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jueves, 7 de enero de 2021

Inteligencia emocional

 




Inteligencia emocional. Daniel Goleman

 

Durante años pasó casi desapercibida esta cualidad del ser humano, que nos permite afrontar satisfactoriamente los problemas que surgen en las relaciones interpersonales. Se cualificaba a las personas según su Coeficiente Intelectual, un índice en el que no se contemplaban las emociones ni la capacidad de controlar los sentimientos y modularlos para que nuestras relaciones interpersonales sean armoniosas.

 

Daniel Goleman explica en este libro, publicado en 1995, qué son las emociones, la importancia que tienen en nuestra vida personal y en las relaciones sociales, y cómo podemos aprender a educarlas. Porque la inteligencia emocional, clave para resolver adecuadamente los conflictos humanos, se puede educar y hacer crecer. Goleman concluye que, para tener éxito en la vida, la gestión de las emociones es más determinante que el coeficiente intelectual.

 

 Además de escritor y periodista, Goleman es sobre todo psicólogo, y ofrece una práctica relación de consejos para ayudar al lector a identificar y gestionar sus sentimientos y estados de ánimo. Muchos problemas de convivencia y de salud surgen porque no somos capaces de distinguir el origen de nuestras emociones, y tampoco nos detenemos a tratar de comprender los sentimientos y estados de ánimo de nuestros interlocutores. Esa carencia nos inhabilita para la relación fluída y fructífera, tanto en la vida familiar como en la laboral o social.

 

Hay que pararse a pensar: un enfado puede cortocircuitarse si antes de darle expresión somos capaces de detectar alguna información que pueda mitigarlo.

 

Podemos mitigar la ansiedad, que siempre está provocada por una preocupación crónica y reiterativa, muy diferente a la reflexión constructiva acerca del problema objetivo que pueda estar provocándola.

 

Hay que saber descubrir cuándo una preocupación se está volviendo crónica, para desactivarla antes de que degenere en ansiedad y nos encierre en una actitud rígida ante el problema. Si no aprendemos a controlar la preocupación, viviendo el presente y analizando fríamente el problema, esa preocupación reiterativa puede degenerar en fobias y obsesiones.

 

Muy interesante los consejos acerca de cómo generar estados de ánimo positivos, y desarrollar la capacidad de transmitirlos a los demás. Es muy bueno su análisis, basado siempre en la observación práctica de las conductas, sobre la tristeza, la esperanza, el arte de criticar, el estrés, y los recursos para cambiar los estados de ánimo negativos: escribir es uno de ellos.

 

Goleman se detiene también en analizar el carácter, del que con frecuencia olvidamos que se puede reformar para mejorarlo. A veces, como decía san Josemaría, la expresión “son cosas de mi carácter” intenta tapar que algunas manifestaciones torpes de nuestra conducta son precisamente debidas a nuestra "falta de carácter", y a que no nos decidimos a poner el esfuerzo necesario por adquirir los hábitos que constituyen el “buen carácter”.

 

Si la depresión es una de las enfermedades más extendidas en nuestros días, Goleman afirma que, aunque la tendencia a la depresión tenga un origen parcialmente genético, su causa principal parece radicar en los hábitos mentales pesimistas, que predisponen a reaccionar mal ante los pequeños contratiempos de la vida.

 

Puesto que se trata de hábitos, hay que ser conscientes de que en el fondo “el destino te lo montas tú”. Se trata de promover hábitos saludables, habilidades emocionales, que nos impedirán caer en la depresión. Así, afrontar los problemas, sin rehuirlos. Pensar, antes de actuar. Revisar y modificar las creencias pesimistas ligadas a la depresión: por ejemplo, tomar resoluciones de trabajar mejor para sacar mejores rendimientos, en vez de pensar que uno no sirve. También conviene cultivar el arte del buen humor.

 

Muy adecuados también los consejos para desarrollar la virtud de la amistad

-mejorar la expresividad de nuestras emociones; 

-aprender a distinguir la expresividad emocional de los demás, los gestos y palabras, incluso el tono de voz o la mirada, a través de los que se manifiesta su estado de ánimo (triste, alegre, agobiado…) que nos permitirá sintonizar adecuadamente, con empatía; 

-mejorar la comunicación interpersonal, saber hacer esas preguntas que facilitan el diálogo; 

-aprender a observar y escuchar a los demás para averiguar cómo se sienten; 

-decir algo agradable cuando hacen algo bien; 

-sonreír y brindar colaboración, propuestas, aliento… 

En definitiva, hábitos necesarios para mejorar la comunicación, que es la base de la comunión interpersonal y la unidad en la familia y en las organizaciones laborales.

 

Muy interesantes sus comentarios y consejos sobre la asertividad, que es la capacidad de expresar los sentimientos directa y serenamente, con sencillez, sin agresividad, sin gritos, sin echar la culpa a otros, o sin ese permanecer silenciosamente a la defensiva, en ocasiones más temible para uno mismo y para los demás.

 

 

 

 

martes, 28 de julio de 2020

Diálogo



Una de las palabras más empleada por muchos políticos es “diálogo”. Se autodefinen dialogantes, y acusan a sus oponentes de “falta de diálogo”, sinónimo de intolerancia. 


Deberíamos ponernos en guardia cuando alguien acusa a otro de intolerante, y analizar con sentido crítico –libre de partidismos- cuál es la cuestión en liza y quién es o no el dialogante.


Leo estos días una biografía de Lenin, uno de los personajes más dañinos de la historia reciente. Está escrita por el  historiador y periodista húngaro Victor Sebestyen, especializado en historia de Rusia y del comunismo. Estremece recordar las formas que empleaba el líder del sector bolchevique del partido comunista para imponerse en los debates, incluso entre sus propios correligionarios.



De forma deliberada utilizaba un lenguaje violento, calculado para hacer sentir odio, aversión y desprecio a sus oponentes. No intentaba convencer, ni siquiera corregir los supuestos errores del otro, sino sólo destruirlo a él y a su organización política.


Un futuro alto cargo soviético escribió que Lenin calculaba con frialdad todas las calumnias e insultos que lanzaría a sus contrarios (desde “canalla traidor” a “pedazo de mierda”…), para descolocarlos hasta conseguir echarlos del campo. “A la refutación de las ideas contrarias siempre precedía la condena, el escarnio o la humillación del oponente”, dejó escrito Trotski.




Otro de sus pocos amigos, que también acabó rompiendo con él, señalaba que su agresividad y sus insultos rastreros terminaban siendo insoportables y lograban su objetivo, que no era otro que la intimidación y el abandono del contrario.


En ese ambiente, los que no tenían su despiadada ambición preferían unirse a otros grupos, o sencillamente desaparecían antes que seguir soportando sus agresivos insultos. Eso era lo que pretendía Lenin: derrotar a los discrepantes por agotamiento o porque no estaban dispuestos a rebajarse a su lodazal dialéctico.


Una de las máximas de Lenin era: “En la política, sólo hay un principio y una verdad: lo que beneficia a mi oponente me perjudica, y viceversa”. El fin lógico de ese estilo de pensar basado en la mentira y la agresividad, era pasar de la violencia verbal a la brutal agresión física. Y así fue: el triunfo de la revolución soviética inauguró una de las etapas más sanguinarias que ha tenido que soportar el pueblo ruso.




Deberíamos reflexionar más sobre lo que la historia nos enseña, y analizar con sentido crítico el lenguaje de políticos  y comunicadores actuales, para discernir la verdad y no caer en las redes de los estilos violentos. La convivencia se envenena con personajes que en sus discursos arremeten despiadadamente contra la persona, sin importarles el diálogo racional y constructivo.


Hay que recordar una y otra vez que se puede disentir de las ideas sin herir a las personas que las sustentan. Y que toda agresión verbal es ya una agresión, porque es una ofensa a la dignidad de la persona. Una ofensa que contiene una fuerza destructora que nos acerca peligrosamente a la espiral de la violencia, y que causa un daño que se debe reparar.



Convivir en paz requiere desterrar toda forma de violencia. Démosle a la palabra diálogo su contenido real. Dialogar es colaborar con el que piensa distinto y nos está exponiendo su punto de vista, caminar juntos por el surco que el otro está abriendo al iniciar la conversación, escuchar y valorar lo que de verdad hay en sus palabras, y no sólo lo que nos dicta el interés personal o de partido. 




Y construir juntos un futuro más digno a través de una conversación que puede disentir, pero que siempre respeta –en el fondo y en la forma- la dignidad de la persona con la que hablo.

 


 

 

 

 


jueves, 5 de septiembre de 2019

Derecho a la información


Derecho a la información: materiales  para un sistema de la comunicación.

José María Desantes Guanter. Ed. Fundación COSO para el Desarrollo de la Comunicación y la Sociedad.


   


El derecho a la información es el principio fundamental del que surge el Derecho de la Información. El profesor Desantes, valenciano universal por su amplia docencia en universidades de Europa y América, fue el primer catedrático de esa materia en España. En palabras de Carlos Soria, Desantes "ha realizado una de las siembras más fecundas en la historia de la Ciencia de la Comunicación española."

En este tratado editado por la fundación COSO,  el profesor Desantes nos ofrece una rigurosa exposición del desarrollo del Derecho de la Información, desde sus orígenes hasta la aparición de los nuevos medios de comunicación a finales del siglo XX.

El Derecho de la Información es una ciencia que ha sido necesario hilvanar metódicamente a medida que los nuevos medios informativos experimentaban un vertiginoso desarrollo. Su objetivo es contribuir al perfeccionamiento de la comunicación humana, esto es, servir a la persona. Desantes nos expone los materiales necesarios para construir un sistema de comunicación digno de la persona. Expongo aquí unas breves pinceladas de su contenido.

En su comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, santo Tomás de Aquino ya explicaba que la comunicación es un acto de justicia. Un comunicador es justo si comunica bien. Si comunica mal, es injusto. En el trabajo informativo no se trata sólo de hacer y dar comunicación, sino de cómo hacer y qué dar.

La comunicación es fundamental para la convivencia. No puede juzgarse sólo por sus efectos sociológicos, sino desde la ética y el Derecho. El mensaje debe ser la comunicación de la realidad. Negarlo es negar la capacidad humana de comunicación, y supone destruir el núcleo mismo de la comunidad, que está basado en la credibilidad y la confianza.

Sin una comunicación justa llega a hacerse imposible la convivencia. Donde las fuerzas públicas o privadas limitan la información, se destruye la comunidad. Comunicar es poner algo en común, pero no toda comunicación está bien informada. Donde no hay comunicación veraz no puede haber comunidad de personas, sólo existe desconfianza, como han demostrado los regímenes totalitarios.

                                Otra de las publicaciones de Fundación COSO 

Todavía hoy naciones enteras viven en la desconfianza, y eso debería ser una llamada de atención para un ciudadano responsable, que debe saber exigir sus derechos, y pedir cuentas a quien trate de negarlos con prácticas como ocultar información o deformar los hechos por intereses bastardos o partidistas.

Hoy muchos desconocen que el derecho a la información es un derecho natural, lo que significa que toda restricción de ese derecho (por fuerzas coactivas o mediante manipulaciones y sesgos informativos) se convierte en un atentado a la dignidad de la persona y a su libertad.

El derecho a la información es más amplio y profundo que la mera libertad de expresión, que científicamente precisa del derecho a la información. Lo que justifica la libertad de expresión es precisamente el derecho previo a acceder a la información.

La libertad de expresión es un derecho, no una concesión del poder. La Constitución reconoce los derechos, no los concede, porque son anteriores a ella y superiores a toda Constitución. La misión del Estado, por ejemplo, es autorizar el uso de las ondas electromagnéticas, no concederlas, porque no son de su propiedad. Son patrimonio de la humanidad.

Es bueno recordar que los derechos fundamentales se coordinan entre sí. Los inherentes a la persona priman sobre los referentes a las relaciones. Por eso la intimidad personal prevalece sobre la información.

Otro error frecuente al hablar de libertad de expresión es ignorar que debe estar basada en el realismo: hay cosas que son verdad y cosas que son mentira. Si se ignora ese principio elemental, la libertad de expresión pierde su sentido, y puede convertirse en un atentado contra la dignidad humana, contra la libertad y la  capacidad de reconocer la verdad y su derecho a conocerla. No tener en cuenta que existe la verdad y existe la mentira transforma la información en apariencia de información, en manipulación o desinformación.

La seguridad máxima de la persona consiste en aferrarse a la verdad. La afirmación, tan frecuente, de que “todo es opinable” es un atentado a la inteligencia, y desde luego un atentado muy grave a la convivencia.

Muchas desinformaciones proceden de defectos del lenguaje, de no usar los términos precisos que definen el concepto, o de emplearlos con un sentido distinto al original. Por eso es obligación del informador dominar y enriquecer constantemente su lenguaje, leer mucho y bueno, pedir y transmitir claridad en la información, no hacer de  altavoz al sofismo (el arte de engañar con el fin de captar seguidores) tan frecuente entre los políticos.

También es deber del informador adquirir la formación científica específica de su profesión, y cultivar las cualidades necesarias para ejercer su oficio: amor a la verdad, objetividad, buen gusto, prudencia. Saber (y vivir) que el fin no justifica los medios. Concebir la información como deber, no como negocio (en el sentido turbio de la palabra).

Existe una delegación del pueblo en los profesionales para que realicen el derecho a la información. Por eso los periodistas tienen derecho a la información, para que puedan cumplir el deber de informar que el pueblo les ha entregado. Un deber del que se deduce que no pueden emitir mensajes que no sean verdaderos, conformes a la verdad operativa que es el bien. Violencia, pornografía o terrorismo no son verdaderos mensajes.


El libro refleja la gran erudición de su autor, y ayuda a reflexionar sobre la complejidad de las relaciones humanas y el derecho que las regula. Da las pautas básicas para quien desee caminar con sentido en el proceloso sendero de la justicia informativa. Y hará pensar a periodistas y expertos en comunicación sobre la arteria socialmente vital por la que discurre su trabajo, que no admite superficialidades.

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Un hecho pequeño pero significativo muestra el talante del profesor Desantes y su elevado sentido de la ciudadanía. Citado por la hacienda pública para una revisión de sus cuentas, cuando se presentó solo ante el funcionario éste se extrañó: “¿Cómo ha venido usted sin abogado?” Su respuesta fue contundente y colocó al funcionario en su sitio: “Porque usted, como funcionario, es mi abogado, no mi enemigo ni mi fiscal.”

Un buen ordenamiento social, y una buena convivencia, requieren que cada cual conozcamos cuál es nuestro deber y cuál nuestro derecho, y sepamos asumirlos con respeto a las personas y fiel espíritu de colaboración. Mucho de todo eso rezuma este libro.

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Ver también en este blog reseña del libro de Desantes San Vicente Ferrer, científico.






martes, 13 de agosto de 2019

Hablar de Dios hoy


 Cómo hablar de Dios hoy. Fabrice Hadjadj. Ed Nuevo Inicio




Fabrice Hadjadj es ensayista y dramaturgo. De padres de ascendencia judía e ideología maoísta, se convirtió al catolicismo en 1998.  Casado y padre de familia numerosa, es director del Instituto Europeo de Estudios Antropológicos Philanthropos, de Friburgo.
Este libro (ya publiqué una reseña anterior, que ahora actualizo y amplío) es una valiosa reflexión sobre la presencia de la palabra Dios en la conversación humana. “¿Puede ser Dios un tema de conversación? ¿Se le puede mencionar entre los resultados de la Champions y la predicción meteorológica? ¿La misma boca que acaba de decir “¡Pásame la sal!”, podría decir algo acerca de la divinidad?”
Quienes pretenden exaltar a Dios, ¿no lo rebajan hablando de Él con imprecisión, sin apenas comprenderlo? Y por el contrario, ¿no lo honran, mencionándolo constantemente,  quienes parecen desear liberarse de su presencia?
Hadjadj observa que el fundamentalista y el ateo tienen en común que hablan mucho de Dios. Y quizá por eso provocan otros dos tipos de personas: el agnóstico y el cristiano vergonzante. El agnóstico se ahorra tener que intentar demostrar hasta la obsesión que Dios no existe, como hace el ateo. El cristiano vergonzante no quiere complicaciones. Y ambos deciden no hablar de Dios para nada.
Y luego están aquellos que no se encuentran en ninguna de estas cuatro facciones. Aquellos que se dan cuenta  de que no saben hablar de Dios, pero saben que menos aún pueden callar. Lo experimentó san Pablo: “¡Ay de mí si no predicare el Evangelio! Es un deber que me incumbe.” (1 Cor 9, 16) Tartamudean, balbucean, “como payasos que han de dar testimonio de algo que los supera…” Son llamados “la luz del mundo”, y apenas saben explicarse. Se saben hijos del Dios infinito, y sin embargo extremadamente finitos…
Es a esas personas especialmente a las que se dirige este ensayo: a quienes saben que deberían hablar de Dios pero dudan de cómo hacerlo. Quizá piensan que les falta alguna estrategia de comunicación. 
Hadjahj nos recuerda que lo esencial no es “qué tengo que hacer” ni “qué tengo que decir”. La clave está en  “qué tengo que ser”. 
O, mejor aún, ¿con Quién estoy llamado a identificarme? 


La clave es el encuentro personal con Jesús
Quien desee encontrar a Jesús, puede buscarle en el Evangelio, que es Palabra viva de Dios, que contiene lo esencial de cuanto hizo y enseñó, y ha quedado escrito porque Él quiere decírnoslo hoy y ahora a cada uno de nosotros.
Dios no ha querido el Evangelio simplemente para promover valores, sino para  que podamos encontrarnos con Él, con Jesús, que es perfecto Dios y perfecto hombre.
Tendré palabras para hablar de Dios si me identifico con la Palabra, que es Dios. Precisamente así comienza el Evangelio de san Juan: “En el principio era el Verbo”.  Verbo, Palabra, es el nombre del Hijo que revela al Padre en el Espíritu Santo.
Hablar de Dios es hablar de la Palabra, y sobre todo ponerse a la escucha de la Palabra en el seno de la Iglesia, que a pesar de las deficiencias de sus hombres es, por voluntad de Dios, Cuerpo y Esposa de la Palabra hecha Carne.
Desde luego que hay un infinito entre la Palabra de Dios y la palabra humana. Pero incluso ese infinito supone también relación: la Palabra ha creado a su imagen nuestra palabra, finita pero participación de la Palabra creadora.
“En su fuente más original y más silenciosa la palabra humana no cesa de beber de la Palabra divina.” Y es precisamente por eso que remontar el curso de nuestra palabra humana no puede hacer otra cosa que llevarnos a Dios.
Teresa de Jesús, como tantos santos que han sido íntimos de Dios, usó con tal maestría la palabra para describir su relación con Dios, que la lectura de sus escritos ha movido a conversiones como la de Edith Stein.
Fadjahj cita a la santa de Ávila: “Parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza, estando ya dentro.” Dios no es “otra cosa”, que esté ahí fuera, lejos. Aprender cómo hablar de Dios es llegar adonde ya tenemos su morada, intensificar nuestra presencia en lo que ya está presente.



Hablar con Dios y escucharle en el silencio
Más que hablar de Dios, conviene hablar a Dios en la oración y convertir en acciones prácticas su Voluntad, que desde luego incluye la de hablar de Él, porque Él desea hacerse presente entre los hombres.
Un cristiano no puede no hablar de Él, porque forma parte de su ser esencial. “No se esconde la lámpara debajo de la cama, sino sobre el candelero, para que alumbre la estancia. Vosotros sois la luz del mundo…

La palabra es el acto más profundo del hombre
Para un ser como el hombre, que se caracteriza por la palabra, la palabra es su acto más profundo. Se puede decir que el lenguaje define y construye la personalidad del que habla. “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”, dice Pedro a Jesús, porque habla con la autoridad del que vive lo que dice y dice lo que es.
En contraste, ¡qué vulgar personalidad se construyen tantos personajes públicos con su palabrería hueca, sucia, agresiva, mentirosa…!
La eficacia de nuestra palabra no se encuentra esencialmente en el poder de inducir a los demás a un comportamiento que nos sea favorable: reside en el poder de dar vía libre a su propia vocación, que consiste en designar las cosas tal como ellas son, más allá de lo que nos resulta útil. Esa es la eficacia del Evangelio: la de llamar a las cosas por su nombre, sin malabarismos.
Nombrar es llamar por el nombre: vocare. Es llamada, vocación. La palabra llama, prepara una morada adonde las cosas puedan ir. La palabra revela la vocación de cada ser. “Un niño, sin las llamadas de sus padres por encima de su cuna, acabaría muriendo o sin poder acceder a su propia humanidad. Esas palabras le preparan la morada donde él podrá llegar a abrirse al mundo.”
Esas palabras que empleamos para calificar las cosas de verdaderas, buenas, o sencillamente para expresar que son, nos remiten a nociones puras que se aplican menos propiamente a las criaturas que a Aquel que es la Verdad, La Bondad, la Belleza y el Ipsum esse subsistens (el mismo Ser subsistente).
La palabra no cesa de remitir a lo inefable: “Sólo Dios es absolutamente bueno (Lc 18, 19). Incluso cuando decimos de unos macarrones que están buenos, eso nos remite a Dios, que es la Bondad. Pero las cosas prometen menos de lo que dan, no salvan, no pueden nada contra el mal y la muerte. Dios sí.


Oración y canto, donde mejor se expresa lo inefable
De un modo poético, pero no exento de realismo, Hadjahj señala dos ámbitos donde propiamente “se habla bien”: la oración y el canto. Son los ámbitos “del balbuceo supremo, de la palabra quebrada por lo indecible, boquiabierta ante lo inefable: la palabra que aflora el espíritu”.
Hablar sin tender al canto no es llamar a las cosas de un modo que delimite el misterio de su presencia. Y hablar sin tender a la oración no llega a ser hablar, porque sólo en la oración se arranca a las cosas de la amenaza de la nada.
La oración y el canto no son adornos: florecen desde la palabra misma. Basta decir que algo es, que es bueno, bello y verdadero, para que la palabra nos hable ya de lo que sólo se realiza absolutamente en Dios, y cuya causa es Dios. Basta que llamemos a alguien por su nombre, de corazón, para que le oigamos decir “presente”, y para que “su nombre esté escrito en los cielos” (Lc X, 17).
La vieja tentación sofista
Cuando tantos emplean la palabra para engañar, o dándole un sentido distinto del que tiene, son proféticas estas palabras de Louis de Massignon a Paul Claudel, en 1912: “Me pregunto si el suplicio de las generaciones venideras no consistirá en ser torturadas con palabras que mienten a su sentido original, con ideas vueltas contra Dios.”
No es algo nuevo. Ya el Salmo 11, 5 pone en boca de los impíos, que se jactan: “La lengua es nuestro fuerte, nuestros labios por nosotros. ¿Quién va a ser nuestro  amo?” Es la vieja perversión sofística, en que la palabra se entiende como instrumento de manipulación, y no como hospitalidad al misterio del ser.
Pero la palabra dice lo que es, aunque saliera de una boca impía, aunque no queramos oírla, aunque la queramos reducir a un significado distinto del que ella quiere decir.



Ideologías inhumanas
Frente a ideologías sin Dios, que proponen que desertemos de nuestra condición humana, la Palabra de Dios nos ofrece una transformación de la persona que preserva lo humano.
Hadjahj advierte cuatro ideologías que van contra el hombre: nihilismo (no hay nada que podamos esperar);  tecnocracia (el hombre es mera química); ecologismo (el hombre es un animal que desestabiliza la naturaleza); fundamentalismo (el hombre sometido a un dios agobiante, a un libro que hay que recitar, o a una flor de loto que meditar.) Son ideologías que, al abandonar a Dios, destruyen nuestra condición humana.
Tenemos tristes recuerdos de adónde nos conduce la creencia en el Progreso continuo, en el hombre que se salva por sí mismo: liberalismo y totalitarismo son intentos de construir un mundo sin Dios.
Los totalitarismos no han sido fruto de la barbarie, sino de una planificación ideal y bien estudiada, basada en la utopía del Progreso continuo, que desembocaron en imperios del terror. Nazismo y comunismo crearon los Auschwitz y los Gulags, en los que se destruía al hombre en nombre del bien de la humanidad.
Tampoco el  liberalismo ha salvado al hombre, con su vía libre a una jungla feroz, en la que sufren los más débiles, y acaba provocando el ascenso de los  totalitarismos.
El cristiano está llamado por vocación a llevarse bien con todos, pero Hadjajh pone en guardia frente a ciertos ateísmos que para afirmar la laicidad instauran un clero laico encargado de excomulgar al clero religioso. “El ateo consecuente debería tener cuidado de no divinizar el ateísmo, y por tanto de aceptar que no tiene la última palabra, y reconocer por tanto que debe haber una última palabra que se nos escapa.”
No hay que dejarse imponer esa nueva religión dogmática fabricada desde el ateísmo.


Humanismo teocéntrico
Ante esas deserciones de lo humano del “humanismo ateo”,  lo que el Evangelio ofrece es precisamente preservar lo humano: nos dice que valemos mucho porque hemos sido creados por Dios, somos fruto cada uno de un pensamiento amoroso y eterno de Dios (Benedicto XVI).      
El Evangelio nos propone predicar la esperanza, en vez de fabricar una nueva moral;  anunciar la misericordia, en vez de denunciar al miserable; encontrar para lo humano una legitimidad no temporal, sino eterna.
Nos ofrece la salida para superar todas las crisis del hombre: un humanismo teocéntrico. En realidad, el gran problema de la humanidad es éste: si está dispuesta o no a hacer presente a Dios, ¡al Dios que le da la vida!
 “Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas ni están fuera de tu alcance… sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica.”


Poner la palabra en el corazón
Es una cuestión de amor, de poner en el corazón esa palabra y desear que sea: amar es, antes incluso que querer el bien del otro, querer que el otro sea.
Por eso hablar de Dios no es importar unas palabras del exterior. Esa palabra ya está siempre ahí, en nuestra boca, implícita en nuestras palabras más cotidianas porque hemos sido creados por la Palabra de Dios, y antes incluso de hablar de ella, nuestro mismo ser es una proclamación suya.
Hablar de Dios requiere amar como Dios
Hablar de Dios es indisociablemente amar a aquel con el que conversamos, porque es reverberar la palabra que le da la existencia, y por tanto desea infinitamente que él exista. Porque la Palabra de Dios confiere el ser a todo hombre, incluso al que me es hostil. Es el amor de Dios quien lo extrae de la nada. Quizá él no lo sepa, pero un apóstol de Cristo no puede ignorarlo, y tiene que pasar por encima de sus antipatías.
No se trata de una estrategia de comunicación, sino que está en juego la verdad de la identidad cristiana. Además, de todos podemos aprender algo: sabio es quien encuentra algo que aprender en cada hombre.


Experimentar la presencia de Dios en el otro para hablar de Él
Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar (…) por más que Dios no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos.” (Hech 17, 23-28).
En realidad, sólo se puede hablar a alguien de Dios si primeramente el que habla ha experimentado la maravilla de la presencia del otro en Dios. Sólo se puede llamar a adorar en la luz si el que llama es capaz de reconocer cómo el otro adora ya en la oscuridad.
Dios está presente hasta en el más anticristiano, con su presencia de creación y de inmensidad. Cuando hable con él de Dios, debo ser consciente de que Dios lo ha creado y lo mantiene en la existencia con amor. 
La capacidad de maravillarme ante la bondad de origen de quien me trata como enemigo, que pasa por encima de nuestra antipatía inicial, es la que permite “dominar hasta el corazón del enemigo” (Salmo 109). Porque ni la violencia, que sólo puede dominar el cuerpo, ni la seducción, son capaces de atraer las profundidades de la inteligencia y de la voluntad.
El corazón del peor enemigo de Dios ha sido hecho por Dios y para Dios. Por eso es un gran aliado. El hecho de que mi interlocutor se oponga a mí no significa que se oponga a Dios. Incluso el más hostil podría estar más cerca de Dios que yo. Su corazón, a pesar de sus muecas externas, sigue siendo amigo del apóstol.
Si nuestra palabra no brota de ese maravillarse ante el corazón naturalmente fraternal de nuestro peor adversario, no hablamos de Dios, sino de una ideología intrusiva.


La soberbia es el problema
Pero tampoco llegar al corazón  basta. La Palabra de Dios, “que penetra hasta la médula” (Hech 4, 12) puede no ser aceptada si encuentra un alma soberbia, que se cree autosuficiente; o puede hacerse odiosa si quien la transmite es un soberbio que piensa que ya no tiene lecciones evangélicas que aprender de nadie.
El cristiano que tiene que hablar de Dios ha de sentir la desproporción entre aquello de lo que habla y lo que es él. Su boca es demasiado pequeña para lo infinito, su corazón demasiado estrecho para el amor sin medida.
Y tiene que hablar de Alguien a quien los demás no ven: Jesucristo, muerto y resucitado. Y afirmar el encuentro con una persona divina, un encuentro cuya iniciativa no depende de nosotros.
Por eso, ha de recordar que la tarea no es de imagen, ni consiste en seducir (que significa conducir hacia sí mismo), sino hacerse volver hacia ese Otro, que es el mismo que nos hace balbucear, y que es la Sabiduría. ¿Cómo hablar de la Sabiduría, si apenas alcanzamos a balbucearla? Sabiduría y balbuceo: ¿no es excesivo el contraste?
Lo sería, si lo determinante fuera la comprensión de una doctrina, o la adquisición de una práctica, o recitar magistralmente un Libro, o promocionar la propia imagen. Pero lo determinante es el encuentro personal con Cristo. Hablar bien de Dios es completamente insuficiente para la conversión, que sólo se produce en el encuentro libre del que oye con Cristo.


Dios necesita testigos, no oradores
¿Cómo hablar de la experiencia de Jesús? Quizá es bueno recordar que la Revelación no es una tesis filosófica, sino un hecho histórico. Las ideas no dependen esencialmente de la historia. Las personas sólo se encuentran en la historia. El misterio de Jesús no puede deducirse a partir de ningún  razonamiento: se transmite a través de una cadena ininterrumpida de personas: sus testigos. El testigo está obligado a hablar del encuentro con alguien singular. Ese encuentro es suyo, a diferencia del razonamiento de los sabios, que es para todos.
Lo que Dios necesita son testigos, no oradores. En el fondo, el desfallecimiento de Moisés (Ex 4, 10) no provenía de sus problemas de dicción, sino de que con su palabra debía testimoniar un exceso, algo enviado por Otro que le había salido al encuentro y que le desbordaba: sufría una logopatía sobrenatural.
También la joven Bernardette ha de transmitir un mensaje tras su encuentro con la Señora. Bernardette no poseía ningún talento retórico, pero conmueve al abbé Peyramale con su balbuceo, con la palabra que le ha dado la Virgen, una palabra que le supera: “Yo soy la Inmaculada Concepción.” Bernadette no es una especialista en comunicación, pero es el perfecto testigo.
Aristóteles lo intuía con su saber filosófico: la mayor fuerza persuasiva radica en el carácter moral del discurso. El arte del orador es menos prominente que su vida. (Algo que han olvidado tantos comunicadores y políticos, cuyos índices de credibilidad están en mínimos.)



Dios es familia, no un amasijo de razonamientos
Es bueno también descubrir que Dios no habla para fulminar a un adversario, sino para establecer una alianza. Hablar de Dios es, más que transmitir un mensaje, remitir a Alguien que quiere establecer comunión. Más, Alguien que es Comunión de Personas distintas y nos llama a esa Comunión.
Esto implica que quien habla es preciso que se sienta realmente participante de una comunión viva, alegre, hospitalaria, capaz de conmover a las almas y no solo de hacer pensar a los cerebros.
Este tiempo es perfecto para hablar de Dios
A veces vivir con sensación de crisis frena la palabra sobre Dios. Pero la humanidad siempre ha estado en crisis. Ya David, diez siglos antes de Cristo, escribió: “Terror por todos lados” (sal 30, 14). Y Teresa de Ávila, en el siglo XVII: “Se está ardiendo el mundo, no es tiempo de tratar con dios negocios de poca importancia.”
No hay que dejar que esa sensación de crisis nos paralice. Vivimos tiempos muy buenos, porque son los nuestros. Tenemos una gran luz, siempre presente en el magisterio pero sólo hoy difundida: la llamada universal a la santidad (predicada desde 1928 por el fundador del Opus Dei y recogida luego por el concilio Vaticano II).
Esa llamada ha abierto inmensos horizontes a la misión apostólica de los laicos, a la espiritualidad conyugal, que ya no es una mera espiritualidad monástica rebajada, a la santificación de la vida ordinaria, como lugar de encuentro con Dios.



La misión precede a la comprensión
Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios.” (Lc 21, 15).
Jesús envía a los discípulos de dos en dos para que anuncien que “el Reino de Dios está cerca de vosotros”. No comprenden mucho, pero pueden añadir: nos lo ha dicho Jesús, y hemos estado con Él. La misión precede a la comprensión. El apóstol va, como cordero en medio de lobos, cuando quizá ni él mismo comprende mucho. Pero lo importante es Él, que envía.
Lo esencial es ser, con Cristo, una palabra viviente y entregada al otro.  Más que tener una palabra sobre Dios, se trata de ser una palabra de Dios. Ser, cada uno, una respuesta (que no comprendemos del todo, pero somos), siguiendo al Verbo en su camino de Cruz y alegría.
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 “La palabra Dios, cuando la entendemos bien, nos deja boquiabiertos, nos abre, nos sorprende, nos dispone al Encuentro. Nos dice que no tenemos la última palabra.”
Quizá esta larga reseña es una demostración más de que efectivamente, balbuceamos cuando queremos hablar de ese buen Dios que “está junto a nosotros de continuo.” (san Josemaría, Camino 267)