martes, 28 de julio de 2020

Diálogo



Una de las palabras más empleada por muchos políticos es “diálogo”. Se autodefinen dialogantes, y acusan a sus oponentes de “falta de diálogo”, sinónimo de intolerancia. 


Deberíamos ponernos en guardia cuando alguien acusa a otro de intolerante, y analizar con sentido crítico –libre de partidismos- cuál es la cuestión en liza y quién es o no el dialogante.


Leo estos días una biografía de Lenin, uno de los personajes más dañinos de la historia reciente. Está escrita por el  historiador y periodista húngaro Victor Sebestyen, especializado en historia de Rusia y del comunismo. Estremece recordar las formas que empleaba el líder del sector bolchevique del partido comunista para imponerse en los debates, incluso entre sus propios correligionarios.



De forma deliberada utilizaba un lenguaje violento, calculado para hacer sentir odio, aversión y desprecio a sus oponentes. No intentaba convencer, ni siquiera corregir los supuestos errores del otro, sino sólo destruirlo a él y a su organización política.


Un futuro alto cargo soviético escribió que Lenin calculaba con frialdad todas las calumnias e insultos que lanzaría a sus contrarios (desde “canalla traidor” a “pedazo de mierda”…), para descolocarlos hasta conseguir echarlos del campo. “A la refutación de las ideas contrarias siempre precedía la condena, el escarnio o la humillación del oponente”, dejó escrito Trotski.




Otro de sus pocos amigos, que también acabó rompiendo con él, señalaba que su agresividad y sus insultos rastreros terminaban siendo insoportables y lograban su objetivo, que no era otro que la intimidación y el abandono del contrario.


En ese ambiente, los que no tenían su despiadada ambición preferían unirse a otros grupos, o sencillamente desaparecían antes que seguir soportando sus agresivos insultos. Eso era lo que pretendía Lenin: derrotar a los discrepantes por agotamiento o porque no estaban dispuestos a rebajarse a su lodazal dialéctico.


Una de las máximas de Lenin era: “En la política, sólo hay un principio y una verdad: lo que beneficia a mi oponente me perjudica, y viceversa”. El fin lógico de ese estilo de pensar basado en la mentira y la agresividad, era pasar de la violencia verbal a la brutal agresión física. Y así fue: el triunfo de la revolución soviética inauguró una de las etapas más sanguinarias que ha tenido que soportar el pueblo ruso.




Deberíamos reflexionar más sobre lo que la historia nos enseña, y analizar con sentido crítico el lenguaje de políticos  y comunicadores actuales, para discernir la verdad y no caer en las redes de los estilos violentos. La convivencia se envenena con personajes que en sus discursos arremeten despiadadamente contra la persona, sin importarles el diálogo racional y constructivo.


Hay que recordar una y otra vez que se puede disentir de las ideas sin herir a las personas que las sustentan. Y que toda agresión verbal es ya una agresión, porque es una ofensa a la dignidad de la persona. Una ofensa que contiene una fuerza destructora que nos acerca peligrosamente a la espiral de la violencia, y que causa un daño que se debe reparar.



Convivir en paz requiere desterrar toda forma de violencia. Démosle a la palabra diálogo su contenido real. Dialogar es colaborar con el que piensa distinto y nos está exponiendo su punto de vista, caminar juntos por el surco que el otro está abriendo al iniciar la conversación, escuchar y valorar lo que de verdad hay en sus palabras, y no sólo lo que nos dicta el interés personal o de partido. 




Y construir juntos un futuro más digno a través de una conversación que puede disentir, pero que siempre respeta –en el fondo y en la forma- la dignidad de la persona con la que hablo.

 


 

 

 

 


martes, 21 de julio de 2020

Orientar la brújula vital

 

En momentos de crisis necesitamos referentes, ejemplos cercanos que, al mirarlos, orienten la brújula de nuestra conducta.

Recuerdo unas palabras de la periodista Teresa Sádaba durante los preparativos de la beatificación de Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei.

Sádaba, que estudió a fondo la personalidad del beato Álvaro, descubrió que muchas de sus cualidades, de su estilo de vida, le convertían en un referente para todos, y era bueno darlos a conocer. Señalaba especialmente tres:

-transmitía paz: en tiempos convulsos necesitamos cerca gente serena, que transmita paz a su alrededor;

-vivía pendiente de los demás: quizá ese fue el secreto de que viviera una vida plena, y nos anima a todos a salir del egoísmo y vivir pendientes de los demás;

-el eje de su vida era la oración, la cercanía a Dios a través de la oración y la Eucaristía; y eso nos ayuda a pensar en la trascendencia, a redescubrir que nuestra vida es un camino hacia el cielo, donde nos aguarda ese Dios, Jesús hecho Pan, al que hemos tratado ya aquí con confianza de amigo.

Tres cualidades orientadoras para momentos convulsos. Mantengamos fijo el timón en ese rumbo. Seguro que don Álvaro nos ayuda desde el cielo.

 

 


lunes, 20 de julio de 2020

Misión de los laicos

El mensaje de san Josemaría sobre la misión de los laicos

Cfr. Vida cotidiana y santidad en las enseñanzas de san Josemaría. Javier López y Ernst Burkhart, pags 34 a 73.



“La espiritualidad y la acción del Opus Dei se insertan (…) en el proceso teológico y vital que está llevando al laicado a la plena asunción de sus responsabilidades eclesiales, a su modo propio de participar en la misión de Cristo y de su Iglesia.” (San Josemaría, Conversaciones, n.20)

Como los primeros cristianos

        La historia de la Iglesia podría sintetizarse en este esquema:

Siglos I a IV       Primeros cristianos, personas de todas las áreas sociales que extienden el cristianismo a través de sus actividades familiares, profesionales y sociales.

La Carta a Diogneto, del siglo II, los describe así: los cristianos no llevan un género de vida aparte de los demás, pero “dan muestras de un peculiar tenor de conducta, admirable y, por confesión de todos, sorprendente”. Destacan entre otras cosas por el cumplimiento de sus deberes cívicos. En esa vida corriente procuran difundir su fe.

                 

Hasta tal punto son conscientes de su misión y celosos de ella que el filósofo pagano Celso los acusaba, según refiere Orígenes, de aprovecharse de sus profesiones –zapateros, maestros, lavanderos…- para sembrar en las casas particulares y en la sociedad entera la semilla evangélica.

Siglo IV             Reconocimiento público de la Iglesia. Comienza el florecimiento de la espiritualidad religiosa, caracterizada por el abandono de las cosas mundanas. Eclipse paulatino de la conciencia de vocación y misión de los laicos.

        IV a IX      Evangelización de los pueblos germánicos

        IX a XIV    Sacro Imperio y Cristiandad Medieval

        XV y XVI    Pérdida de la unidad religiosa en Europa e inicio de la secularización

        XVI-XVIII   Secularización y período revolucionario


Eclipse de la vocación laical

A partir del siglo IV se produjo en la Iglesia  un eclipse de la conciencia de la vocación y misión de los laicos, de su papel en la Iglesia y en la sociedad, tal y como lo habían vivido las primitivas comunidades cristianas. Un eclipse que, con pocas excepciones, ha durado hasta el siglo XX, y que aún ahora dura para no pocos dentro de la Iglesia.

Desde el siglo IV hasta el XVIII hubo un florecimiento de la espiritualidad religiosa, y una mengua simultánea en los laicos de la conciencia de su misión en la Iglesia, que pasó a considerarse secundaria.

Durante ese período, la vida laical era iluminada “desde fuera”, por la luz de grandes santos sacerdotes y religiosos, pero con elementos específicos de la vida religiosa, que incluían el apartamiento de las actividades seculares, y situaban la vida religiosa (apartada del mundo) como paradigma de toda santidad.

Santos que en siglos más recientes intentaron desarrollar una espiritualidad laical fueron san Francisco de Sales (s XVI), que sugiere a los laicos los medios ascéticos de los religiosos con algunas adaptaciones; san Alfonso María de Ligorio (S XVIII), que habla de piedad en la vida corriente; o san Juan Bosco (S.XIX), que trató de la dignificación del trabajo.

Pero todos ellos siguen considerando las actividades seculares como algo inevitable, lleno de peligros para la vida moral, y no como campo de santificación y terreno de conquista, de cumplimiento de la misión confiada por Cristo a los cristianos.

El cardenal Albino Luciani, poco antes de ser elegido Papa como Juan Pablo I, glosó en un artículo la singular aportación de san Josemaría al fundar, por inspiración divina, el Opus Dei. Escribió que san Francisco de Sales habla “espiritualidad de los laicos”, pero Escrivá de “espiritualidad laical”, esto es, no de meras adaptaciones de lo religioso, sino de un radical “materializar” la santificación, transformando el mismo trabajo material en oración y santidad.


Laicidad versus clericalismo

Entre otras manifestaciones, y a modo de ejemplo, humildad y pobreza son virtudes que han dado origen en la historia del cristianismo a actitudes ligadas al apartamiento del mundo, propio de los religiosos. San Josemaría enseña a vivir esas virtudes con toda exigencia, pero prescindiendo de rasgos ajenos a la condición laical.

Lo que el fundador del Opus Dei transmite es un espíritu laical y secular diverso de las espiritualidades de los religiosos. Aprecia la vida consagrada, pero enseña la santificación en medio del mundo.

El laico puede aprender mucho del religioso sobre cómo tener el alma llena del deseo de Dios, pero no le basta su ejemplo para ser ciudadano de la ciudad de los hombres. El laico ha de compenetrar el deseo de Dios y su condición de ciudadano de la ciudad temporal, en unidad de vida, manifestando en sus obras una plena coherencia con su fe.

El ideal que propone san Josemaría no es un eslabón más en la línea de la mundanización de la vida religiosa, que comenzó (por circunstancias explicables) a partir de lo siglos XVI y XVII. Se trata más bien de una nueva toma de conciencia que adquieren los laicos de su vocación y misión propias, que conecta con el estilo de vida de los primeros cristianos.



Así lo explicaba el fundador del Opus Dei en una entrevista:

“Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían de los demás  ciudadanos”. Conversaciones, n. 24.

Para san Josemaría, secularización no es sinónimo de descristianización, sino que se refiere a la desclericalización, y se sitúa en la línea de la libertad, de la búsqueda de nuevas libertades que está en el núcleo de la modernidad.


 Laicismo y descristianización

En cambio, el proceso de descristianización surge de reclamar una libertad autónoma respecto a Dios, de querer la persona constituirse en fuente autorreferencial de la propia normatividad.

Ha escrito san Josemaría: “El laicismo es la negación de la fe con obras, de la fe que sabe que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como último sentido la gloria de Dios y la salvación de las almas.”

Ese laicismo se opone a la idea cristiana de libertad, que no es “libertad de hacer lo que quiera” sino capacidad de escoger entre el bien y el mal.

El concepto falso de libertad, reivindicado por algunos pensadores, les llevó al conflicto con la Iglesia y al intento de marginarla, como fuerza opuesta al progreso. Para ellos la libertad significa:

-antropocentrismo cerrado a la trascendencia

-razón desvinculada de la fe

-voluntad emancipada de todo vínculo

-conciencia responsable sólo ante sí misma 

 

Laicidad es libertad en las opciones temporales

La laicidad, tal como la entiende el fundador del Opus Dei, es en cambio sinónimo de desclericalización, y pide una justa autonomía de las actividades temporales, que no consiste en autonomía respecto a Dios, sino en reconocer que las cosas creadas y la misma sociedad tienen sus propias leyes y valores.

Se trata de volver a las raíces de los primeros cristianos, como describe la citada Carta a Diogneto, del siglo II: “Los cristianos son en el mundo lo que el alma en el cuerpo (…) Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, que no les es lícito desertar.”


Clericalismo es ignorar la autonomía de los laicos en lo temporal

León XIII, en su encíclica “Au milieu des solicitudes” (1892), señala un punto de inflexión para la vida católica: si hasta esa fecha toda la “vida católica social” dependía de la buena armonía entre ls autoridades de la Iglesia y las del Estado, rota esa armonía colaborativa,  a partir de ahí va a depender del incremento de las responsabilidades personales de los ciudadanos cristianos. La misión de la Iglesia se realizaría en adelante por las conquistas de la acción de los laicos, sin esperar favores de la autoridad civil.

Poco después, con Pío XI (1922) nacía la Acción Católica, con el fin de impulsar esa “misión de los laicos”, pero entendiéndolos como meros colaboradores del clero. De hecho, dejó de usarse la expresión “participación” en el apostolado jerárquico para hablar de “ayuda” y “colaboración”: esto es, se trataba de usar a los laicos como longa manus de la jerarquía en cuestiones temporales, clericalizándoles.

No tiene por qué entrañar peligro de clericalismo que el clero dirija actividades eclesiásticas. Pero cuando se trata de actividades temporales el riesgo existe.

El planteamiento de Ación Católica ponía a los laicos en posición subordinada al clero. El impulso que se pretendía dar a su acción apostólica resultaba como consecuencia de un mandato de la jerarquía, y no del apostolado como fruto del ejercicio responsable de la libertad de los hijos de Dios en la vida secular, donde las soluciones legítimas pueden ser múltiples y variadas.


Libertad y responsabilidad de los laicos en lo temporal

Para sanar la equivocada noción de libertad (autónoma de Dios), se hacía necesario fomentar el ejercicio práctico de la libertad cristiana por parte de los laicos en la santificación y en el apostolado a través de las actividades temporales, asumiendo su responsabilidad propia.

Frente al mal de una libertad sin Dios, que secularizaba la cultura y la sociedad, era preciso estimular el dinamismo propio de la vocación bautismal de los católicos, para que cada uno secundara libremente “desde abajo” (y no “desde arriba”) la acción del Espíritu Santo.

En Conversaciones… n. 58 (1968) san Josemaría explica así su mensaje en relación con el trasfondo teológico y pastoral que tuvo que afrontar:

He pensado siempre que la característica fundamental del proceso de evolución del laicado es la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana. La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres. El Santo Padre lo ha dicho de una manera inequívoca: "Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo Bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante ese sacramento, en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia... El ser cristiano, el haber recibido el Bautismo, no debe ser considerado como indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y dichosamente la conciencia de todo bautizado" (Enc. Ecclesiam suam, parte I).


La misión de los laicos se deriva de su llamada a la santidad por el Bautismo


Para san Josemaría lo primero es la toma de conciencia de la llamada a la santidad que recibimos en el Bautismo. Y lo segundo, la misión que cada uno debe realizar. No al revés. Pío XI (1923) y la jerarquía de aquellos años de crisis, ante la urgencia de que los laicos hicieran presente la fe en la vida social y defendiesen a la Iglesia del laicismo, les recordó su vocación a la santidad. El concilio Vaticano II da la vuelta a ese argumento, haciendo suya la enseñanza de san Josemaría, y descubre que lo primero es la llamada a la santidad, de la que se deriva la necesidad de asumir plenamente la misión propia.

San Josemaría dio la vuelta a los términos usuales en autores del siglo XIX y principios del S. XX, que decían que era necesaria la acción de los laicos para el reino de Cristo. Lo que san Josemaría dice es que los laicos han de ser santos, porque es su vocación, y que la santidad exige que realicen su misión apostólica propia.

La misión de los laicos no es prolongación de la que corresponde a los sacerdotes: su misión consiste en santificar desde dentro –de manera indirecta y mediata- las realidades seculares, el orden temporal, el mundo. En esa misión el laico no es longa manus del sacerdocio ministerial, ni su apostolado forma parte de una labor organizada de arriba abajo.

Otra cosa es la cooperación del laico en tareas propias del ministerio sacerdotal (el ministerio de la palabra y de los sacramentos): en esas tareas el laico tiene la facultad de prestar cooperación, de modo subordinado al sacerdocio ministerial. Pero en las actividades temporales no existe tal subordinación.


Superar la visión clerical



La visión clerical tiende a identificar la Iglesia con la Jerarquía, otorga a los pastores el protagonismo de la misión de la Iglesia en el mundo, dejando a los laicos como meros cooperadores instrumentales de la acción del clero en las actividades civiles y temporales.

La comunión con la Jerarquía no implica que los laicos necesiten un mandato de la Jerarquía para el apostolado: porque ya lo han recibido de Dios en el Bautismo. Por eso decía san Josemaría, refiriéndose al apostolado laical que realizan los miembros del Opus Dei: “nunca seremos ningún organismo de la Acción Católica”.

Eran palabras que en 1934 podían chocar, pero inevitables para clarificar un aspecto del espíritu que transmitía. La semilla que Dios le había hecho ver el 2 de octubre de 1928 era una realidad distinta a la Acción Católica, siendo esta un gran servicio a la Iglesia. Quienes se integran en la Acción Católica responden a una convocatoria de la jerarquía; los que siguen el camino de santificación que enseña san Josemaría, recogido en el concilio Vaticano II, responden sencillamente a su vocación bautismal.

Los laicos, explicaba en otra ocasión, “no tienen necesidad de “penetrar” en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí” (Conversaciones, n. 66)

“Una de mis mayores alegrías ha sido precisamente ver cómo el Concilio Vaticano II ha proclamado  con gran claridad la vocación divina del laicado (…) Ha confirmado lo que –por la gracia de Dios- veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años.” (id, n. 72)


 

Una magnífica y sencilla exposición sobre la vocación y misión de los laicos es esta conferencia de Mariano Fazio, Vicario General del Opus Dei. Lleva el significativo título de Transformar el mundo desde dentro. 


 


jueves, 11 de junio de 2020

Religión en la escuela

Donde se aprenden los valores


    Samuel J. Aquila, arzobispo de Denver (USA), comparaba la juventud que se educa en el islam con la juventud en los países occidentales. Los jóvenes musulmanes aprenden a leer en el Corán. Dedican a su estudio desde niños entre 2 y 3 horas diarias, y así las enseñanzas del profeta acaban conformando sus mentes.

    La mayoría de los jóvenes occidentales, en cambio, llevan varias generaciones aprendiendo a leer sobre todo en los contenidos de sus pantallas. Publicidad, videojuegos, teleseries, redes sociales… con sus raciones de hedonismo, violencia, sexo, relativismo y agnosticismo, son los principales educadores que configuran sus mentes desde pequeños.



    Esos educadores digitales abundan en "valores" propios: eres más feliz cuantas más cosas puedas comprar; ser viejo es malo; sufrir no tiene sentido; las relaciones humanas no duran, lo normal es que las parejas y las familias se rompan; la autoridad es un peligro; el cristianismo es irracional; cuida la apariencia de tu cuerpo pero no te abstengas de nada; no te esfuerces, que ya papá Estado cuidará de tí; miente si te conviene… 

    Aquila propone volver al tesoro que contiene las más preciosas joyas de la humanidad: la Sagrada Escritura y la teología cristiana.



    Si dedicásemos 2 o 3 horas diarias a estudiar las enseñanzas de Jesús, las consecuencias para nuestra vida diaria de su riquísimo mensaje de amor y fraternidad… resolveríamos muchos problemas.

    Al menos podemos intentarlo con una hora diaria, sacadas de esas horas tontas que perdemos viendo telediarios que desinforman o programas basura, trasteando sin ton ni son las redes sociales… 


    Cualquiera que aspire a una transformación personal y del mundo, ahí tiene la clave: conocer el Evangelio. Aunque sólo fuera por curiosidad intelectual, hay que conocer la religión católica. 

    No saben el daño que hacen a la civilización, y a cada mente juvenil, quienes quitan la religión de los planes escolares.



viernes, 22 de mayo de 2020

Gobernar con autoridad



                                  


Dos mujeres destacan en el panorama mundial por su eficiente gestión de la crisis del COVID: la canciller federal de Alemania, Angela Merkel, de la Unión Demócrata Cristiana, y Jacinda Ardern, Primera Ministra de Nueva Zelanda, del partido laborista. Los analistas destacan que han sabido gestionar la crisis porque se han centrado en resolver el problema y no en buscar imagen ni rédito político.

Esta forma de actuar, centrada en el interés  común, es la que concede autoridad a un político y lo convierte en líder. Para que cualquier organización funcione bien se requieren líderes con autoridad. Pero tener autoridad es distinto de tener poder. El poder puede ser usurpado, la autoridad no. El poder puede ser déspota, la autoridad no. El poder puede mantenerse mediante compromisos oscuros, la autoridad no. 

La autoridad hay que ganársela con ejemplaridad y transparencia. Autoridad es lo que la gente concede a quien es ejemplar en su actuación. Su buen ejemplo genera confianza, y entonces los subordinados le conceden autoridad.

Que el líder sea merecedor de autoridad es un requisito para  el buen funcionamiento de cualquier organización, cuánto más de los gobiernos encargados de regir un país, y por extensión en cuantos se dedican a la noble tarea de la cosa pública.  

Pero la autoridad hay que ganársela día a día actuando con motivaciones trascendentes, esto es, buscando resultados no solo para uno mismo sino para los demás, para el bien común, un concepto que deberíamos recuperar con urgencia. El bien común tiene en cuenta a todos, y no solo a los de tal o cual facción.

La confianza, en la que se basa la autoridad, es más que una suma de votos u opiniones. Se pierde por el uso injusto del poder (cuando quien manda solo piensa en su propio interés y no en el del conjunto social); por no usar el poder cuando y como se debe (por falta de competencia); o por un uso inútil del poder, restringiendo en exceso la libertad de los subordinados en perjuicio del interés de la empresa, o del país.

Lo explican todos los manuales de gestión de las organizaciones.





domingo, 26 de abril de 2020

La tentación del miedo






Parecía un párrafo de uno de los libros del pensador británico C.S.LewisCartas del diablo a su sobrino, publicado en 1942. Me lo ha pasado un amigo, sobresaltado por la similitud con nuestra situación actual, en plena pandemia ocasionada por el coronavirus

Gracias a la advertencia de otro buen amigo he comprobado que el párrafo es imaginario. Sin duda el autor, inspirado por el sentido que Lewis dio a su obra, ha querido imaginar qué nos diría de la pandemia actual y la reacción de muchos ante ella. Ha redactado un texto y lo ha puesto en circulación, sin advertir que el autor no es C.S.Lewis.

Lo que sí dice Lewis, poniéndolo en boca del diablo, es que como muchos no piensan en la vida eterna, "tienden a considerar la muerte como el mal máximo, y la supervivencia como el bien supremo. Pero es porque les hemos educado para que pensaran así."

Cuando Lewis tenía 30 años, su amistad con Tolkien supuso un reencuentro con el cristianismo. Su conversión dejó una profunda huella en sus escritos. En Cartas del diablo a su sobrino hace una magistral descripción, en clave irónica llena de humor británico, de las diversas formas en que el hombre se deja seducir por las tentaciones del maligno. Y una de ellas es no pensar nunca en el más allá de la muerte, en la vida eterna.



Transcribo ahora el párrafo ficticio que ha sobresaltado a mi amigo, redactado en estos días de confinamiento por algún bienintencionado que debería haber avisado de que el texto no es en realidad de Lewis, aunque se inspire en su obra:

"- ¿Y cómo lograste llevar tantas almas al infierno en aquella época?
- Por el miedo.
-- Ah, sí. Excelente estrategia; vieja y siempre actual. ¿Pero de qué tenían miedo? ¿Miedo a ser torturados? ¿Miedo a la guerra? ¿Al hambre?
- No. Miedo a enfermarse.
- ¿Pero entonces nadie más se enfermaba en esa época?
- Sí, se enfermaban.
- ¿Nadie más moría?
- Sí, morían.
- Pero, ¿no había cura para la enfermedad?
- Había.
- Entonces no entiendo.
- Como nadie más creía o enseñaba sobre la vida eterna y la muerte eterna, pensaban que solo tenían esa vida, y se aferraron a ella con todas sus fuerzas, incluso si les costaba su afecto (no se abrazaban ni saludaban, ¡no tenían ningún contacto humano durante días y días!); su dinero (perdieron sus trabajos, gastaron todos sus ahorros)...
Aceptaron todo, todo, siempre y cuando pudieran prolongar sus vidas miserables un día más. Ya no tenían la más mínima idea de que Él, y solo Él, es quién da la vida y la termina. Fue así. Tan fácil como nunca había sido.”




Es la actitud que podríamos adoptar, atenazados por el miedo a perder la salud. Un miedo lógico, especialmente para quien piense que esta vida es la única.  

Si hay una cosa clara es que todos moriremos, si Dios quiere dentro de muchos años. Por eso lo esencial no es conservar la salud a toda costa. Lo decisivo es emplear la vida en algo que valga la pena, para esta vida y sobre todo para la otra.





Como están haciendo tantos héroes anónimos estos días, dejándose la salud y jugándose la vida por cuidar a quienes les necesitan. Así es como mejoraremos el mundo.

(Imágenes de la Clínica Universitaria de Navarra)

viernes, 13 de marzo de 2020

¿Qué ha venido a traer Jesús? La respuesta de Benedicto XVI




En un reciente post mencionaba unas palabras del cardenal Sarah sobre la misión de los cristianos en el mundo. Se refiere el cardenal a la crisis de valores en la sociedad occidental, que es una llamada a la acción apostólica de todos los fieles.

Con palabras que pueden sorprender, Sarah afirma que nuestra misión no consiste en salvar a una sociedad que muere, porque ninguna civilización tiene las promesas de vida eterna. Nuestra misión consiste en vivir fielmente la fe recibida de Cristo. Así salvaremos la herencia de siglos, aunque seamos pocos.  

La solución no está en ganar elecciones, ni de influir en opiniones, afirma Sarah. No se trata desde luego de una llamada a la pasividad, sino todo lo contrario.  Influir en la política o en la opinión pública son aspiraciones nobles para todo ciudadano, que debe contribuir con su experiencia vital al bien común. Pero siendo importante, no es ese el núcleo del valor que los cristianos estamos llamados a aportar al mundo. 

Lo esencial, prosigue Sarah, es vivir el Evangelio de modo concreto, en la actividad diaria. La fe es como el fuego: para poder transmitirla tiene que arder. Nuestro deber es cuidar ese fuego sagrado de la fe, hacerla vida. Ese será nuestro calor en medio del invierno de Occidente. Cuando un fuego ilumina una noche oscura y fría, los hombres poco a poco van acercándose a él, a su calor y a su luz. 

Una idea similar expresa Benedicto XVI en su libro sobre Jesús de Nazaret, poniéndonos en guardia frente a cierta formas de mesianismo político. El demonio tentó a Jesús ofreciéndole el poder sobre los reinos del mundo. La nueva forma de esa tentación es interpretar el cristianismo como una receta para el progreso, y el bienestar común como la auténtica finalidad de las religiones.



Pero la respuesta de Jesús es clara: ningún reino de este mundo es el Reino de Dios, ninguno asegura la salvación de la humanidad. Las formas políticas revestidas de mesianismo son tentaciones diabólicas, que solo pueden llevarnos a la miseria y a la esclavitud. Debemos desconfiar de todo aquel que prometa el bienestar para siempre, la paz y la prosperidad perfectas, porque es mentira.

Lo que Jesús ha venido a traernos no es un reino humano, sino a Dios. Ahora conocemos el rostro de Dios. "Quien me ha visto a Mí ha visto al Padre." Ahora podemos mirarle, viendo a Jesús.

Ahora conocemos cómo es el sentimiento de Dios hacia nosotros, que es el de un Padre amoroso que llora por sus hijos dispersos por el pecado, porque no saben hacer buen uso de su libertad. 

Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo, que es el del amor y la entrega generosa a los demás, aunque cueste, como hace Dios con nosotros.

Jesús ha traído a Dios, y con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino. Ha venido a traernos la fe, la esperanza y el amor. En un mundo siempre imperfecto porque está en manos de hombres con defectos, los cristianos tienen la misión de contribuir a hacerlo mejor poniendo a Dios en el centro de sus vidas, y aportar a la sociedad los valores que aprendemos de Él.

El poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero es el único  poder verdadero y duradero, explica Benedicto XVI. Aunque su causa parezca estar siempre como en agonía, siempre se demuestra como lo que verdaderamente permanece y salva,  mientras los reinos de este mundo, con los que Satanás tentó a Jesús, se van derrumbando todos. 

La gloria de Cristo es una gloria humilde y dispuesta a sufrir, y nunca perecerá. Es en ese rostro humilde y entregado de Cristo donde conocemos a Dios, que es Amor. Y donde conocemos nuestro auténtico bien y nuestro destino.