esta respuesta, que bien podrían atender muchos
racionalistas actuales: “No me diga que mi argumento no sirve porque es
religioso. Contra-argumente, dígame que no es exacto, porque la única razón por
la que mi argumento puede no servir es porque resulte falso. No se
trata de si es una respuesta religiosa o no, sino si es o no es cierta.”
La señorita Prim tardará en descubrir el empobrecimiento vital que supone
su actitud racionalista, que le lleva a elecciones equivocadas.
La autora da en el clavo al señalar la razón de muchas de las
cerrazones a lo sobrenatural: la soberbia. “¿Cree usted –dice “el hombre del
sillón”- que el ser humano es capaz de alcanzar la perfección y mantenerse en
ese nivel de excelencia moral por sus propias fuerzas? ¿Cree que el hombre no
falla? Porque yo creo lo contrario, que errar es humano, que tenemos una
naturaleza herida que a veces falla. Y cuando falla lo que hay que hacer
es pedir ayuda a quien hizo la máquina. Negarlo es soberbia”.
Una lectura muy reconfortante, que invita a salir en busca de la belleza,
libres de los prejuicios de un mundo racionalista y alicorto que ha perdido la
sensibilidad para descubrirla.