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miércoles, 28 de abril de 2021

Jesucristo

 



Jesucristo. Karl Adam

Conocer cada vez mejor a Jesús, el Hijo de Dios hecho Hombre, es un objetivo que debería perseguir todo cristiano. Al fin y al cabo, la vida cristiana consiste en seguirle de cerca, “tan de cerca que nos identifiquemos con Él”, solía decir san Josemaría.

Pero conocer a Jesús ¿no debería formar parte de los intereses de cualquier persona de nuestro tiempo, y no sólo de los cristianos? La huella de sus pasos en la tierra, lo que nos dicen de Él no sólo la teología y los estudios de los Padres de la Iglesia, sino también la historia, la arqueología, los testimonios de quienes le llegaron a conocer personalmente, lo que nos dice la propia tradición de la Iglesia, transmitida generación tras generación hasta nuestros días… ¿no debería ser una tarea ineludible para cualquier persona de nuestros días? Porque sin conocer mínimamente a Jesús no es posible entender el mundo de hoy ni los últimos dos mil años de historia.

El sacerdote y teólogo alemán Karl Adam escribió esta obra pensando precisamente en los hombres de nuestra época y sus dificultades para reconocer lo divino. ¿Es posible hoy que una persona culta acepte la divinidad de Jesús? ¿Qué debemos mirar para reconocerle? ¿Qué nos dice la historia? ¿Cómo alcanzar o reforzar la fe?

Con rigor y profundidad propias de un buen intelectual, Karl Adam nos ofrece un análisis de las fuentes históricas, que arrojan una luz extraordinaria sobre el modo de ser y la conducta de Jesús, sobre su propia intimidad espiritual y sobre el sentido y alcance de los aspectos esenciales de su vida y de sus enseñanzas: la Cruz, la Eucaristía, la Resurrección, la filiación divina y la fraternidad de todos los hombres...


La Piedad, Miguel Ángel


 

Me han parecido especialmente reseñables tres puntos:  

1.  Disposiciones para buscar a Cristo, Dios-Hombre

En nuestros días la mentalidad del hombre se ha ido cerrando a todo lo que está por encima de lo visible a los ojos y lo medible por los sentidos. Tenemos la vista atrofiada para lo invisible, para lo santo y lo divino.

Por eso, antes de tratar de la realidad de Jesucristo, nos resulta ineludible preparar previamente nuestra mentalidad, nuestra actitud:   

a)  Necesitamos una conciencia conmovida e inquieta ante la posibilidad de lo divino.

b)  Una actitud franca y leal, sin prevenciones ni prejuicios, frente a la posibilidad de lo divino, de los milagros.

c)  Una búsqueda humilde y respetuosa, inspirada no en una curiosidad científica, sino en nuestra necesidad existencial de salvación y felicidad, conscientes de nuestra insuficiencia y fragilidad.

 

El alma humana, como ser condicionado y finito que somos, está esencialmente relacionada con un Absoluto, y experimenta esa relación en lo más profundo de su sentimiento vital: como falta de plenitud, como una difusa necesidad de eternidad y perfección, como una fiebre ansiosa de Dios. Lo expresó muy bien san Agustín: “Nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Dios.”

Esta “angustia metafísica” es más fuerte en el hombre de conciencia recta, que experimenta más hondamente la congoja íntima del sentido de culpabilidad ante lo moralmente santo.

 

2.  La fe es un don de Dios: un don sobrenatural, pero no arbitrario

Llegamos al reconocimiento del misterio sobrenatural de Cristo por el camino de la fe, no por el de la ciencia. Esa fe es obra divina, sobrenatural, tanto por su objeto como por su origen: es un don de Dios. (Eph 2,8)

Esa fe en el misterio de Cristo, sobrenatural en su origen, no es, sin embargo, arbitraria. Descansa sobre la evidencia histórica de la credibilidad de Jesús y de su obra: Per Iesum ad Christum: por el conocimiento de Jesús de Nazaret llegamos al reconocimiento de Jesucristo Redentor, Dios y Hombre verdadero. Cuando los teólogos exponen los motivos de credibilidad de Jesús, preparan la fe sobrenatural en Él, pero no la producen.

El argumento de credibilidad establecido por consideraciones puramente históricas y de razón, no logra toda su fuerza concluyente y directiva para el espíritu, cargado con las consecuencias del pecado original, hasta el momento en que la gracia redentora de Dios libera al entendimiento y la voluntad del ser humano de sus trabas hereditarias.

La gracia de Dios está tanto al principio como al fin de nuestro camino hacia Cristo: no es la palabra humana, sino la verdad y el amor de Dios quienes nos mueven.

 

3.  Jesús mismo nos pide confiar en Él: “Tened confianza: soy Yo, no temáis”

Un día, los discípulos navegaban por el lago de Generaseth. Era la cuarta vigilia de la noche. Y he aquí que vieron a Jesús caminar sobre las aguas. “Todos le vieron” dice Marcos 6,49. Le vieron claramente. No obstante, les invadió el miedo: ¿no será tal vez un fantasma, un espectro? “Y gritaron. Entonces Jesús les habló: Confiad, soy Yo, no temáis.”

También nosotros, navegando por el mar agitado del conocimiento puramente humano, aunque sea religioso, veremos claramente a Jesús. Sin embargo, quizá nos asaltará el miedo: ¿no será todo ello un fantasma, una ilusión? Esta será posible mientras permanezcamos en lo puramente humano. Solamente cuando Jesús mismo hable, cuando su palabra divina y su gracia nos alcancen, desaparecerá toda posibilidad de engaño y todo temor: “Consolaos, Yo soy, no temáis.”

Por eso es tan necesaria para el cristiano, y para todo el que desea encontrarse con Cristo, la oración continua, que es un reconocimiento de la propia insuficiencia.

Dios premia siempre a quienes le buscan con actitud sincera, con la rectitud de quien orienta su vida hacia el reconocimiento de la verdad, aunque aparentemente no coincida con sus intereses materiales.

Con esa disposición previa, libre de prejuicios y confiada y abierta a la verdad que se nos manifieste, la lectura del libro resulta sumamente amable y enriquecedora. Y nunca mejor aplicado lo de Sumamente, teniendo en cuenta que se trata del conocimiento de Dios que se nos revela.

 

Sobre el mismo tema:

Jesúsde Nazaret. Joseph Ratzinger

50 preguntas sobre Jesucristo y la Iglesia

 

lunes, 12 de abril de 2021

Tomás Luis de Victoria: la música del Siglo de Oro español




Victoria

Josep Cercós. Josep Cabré. Ed. Espasa Calpe

 

He vuelto a ver Converso, la sencilla y genial película documental de David Arratibel. Y me ha conmovido aún más que la primera vez. Es un documento humano, real, hilvanado sin sofisticación mediante llanas y genuinas conversaciones entre los miembros de una familia, que por fin, gracias al propio documental, encuentran la ocasión de sincerarse sobre lo esencial y –sorprendentemente- siempre rehuído: su encuentro personal con Dios.

 

Pero en esta segunda visualización he descubierto un protagonista subyacente: la música. Y no cualquier música, sino una de las más sublimes jamás compuestas en la historia de la música: el O Magnum Mysterium, antífona del II Domingo de Pascua, de Tomás Luis de Victoria.

 

En la familia Arratibel hay profesores de música y un buen organista, y cantan esa pieza a capella, como broche de cierre perfecto para el documental. Me ha cautivado de tal manera esa melodía que la he buscado en la red. Así suena:

 

            

 

 Esa melodía no la puede componer cualquiera. Hace falta finura especial, sintonía con lo espiritual, deseo de poner la música al servicio de lo sagrado. He buscado saber más de su autor. Y me he encontrado con esta pequeña y significativa biografía de Tomás Luis de Victoria, uno de esos luceros que brillaron en el firmamento del nunca suficientemente bien ponderado Siglo de Oro español.

 

Nacido en Ávila en 1548, de familia cristiana, muy joven sintió la llamada al sacerdocio y entró a formar parte del coro de la catedral, donde recibió su primera formación musical. Uno de sus hermanos era amigo de santa Teresa de Ávila. A los 17 de años se trasladó a Roma para seguir sus estudios sacerdotales y perfeccionar los conocimientos musicales como organista y compositor. Su gran maestro fue Palestrina, el famoso compositor italiano, aunque siempre se mantuvo fiel a un estilo propio, claro, sereno, de sobriedad castellana, que llegó a influir en alguna de las obras del propio Palestrina.

 

Los autores de esta biografía resaltan que Tomás Luis de Victoria, a diferencia de otros compositores de la época –y especialmente los de Roma o la escuela flamenca- no escribía según le surgía la inspiración, o por ansia de componer, sino por la necesidad que sentía de contribuir al engrandecimiento del Reino de Dios a partir de lo que sabía hacer: componer música. Por eso fue sobrio no sólo en el estilo, sino también en la cantidad: mientras que Palestrina escribió 300 motetes y 153 misas, Victoria se limitó a 50 motetes y 21 misas. 


En su producción destaca el Oficio de Difuntos para los funerales de María de Austria, hermana de Felipe II, que fue su protectora en las Descalzas Reales:


            

 

El Oficio de Semana Santa es considerado una de las obras cumbre de Victoria, y quizá de la música. Contiene todos los textos litúrgicos desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Resurrección. Incluye un bellísimo Pange lingua a 5 voces:


           

  

La serenidad de la música de Victoria contrasta con la complejidad típica de la escuela flamenca. Victoria sacrifica las posibilidades de su genio musical y su técnica en beneficio de la comprensión de lo que se canta, siguiendo fielmente en esto las disposiciones del Concilio de Trento: la música no debía ser un elemento decorativo o de entretenimiento, sino parte importante de la liturgia, que debía ser inteligible para los fieles. Esta fue también una constante de la música litúrgica de la escuela española: simple, austera, sin artificios, que acompañase a los fieles hacia la contemplación del misterio divino expresado en los textos sagrados.

 

Otra nota que se percibe en la obra, y en la vida, de Victoria es su ausencia de protagonismo, su olvido de sí mismo. A diferencia de otros grandes autores del momento, que  acostumbran ilustrar la portada de sus obras impresas con un retrato del autor, Victoria no lo hizo, y de hecho no existen retratos suyos.

 

Ponía por entero sus composiciones al servicio del fervor religioso, y ese es el secreto de que consiguiera una expresividad musical no superada por ninguno de sus contemporáneos. Es una impronta tan personal que no es posible adscribirlo a ninguna otra escuela. De hecho, influyó en otros autores españoles y en su propio maestro Palestrina, que asumirá en los últimos años de su vida el dramatismo realista propio de Victoria.

 

Una anécdota significativa muestra el diferente modo de ser de Palestrina y de Victoria. Giovanni Pierluiggi da Palestrina, que estaba casado y tenía dos hijos de la edad de Tomás Luis de Victoria, siendo ya mayor enviudó. Muchos pensaron que quizá se retiraría a un convento para seguir componiendo música piadosa. Pero no solo se casó de nuevo con una rica mujer, sino que además abrió un negoció de pieles para suministrar vestimentas a las autoridades romanas y a la Curia. En contraste, ya en esos momentos Victoria ansiaba volver a España, no estaba a gusto en el bullir romano. Soñaba con la vuelta a Castilla, donde todo invitaba al recogimiento y a la oración. Esos caracteres tan distintos, y complementarios desde luego, pues en cualquier vida honesta se puede dar gloria a Dios, marcan también los diferentes estilos de cada uno.

 

Era frecuente en esa época tomar como base para la música religiosa melodías procedentes de la música profana. Fue famosa por ejemplo la canción L’HommeArmé, melodía favorita de Carlos I, sobre la que Cristóbal Morales compuso dos Misas e inspiró también a otros autores. Sin embargo, esta práctica no fue usada por Victoria, incluso antes de que la prohibiera el Concilio. Victoria solo escribió música propiamente religiosa, inspirándose en antífonas del canto gregoriano o en su propio genio creativo. La única excepción fue la Misa pro Victoria, que se compuso sobe la canción La Guerre, de Janequin, y dio origen a la Misa de batalla. Está compuesta a base de notas cortas y repetidas con aire de fanfarria, con un estilo concertante nada usual en Victoria. La dedicó a Felipe II.

 

Victoria rehuyó la vida placentera romana, y fue progresivamente sumergiéndose en la oración y contemplación que subyace en su obra. Señal de esa inmersión hacia el mundo interior es también que a partir de cierto momento deja de dedicar sus obras a personajes de la realeza o de la Curia, para dedicarlos a la Virgen o a la Santísima Trinidad. Se percibe que su intención es volcarse en la contemplación de lo divino, y así logra que también el oyente se sienta sumergido en ese mundo contemplativo.

 

Él mismo lo explica: “He procurado no ser del todo ingrato con Dios, de quien todos los bienes proceden, por esta gracia y beneficio de Dios que me ha concedido y que me inclina por cierto natural instinto a la música sagrada, no sin frutos por lo que oigo decir a otros…” El verdadero destinatario de sus obras es Dios.

 

En la misma línea escribe a Felipe II, cuando está a punto de regresar a España: “Ya desde el principio me propuse no fijarme en el solo deleite de los oídos y del ánimo, ni del contentarme con este conocimiento, antes bien, mirando más allá, resolví ser útil, dentro de lo posible, a los presentes y a los venideros (…) ¿A qué mejor fin debe servir la música, sino a las sagradas alabanzas de aquel Dios inmortal de quien proceden el ritmo y el compás, y cuyas obras están dispuestas en forma tan portentosa que ostentan cierta armonía y cántico admirables?”

 

En la obra de Victoria no hay desnivel de calidad, y toda ella es de grado notablemente superior al de sus contemporáneos. Abundan los temas eucarísticos y marianos: Salve Regina, Alma Redemptoris Mater, Ave Regina. Quizá su máximo esplendor lo alcanza en los motetes de la Pasión. Hay un dramatismo realista, común a composiciones españolas de la época, que los distingue claramente del resto de escuelas europeas, motivado por la profunda y sincera religiosidad, y también por las circunstancias especiales de la situación política, económica y cultural, que dieron un sello propio y esplendoroso a la España del Siglo deOro, que abarca desde finales del siglo XV (1492, año del fin de la Reconquista y del descubrimiento de América) hasta mediados del siglo XVII.

 

Fue una época en la que alcanzaron excelencia todas las áreas del saber y la cultura en España. Fue mítico el prestigio de las universidades de Salamanca y Alcalá de Henares. En la famosa Escuela de Salamanca tuvo su origen el Derecho de Gentes, precursor de los Derechos Humanos, basado en la ley natural e iluminado por la fe cristiana según la cual todos somos hijos de Dios y hermanos.

 

En la literatura surgen figuras inolvidables como Miguel de Cervantes, Lope de Vega o Calderón de la Barca. En la mística, San Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús o fray Luis de León. Grandes fundadores y promotores del saber, como san Ignacio de Loyola. Pintores como Velázquez, José de Ribera o Ribalta. Escultores como Berruguete, arquitectos como Juan de Herrera… Y en esa pléyade irrepetible, brilla la música sacra de Tomás Luis de Vitoria.

 

Nuestros bachilleres deberían retomar el estudio del Siglo de Oro español. ¿Por qué se ha retirado de los planes de estudio, hasta el punto de que probablemente no ya los alumnos, sino muchos de sus profesores ni siquiera hayan oído hablar de que exista un Siglo de Oro español? Los prejuicios que lanzaron los enemigos políticos de España –y de la Iglesia católica, de la que España era un bastión- sin duda han llegado hasta nuestros días, tratando de ocultar con su basura los ricos manantiales de humanidad que fluyeron aquellos años en España. Y que aún están ahí, ofreciendo su saludable influencia. Resultan proféticas las palabras mencionadas de Victoria a Felipe II: “… resolví ser útil, dentro de lo posible, a los presentes y a los venideros.” Y vaya que lo ha sido y seguirá siendo.

 

El Siglo de Oro nos enseña cómo el ser humano, puesto en ambiente favorable ante la trascendencia, ante Dios,  es capaz de alcanzar las más altas cotas de ciencia y cultura, de verdad, bien y belleza. El influjo benéfico de la estela que levantaron aquellos hombres y mujeres españoles del siglo XVI sigue llegando hasta nosotros.

 

De ese benéfico influjo es testigo discreto este buen documental, que muestra que las creaciones musicales, cuando salen de personas que rezan, son capaces de penetrar los abismos celestiales y plasmarlos en melodías, que al ser escuchadas toman nuestra mente y nuestro corazón y los alzan de vuelta hacia las intimidades divinas.

 

Aunque de lo que es mejor testigo el documental Converso es de la acción del Espíritu Santo en la historia y en cada alma. Sigue soplando donde quiere y como quiere. Mayormente allí donde alguien implora su acción y busca sinceramente la verdad.


            

miércoles, 7 de abril de 2021

Resurrección

 


Torreciudad, mosaico de la Resurrección del Señor


Resurrección

 

        ¿Es razonable la enseñanza sobre la resurrección contenida en la revelación cristiana? Sin duda la respuesta no puede venir sino de la mirada dirigida a Jesucristo, que nos muestra que la resurrección es razonable.

 

Pero se trata de un don, que el hombre no puede alcanzar por sí mismo. Un don que llena de sentido nuestra vida, y que está relacionado con la dimensión espiritual de nuestro ser.

 

En su libro Ciencia y fe, nuevas perspectivas, publicado en 1992, el científico y filósofo Mariano Artigas aportaba evidencias acerca de la nítida dimensión espiritual de la persona, que a diferencia de otros seres posee una interioridad irreductible a las condiciones materiales.

 

A través de su inteligencia y su voluntad, la persona trasciende el ámbito de lo material, y en su actividad consciente manifiesta sus dimensiones espirituales. “El propio progreso de la ciencia experimental es un ejemplo de ello. La actividad científica, sus métodos y resultados, sus supuestos (…) muestran que la persona trasciende el modo de ser de los entes naturales.

 

El ser humano posee unos rasgos distintivos propios, inexistentes en otros seres de la creación: la personalidad y la capacidad de amar, la interioridad y la autorreflexión, el sentido del tiempo y la capacidad de abstracción, la inventiva, la capacidad de comunicarse y usar el lenguaje, el sentido de la verdad y de la ética, de lo que está bien y está mal… Son dimensiones únicas en el ser humano.

 

Sólo en la persona humana se ha producido (por la acción divina, como sabemos por revelación y podemos intuir por la razón) un ser que posee unas dimensiones que trascienden la naturaleza, sin dejar de pertenecer a ella.

 

John Eccles, Nobel de Medicina en 1963 por sus trabajos sobre el cerebro humano, afirmaba que el materialismo es ciego con respecto a los problemas fundamentales que surgen de la experiencia espiritual, no consigue explicar nuestra singularidad. “Cada alma es una nueva creación divina. Afirmo que ninguna otra explicación resulta sostenible.”


Dios da continuamente el ser a las entidades naturales, haciendo que funcionen de acuerdo con su modo de ser propio. Pero en el caso del hombre, los efectos de la acción divina sobrepasan el nivel material y constituyen un ser que participa de la espiritualidad propia de Dios. El hombre es un ser único, que abarca a la vez dimensiones espirituales y materiales.

 

Por eso la supervivencia después de la muerte resulta lógica y coherente, no es sólo algo que sabemos por la revelación de Dios a los hombres. Es lógica, porque la singularidad humana es patente; sus dimensiones espirituales se reconocen fácilmente; para quien piensa con rigor, también es patente la acción divina, que da el ser a todo lo que existe; la propia experiencia nos dice que la relación especial del hombre con Dios no se da en las criaturas inferiores; es coherente que no sería propio de la acción divina la aniquilación, que contradice las tendencias que Dios ha puesto en la persona –perpetuarse, anhelo infinito de felicidad, de amar y ser amado, capacidad de compromiso, sentido del bien y del mal- y su dimensión espiritual, que le da capacidad de subsistir con independencia de las condiciones materiales.

 

Pretender explicar al hombre prescindiendo de Dios es meterse en un callejón sin salida, afirma Artigas: la espiritualidad humana se encuentra íntimamente vinculada con la acción divina en el mundo, y especialmente con la acción de Dios en el hombre. Sin Dios, el sentido de la vida se convertiría en un misterio incomprensible.

 

Artigas recuerda al psiquiatra Juan Antonio Vallejo–Nájera, que en su libro “La puerta de la esperanza”, escrito poco antes de su muerte, quiso dejar constancia de su convencimiento de que la muerte es una puerta abierta a la esperanza, cuando se saciarán los anhelos de nuestra alma: el anhelo de justicia, pero sobre todo de sentirnos comprendidos,  acogidos y amados: “Dios es misericordioso, eso los psiquiatras lo comprendemos muy bien, porque también tenemos que serlo ante las aberraciones que pasan por nuestras consultas. Y Dios, que es mucho más sabio, lo entenderá y comprenderá mejor.”

 

Es al otro lado de esa puerta donde el bien que hayamos hecho recibirá su recompensa.“El hacer bien siempre es gratificante, pero al añadirle ese sentido de ofrecimiento a Dios, se convierte en un gozo." Es así, con ese deseo actualizado de hacer el bien, y de hecho hacerlo, como el más allá que enseña la religión cristiana se convierte en un más acá, un anticipo de lo que será el Cielo, que es la promesa de algo totalmente nuevo, pero que responde a un anhelo profundamete arraigado en nuestro ser.


Sí. Jesucristo resucitó, y nosotros también resucitaremos (cfr. I Cor, 15, 13).




sábado, 27 de marzo de 2021

El amor a la sabiduría

 


El Amor a la sabiduría. Etienne Gilson. Ed Rialp

 

El filósofo francés Etienne Gilson (1884-1978) ofrece, en las dos conferencias que componen este libro, un valioso repaso a las características del trabajo intelectual. Resaltan sus reflexiones sobre dos valores que escasean hoy: el rigor intelectual y el amor a la verdad.

 

Firme defensor del valor de la metafísica, trabajó intensamente la obra de Tomás de Aquino, una de las cimas del pensamiento humano, y se fija en su método para aproximarse a la verdad: calma, serenidad, buen carácter, disposición de hallar y valorar incluso la más pequeña parte de verdad que se encuentre en las proposiciones ajenas.

 

Miren por ejemplo estas frases, que harían bien en considerar tantos personajes de nuestra vida pública:   

 

Doctrina –dice Tomás- debet esse in tranquillitate. La mente de un filósofo debe estar en paz. Su primera cualidad es tener buen carácter: no debe enfadarse nunca con una idea. Hacerlo es, primero que nada, una tontería; pero, sobre todo, el único interés del filósofo es comprender. El tremendo esfuerzo moral de la voluntad, que se requiere de un filósofo en su búsqueda de la sabiduría, no debería tener ningún otro objetivo que proteger su intelecto de todas las influencias perturbadoras que pueden interferir el libre juego de las virtudes de ciencia y entendimiento.

 

Un filósofo de buen carácter nunca ataca a un hombre para desembarazarse de una idea; ni critica lo que  no está seguro de haber entendido correctamente; no rechaza superficialmente las objeciones como no merecedoras de discusión; no toma los argumentos en un sentido menos razonable de lo que se desprende de sus términos.

 

Por el contrario, puesto que su interés es la verdad y nada más, su único cuidado será hacer entera justicia incluso a aquel poco de verdad que hay en cada error. Para un verdadero discípulo de Tomás de Aquino el único modo de destruir el error es ver a través de él, esto es, una vez más, entenderlo precisamente en cuanto que error.

 

En filosofía una sola cosa es peor que el error; es lo que alguna gente gusta llamar su “refutación”, cuando virilmente condenan lo que no entienden. Tomás nunca comete tales errores. Lo que él considera es lo que un hombre ha dicho, entendido en el sentido más inteligente del cual sean susceptibles las palabras. Una vez que se ha asegurado de su sentido, Tomás siempre refuta la opinión de un adversario asignándole un sitio en una cierta escala doctrinal suya; estas escalas no clasifican las doctrinas según su proximidad al error, sino de acuerdo a su lejanía de la verdad.

 

Así comprendido, incluso el error tiene sentido y, porque es un acto de comprensión, su propio rechazo como verdad incompleta se convierte en obra de paz: doctrina debet esse in tranquillitate.

 

El respeto incondicional de la verdad nos obliga a buscarla no solo en las afirmaciones de nuestros adversarios, sino también en las de nuestros amigos. Quiere decir que no deberíamos aceptar nunca lo que dice un filósofo por ninguna otra razón que por la verdad de lo que dice. “No mires a quién escuchas –dice Tomás-, mas lo que oigas de bueno encomiéndalo a tu memoria.”


Nuestra admiración por una persona debe justificarse en la razonabilidad de lo que dice, y no la razonabilidad en la admiración. Cuando no entendemos claramente, o si no vemos por qué tiene razón, la actitud tomista es seguir el consejo: “Trata de comprender aquello que leas u oigas. Certifícate de tus dudas” y “No busques aquello que te sobrepasa”.  Pero no tengas prisa en decidir que la metafísica está más allá de tu alcance; la búsqueda de la sabiduría es un trabajo lento, y los estudiantes más brillantes no son siempre los mejores filósofos. Mientras sus compañeros de clase hablaban, el “buey mudo” (así apodaban a Tomás) estaba tratando de comprender.”

 

Poner la verdad por delante de partidismos. Aprender a razonar rigurosamente y libres de consignas. Dialogar escuchando con respeto, sin impaciencia, y partiendo del punto de vista del otro… Esas son las actitudes de quienes aman la sabiduría, y saben que la pregunta no es de qué bando eres, sino dónde está la verdad. 


Buen libro para tener a mano y repasar de vez en cuando. Las reflexiones de Gilson sirven para cuantos se proponen contribuir a la construcción de una sociedad libre con su inteligencia, porque sin verdad no hay libertad posible. Muy interesante para cuantos se mueven en ambientes educativos, políticos y de opinión pública. 


El trabajo intelectual es otro interesante el libro sobre el mismo tema, publicado por el filósofo francés Jean Guitton, "dirigido a quienes no han renunciado a leer, pensar y escribir."

 

martes, 23 de marzo de 2021

El relativismo en Europa

 


Sin raíces: Europa. Relativismo. Cristianismo. Islam. Marcello Pera. Joseph Ratzinger. Ed Atalaya.

 

El senador italiano Marcelo Pera -que fue presidente del Senado de su país- y el cardenal Ratzinger –más tarde Benedicto XVI- analizaron en este libro, desde sus distintas perspectivas, la preocupante situación de Europa, un continente cuyos líderes parecen perdidos al haber renegado de sus raíces cristianas.

 

Un amplio número de gobernantes europeos niega la existencia de valores universales, y se somete al imperio de un lenguaje tan “políticamente correcto” que les impide conocer la realidad, con el consiguiente perjuicio para los ciudadanos.

 

El oscurecimiento de la realidad lleva por ejemplo a autodenominar “legislaciones laicas” a leyes agresiva y dogmáticamente laicistas. El “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” termina por convertirse en un rechazo frontal incluso a la simple mención de Dios en la vida pública.

 

Marcelo Pera, además de político y hombre de Estado, es un pensador, profesor de filosofía de la ciencia. Joseph Ratzinger, por su parte, es teólogo, y una de las mentes más preclaras de nuestro tiempo. Parten de esas dos ópticas distintas, pero la poderosa categoría intelectual de ambos les lleva a identificar las mismas causas y posibles remedios a la triste situación de Europa, a la que juzgan en irremisible decadencia si no corrige su rumbo.

  

Esa Europa que ahora parece una gran Babilonia, sin norte y caótica en sus directrices, sólo sobrevivirá, afirman, si no pierde la conciencia de los valores morales compartidos e intangibles, que hicieron posible el surgimiento de nuestra civilización. Renunciar a esos principios para sumergirse en el relativismo supondría la autodestrucción de la conciencia europea y el vaciamiento de su identidad.

 

El libro no se detiene en consideraciones genéricas, sino que concreta una serie de propuestas que a juicio de los autores deberían formar parte de la Constitución europea, que por aquel entonces se estaba fraguando, y que acabó convirtiéndose en un nebuloso Tratado Constitucional que en 2006 no logró laratificación de los Estados miembros de la Unión.

 

Entre las propuestas que tanto Ratzinger como Marcelo Pera consideran que la Constitución de Europa debería recoger con nitidez destaco estas tres:

 

1.  Presentación clara y sin condiciones de la dignidad de la persona y los derechos humanos como valores que preceden a cualquier jurisdicción estatal. No son derechos creados por el legislador ni otorgados a los ciudadanos, sino que existen por derecho propio, el legislador ha de respetarlos siempre, son valores de orden superior. Existen amenazas muy reales contra este principio hoy en día, especialmente  en el campo de la medicina: manipulación genética, clonación, conservación de fetos humanos con fines de investigación, eutanasia y eugenesia…

 

2.  Definición clara de matrimonio y familia: matrimonio monogámico, de un hombre con una mujer, célula en la formación de la comunidad estatal.  Matrimonio y familia forman parte de la identidad europea, le han dado su rostro particular y su humanidad. Si esa célula básica cambiase esencialmente, Europa dejaría de ser Europa. Sabemos que tanto el matrimonio como la familia están siendo atacados brutalmente en su base. Políticas fiscales que penalizan la unión matrimonial y desalientan la natalidad; dificultad de acceso a la vivienda de los más jóvenes; facilidad del divorcio; pretensión de un reconocimiento de las uniones homosexuales como equiparables al matrimonio: esto, afirman, nos saca de la historia moral de la humanidad, que hasta ahora nunca ha olvidado que matrimonio esencialmente es la unión de un hombre con una mujer, que se abre a los hijos y así a la familia. No se trata de discriminación, sino de lo que es la persona humana en cuanto hombre y en cuanto mujer, y qué unión puede recibir la forma jurídica llamada matrimonio. Equiparar la unión homosexual al matrimonio es disolver la imagen del hombre, y tiene unas consecuencias morales y sociales graves.

 

3.  La cuestión religiosa: es preciso reconocer el respeto a lo que para el otro es sagrado en el sentido más alto: o sea, el respeto a Dios. Ese respeto es lícito suponerlo también en el que no está dispuesto a creer en Dios. De hecho, se respeta la fe de Israel, y se multa a quienes la ofenden. También se multa a quien ofende al Islam. Pero cuando se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, parece que cambia el enfoque: ahí el bien supremo es la libertad de opinión, y limitarla sería amenazar la tolerancia y la libertad.  Pero la libertad de opinión tiene justo ese límite: no puede destruir la dignidad y el honor del otro. No es libertad para mentir o destruir los derechos humanos.

 

Al no reconocer estos y otros principios esenciales, el llamado Tratado constitucional ha quedado en un texto poco claro, que suscita controversias, y que decaerá si no se corrige: no podrá sostenerse mucho tiempo sobre terreno incierto y desenraizado.  

 

Como esperanza, Marcelo Pera y Ratzinger coinciden en que el destino de una sociedad depende siempre de minorías creativas que sepan asumir sus responsabilidades. Minorías que actúen como fermento en Europa y en cada una de las naciones que la componen, mostrando los puntos inconsistentes, la razonabilidad de sus propuestas para hacer viable el entendimiento y mejorar la convivencia, y no dejándose someter a las imposiciones -tan dogmáticas como inhumanas- del relativismo y del laicismo ateo.

 

 

sábado, 6 de marzo de 2021

Dios y la ciencia

 



Dios y la ciencia. Hacia el metarrealismo. Jean Guitton. 

Ed. Debate, 1998

 

El filósofo francés Jean Guitton fue miembro de la Academia francesa y de la Academia de Ciencias morales y políticas. Fue el único laico que participó en el Concilio Vaticano II. Falleció en 1999. Profundo y certero pensador, nos ha dejado una ampliaproducción filosófica, en la que abundan los trabajos sobre el conocimiento humano y el conocimiento de Dios.

 

Este libro está escrito en conversación con dos astrofísicos, los hermanos Igor y Grichka Bogdanov. Guitton contrasta las ideas metafísicas con los datos que aporta la ciencia, y muestra que es posible tender puentes entre lo material y lo espiritual, porque los últimos avances científicos parecen avalar que esos puentes realmente existen. Muestran una inusitada convergencia con el conocimiento teológico. Se diría que la ciencia nos dirige a lo trascendente, idea que a un cristiano no le debe sorprender. Dios no es demostrable por el método científico, pero la teoría cuántica y la nueva física, lejos de contradecirlo, ofrecen un punto de apoyo científico a las concepciones de la religión.

 

Anoto algunos de los datos interesantes que aporta el libro:


Jean Guitton

 

La teoría cuántica parece haber llevado a los físicos a un muro de incertidumbre, a lo que Guitton llama "agnosticismo respecto a la ciencia." La física se ha topado con la existencia de límites físicos al conocimiento, “unas extrañas fronteras” que hacen que el universo no sea plenamente cognoscible. He aquí algunos de esos límites:

-El principio de complementariedad enuncia que las partículas elementales (o mejor, los fenómenos elementales) son a la vez corpusculares y ondulatorios.

 -Existe un “quantum de acción” mínima medible, la constante de Planck: es la más pequeña cantidad de energía que existe en el universo, la más pequeña acción mecánica concebible. Es el límite de divisibilidad de toda radiación, y por tanto de toda divisibilidad.

-La teoría cuántica nos dice que la realidad “en sí” no existe. Depende del modo en que decidamos observarla. Las entidades elementales pueden ser a la vez onda y partícula: a la vez, al mismo tiempo. Y son realidades indeterminadas. Frente a la teoría cuántica no se sostienen interpretaciones del universo como la objetividad y el determinismo.

-Un dato sorprendente que aporta la física es que existe un orden en el seno del caos.  En un universo sometido a la entropía, irresistiblemente arrastrado hacia un desorden creciente, aparece el orden. ¿Cómo y por qué?

-La teoría cuántica nos dice que espacio y tiempo son ilusiones. Pero sin embargo existimos, estamos ligados a algo que trasciende las categorías de espacio y tiempo. Algo que se asemeja más al espíritu que a la materia.

 

La teoría del Big Bang


Fuente: NASA


Basta medir la velocidad con que siguen expandiéndose las galaxias, separándose unas de otras, para inducir el momento primero, en que se encontraban concentradas en un punto. La teoría del Big Bang, de Lemaître, no surgió como un argumento creacionista, sino como forma de resolver la incógnita de la constante cosmológica de Einstein. El hecho de que resuelva apreciablemente bien el problema es sin duda sorprendente. 

Las leyes de la física permiten describir hoy con precisión multitud de datos, que nos dan una idea vertiginosa de la grandiosidad del universo:   

-El primer instante después del tiempo 0 fue 10 elevado a -43 segundos (apenas un relámpago, dentro de los 15 mil millones de años que dura el universo).

-En ese instante el universo medía 10 elevado a -33 cm.

-El calor del universo era de 10 elevado a 32 grados.

-El tamaño del núcleo del átomo es de 10 elevado a -13 cm, miles de millones de veces más grande que el universo en ese instante.

-La constante de Planck (6,626 elevado a -34 julio-segundos) es la más pequeña cantidad de energía que existe en el mundo físico, la más pequeña acción mecánica concebible. Hay también una longitud la más pequeña concebible entre dos objetos separados, y una unidad de tiempo el más pequeño posible.

-La edad de la Tierra: 4.500 millones de años. El universo, 15.000 millones.

-En los primeros instantes del universo (entre 10 elevado a -35 y 10 elevado a -32 segundos: o sea, milmillonésimas de segundo) el universo se hincha 10 elevado a 50 veces (como del núcleo del átomo a una manzana). Desde entonces hasta ahora “sólo” ha crecido 10 elevado a 9: o sea, mil millones de veces.

-el tamaño del universo observable es 10 elevado a 28.


Son datos asombrosos. Sin embargo, las leyes de la física no saben ni pueden responder a estas preguntas: “¿por qué hay algo en lugar de nada?” o “¿por qué apareció el universo?”

 

Autoestructuración y sincronicidad de la materia

 

A nivel molecular se da una autoestructuración de la materia de acuerdo con leyes aún no conocidas, que tiende a contradecir el 2º principio de la termodinámica: lo que se observa no es que el sistema pase del orden al desorden, en el transcurso del tiempo, sino que se comporta como un sistema abierto que intercambia continuamente con el exterior materia, energía e información. Se dan unas fluctuaciones de la organización molecular de manera que aparecen estructuras más ordenadas en el seno del desorden molecular, creándose estructuras cada vez más complejas.

 

Este inesperado creciente de orden puede estar en la base de la intrigante aparición de la vida a partir de la materia inerte. La materia parece poseer un principio de autoestructuración que desconocemos, y que dirige su organización.

 

Parece pues que debemos añadir a los conceptos de espacio, tiempo y principio de causalidad el principio de sincronicidad: existe un orden universal de comprensión, complementario de la causalidad, que permite o explica que el universo de lo viviente tenga un creciente grado de orden, al contrario que la materia inanimada. Las moléculas básicas para la vida parecen disponer de sistemas de autoorganización y comunicación que les permiten crear estructuras vitales cada vez más perfectas.

 

 Esos sistemas nos hablan de un orden supremo que regula todos los fenómenos, las constantes físicas, las condiciones iniciales del universo, el comportamiento de los átomos…

 

Materia vacía



La materia está hecha de vacío. En realidad parece inatrapable. Si observamos una llave, para hacernos cargo del tamaño de los átomos que la componen, tendríamos que imaginar que la llave tiene el tamaño de la Tierra, y el átomo sería del tamaño de una cereza. Para hacernos idea del tamaño del núcleo de ese átomo, la cereza tendríamos que ponerla a escala de un balón de 200 m. de diámetro, y a esa escala el núcleo apenas sería una mota de polvo. Los átomos que componen el sustrato de la llave están vacíos.

 

Sin embargo, el número de átomos es descomunal. Si una persona fuera capaz de contar mil millones de átomos por segundo, tardaría más de cincuenta siglos para contar los átomos que hay en un grano minúsculo de sal. Son tantos, que si tuviesen el tamaño de una cabeza de alfiler cubrirían toda Europa con una capa uniforme de más de 20 centímetros de espesor.

 

Si entramos en el interior del núcleo, ahí están los hadrones, que parecen descomponerse en quarks, partículas que existen en grupos de 3 y que en realidad parecen inasibles, son sólo una ficción matemática que funciona.

 

Según la teoría físico cuántica relativista de los campos, las partículas no existen por sí mismas, sino a través de los efectos que originan. Ese conjunto de efectos se llama “campo”. Los objetos que nos rodean no son más que conjuntos de campos (electromagnético, gravitatorio, protónico y electrónico). La realidad es un conjunto de campos que interaccionan permanentemente entre ellos, en forma de vibraciones.

 

Según la teoría cuántica, todo parece comportarse como si el acto de observación fuera el determinante de la materialización de la realidad, única e indivisible. Antes de la observación todo es sólo una función ondulatoria. (Como si el universo proviniese del derrumbamiento de una especie de función ondulatoria universal, provocado por un observador exterior).

 

La materia, como demostró de Broglie, está compuesta de configuraciones ondulatorias que interfieren con configuraciones de energía. Como en los hologramas, la materia es una configuración codificante de materia y energía. Cada región del espacio contiene la configuración del conjunto.

 

En realidad, la luz y el color no existen en sí mismos. Lo que la retina percibe son ondas electromagnéticas. No hay sonidos, ni música, sólo variaciones momentáneas de presión del aire en nuestros tímpanos. No hay calor ni frío, sino moléculas con mayor o menor energía cinética.

 

El universo parece un mensaje redactado con un código secreto, que correspondiera a los físicos descifrar. Materia, energía e información parecen los componentes de ese código.

 

Las abundantes referencias científicas suponen cierta dificultad para la lectura del libro, pero gustará a quienes desde las matemáticas y la física se preguntan a menudo por el misterio de la vida y del cosmos, y sueñan con encontrar la clave del misterio que encierran.

 

Guitton y sus colaboradores astrofísicos cumplen, a mi juicio, lo que se han propuesto: “mostrar que los últimos progresos científicos permiten entrever una convergencia entre la física y la teología.”


Un buen trabajo de divulgación sobre el origen del universo es también este libro del profesor Martínez Caro.