martes, 13 de agosto de 2019

Hablar de Dios hoy


 Cómo hablar de Dios hoy. Fabrice Hadjadj. Ed Nuevo Inicio




Fabrice Hadjadj es ensayista y dramaturgo. De padres de ascendencia judía e ideología maoísta, se convirtió al catolicismo en 1998.  Casado y padre de familia numerosa, es director del Instituto Europeo de Estudios Antropológicos Philanthropos, de Friburgo.
Este libro (ya publiqué una reseña anterior, que ahora actualizo y amplío) es una valiosa reflexión sobre la presencia de la palabra Dios en la conversación humana. “¿Puede ser Dios un tema de conversación? ¿Se le puede mencionar entre los resultados de la Champions y la predicción meteorológica? ¿La misma boca que acaba de decir “¡Pásame la sal!”, podría decir algo acerca de la divinidad?”
Quienes pretenden exaltar a Dios, ¿no lo rebajan hablando de Él con imprecisión, sin apenas comprenderlo? Y por el contrario, ¿no lo honran, mencionándolo constantemente,  quienes parecen desear liberarse de su presencia?
Hadjadj observa que el fundamentalista y el ateo tienen en común que hablan mucho de Dios. Y quizá por eso provocan otros dos tipos de personas: el agnóstico y el cristiano vergonzante. El agnóstico se ahorra tener que intentar demostrar hasta la obsesión que Dios no existe, como hace el ateo. El cristiano vergonzante no quiere complicaciones. Y ambos deciden no hablar de Dios para nada.
Y luego están aquellos que no se encuentran en ninguna de estas cuatro facciones. Aquellos que se dan cuenta  de que no saben hablar de Dios, pero saben que menos aún pueden callar. Lo experimentó san Pablo: “¡Ay de mí si no predicare el Evangelio! Es un deber que me incumbe.” (1 Cor 9, 16) Tartamudean, balbucean, “como payasos que han de dar testimonio de algo que los supera…” Son llamados “la luz del mundo”, y apenas saben explicarse. Se saben hijos del Dios infinito, y sin embargo extremadamente finitos…
Es a esas personas especialmente a las que se dirige este ensayo: a quienes saben que deberían hablar de Dios pero dudan de cómo hacerlo. Quizá piensan que les falta alguna estrategia de comunicación. 
Hadjahj nos recuerda que lo esencial no es “qué tengo que hacer” ni “qué tengo que decir”. La clave está en  “qué tengo que ser”. 
O, mejor aún, ¿con Quién estoy llamado a identificarme? 


La clave es el encuentro personal con Jesús
Quien desee encontrar a Jesús, puede buscarle en el Evangelio, que es Palabra viva de Dios, que contiene lo esencial de cuanto hizo y enseñó, y ha quedado escrito porque Él quiere decírnoslo hoy y ahora a cada uno de nosotros.
Dios no ha querido el Evangelio simplemente para promover valores, sino para  que podamos encontrarnos con Él, con Jesús, que es perfecto Dios y perfecto hombre.
Tendré palabras para hablar de Dios si me identifico con la Palabra, que es Dios. Precisamente así comienza el Evangelio de san Juan: “En el principio era el Verbo”.  Verbo, Palabra, es el nombre del Hijo que revela al Padre en el Espíritu Santo.
Hablar de Dios es hablar de la Palabra, y sobre todo ponerse a la escucha de la Palabra en el seno de la Iglesia, que a pesar de las deficiencias de sus hombres es, por voluntad de Dios, Cuerpo y Esposa de la Palabra hecha Carne.
Desde luego que hay un infinito entre la Palabra de Dios y la palabra humana. Pero incluso ese infinito supone también relación: la Palabra ha creado a su imagen nuestra palabra, finita pero participación de la Palabra creadora.
“En su fuente más original y más silenciosa la palabra humana no cesa de beber de la Palabra divina.” Y es precisamente por eso que remontar el curso de nuestra palabra humana no puede hacer otra cosa que llevarnos a Dios.
Teresa de Jesús, como tantos santos que han sido íntimos de Dios, usó con tal maestría la palabra para describir su relación con Dios, que la lectura de sus escritos ha movido a conversiones como la de Edith Stein.
Fadjahj cita a la santa de Ávila: “Parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza, estando ya dentro.” Dios no es “otra cosa”, que esté ahí fuera, lejos. Aprender cómo hablar de Dios es llegar adonde ya tenemos su morada, intensificar nuestra presencia en lo que ya está presente.



Hablar con Dios y escucharle en el silencio
Más que hablar de Dios, conviene hablar a Dios en la oración y convertir en acciones prácticas su Voluntad, que desde luego incluye la de hablar de Él, porque Él desea hacerse presente entre los hombres.
Un cristiano no puede no hablar de Él, porque forma parte de su ser esencial. “No se esconde la lámpara debajo de la cama, sino sobre el candelero, para que alumbre la estancia. Vosotros sois la luz del mundo…

La palabra es el acto más profundo del hombre
Para un ser como el hombre, que se caracteriza por la palabra, la palabra es su acto más profundo. Se puede decir que el lenguaje define y construye la personalidad del que habla. “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”, dice Pedro a Jesús, porque habla con la autoridad del que vive lo que dice y dice lo que es.
En contraste, ¡qué vulgar personalidad se construyen tantos personajes públicos con su palabrería hueca, sucia, agresiva, mentirosa…!
La eficacia de nuestra palabra no se encuentra esencialmente en el poder de inducir a los demás a un comportamiento que nos sea favorable: reside en el poder de dar vía libre a su propia vocación, que consiste en designar las cosas tal como ellas son, más allá de lo que nos resulta útil. Esa es la eficacia del Evangelio: la de llamar a las cosas por su nombre, sin malabarismos.
Nombrar es llamar por el nombre: vocare. Es llamada, vocación. La palabra llama, prepara una morada adonde las cosas puedan ir. La palabra revela la vocación de cada ser. “Un niño, sin las llamadas de sus padres por encima de su cuna, acabaría muriendo o sin poder acceder a su propia humanidad. Esas palabras le preparan la morada donde él podrá llegar a abrirse al mundo.”
Esas palabras que empleamos para calificar las cosas de verdaderas, buenas, o sencillamente para expresar que son, nos remiten a nociones puras que se aplican menos propiamente a las criaturas que a Aquel que es la Verdad, La Bondad, la Belleza y el Ipsum esse subsistens (el mismo Ser subsistente).
La palabra no cesa de remitir a lo inefable: “Sólo Dios es absolutamente bueno (Lc 18, 19). Incluso cuando decimos de unos macarrones que están buenos, eso nos remite a Dios, que es la Bondad. Pero las cosas prometen menos de lo que dan, no salvan, no pueden nada contra el mal y la muerte. Dios sí.


Oración y canto, donde mejor se expresa lo inefable
De un modo poético, pero no exento de realismo, Hadjahj señala dos ámbitos donde propiamente “se habla bien”: la oración y el canto. Son los ámbitos “del balbuceo supremo, de la palabra quebrada por lo indecible, boquiabierta ante lo inefable: la palabra que aflora el espíritu”.
Hablar sin tender al canto no es llamar a las cosas de un modo que delimite el misterio de su presencia. Y hablar sin tender a la oración no llega a ser hablar, porque sólo en la oración se arranca a las cosas de la amenaza de la nada.
La oración y el canto no son adornos: florecen desde la palabra misma. Basta decir que algo es, que es bueno, bello y verdadero, para que la palabra nos hable ya de lo que sólo se realiza absolutamente en Dios, y cuya causa es Dios. Basta que llamemos a alguien por su nombre, de corazón, para que le oigamos decir “presente”, y para que “su nombre esté escrito en los cielos” (Lc X, 17).
La vieja tentación sofista
Cuando tantos emplean la palabra para engañar, o dándole un sentido distinto del que tiene, son proféticas estas palabras de Louis de Massignon a Paul Claudel, en 1912: “Me pregunto si el suplicio de las generaciones venideras no consistirá en ser torturadas con palabras que mienten a su sentido original, con ideas vueltas contra Dios.”
No es algo nuevo. Ya el Salmo 11, 5 pone en boca de los impíos, que se jactan: “La lengua es nuestro fuerte, nuestros labios por nosotros. ¿Quién va a ser nuestro  amo?” Es la vieja perversión sofística, en que la palabra se entiende como instrumento de manipulación, y no como hospitalidad al misterio del ser.
Pero la palabra dice lo que es, aunque saliera de una boca impía, aunque no queramos oírla, aunque la queramos reducir a un significado distinto del que ella quiere decir.



Ideologías inhumanas
Frente a ideologías sin Dios, que proponen que desertemos de nuestra condición humana, la Palabra de Dios nos ofrece una transformación de la persona que preserva lo humano.
Hadjahj advierte cuatro ideologías que van contra el hombre: nihilismo (no hay nada que podamos esperar);  tecnocracia (el hombre es mera química); ecologismo (el hombre es un animal que desestabiliza la naturaleza); fundamentalismo (el hombre sometido a un dios agobiante, a un libro que hay que recitar, o a una flor de loto que meditar.) Son ideologías que, al abandonar a Dios, destruyen nuestra condición humana.
Tenemos tristes recuerdos de adónde nos conduce la creencia en el Progreso continuo, en el hombre que se salva por sí mismo: liberalismo y totalitarismo son intentos de construir un mundo sin Dios.
Los totalitarismos no han sido fruto de la barbarie, sino de una planificación ideal y bien estudiada, basada en la utopía del Progreso continuo, que desembocaron en imperios del terror. Nazismo y comunismo crearon los Auschwitz y los Gulags, en los que se destruía al hombre en nombre del bien de la humanidad.
Tampoco el  liberalismo ha salvado al hombre, con su vía libre a una jungla feroz, en la que sufren los más débiles, y acaba provocando el ascenso de los  totalitarismos.
El cristiano está llamado por vocación a llevarse bien con todos, pero Hadjajh pone en guardia frente a ciertos ateísmos que para afirmar la laicidad instauran un clero laico encargado de excomulgar al clero religioso. “El ateo consecuente debería tener cuidado de no divinizar el ateísmo, y por tanto de aceptar que no tiene la última palabra, y reconocer por tanto que debe haber una última palabra que se nos escapa.”
No hay que dejarse imponer esa nueva religión dogmática fabricada desde el ateísmo.


Humanismo teocéntrico
Ante esas deserciones de lo humano del “humanismo ateo”,  lo que el Evangelio ofrece es precisamente preservar lo humano: nos dice que valemos mucho porque hemos sido creados por Dios, somos fruto cada uno de un pensamiento amoroso y eterno de Dios (Benedicto XVI).      
El Evangelio nos propone predicar la esperanza, en vez de fabricar una nueva moral;  anunciar la misericordia, en vez de denunciar al miserable; encontrar para lo humano una legitimidad no temporal, sino eterna.
Nos ofrece la salida para superar todas las crisis del hombre: un humanismo teocéntrico. En realidad, el gran problema de la humanidad es éste: si está dispuesta o no a hacer presente a Dios, ¡al Dios que le da la vida!
 “Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas ni están fuera de tu alcance… sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica.”


Poner la palabra en el corazón
Es una cuestión de amor, de poner en el corazón esa palabra y desear que sea: amar es, antes incluso que querer el bien del otro, querer que el otro sea.
Por eso hablar de Dios no es importar unas palabras del exterior. Esa palabra ya está siempre ahí, en nuestra boca, implícita en nuestras palabras más cotidianas porque hemos sido creados por la Palabra de Dios, y antes incluso de hablar de ella, nuestro mismo ser es una proclamación suya.
Hablar de Dios requiere amar como Dios
Hablar de Dios es indisociablemente amar a aquel con el que conversamos, porque es reverberar la palabra que le da la existencia, y por tanto desea infinitamente que él exista. Porque la Palabra de Dios confiere el ser a todo hombre, incluso al que me es hostil. Es el amor de Dios quien lo extrae de la nada. Quizá él no lo sepa, pero un apóstol de Cristo no puede ignorarlo, y tiene que pasar por encima de sus antipatías.
No se trata de una estrategia de comunicación, sino que está en juego la verdad de la identidad cristiana. Además, de todos podemos aprender algo: sabio es quien encuentra algo que aprender en cada hombre.


Experimentar la presencia de Dios en el otro para hablar de Él
Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar (…) por más que Dios no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos.” (Hech 17, 23-28).
En realidad, sólo se puede hablar a alguien de Dios si primeramente el que habla ha experimentado la maravilla de la presencia del otro en Dios. Sólo se puede llamar a adorar en la luz si el que llama es capaz de reconocer cómo el otro adora ya en la oscuridad.
Dios está presente hasta en el más anticristiano, con su presencia de creación y de inmensidad. Cuando hable con él de Dios, debo ser consciente de que Dios lo ha creado y lo mantiene en la existencia con amor. 
La capacidad de maravillarme ante la bondad de origen de quien me trata como enemigo, que pasa por encima de nuestra antipatía inicial, es la que permite “dominar hasta el corazón del enemigo” (Salmo 109). Porque ni la violencia, que sólo puede dominar el cuerpo, ni la seducción, son capaces de atraer las profundidades de la inteligencia y de la voluntad.
El corazón del peor enemigo de Dios ha sido hecho por Dios y para Dios. Por eso es un gran aliado. El hecho de que mi interlocutor se oponga a mí no significa que se oponga a Dios. Incluso el más hostil podría estar más cerca de Dios que yo. Su corazón, a pesar de sus muecas externas, sigue siendo amigo del apóstol.
Si nuestra palabra no brota de ese maravillarse ante el corazón naturalmente fraternal de nuestro peor adversario, no hablamos de Dios, sino de una ideología intrusiva.


La soberbia es el problema
Pero tampoco llegar al corazón  basta. La Palabra de Dios, “que penetra hasta la médula” (Hech 4, 12) puede no ser aceptada si encuentra un alma soberbia, que se cree autosuficiente; o puede hacerse odiosa si quien la transmite es un soberbio que piensa que ya no tiene lecciones evangélicas que aprender de nadie.
El cristiano que tiene que hablar de Dios ha de sentir la desproporción entre aquello de lo que habla y lo que es él. Su boca es demasiado pequeña para lo infinito, su corazón demasiado estrecho para el amor sin medida.
Y tiene que hablar de Alguien a quien los demás no ven: Jesucristo, muerto y resucitado. Y afirmar el encuentro con una persona divina, un encuentro cuya iniciativa no depende de nosotros.
Por eso, ha de recordar que la tarea no es de imagen, ni consiste en seducir (que significa conducir hacia sí mismo), sino hacerse volver hacia ese Otro, que es el mismo que nos hace balbucear, y que es la Sabiduría. ¿Cómo hablar de la Sabiduría, si apenas alcanzamos a balbucearla? Sabiduría y balbuceo: ¿no es excesivo el contraste?
Lo sería, si lo determinante fuera la comprensión de una doctrina, o la adquisición de una práctica, o recitar magistralmente un Libro, o promocionar la propia imagen. Pero lo determinante es el encuentro personal con Cristo. Hablar bien de Dios es completamente insuficiente para la conversión, que sólo se produce en el encuentro libre del que oye con Cristo.


Dios necesita testigos, no oradores
¿Cómo hablar de la experiencia de Jesús? Quizá es bueno recordar que la Revelación no es una tesis filosófica, sino un hecho histórico. Las ideas no dependen esencialmente de la historia. Las personas sólo se encuentran en la historia. El misterio de Jesús no puede deducirse a partir de ningún  razonamiento: se transmite a través de una cadena ininterrumpida de personas: sus testigos. El testigo está obligado a hablar del encuentro con alguien singular. Ese encuentro es suyo, a diferencia del razonamiento de los sabios, que es para todos.
Lo que Dios necesita son testigos, no oradores. En el fondo, el desfallecimiento de Moisés (Ex 4, 10) no provenía de sus problemas de dicción, sino de que con su palabra debía testimoniar un exceso, algo enviado por Otro que le había salido al encuentro y que le desbordaba: sufría una logopatía sobrenatural.
También la joven Bernardette ha de transmitir un mensaje tras su encuentro con la Señora. Bernardette no poseía ningún talento retórico, pero conmueve al abbé Peyramale con su balbuceo, con la palabra que le ha dado la Virgen, una palabra que le supera: “Yo soy la Inmaculada Concepción.” Bernadette no es una especialista en comunicación, pero es el perfecto testigo.
Aristóteles lo intuía con su saber filosófico: la mayor fuerza persuasiva radica en el carácter moral del discurso. El arte del orador es menos prominente que su vida. (Algo que han olvidado tantos comunicadores y políticos, cuyos índices de credibilidad están en mínimos.)



Dios es familia, no un amasijo de razonamientos
Es bueno también descubrir que Dios no habla para fulminar a un adversario, sino para establecer una alianza. Hablar de Dios es, más que transmitir un mensaje, remitir a Alguien que quiere establecer comunión. Más, Alguien que es Comunión de Personas distintas y nos llama a esa Comunión.
Esto implica que quien habla es preciso que se sienta realmente participante de una comunión viva, alegre, hospitalaria, capaz de conmover a las almas y no solo de hacer pensar a los cerebros.
Este tiempo es perfecto para hablar de Dios
A veces vivir con sensación de crisis frena la palabra sobre Dios. Pero la humanidad siempre ha estado en crisis. Ya David, diez siglos antes de Cristo, escribió: “Terror por todos lados” (sal 30, 14). Y Teresa de Ávila, en el siglo XVII: “Se está ardiendo el mundo, no es tiempo de tratar con dios negocios de poca importancia.”
No hay que dejar que esa sensación de crisis nos paralice. Vivimos tiempos muy buenos, porque son los nuestros. Tenemos una gran luz, siempre presente en el magisterio pero sólo hoy difundida: la llamada universal a la santidad (predicada desde 1928 por el fundador del Opus Dei y recogida luego por el concilio Vaticano II).
Esa llamada ha abierto inmensos horizontes a la misión apostólica de los laicos, a la espiritualidad conyugal, que ya no es una mera espiritualidad monástica rebajada, a la santificación de la vida ordinaria, como lugar de encuentro con Dios.



La misión precede a la comprensión
Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios.” (Lc 21, 15).
Jesús envía a los discípulos de dos en dos para que anuncien que “el Reino de Dios está cerca de vosotros”. No comprenden mucho, pero pueden añadir: nos lo ha dicho Jesús, y hemos estado con Él. La misión precede a la comprensión. El apóstol va, como cordero en medio de lobos, cuando quizá ni él mismo comprende mucho. Pero lo importante es Él, que envía.
Lo esencial es ser, con Cristo, una palabra viviente y entregada al otro.  Más que tener una palabra sobre Dios, se trata de ser una palabra de Dios. Ser, cada uno, una respuesta (que no comprendemos del todo, pero somos), siguiendo al Verbo en su camino de Cruz y alegría.
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 “La palabra Dios, cuando la entendemos bien, nos deja boquiabiertos, nos abre, nos sorprende, nos dispone al Encuentro. Nos dice que no tenemos la última palabra.”
Quizá esta larga reseña es una demostración más de que efectivamente, balbuceamos cuando queremos hablar de ese buen Dios que “está junto a nosotros de continuo.” (san Josemaría, Camino 267)



jueves, 8 de agosto de 2019

La desamortización española


La desamortización española. Francisco Martí Gilabert. Ed. Rialp



En 1798 se produjo en España, con Manuel Godoy, ministro de Carlos IV, la primera desamortización. Sucesivas desamortizaciones tuvieron lugar a lo largo del siglo XIX, y la más conocida fue la de Mendizábal, ministro de Hacienda con María Cristina, en 1836.



Las desamortizaciones consistían en la expropiación forzosa por parte del Estado de bienes, terrenos y propiedades que estuvieran en “manos muertas”, principalmente la Iglesia y las órdenes religiosas, pero también terrenos comunales de los municipios.

El objetivo declarado era  corregir la bancarrota de la Hacienda  a causa de las continuas guerras. Ese objetivo se mantuvo durante todo el siglo XIX, con sus guerras carlistas, pero nunca fue suficiente para frenar la sangría.

Había también un objetivo no declarado: el régimen liberal pretendía modificar el sistema de acceso a la propiedad hasta entonces vigente, y eliminar cualquier traba legal a su enajenación. Las consecuencias fueron desastrosas para la población campesina, y sólo unos pocos, los más ricos, salieron beneficiados haciéndose con propiedades a precios irrisorios.

Este libro analiza quiénes fueron los culpables de las principales desamortizaciones, qué les movió a realizarlas, y los efectos que produjeron en el conjunto de la sociedad. Algunos de ellos actuaron perversamente, y todos causaron efectos perversos sin resolver ningún problema ni mejorar las condiciones de  vida de la población, más bien empeorándolas.

Mendizábal en realidad se apellidaba Méndez, pero cambió su apellido al casarse, y anotó ser de Bilbao, aunque realmente era de Cádiz. Era masón.



José María Queipo de Llano, conde Toreno, fue Presidente del Gobierno durante unos meses en 1835. Descreído y ecléctico, líder de una rama de la masonería, puso en marcha medidas brutalmente anticlericales como la expulsión de los jesuitas y disolución de todos los conventos con menos de 12 frailes. Fue él quien nombró ministro de Hacienda a Mendizábal, también masón, que le sustituiría al frente del gobierno. Sus decretos dieron alas a los más exaltados y se produjeron asaltos a conventos, incendios de iglesias y asesinatos de frailes.



Pascual Madoz, ministro de Hacienda en 1855, del partido progresista, rompió el Concordato con la Santa Sede y prosiguió la brutal desamortización eclesiástica. Aceleró también la desamortización civil, causando el empobrecimiento de muchos municipios que se vieron obligados a malvender terrenos comunales de los que vivían.



La desamortización no benefició al pueblo. Se arruinaron las haciendas locales sin sanear las del Estado. Pueblos enteros se vieron forzados a emigrar a la ciudad o al extranjero. Sólo Navarra se salvó del empobrecimiento, gracias a que dictó normas muy restrictivas para las enajenaciones.

El empobrecimiento de masas campesinas que antes trabajaban en tierras arrendadas por la Iglesia, y que pasaron a ser braceros de un potentado, dio origen a focos de población marginal, caldo de cultivo de anarquismo y de ideologías visionarias.

Lo único que aumentó con la desamortización fue la renta que los colonos tuvieron que pagar a los nuevos dueños, por lo general capitalistas que vivían con lujo en las ciudades, lejos de sus posesiones.



Los municipios, que antes tenían su médico y su escuela propias, que costeaban con los frutos de las tierras comunales, tuvieron que cambiar esas propiedades por títulos de deuda, que el Estado pagaba tarde y mal: hubo que cerrar escuelas y despedir médicos, pasando a depender de la buena voluntad del ministerio de Gobernación, cuando antes eran totalmente independientes.

El libro aporta datos concretos del antes y después de las desamortizaciones. Es revelador, por ejemplo, los detalles que manifiestan el sentido social del clero sevillano, en  la forma en que se distribuía las riquezas que generaban las posesiones de la Cartuja de Sevilla antes de la desamortización. El contraste con lo que vino después es manifiesto: la falta de sentido social de los “nuevos señores” provoca  la lamentable situación en que quedaron los colonos a partir de 1847.

Son conocidos también –y algunas aún visibles en nuestros días- la destrucción de joyas de la arquitectura religiosa, o las terribles deforestaciones,  a consecuencia  de talas inmoderadas de bosques que antes pertenecían a conventos que los cuidaban.

La desamortización tuvo también un efecto nocivo sobre la educación de las áreas más pobres, que recaía sobre los religiosos y la impartían gratuitamente o casi. Al ser expulsados, aumentó el analfabetismo. Y muchas de las nuevas instituciones educativas de la Iglesia tuvieron que ser de pago. Fue un terrible factor de descristianización.

La gran perdedora fue la Iglesia. El clero llegó a pasar hambre y tuvo que vivir en muchos casos de la caridad pública.

Normalmente no se critica la desamortización, sino la forma en que se hizo: habría que hacerla, pero sin perjudicar a nadie. Pero se perjudicó a todos, y mucho. Sólo unos pocos especuladores, los que menos lo necesitaban, salieron ganando.

Curiosamente, aporta el autor citando a Menéndez Pelayo,  el partido liberal surgió como por encanto de la desamortización: era el desesperado esfuerzo de unos burgueses por conservar lo que inicuamente habían alcanzado. Es el partido que lideró una guerra de siete años, que empobreció y ensangrentó aún más a los españoles más pobres.


El libro puede leerse aquí.


Carta a Chema Postigo


A mi hermano Chema. La carta que no llegué a escribirte. Miguel Postigo.


Este libro es un emocionado relato de Miguel Postigo sobre su hermano Chema, que tras una vida llena de vicisitudes murió joven a consecuencia de una larga enfermedad, pero dejando una huella imborrable de bondad y bien en su numerosa familia y en cuantos le conocieron. 





Miguel escribe con el corazón en la mano, casi a vuela pluma, y sin rubor reflexiona al hilo de recuerdos íntimos de su hermano y de sus numerosas familias. Esa transparencia es de agradecer, porque comprobamos que las vidas que nos impactan están tejidas con los mismos hilos que las nuestras, presentan los mismos claroscuros, momentos malos y peores, momentos buenos y estupendos.  Pero las personas buenas saben tender un imperceptible y suave manto sobre su dolor, y logran consolar aun cuando serían ellos los que necesitaran consuelo.

La vida de cada uno, escribe el hermano de Chema, es como un baúl abierto, grande o pequeño, como Dios haya querido. Nuestra misión es llenarlo de monedas de plata y oro. También podemos llenarlo de hojarasca, de cosas inútiles o insulsas. Incluso podemos llenarlo de auténtica basura y miseria.




Pero no hay que dar lugar al desánimo: porque mientras vivimos tenemos la capacidad de limpiar a fondo, quitar la basura y dejar sólo el oro y la plata de nuestro buen hacer. Y el modo de hacer limpieza es sencillo: el examen, la confesión, la penitencia. Y entonces es Dios mismo quien hace la limpieza para que en el baúl sólo quede lo bueno.

Habrá un día en que el baúl se cierre y nos llamarán a rendir cuenta. Y nuestra eternidad dependerá de cómo esté el baúl. En realidad no sólo la eternidad: también el presente, que es tanto más alegre y feliz cuanto más acumulamos lo bueno y echamos por la borda lo malo. Y es el amor, no el temor, lo que nos mueve a afinar, a limpiar, a proponernos de nuevo cada día empezar a ser mejor persona.

Miguel advierte que su hermano Chema optó por ese esfuerzo, no siempre entendido por los que le rodeaban. Lo que se percibía de Chema era su sonrisa, su honradez, su compromiso de entrega y servicio a los demás. En lo humano son cualidades de liderazgo. En lo trascendente, algo mucho más valioso: son manifestaciones de una vida santa.



Chema sufrió, pero supo hacer felices a los demás hasta el último suspiro: a su mujer y a sus hijos, a sus innumerables amigos. Supo hacerlo porque no pensaba en sí mismo: “el sufrimiento gestionado sin egoísmo se transforma en amor, como los fósiles en petróleo.” Y para quien tiene fe, el sufrimiento es una manifestación de que Dios no nos ha abandonado.


El secreto de una vida feliz depende de las prioridades que nos hayamos marcado. Miguel descubre las que se propuso su hermano: 1º, Dios es siempre la mejor opción; 2º, el mayor tesoro que tiene el hombre en el mundo es el matrimonio y la familia; y 3º, intentar cada día hacer feliz al menos a una persona: acostumbrarse a ser amable, a sonreír, a interesarse por los demás, a rezar por todo el que se cruza en mi camino (y no criticarle, ni juzgarle, ni pensar sólo en lo que me puede aportar a mí, ni despreciarle porque piense que no tiene nada que aportarme…)


Dios, la familia, los amigos. Y ojo, no el trabajo. El corazón no se pone en el trabajo, sino en las personas. El trabajo es un medio, no una persona a la que amar.

Vivir con esas prioridades es lo que permitió a Chema Postigo ser fuente de paz y de alegría. Y eso explica que Chema tuviera tantos amigos: porque la gente quiere acercarse al manantial de la paz y la alegría.




Una frase de Tolstoi muestra el bien que personas como Chema Postigo aportan al mundo: “De igual modo que una vela enciende a otra y así llegan a brillar millones de ellas, así enciende un corazón a otro y se iluminan miles de corazones.”

Miles de personas asistieron al entierro de Chema, y los medios de hicieron eco de la emotiva imagen de su mujer, Rosa Pich, y sus jovencísimos hijos en la Misa por su alma. 



Rosa, una mujer valiente y emprendedora, es una conferenciante muy solicitada por su amplia experiencia educativa y de gestión doméstica. Es autora del libro "Cómo ser feliz con 1, 2, 3... hijos."