El
suicidio es, en estos momentos, la principal causa de muerte no natural en
España, y la primera causa de muerte evitable en el mundo. Algo se está haciendo
mal, y tiene que ver con nuestra capacidad –personal y colectiva- de aliviar el
dolor ajeno, cualquiera que sea su origen. La muerte nunca puede ser la
solución a los problemas humanos. No podemos dejar a nadie tan solo que
su único consuelo sea dejarse morir.
Pienso
que hay un amplio consenso respecto a lo que acabo de escribir. Por eso me
desconciertan tanto los argumentos de quienes, considerando el suicido un
fracaso colectivo, niegan que lo sea la eutanasia. La muerte como solución al sufrimiento
es una gran derrota social.
Algunos
afirman que la eutanasia es el modo de evitar la quiebra de la Seguridad Social,
un argumento cínico e inhumano donde los haya. No quieren ver que a lo que conduce
realmente la eutanasia es al envenenamiento de las relaciones, a la quiebra de la humanidad en las sociedades donde se implanta.
Los
especialistas en cuidados paliativos saben muy bien que, cuando un enfermo afirma
que no quiere seguir viviendo, lo que hay que hacer es preocuparse de él,
atenderle, cuidarle. Lo mismo sucede con cualquier otra causa por la que un ser
humano desee morir: no encontrar sentido a la vida, tratarse de un
parado de larga duración, ser un inmigrante que ha perdido toda posibilidad
de instalarse en su nuevo país, o el fallecimiento de un ser muy querido. La
solución nunca puede ser morir, sino ayudar.
Se
trata de atender las causas del sufrimiento, cualquiera que sea su origen. Donde se ofrece la atención necesaria, nadie persiste en su deseo de morir
anticipadamente. Y esa ayuda debería estar garantizada en una sociedad que se
precia de solidaria y fraterna.
En
el caso de los enfermos, la medicina ha logrado hoy en día paliar cualquier
sufrimiento. Existen los medicamentos necesarios, y son accesibles. El especialista
en cuidados paliativos sabe además que basta situar a un paciente terminal en un
ambiente agradable, en espacios grandes, con actividades en las que se sienta
bien, para que cambie su actitud ante la vida.
Donde se han puesto en marcha, prestan una ayuda impagable los equipos de
voluntarios, capaces de acompañar, escuchar, y también de apoyar a la familia
del enfermo, que suele sufrir la mayor parte de la carga del dolor. De hecho,
muchas de las demandas de muerte anticipada no proceden del paciente, sino de
sus familiares, que sufren con el enfermo. La familia requiere también apoyo.
Pero
es que además hay algo muy grande que la sociedad se pierde cuando no cuida de
sus mayores, o de cualquiera que pase por momentos duros. Nos perdemos el
milagro que experimentan en sus vidas quienes, al sentirse acompañados, afrontan
de cara el sufrimiento o la muerte. En
esos momentos se desprenden de lo peor, y aflora lo mejor que llevan dentro. Se
convierten en verdaderos maestros de vida para quienes les cuidan.
Quienes
sufren no son una carga. Atenderles, cuidarles, es enriquecer nuestro estilo de
vida, un estilo que ha caracterizado a las naciones con mayor nivel de
humanidad. Me resisto a creer que queramos perder esa nota propia de nuestra civilización.
¿Con qué confianza podremos seguir conviviendo en una sociedad que permite
eliminar a sus mayores, cuando cuidarles resulta costoso o sencillamente incómodo?
Historia
de los indios de la Nueva España. Fray Toribio de
Motolinía
El autor
Fray Toribio de Benavente, conocido entre los indios de la
Nueva España como Motolinía, que significa «el que es pobre», fue un religioso franciscano,
nacido hacia 1485 en alguna villa cercana a Benavente, en la provincia española
de Zamora. Falleció en Ciudad de México en 1569.
Se sabe que tomó el hábito franciscano a los
17 años, y fue ordenado sacerdote hacia 1516. El Papa
Adriano VI encargó a los franciscanos la misión de evangelizar las nuevas
tierras descubiertas por los españoles, y fray Toribio fue enviado por sus
superiores a México, junto a otros once franciscanos, para cumplir ese encargo.
Se les conoce como los Doce Apóstoles de México.
Llegaron
a las costas de México en 1524, y después de recorrer a pie los 400 kilómetros que
les separaban de su destino, fueron recibidos por el propio Hernán Cortés en Tenochtitlán.
Fray
Toribio y sus acompañantes se aplicaron sin dilación, con ardor misionero, a su
tarea de civilizar y anunciar el Evangelio a los indígenas. Recorrieron buena
parte del territorio de México y también las tierras de Centroamérica, para conocer
de primera mano la situación y necesidades de los indios, y estudiar el modo en
que debería desarrollarse el anuncio del Evangelio a los nuevos pueblos
incorporados a la corona española.
Su arduo trabajo para conocer de cerca a la población
indígena, unido a su sincero deseo de prestarle la ayuda necesaria, le permitió
obtener una información muy valiosa - seguramente la mejor del momento- acerca de la
historia, lengua y costumbres de los indios. Y a partir de ahí, sacó conclusiones
operativas para el mejor desarrollo de su trabajo apostólico. Para hacerse
entender lo primero fue aprender la lengua de los indígenas.
Motivo del libro
En
este libro, escrito en 1536 por encargo de sus superiores de la orden
franciscana, Motolinía hace uso de esos conocimientos, y de la experiencia
adquirida en el modo de tratar a los indios, por quienes se puede decir que gastó su vida entera. El realismo y minuciosidad del relato consigue contrarrestar
las teorías y falsedades que difundía en ese momento el dominico Bartolomé de
las Casas, que a juicio de Motolinía era un teórico que desconocía la realidad.
Las
tergiversaciones del dominico de las Casas, que éste hacia llegar a la Corte
española, fueron enseguida propagadas y ampliadas por los enemigos de España y
de la Iglesia, y pasaron a formar parte de la leyenda negra contra el
catolicismo. Sin embargo, incomprensiblemente, el libro de Motolinía permaneció
desconocido hasta que en 1848 publicó parte de él lord Kinsborough.
Los
datos que recoge fray Toribio de Motolinía arrojan luz sobre cómo era la vida de los indígenas cuando
los españoles arribaron al Nuevo Mundo en 1492, el impacto que supuso para los
indígenas la aparición de los descubridores, y las razones por las que la mayor
parte de los indios llegaron a considerar a los conquistadores como
verdaderos liberadores.
Cruel dominio azteca y
costumbres satánicas
Hasta
el año 1200, en el territorio del actual México solo vivían chichimecas y
otonis, todavía en estado salvaje y en condiciones miserables. Sólo mejoró algo
su situación a partir de 1200, cuando llegaron los mexicanos, que aportaron
arquitectura, maíz y algunos oficios. Cien años después, hacia 1300, hicieron
su aparición los aztecas, una tribu cruel que sometió a todos los pobladores.
Fueron los aztecas quienes fundaron México en 1325.
El
azteca era, por tanto, un recién llegado a México. Oprimía tiránicamente a los
demás pueblos, y adoraba ídolos diabólicos, a los que ofrecía en sacrificios
brutales centenares de víctimas (presos de guerra, esclavos, y aún en ocasiones
a sus propios hijos). Los indios, antes de la llegada de los españoles,
celebraban sus fiestas arrancando el corazón con una piedra a seres humanos. Lo
echaban aún latiente, a los pies de sus ídolos, que tenían figuras diabólicas
(serpientes aterradoras y animales sanguinarios). Luego arrastraban el cuerpo
aún caliente de las víctimas y se lo comían.
No
nos hacemos cargo del terror que supone ese culto idolátrico de raíz satánica,
que regía entre los indígenas. Muchos testimonios hablan de furiosas
apariciones del demonio a los indios, cuando estos comenzaban a convertirse a
la fe católica: “¿Por qué no me servís, no me llamáis?”; “¿por qué te has
bautizado?” Muchos indios fueron violentamente golpeados y heridos por Satanás,
y sólo escapaban de sus manos invocando el nombre de Jesús.
Costumbres diabólicas
Había
tribus que sacrificaban a sus víctimas aún con más brutalidad: las desollaban
vivas para embutirse en sus cueros y danzar con ellos bailes horrendos. Cuando
había sequía, ofrecían en sacrificio a niños, que sumergían en los lagos hasta
que se ahogaran, en ofrenda al diablo del agua.
Otras
tribus –prosigue en su relato Motolinía- anualmente tapiaban a varios niños en
una cueva, donde morían. La destapaban al año siguiente para volver a tapiar
una nueva remesa de niños. Cuando no tenían presos de guerra, sacrificaban a
sus esclavos y aún a sus propios hijos.
Los
territorios conquistados por los españoles habían estado siempre en continuas y
sangrientas guerras de unos pueblos contra otros. Cualquier indio que se
atreviese a salir de su poblado y cruzar la selva podía ser capturado para ser
sacrificado a los ídolos.
Era
una vida inmersa en el terror, magistralmente descrito en la película
Apocalypto, de Mel Gibson, basada en testimonios como los que nos
narra en su libro Motolinía.
A
raíz de la conquista española, en poco tiempo cesaron las continuas guerras
encarnizadas entre las diversas tribus.
Liberados de costumbres
sanguinarias
Los
indios tenían mil supercherías, muchas con consecuencias brutales y hasta
criminales. Así, cuando una mujer daba a luz gemelos, pensaban ser señal de que
el padre o la madre morirían; y para evitarlo, el remedio que tenían prescrito
por sus ídolos era matar a uno de los recién nacidos.
Los
españoles les liberaron de esas costumbres sanguinarias, que les hacían
vivir en continuo terror. A medida que por el bautismo cundía la fe católica,
la sociedad indígena se humanizaba.
Motolinía
aporta el dato de una de las provincias que tenía asignadas los franciscanos,
en las que sólo en un año, una vez convertidos, los indios dejaron libres a más
de veinte mil esclavos, y se pusieron a sí mismos grandes penas para que nadie volviese
a hacer esclavos, ni los comprase ni vendiese, ya que la ley de Dios no lo
permite.
Se trataba de una verdadera liberación, tanto en lo humano como en lo espiritual.En lo
humano, por el pronto cese de las guerras interminables; numerosas tribus se
hicieron amigas de los españoles para terminar con la opresión azteca. Gracias
a las leyes y la justicia establecidas, se alcanzó pronto una paz y quietud tan
grandes, resalta Motolinía, que era posible que una persona sola atravesase
centenares de kilómetros, por poblado y despoblado, con la misma tranquilidad
que lo haría por España.
Fue
una verdadera liberación también en lo espiritual. Basta con imaginar la paz
que inundaría el alma de quienes habían vivido sometidos al brutal culto al
demonio, al contemplar como Dios a un dulce Niño, indefenso, en los brazos
amorosos de su Madre, una Mujer llena de Belleza y Virtudes. El descubrimiento
de Dios como Padre amoroso, y de su Hijo, igualmente Dios y hecho Hombre como
nosotros por Amor, tuvo que suponer una liberación infinita, frente a los terroríficos
y sanguinarios ídolos diabólicos.
Los
primeros y grandes éxitos de la evangelización (cientos de miles de bautismos,
y rápido enraizamiento de la fe en sus vidas) confirmaban el alivio que el
cristianismo causaba en los nativos, y ponían de manifiesto que había masas de
indios providencialmente dispuestas para una vida ejemplarmente cristiana.
Codicia de los
conquistadores
Motolinía
no oculta que hubo codicia en muchos de los conquistadores, pero añade que aún
en quienes la codicia estaba en primer término había un fondo de intención
cristiana: el deseo de ganar nuevas alianzas para Dios, de que el verdadero Dios
fuese conocido y adorado.
Ese
recto deseo de ganar almas para Dios hacía palidecer el de ganar riquezas, que era
accesorio y remoto entre los conquistadores. El espíritu cristiano de los
españoles, que se vieron en tantas ocasiones en peligro de muerte y en grandes
necesidades, acababa prevaleciendo, reformando conciencias quizá poco rectas, y
haciéndoles ofrecerse a morir por la fe cuando era necesario: en la tesitura de
muerte, el deseo sobrenatural de dar gloria a Dios acababa aflorando aun en los
casos más recalcitrantes, también para dar testimonio y ensalzar su fe católica
entre los infieles.
Fervor cristiano de los
indios
Era
tal el fervor religioso, la adhesión a la fe cristiana de los primeros indios
convertidos, que en alguna ocasión que se decidió, por escasez de clero, que
algunos frailes dejaran una provincia para ir a vivir a otra (aunque la
seguirían atendiendo en viajes periódicos) los indios se amotinaban para
impedírselo, viajando hasta la ciudad de México para implorar que no los
abandonasen, pues necesitaban el alimento espiritual de los sacramentos. Esto
sucedió, cuenta Motolinía,
por ejemplo en Xochimilco, a cuatro leguas de México, y en Cholollan, a veinte
leguas.
Si
al principio algunos indios daban a sus hijos con temor y por fuerza para que
los enseñasen y adoctrinasen en la casa de Dios, enseguida, al cabo de pocos
años, en cuanto conocieron la maravilla de la fe un poco, y la educación que
les daban los frailes, acudían con sus hijos rogando que los recibiesen y les
enseñasen la doctrina cristiana desde pequeños.
Es
curioso que algunos vean en esto un atentado a la libertad. Según ellos, habría
que haber dejado a los indígenas a su aire, con su miserable vida y su cultura
de horrendas consecuencias. Es la utopía del buen salvaje, que es eso: una
utopía inexistente.
Quienes
se escandalizan con esa práctica de los españoles, olvidan que sigue siendo habitual en nuestra
época. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, los norteamericanos obligaban a los
padres de familia alemanes a que llevasen a sus hijos adolescentes, educados en
el régimen nazi, a escuelas de reeducación en los valores democráticos
americanos.
Por
no hablar de la contradicción de quienes, a la vez que critican la actuación española en el
Nuevo Mundo, aplauden las tropelías causadas por la revolución
cultural de Mao, con raíces tan siniestramente parecidas a las de quienes
defienden que los niños no pertenecen a sus padres sino al Estado.
Cuando
se trata de liberar del terror satánico y de costumbres sanguinarias, ¿no es un
derecho y un deber actuar para mejorar y sanar las costumbres?
Desde
que se ganó la tierra de México (1521) hasta 1536, fecha en que escribe fray
Toribio, se habían bautizado más de 4 millones de indios. Normalmente les
llevaban a bautizar sobre todo a los niños. A los mayores solían esperar a
darles un mínimo de formación.
La Virgen se aparece en 1531 al indio san Juan Diego
Era
frecuente que, en los desplazamientos de los frailes, los indios les salieran a
los caminos con niños, enfermos y ancianos, rogándoles que los bautizaran. “Los
hombres y mujeres pedían el bautismo con gran insistencia, a gritos, llorando y
suspirando”, subraya fray Toribio.
En
ocasiones, al bautizar a una criatura, parecía como si saliera el demonio de
ellos, pues al “ne te lateat Sathana” los niños temblaban, y ocurrían fenómenos
misteriosos. Sucedió por ejemplo al bautizar a un hijo de Moctezuma.
Algunas
indias fueron protagonistas de escenas en que el demonio en persona trataba de
arrancarles a los hijos aún no bautizados (ellas sí lo estaban), y el demonio
se iba cuando invocaban a Jesús: esto sucedió en algunos de sus templos del
demonio.
Debieron
sentir tan de cerca estos fenómenos sobrenaturales, serían tan claros y
patentes, que se explica que empezaran a acudir a millares a ser liberados,
mediante el bautismo, del terror a que Satanás los había mantenido sometidos
durante siglos. Cuando los frailes tardaban en llegar a algún pueblo, se
adelantaban ellos.
Los
indios empezaron a denominar todos los lugares nombrando primero al santo de su
iglesia principal, y después el pueblo: Santa María de Tlaccallan, san Miguel
de Hoaxotano…
De
la profunda cristianización indígena da idea la temprana aparición de la Virgen
María al indio Juan Diego, en 1531. Sin dudar, ese fue un momento decisivo para
el fervor católico, y por tanto mariano y guadalupano, entre los pobladores la Nueva España. La imagen de la Virgen grabada en la tilma de Juan Diego sigue siendo un misterio para la ciencia.
Educación
y civilización de las costumbres
Desde
el primer momento los frailes se preocuparon, además de enseñar la doctrina, de
dar educación a los indios. Ya en 1536 los franciscanos fundaron en México el
Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco para los indios, que fue además embrión
para la formación del clero indígena.
Los
hijos de los principales de los indios eran educados en los monasterios de los
frailes, para que cuando mayores pudieran gobernar cristianamente y ejercer un
influjo benéfico sobre todos. Al principio se resistían a entregarlos, pero en
cuanto conocieron cómo eran educados, rogaban que los aceptasen.
Cuando
llegaron los españoles a América, era práctica habitual entre los indios
emborracharse, tanto hombres como mujeres. Uno de los vicios que se desterraron
con la paulatina conversión al cristianismo fue el alcoholismo, vicio que era a
su vez raíz de otros, y supuso un gran paso de humanización en las costumbres.
Los
pobres y enfermos, antes de llegar los españoles, y antes de la conversión al
cristianismo de los indios, no tenían quién los cuidase si carecían de familia
cercana, y algunos morían de hambre sin que nadie cuidase de ellos. Otro cambio
social fue ver a los indios, en penitencia, buscar pobres para ayudarles, y
restituir lo que debían. “Se empezaba a poner freno a los vicios y espuelas a
la virtud.”
Antes
los indios eran enterrados muchas veces con sus enseres: trajes ricos, joyas,
mantas… Con su conversión al cristianismo dejó de hacerse: lo dejaban a la
familia, y empezaron a hacer testamentos en los que con frecuencia se destinaba
todo o parte a los pobres.
Cuando
se bautizaban, restituían sus esclavos a la libertad, y les ayudaban a llevar
una vida digna. El cristianismo abolió –no por ley, sino en la práctica, por
propia voluntad- la esclavitud.
Paulatinamente
se consiguió que los indios tuviesen una sola mujer, terminando con el abuso de
los principales, que robaban mujeres y llegaban a tener hasta 200 o 300.
Exageraciones utópicas
de Bartolomé de las Casas
Asegura
Motolinía que, en los primeros años de la conquista, “quienes por oficio debían
defender y conservar a los indios, no lo hicieron”, y se cometieron excesos: “esclavos
hechos no se sabía dónde, excesos de tributos, trabajos forzados…” Pero
enseguida se opusieron los frailes misioneros y el propio obispo de Mexico,
fray Juan de Zumárraga, a los desmanes de la primera Audiencia de Mexico,
presidida por Nuño de Guzmán.
El
obispo informó al emperador, que enseguida puso remedio a la situación enviando
personas adecuadas que corrigieran los desmanes, y consiguieron poner paz en
toda la zona, con gran bien para los indios. En esta labor destacaron el obispo
Sebastián Ramírez, presidente de la Audiencia Real, y el virrey don Antonio de
Mendoza.
Hubo
españoles que fueron crueles con los indios, pero no fue esa la actitud
general, sino más bien se trataba de excepciones, aunque llegaran a ser
frecuentes. Ya en 1520 corría entre los españoles el nuevo refrán “El que con
indios es cruel, Dios lo será con él”, que deja ver cómo no se trataba de una actitud ni
general ni mucho menos vista con aprobación.
La
enumeración que hizo Bartolomé de las Casas de los horrores de la Conquista y
de las infamias de la instalación hispánica, es un absurdo propio de recién
llegado, de quien no tiene un conocimiento real de la situación en América, y
acabó convirtiéndose en una condena de la propia penetración cristiana en
tierras paganas; una condena que olvida la inmensa tarea realizada por
religiosos y otros españoles en defensa de los derechos de los indios.
Motolinía
tuvo la valentía y clarividencia de encararse con Bartolomé de la Casas, que
hacía propuestas utópicas para la tarea evangelizadora, unas propuestas alejadas
de la realidad (propias de quien escribe desde un despacho y no se arremanga
para trabajar en el día a día) que solían ir acompañadas de consideraciones
injustas y calumniosas hacia el conjunto de la tarea desempeñada hasta el momento
por los españoles. El dominico no tenía en cuenta, entre otras cosas, el clima de guerra con los aztecas en que se
había desarrollado la actividad española.
Motolinía
acusa de teórico a Bartolomé de las Casas cuando criticaba por ejemplo el modo
de administrar los sacramentos, en concreto el bautismo, sin acompañarlo de las
ceremonias y prédicas habituales en España. Eso lo dicen y propalan,
protestaba, quienes no trabajan por aprender la lengua de los indios, ni se
aplican a ponerse a bautizar. Motolinía hace responsable a quienes así obraban,
de los niños y enfermos que a veces morían antes de ser bautizados, a causa de
esos escrúpulos, más propios de burócratas.
Una evangelización que constituyó a los indios como pueblo
La historiadora Carmen Alejos
ha escrito que “España llevó la fe a América desde sus inicios. Sin embargo,
las leyendas negras, las críticas, los prejuicios, el sentimiento de culpa que
inundan a muchos españoles y europeos no tienen límite. Sentimos vergüenza de
la tarea descubridora, administrativa, cultural y evangelizadora que realizamos
durante más de trescientos años. ¿Por qué? Se cometieron errores y abusos. Algo
inevitable, toda obra humana los tiene. Pero ¿no será que en una sociedad que
rechaza a Dios no está bien visto que se haya difundido la fe católica y
tengamos que pedir perdón?
Nada es blanco o negro. Todo
tiene sus matices, también la evangelización americana. Ahora bien, no se puede
evitar afrontar la verdad. Y ésta es que desde el primer momento del
descubrimiento del Nuevo Mundo los Reyes Católicos consideraron una tarea
primordial que los conquistadores fueran acompañados de religiosos que enseñaran
la fe a los habitantes de esas nuevas tierras.
Pertenecían a órdenes
religiosas reformadas que habían purificado los lastres que les impedía vivir
según la fe evangélica y habían renovado su vida y sus conventos. Gracias a
esta reforma, sus deseos evangelizadores eran genuinos, fuertemente enraizados
y estaban dispuestos a afrontar las dificultades que hubiera; que, por cierto,
hubo muchas.
La fe la llevaron religiosos
(franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas...) intachables, con un alto
sentido de su misión, que realizaban con sus palabras y con su estilo de vida.
A fray Toribio de Benavente los indígenas mexicanos le llamaban «Motolinía» que
en la lengua náhualt significa «el que es pobre o se aflige». Y es que los
misioneros vivían con los pobres, como los más pobres. Los evangelizadores y la
jerarquía eclesiástica americana se caracterizaron desde el primer momento por
defender los derechos de los indígenas.
La evangelización llevada a
cabo por los españoles fue profunda, enseñó la fe y a vivir coherentemente
según esa fe. Realizó una importante tarea de culturización, aprovechando la
religiosidad natural de los nativos para imprimir en ella las huellas de
Cristo. Por eso Juan Pablo II pudo llamarla «evangelización constituyente». Es
decir, que no sólo se evangelizó a los habitantes del Nuevo Mundo, sino que constituyó un nuevo pueblo, el pueblo
latinoamericano que es naturalmente creyente. El ateísmo no es un rasgo propio
del hispanoamericano. Las sectas, las diversas confesiones religiosas tienen
difusión precisamente porque su tendencia natural es a creer en Dios. Por eso
también el catolicismo sigue vigente, con una fuerza imparable.”
Carta de fray Toribio al Señor de Benavente
FrayToribio de Motolinía, ya en 1540, escribía al señor de Benavente que la Nueva España, tan
grande y tan apartada de Castilla, necesitaba consigo un rey que la mantuviera
en justicia y paz, y que no podría perseverar sin disolución y dificultades
grandes con el rey de España: por eso pedía que el rey Carlos nombrase a alguno
de sus hijos rey de América.
En
1548 se calcula que había en Mexico central siete millones ochocientos mil
indios. En 1540 dice Motolinía que por cada español había 15.000 indios, y por
eso era milagro que no los echaran, porque Dios les cegó y porque tampoco los
indios veían mal su situación respecto a antes de la llegada de los españoles.
Antes bien, para muchos fueron como liberadores. Los de la provincia de
Tlaxcatlan fueron siempre amigos de los españoles.
El
papa san Juan Pablo II, consciente de las tergiversaciones históricas, quiso hacer un homenaje a esa labor evangelizadora de los españoles en diversas ocasiones. En su visita a España en 1984, decía: “Me he referido antes al espíritu con el que ejercieron su
tarea evangelizadora tantos misioneros venidos a este continente, y que fueron
a la vez elementos activos de promoción social.¡Cuánto se debe a ellos,
incluso humanamente, gracias a la labor desplegada en el espíritu evangélico de
amor a todo hombre! Una tarea que prosigue fecundamente en nuestros días, en
tantas formas y lugares…”
Esperemo que la versión falseada que ofrece la leyenda negra deje paso a la verdadera historia del descubrimiento y evangelización de América, en algunas mente que todavía la desconocen.
Los españoles llegan al Nuevo Mundo. Apocalypto, Mel Gibson
Este video ofrece los últimos descubrimientos de la ciencia sobre el misterio de la imagen de la Virgen de Guadalupe:
En la anterior entrada escuchábamos el tema central de la música que
Geoffrey Burgon compuso para la versión televisiva de Retorno a
Brideshead.
George Weigel señalaba que esa música ofrece un fondo sonoro perfecto para
el mensaje que Evelyn Waugh quiere transmitirnos: la decisiva realidad del amor
en nuestras vidas, ya que hemos sido creados por amor y para amar.
El amor está en el centro de nuestra condición humana, y no es un vago
sentimentalismo: se trata de ese amor que Dante refleja en su Divina Comedia
como “el Amor que mueve el sol y las demás estrellas”.
Añade Weigel que esa decisiva realidad del amor está expresada, de un modo
todavía más sublime, en el himno Ubi caritas et amor (Donde hay
caridad y amor, allí está Dios). Se trata de una de las más bellas
composiciones de la tradición católica.
El Ubi caritas se canta especialmente en la Misa de la Cena del Señor, el Jueves Santo, mientras el celebrante lava los pies a doce miembros de la
comunidad (como hizo Jesús con sus discípulos en la Última Cena). Se suele cantar también durante la comunión de los fieles. Y
dice así:
Ubi caritas et amor Deus ibi est.
Congregavit nos in unum Christi amor.
Exultemus, et in ipso iucundemur. Timeamus et amemus Deum vivum.
Et ex
corde diligamus nos sincero.
Donde hay caridad y amor, allí está Dios.
El amor de Cristo nos ha
reunido en unidad.
Saltemos de gozo y alegrémonos en Él.
Temamos y
amemos al Dios vivo,
y amémonos con corazón sincero.
Vale la pena escuchar dos de las mejores versiones de ese maravilloso
himno, compuesto en el siglo VIII por Paulinus de Aquileia. La serena melodía gregoriana que encabeza esta entrada es la más conocida.
El compositor francés Maurice Duruflé creó en 1960 esta otra
versión del precioso motete. Entronca con la versión gregoriana, pero añade una
armonía contemporánea, con varias voces que se interpelan, se separan y
vuelven a unirse, recordándonos que donde hay amor y caridad, allí está Dios:
Como señala Weigel, a través de una misteriosa interacción de texto y
música el motete logra captar la sed de amor que tiene el ser humano, el
esfuerzo por encontrar los amores más puros, la escala del amor a la que
Cristo nos invita, el perdón de Cristo que hace posible la subida a los
auténticos amores, de modo que el amante pueda amar al Amor eternamente.
Estamos ante el núcleo central de la religión católica: el amor es la
realidad más viva que existe, porque el propio Dios es amor.“Es cuestión
de dejarse asir por la Verdad que es Amor, el Amor que se encarnó en el mundo
en la persona de Jesús de Nazaret, sobre todo en su pasión, muerte y
resurrección.”
Y nos encontramos con Jesús en su Iglesia, que es también esa misteriosa pero
viva realidad que llamamos «Cuerpo místico de Cristo», en la que sus miembros, siendo pecadores, saben que están llamados a
subir por esa escala del amor que les une cada vez más estrechamente a su
Cabeza, que es Cristo mismo, el Amor de los amores.
“Nunca pretendas conseguir algo menos que la grandeza moral y espiritual que
por la gracia puedes alcanzar”, concluye Weigel.
Retorno
a Brideshead, publicada por primera vez en 1945, es la novela más famosa del
escritor inglés, Evelyn Waugh (1903-1966). En los años 30, tras el divorcio con
su primera mujer, Waugh se convirtió al catolicismo.
En
su interesante Cartas a un joven católico, George Weigel hace un agudo
comentario a esta novela, que considera un referente para entender en qué
consiste la conversión al catolicismo. Para Waugh, el castillo de Brideshead,
como el Castle Howard en que se rodó más tarde la película basada en la novela,
no es simplemente el escenario en que transcurre gran parte de la acción, que
además ofrece un marco de belleza magnífico.
Gracias
al arte y la intuición de Waugh, todo se transforma en un lugar emblemático
en el que se puede observar el proceso de una conversión al catolicismo, un
lugar privilegiado en el que podemos ver cómo un personaje asciende por la
escala del amor. Porque al fin y al cabo, hablar de catolicismo es hablar de la
acción de Dios, que es Amor, en el mundo. Y de su Amor proceden todos los demás
amores que merecen ese nombre.
En Retorno a Brideshead, Evelyn Waughofrece una penetrante visión del
catolicismo. Cuando en plena fiesta, una imponente matrona pregunta al
protagonista cómo es que él, prominente católico converso, puede comportarse
de manera tan descortés, Waugh replica: «Señora, si no fuera por mi fe, yo
apenas sería humano».
Ese comentario, más allá de la ironía o el
sarcasmo, encierra una convicción humilde, que nos recuerda lo que el propio Evelyn
Waughhabía escrito a su amiga Edith
Sitwell, escritora como él, cuando fue admitida en la Iglesia Católica:
“¿Debería yo, como padrino, ponerle a
Vd. en guardia sobre los probables sobresaltos que le aguardan en el aspecto
humano del catolicismo? En realidad, no todos los curas son tan inteligentes y
tan amables como el Padre D’Arcy y el Padre Caraman. (En mi libro, el caso de
aquel que va a confesarse con un espía es una experiencia real.) Por mi parte,
estoy seguro de que Vd. conoce el mundo lo suficientemente bien como para saber
que hay católicos presuntuosos, rudos, perversos y maleducados. Yo me digo continuamente
a mí mismo: «Sé que soy horrible; pero cuánto más horrible sería si no
tuviera fe». Una de las alegrías de la vida católica consiste en reconocer
las pequeñas chispas de bien que saltan por todas partes, igual que los
ardores de los santos.”
Retono a Brideshead es una obra que muestra cómo pequeñas chispas de bondad
puedan acabar provocando llamaradas de auténtica conversión. Como dijo el
propio Waugh, la obra muestra «los efectos de la gracia divina en un grupo
de personajes diferentes, pero estrechamente vinculados».
Se trata de una novela sobre la conversión; pero una conversión entendida
como disposición a subir los escalones, muchas veces demasiado empinados, de
la escala del amor. Una escalera que comienza con la juvenil amistad del
protagonista, Rydler, con Sebastian, que implica un juego no exento de
perversión.
La escala sigue más tarde con un amor más elevado y noble con Julia, aunque
adúltero por ambas partes, y por eso limitado. Ese amor no puede sino acabar en
tristeza, porque está muy alejado del idílico paraíso que soñaban y al que por
ese camino nunca llegarán. Ese amor mutuo está muy lejos del verdadero amor y
de sus exigencias. Sólo cuando lo reconocen, cuando aceptan admitir que su
situación es de pecado, sólo entonces son capaces de afrontar el último
escalón, el del verdadero amor. Y por eso de mutuo acuerdo se separan.
Es entonces, cuando han aceptado separarse, cuando se enfrentan al último
peldaño: el del amor de Dios manifestado en Cristo. Han pedido una señal que
les permita dar ese salto definitivo, y la reciben ante el lecho de muerte de lord Marchmain. Éste se encuentra ya en estado de coma.
Todos pensaban que Marchmain vivía alejado de la religión, y de hecho así
era. Pero sucede algo inesperado: el lord está en coma, inconsciente, y entra
el sacerdote para ungirle con la Unción y absolverle de sus pecados. Y mientras
le absuelve, de manera imprevisible, la mano derecha del lord se mueve
pausadamente hacia su frente, y luego baja hacia el pecho… y hace completa la
señal de la cruz, ante la mirada atónita de todos. Era la señal que ambos,
Julia y Rydler, pedían para dar el paso definitivo hacia su conversión.
No es pues esta obra una mera sátira social de su época (tan frecuente en
otras de las novelas de Waugh). Ni tampoco evocación nostálgica de un suntuoso
pasado. Ni una prueba más de ese estilo refinado y un tanto amanerado con que
Waugh y otros autores ingleses han recreado la vida social de esos años.
Estamos ante una novela sobre la conversión, por otra parte magistralmente
puesta en escena, en la que se muestra cómo el amor es algo superior y muy
distinto al sentimiento.
El amor es un impulso interior de carácter espiritual, un anhelo de
comunión, incapaz de ser saciado por amores raquíticos. No es un camino fácil,
pero es posible, ascender por la escala del amor. Para ascender es preciso
reconocer que el estado en que uno se encuentra es insuficiente, pedir perdón y
reconciliarse, haciéndonos responsables de nuestros actos.
La novela fue recreada
con éxito en 1981 en una serie de diez horas de duración para la televisión
británica: una adaptación muy fiel al espíritu de la novela, en la que
intervinieron artistas de la talla de Diana Quick o Sir Laurence Olivier. La inspirada música de Geoffrey Burgon, que abre esta entrada, suena
magistralmente como una imagen de que el amor está en el centro de nuestra
condición humana, muy alejado del mero sentimentalismo.
No podía ser de otro modo, puesto que Dios es Amor y nosotros
imagen suya, en camino hacia la identificación con Él si sabemos ir subiendo
los peldaños de calidad del amor, que nos alejan del egoísmo y nos acercan al
verdadero Amor.
No
sucedió lo mismo con la película que en 2008 dirigió Julian Jarrold para la
gran pantalla. Una película que deja vacío, o al menos tergiversa, el sentido
de la novela de Waugh, y roba al espectador la esencia de una historia –la de
la novela original- que ha emocionado a millones de espectadores, tanto
creyentes como ateos.