sábado, 25 de mayo de 2013

Metafísica y ciencia experimental



Hay certezas más allá de la ciencia 


Un conocido divulgador de la ciencia comentaba que, para él, hablar de Dios es como  hablar de elefantes voladores. Hasta que no se lo demuestren, con el rigor de una prueba científica, no verá en Dios sino una fantasía sin base real.

Su equivocado razonamiento es un error frecuente en quienes confunden racionalidad humana con racionalidad científica. Toman la parte por el todo. 

Conocemos muchas cosas que no son fruto de procedimientos científicos. Nuestra razón es capaz de alcanzar certezas sobre cosas no materiales, inalcanzables mediante  fórmulas matemáticas o experimentos de laboratorio. La mayor parte de nuestro conocimiento ordinario consiste en certezas de ese tipo: son certezas metafísicas.



Somos capaces de reconocer el bien que se encierra en una acción generosa. De identificar eamor: querer y sentirse querido es  una realidad metafísica, anterior y mucho más profunda que la mera "química" entre personas. 

Tenemos  autoconciencia.  Sé que soy el mismo “yo” hoy que ayer, y que mañana seguiré siendo “yo” mismo. Esa autoconciencia, que sugiere permanencia, le hacía decir a Pascal: “Soy más grande que el universo, porque aunque el universo se me cayera encima, yo lo sabría, pero él no.”

Nuestro lenguaje, por el que transformamos sonidos en ideas, nos habla de una capacidad de abstracción y trascendencia que está más allá de la física. Los simios carecen de esa trascendencia. Un simio no habla, no porque no sepa hablar, sino porque no tiene nada que decir. Nosotros sí tenemos cosas que decir,  porque somos capaces de  conocer realidades que trascienden la materia: realidades espirituales, inalcanzables mediante racionalidad meramente científica.

Con el conocimiento metafísico alcanzamos verdaderas  certezas, no meras conjeturas. Tengo certeza de mi libertad, de mi racionalidad,  del sentido único de cada vida humana, de mi capacidad de argumentar y  conocer la verdad.

Tengo certeza de que esta persona me quiere. De que aquella otra es digna de confianza, y por tanto el dato que me da es fiable y no necesito comprobarlo. 

En realidad, como ha escrito Leonard, sólo lo existencialmente insignificante es “perfectamente comprobable” por la razón. A partir del momento en que entramos en el campo de la comunicación entre personas, una cierta confianza en la palabra reveladora del otro ha de entrar en juego. Alcanzamos  muchas certezas que no han necesitado demostraciones lógicas perfectas. Certezas sobre cosas que ningún instrumento científico es capaz de medir, o sobre cosas que no necesitamos comprobar, porque confiamos en quien sí las ha comprobado.

       Esas certezas metafísicas no pueden ser demostradas por la ciencia experimental, pero eso no las  convierte en irracionales. Sencillamente muestran que la ciencia experimental no es la vía exclusiva de nuestro conocimiento, y que no es la vía válida para alcanzar certezas metafísicas.

Esa capacidad metafísica de nuestro conocimiento, que se eleva por encima de lo material y capta realidades espirituales,  es la que nos permite llegar a reconocer la existencia de Dios.

Otro día podemos hablar  de los supuestos filosóficos necesarios de la ciencia (inteligibilidad del universo, capacidad humana de conocer el orden de la naturaleza, valores que requiere el trabajo científico), muy bien explicados por Mariano Artigas en su espléndido libro La mente del Universo. Ver aquí una conferencia magistral que pronunció sobre el mismo tema en la Universidad de Navarra. 

Y después hablaremos de las vías, que descubrimos en la observación del universo y en nuestro mundo interior,  por las que podemos llegar a certezas sobre la existencia de Dios.





viernes, 24 de mayo de 2013

Humor en familia


Necesitamos sonreir con frecuencia, incluso por motivos de salud. Hacer reir es una de las mejores muestras de solidaridad y amistad. Reir es mejorar la salud propia y ajena. Ya escribí aquí algo al respecto.

Reirse, y sobre todo saber reirse de uno mismo. No ser estirados.

Por eso recomiendo este blog, que me ha pasado mi amigo Jhony Yarza.  Es un blog de consulta para los momentos bajos.

Mirad por ejemplo el post de Salvad al soldado Ryan... Ahí aparece gente sin complejos, que se ríe de sí misma si con eso hace felices a los demás.








http://humorenfamilia.blogspot.com.es/

María Auxiliadora, un clamor filial entre los antiguos alumnos salesianos





    No es un mero sentimiento subjetivo, ni un simple recuerdo nostálgico del pasado. 

    Es una fuerte realidad de afecto de hijos a su Madre Auxiliadora, que está siempre junto a nosotros.  

    Dispuesta a ayudar en lo que haga falta. 

    Lo aprendimos a descubrir siendo pequeños. 

    Y a ninguno se nos ha borrado: ruega por nosotros, Auxiliadora de los cristianos!

    Un alumno salesiano no puede olvidarse de María Auxiliadora. 

    Bueno, quizá sí podría... Pero Ella no.

    Auxilium christianorum, ora pro nobis!

    ¡Feliz 24 de mayo! 

             

jueves, 23 de mayo de 2013

Guía de 25 años de periodismo y narrativa digital



   


     Interesante estudio de Ramón Salaverría para conocer la evolución del periodismo y la narrativa digital  en los recientes 25 años: en 1994 se lanzaron los primeros medios web. Descargable en pdf. 

    También interesante, para especialistas, este estudio profundo del lenguaje digital y sus fundamentos semióticos y narrativos, a cargo  de Ramón Salaverría y Pilar Sánchez-García. 

    Y una visión práctica de la narrativa digital en este otro artículo de Rubén Sáez: Por qué se aburre nuestra audiencia. 







sábado, 18 de mayo de 2013

Las pequeñas virtudes. Natalia Ginzburg

                                            


Conjunto de ensayos y relatos de la escritora italiana (1916-1991) que sorprenden por su sencillez y profundo sentido humano. Destaco tres ideas que me han llamado especialmente la atención, para invitar a la lectura íntegra del libro. Se refieren a tres de los vicios a los que puede arrastrarnos la cultura dominante, si no estamos en guardia.


El primero es el silencio, entendido en su sentido peyorativo, de aislamiento de los demás como consecuencia del individualismo egoísta. El segundo la pérdida del sentido de culpa, a la que incita la cultura del placer. Y el tercero, el afán de dominio posesión sobre cosas y personas, propio de la cultura materialista, que ignora que Dios es el único que merece ser poseído, y que nuestra mirada sobre los demás ha de ser, como la suya, una mirada de misericordia.

  

El silencio, en su sentido de aislamiento e incomunicación, es uno de los vicios más graves y extraños de nuestra época. Los que tenemos algunos años podemos dar fe del contraste entre la pronta y amigable conversación de hace pocas décadas, y la difícil comunicación actual, con gente ensimismada, “a la suya”, refractaria al diálogo enriquecedor. Mucho tiene que ver esto con la pérdida del sentido cristiano, abierto a los demás por naturaleza. Sin olvidar que el silencio tiene también un sentido positivo: ese silencio interior que necesitamos para el encuentro con uno mismo y con Dios.  El silencio que se requiere para tomar conciencia de nuestro yo, y así ser capaces de entregarlo con más plenitud. El silencio que los artistas han llamado creador.

  

Un profundo silencio, el de la incomunicación, prosigue Natalia Ginzburg, se ha ido acumulando poco a poco en nuestro interior, quizá desde pequeños, y llega un momento en que no sabemos cómo relacionarnos con los demás, cómo manifestarles nuestros sentimientos. El silencio (lo que se expresa cuando decimos “Se ha perdido el gusto por la conversación”) es falta de relación libre y normal entre los hombres, y es una enfermedad mortal. El silencio puede llegar a alcanzar una forma de infelicidad cerrada, monstruosa; optar por el silencio, encerrarse, puede llegar a ser optar por ser diabólicamente infelices, y eso lo podemos evitar, es preciso evitarlo. El silencio es un pecado, como la apatía o la lujuria.


Natalia Ginzburg

 

Para librarnos del sentimiento de culpa algunos nos proponen hacer de nuestra vida pura elección del placer: pero eso es un gran error, es vivir contra natura, porque al hombre no le es dado elegir siempre. La mayor parte de las cosas de nuestra vida no las podemos elegir: ni la cara, ni los padres, ni la hora de la muerte… La única elección que se nos permite es la elección moral: entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, entre la verdad y la mentira. 

 

Desprendimiento: somos adultos por aquel breve momento que un día nos tocó vivir, cuando miramos como por última vez todas las cosas de la tierra, y renunciamos a poseerlas, las restituimos a la voluntad de Dios. Y de pronto las cosas de la tierra se nos han aparecido en su justo lugar bajo el cielo, y también los seres humanos, y nosotros mismos, mirando desde el único lugar justo que nos es dado.

 

En ese breve momento hemos encontrado un equilibrio en nuestra vida oscilante, y nos parece que podremos encontrar siempre ese momento secreto, buscar en él las palabras para el propio oficio, nuestras palabras para el prójimo. Mirar al prójimo con la mirada adecuada y libre, no con la temerosa o despreciativa del que siempre se pregunta, en presencia del prójimo, si será su amo o su siervo.

 

En ese momento secreto nuestro hemos descubierto que en la tierra no existe verdadero dominio ni verdadera servidumbre. Y ahora buscaremos en los otros si ya les ha tocado vivir un momento idéntico, o si todavía están lejos: eso es lo que importa saber, porque en la vida de una persona ese es el momento más alto. Y es necesario que estemos con los demás teniendo los ojos puestos en el momento más alto de su destino.

 

Descubrimos que seguimos siendo tímidos, pero no nos importa, porque desde ese momento secreto encontramos facilidad para hallar las palabras adecuadas en nuestras relaciones humanas. Pero debemos recordar siempre que toda clase de encuentro con el prójimo es una acción humana, y por lo tanto, es siempre mal o bien, verdad o mentira, caridad o pecado.

 

Sufrimos ante las miradas duras que nos dirigen otros, incluso a veces nuestros propios hijos; aunque sepamos demasiado bien (por propia experiencia) el largo camino que se necesita recorrer hasta llegar a tener un poco de misericordia.

 





 










viernes, 17 de mayo de 2013

Razones para creer. André Leonard



Razones para creerAndré Leonard. Ed. Herder


Estamos ante un valioso tratado sobre la fe cristiana, fruto de largos años de  experiencia de André Leonard como profesor de metafísica y filosofía moral en la Universidad de Lovaina. Leonard muestra que, ante las exigencias de la inteligencia humana, la fe se manifiesta plenamente razonable, puede dar razón de sí misma. Y no solamente es racional, sino creíble. Creer no excluye el acto de inteligencia, sino que lo supone. 

  

Las cuatro partes en que divide el libro explican bien su contenido. Primera, la importancia de una justificación racional de la fe, que aleja tanto del riesgo de fideísmo como del seco y corto racionalismo. Segunda, las razones que podemos alcanzar con nuestra inteligencia para descubrir Dios. Tercera, las razones para creer en Jesucristo, sólidamente apoyadas en hechos históricos que la fundamentan, en contraste con otras religiones que se presentan como mitos intemporales. En el cristianismo lo definitivo no son las ideas, sino el encuentro personal con Jesucristo, que afirma ser a la vez verdadero Dios y verdadero hombre. Y cuarta, la respuesta de la fe cristiana al problema del mal.

  

La presencia masiva del mal físico en el mundo es un enigma incomprensible e incluso escandaloso, al que sólo el cristianismo da respuesta: Dios ha creado un mundo bueno y ha destinado al hombre a la felicidad, pero nos ha hecho libres porque estamos destinados a amar, y no es posible amar sin libertad. De ahí el claroscuro de la fe: Dios se nos presenta de un modo suficientemente convincente, pero no apremiante, porque quiere ser amado libremente. También los amantes se dan a conocer poco a poco, con pudor, suavemente, sin coacción. Si Dios se nos mostrara de pronto en toda su Belleza y Poder dejaríamos de ser libres.

 

Pero la libertad lleva consigo el riesgo de usarla mal, de rechazar el bien y adherirse al mal.  La rebelión angélica y humana debió ser de tal calibre que tuvo repercusión cósmica: el mal entró en el mundo como consecuencia del pecado, del rechazo de Dios, Sumo Bien.

 

Pero Dios es Amor, y no se cansa de buscarnos. Para rescatarnos del pecado ha enviado a su Hijo, que nos ha salvado mediante la Cruz. Ahora podemos descubrir -con Él y en Él- el sentido del dolor, que ya no es motivo de rebelión, sino camino de reencuentro con el Padre.

  

Dios ha iluminado el misterio del mal en Jesucristo: por eso no puede haber fe sólida en Dios si no hay fe sólida en Jesucristo. Sólo si Dios existe el problema del mal se plantea de modo agudo. Desde una perspectiva atea, ¿no es normal que el hombre, surgido evolutivamente de la jungla animal, esté poseído de un temible egoísmo?

 

Como dice san Josemaría Escrivá: “Esta es la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma…; y con ella conquistamos la eternidad” (Surco, 887)

 

Anoto alguna otra idea que he subrayado, sin ánimo de exhaustividad:

 

La fe es transracional, se mueve en un plano que supera la capacidad de nuestra inteligencia.  Pero es razonable. Sólo así es digna tanto del sujeto de la fe (el hombre, ser inteligente que rechaza lo absurdo e irracional), como de su objeto (Dios, un Ser que supera infinitamente nuestro entendimiento, pero ha creado un mundo inteligible para nuestra inteligencia). 

 

En realidad, toda comunicación humana es transracional: hay que creer en el otro; y sin embargo es enriquecedora. Sólo es comprobable por la razón lo insignificante, sólo se puede demostrar con el método de las ciencias naturales lo que se mueve en el terreno puramente material.

 

Pero el hombre, lo sabemos bien, es más que materia, tiene una dimensión espiritual (los afectos, los sentimientos, la confianza, la sed de infinitud, de felicidad y permanencia…) Y el espíritu es imposible de reducir a comprobaciones y medidas propias del método científico, que se muestra incapaz ante lo espiritual.

 

Una prueba de que el hombre transciende la naturaleza es el lenguaje: el hombre es esencialmente metafísico. También lo prueba la autoconciencia, la percepción del yo, que transciende el dato físico. 

 

Somos libres por naturaleza, pero a la vez sabemos que no nos hemos dado esa libertad. El hombre, al contrario que los animales, es esencialmente histórico, porque la libertad forma parte de su naturaleza y es la fuente de una incesante creatividad cultural.

 

Tres rasgos hacen que Jesucristo sea un personaje único en la historia: 1) afirma que es Dios; 2) es condenado a muerte infamante por hacerse Dios; 3) unos testigos afirman, al precio de su vida, que ha resucitado de entre los muertos. 

 

1                 


   

 

A propósito del orden del universo, que deslumbra a los científicos y permite al hombre intuir a Dios, Inteligencia Creadora, Leonard comenta la carta de Einstein a Maurice Solovine, en 1952, en la que se refiere  al “milagro” del orden cósmico y  expresa su asombro metafísico ante la admirable inteligibilidad del mundo:     

 

 

“Encuentra usted curioso que yo considere la comprensibilidad del mundo como un milagro o misterio eterno. Pues bien, a priori cabría esperar un mundo caótico, que no puede en modo alguno ser aprehendido por el pensamiento. Se podría, e incluso se debería, esperar que el mundo estuviera sometido a la ley sólo en la medida en que nosotros intervenimos con nuestra inteligencia ordenadora. Se trataría de una especie de orden como el orden alfabético de las palabras de una lengua. Al contrario, la especie de orden creada, por ejemplo, por la teoría de la gravedad de Newton, es de carácter totalmente distinto. 

Porque si los axiomas de la teoría son planteados por el hombre, el éxito de una empresa de esta clase supone un orden de alto grado del mundo, objetivo que a priori nadie estaba autorizado a esperar.  Este es el milagro que se fortalece más y más con el desarrollo de nuestros conocimientos. Aquí se encuentra el punto débil de los positivistas y de los ateos profesionales, que se sienten felices porque tienen la conciencia no sólo de haber privado con todo éxito al mundo de sus dioses, sino también de haberlo despojado de sus milagros.”

 

Pero el final de la carta decepciona. Einstein renuncia a sacar las últimas consecuencias de la existencia de este “milagro”, como si esa inteligibilidad pudiera subsistir sin una inteligencia que la haya concebido y realizado: 

“Lo curioso es que hemos de contentarnos con reconocer el milagro, sin un camino legítimo para ir más allá. Me veo forzado a añadir esto expresamente, a fin de que no vaya usted a creer que, debilitado por los años, me he convertido en presa de los curas…” 

 

Pero el tema no tiene nada que ver con los curas. Es un problema de razonamiento intelectual. ¿Puede darse un inteligible sin inteligencia? En verdad las verdades científicas comprometen, y además de ver, el científico ha de querer comprometerse con las consecuencias de lo que ve. Y ahí entra en juego el gran riesgo de la libertad del hombre, que actúa libremente, pero se espera de él rectitud moral: la ciencia compromete… si uno quiere.

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El libro supone un valioso elenco de razones ante las críticas que con frecuencia se hacen en nuestros días a la fe de la Iglesia. Quizá no explica bien, a mi juicio, algunas tesis poco claras de Rhaner respecto al mal y los novísimos, y ciertas críticas suarecianas a las pruebas de santo Tomás. 

 

Una lectura muy recomendable en el Año de la Fe que está viviendo la Iglesia católica. Como ha señalado Benedicto XVI “El conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia”.

 

 


viernes, 10 de mayo de 2013

Encarnación Ortega, una mujer bandera en el mundo de la moda






Páginas de amistad. Relatos en torno a Encarnita Ortega
Maite del Riego. Ed. RIALP


   Encarnación Ortega Pardo
fue una de las primeras mujeres del Opus Dei. Su vida es el relato de la forja de virtudes humanas y cristianas, con las que Dios la fue preparando desde su infancia. Sufrió las terribles consecuencias de la guerra civil, que pasó en Teruel con su familia. Durante el asedio, con sólo 16 años, sirvió como enfermera militar. 

   En 1941 asistió en Alaquàs (Valencia) a un curso de retiro que predicó el fundador del Opus Dei, san Josemaría. En esos días de intensa oración escuchó la llamada a la que Dios la venía preparando, y solicitó ser admitida en el Opus Dei. Desde entonces se entregó con pasión de enamorada a su vocación de servicio a Dios en el trabajo y en las circunstancias ordinarias de la vida. 

   En 1946 marchó a Roma, donde trabajó intensamente junto al fundador durante 15 años, ayudándole con eficacia y fidelidad en el gobierno y expansión apostólica del Opus Dei por todo el mundo. Era una mujer de temple, firme y a la vez suave, ecuánime, sin arrogancia. Inspiraba confianza. Sabía escuchar y comprender, desdramatizar y echarle humor a la vida cuando surgían complicaciones. 

   Desde 1961, de vuelta en España, su fina sensibilidad le impulsó a dedicarse a actividades relacionadas con la imagen y la moda femenina. Una actividad en la que por su buen gusto y elegancia se encontraba como pez en el agua. Deseaba también secundar el deseo de san Josemaría, que hablaba con frecuencia de la necesidad de profesionales que promovieran una moda bella, atractiva, elegante, que resaltara la dignidad de la persona

   Encarnita, como la llamaban familiarmente, estaba dotada de un gran sentido de la amistad. Este libro recoge testimonios de algunas de las numerosas personas que la recuerdan con agradecimiento por haber tenido el privilegio de tratarla, y relatan la honda huella que su trato ha dejado en ellas. A través de recuerdos de personas que la conocieron de cerca, sobre todo en los últimos años de su vida, vamos descubriendo el secreto del temple y del rico mundo interior de Encarnita. Reseño aquí sólo algunas pinceladas. 

   Elegancia, arte, belleza,…están relacionados con el respeto a los demás, con la dignidad propia y ajena. Manifestaba que hay una honda relación entre el arreglo personal, “ir bien” y el respeto a los demás. Su delicadeza y su forma de arreglarse no eran simple forma exterior, manifestaban respeto y un afecto verdadero hacia las personas. Y en el fondo de todo esto había mucho más. Su figura, su compostura, siendo naturales, tenían fuerza y contenido. Su estar llevaba a Dios

   Juanto a su amor a la belleza, Encarnita tenía el don de piedad, que nos relaciona con Dios. Y como dice Richard Harries en su libro El arte y la belleza de Dios:Cuando el amor a la belleza y el amor a Dios se combinan, el resultado puede ser de verdad intenso”. 

   Encarnita recordaba con frecuencia lo que Juan Pablo II, en la carta a los artistas, ha dejado escrito:“la belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente”. La huella de Dios está impresa en los valores estéticos verdaderos: una poesía, una buena película, una composición musical, la elegancia de una persona, la grandeza de un paisaje… 

   La ropa puede ser un elemento educativo también para los pequeños: a través de la ropa pueden aprender virtudes: buen gusto, sobriedad, orden,… 

  La importancia de arreglarse cuando se es menos joven, o en la enfermedad: Encarnita hasta el último momento trató de estar bien arreglada y presentable, hasta el punto de que los médicos se sorprendían. Con su fino sentido del humor les decía: “Una cosa es que yo esté mal, y otra que dé pena”. 

   En sus últimos años, comentaba que se arreglaba porque era ya mayor y por su enfermedad no podía ayudar con trabajos físicos. Por eso, su aportación a la familia consistía en intentar estar agradable y alegre, para que los demás no se preocuparan y se sintieran mejor…

   Este deseo de agradar le dio vitalidad hasta la muerte, aunque le costara esfuerzo. En la enfermedad hay que pensar en los demás, decía. No quería que se dijera a los que llamaban por teléfono que no se podía poner, porque era una forma de alarmar y de hacer pasar malos ratos innecesarios; se sobreponía aunque estuviese muy mal, y daba ánimos a los demás. 

   Tenía siempre esa atención constante por los demás, que le salía del fondo, como algo profundamente querido y adquirido, con la ayuda de Dios. En los ratos que pasaba en familia, nunca se quejaba de nada, ni interrumpía las conversaciones. A pesar de que tenía tanto que decir, casi siempre callaba. Hablaba si veía que el ambiente decaía, salvando la situación con oportunidad. 

   Felicidad, alegría. Decía, y lo vivía, que la gente que es feliz, pase lo que pase, es la que mueve a otros a buscar la felicidad, a imitar ese carácter y ese modo de afrontar las situaciones sencillas o complicadas. Lo deseable es que cada uno sea ese punto de referencia para los demás, porque lo necesitan tanto como nosotros mismos. 

   Comunicaba bien. Aunque llevaba guiones bien preparados a sus conferencias y charlas,  jamás los leía y utilizaba pocas citas literales. Se dirigía a la gente en un diálogo directo, adaptándose a las características del público. Procuraba introducir el tema contando una anécdota o algo que en aquellos días era tema de conversación: así captaba la atención desde el primer momento, se la seguía con interés y el contenido resultaba actual y atractivo. 

   El cielo. El cristiano no tiene miedo a pensar en el más allá, y Encarnita pensaba en el cielo. Un día detalló a una de sus amigas cómo veía su encuentro con Jesús en el Cielo: “Allí te mostrará dos imágenes, una será la de los planes que tenía para ti y la otra lo que en efecto has hecho en tu vida. Si las dos coinciden has cumplido la voluntad de Dios y recibirás el premio eterno”. Y también añadía: “Piensa qué feliz serás cuando llegues al Cielo y digas: mira, todos éstos –y ahí hizo un amplio gesto con la mano-, todas estas almas he traído para Ti”. 

   Estaba siempre disponible, dispuesta a servir. Cuando alguien le preguntó por qué nunca decía que no y siempre estaba disponible para lo que le pedían, respondió: “Es que no hay que decir que no, si se puede hacer, porque el que pide espera una respuesta afirmativa y eso es lo que agrada a Dios”. 



Opus Dei -   Fallecida en 1996 sin perder su serena sonrisa, la fama de su vida santa se ha extendido por el mundo y son muchos los que se encomiendan a su intercesión y le piden favores de todo tipo. El rico contenido de este libro ayuda a entender por qué.