viernes, 18 de agosto de 2023

Cristianos corrientes



    Me ha parecido sugerente este artículo de Martin Grichting, teólogo suizo, en la revista First Things. Reflexiona sobre la extraña deriva de algunos activistas sinodales y la preocupante situación de la Iglesia católica en Alemania y Suiza. A su juicio, esa peligrosa deriva tiene relación con una mentalidad clerical que pervive en no pocas mentes eclesiales, al parecer ancladas en formas socio-eclesiales procedentes del concilio de Trento. Para ellas, la plena realización del ser cristiano estaría relacionada exclusivamente con su mayor participación en las estructuras intraeclesiales. 

    Para Martin Grichting, se percibe una falta de recepción y entendimiento de la revolucionaria enseñanza del Magisterio de la Iglesia en el Concilio Vaticano II, que estableció que también los laicos están llamados a una santidad de primera línea; y que donde deben esforzarse por alcanzarla es en el ambiente familiar, profesional y social propio de cada uno. Procuran vivificar con el espíritu cristiano ese ambiente, y lo hacen en su propio nombre, como ciudadanos corrientes, iguales a sus iguales; y no como emisarios de la jerarquía. 

    Es una enseñanza clara del Concilio Vaticano II, que en la Constitución Lumen Gentium recogía la esencia de la predicación de san Josemaría Escrivá desde la fundación del Opus Dei, el 2 de octubre de 1928. San Pablo VI afirmó que el principal fruto del Vaticano II ha sido la llamada universal a la santidad. Todos estamos llamados por Dios a ser santos, siendo fieles a la personal vocación: en el caso de los laicos, su personal llamada es vivificar las estructuras sociales a través de su actividad ordinaria en medio del mundo.


EL MENSAJE FATAL DEL ACTIVISMO SINODAL. Martin Grichting

(Traducción del original, de la revista First Things, 8 de julio de 2023)

    Los obispos alemanes y suizos han llegado a un callejón sin salida con su proyecto "sinodal". El camino a seguir está bloqueado por el muro de la doctrina de la fe tal como la sostiene la Iglesia mundial, mientras que detrás de ellos los activistas eclesiásticos exigen cambios sustanciales en la doctrina de la Iglesia.

    Esta situación tiene un aspecto positivo. La crisis actual está revelando que una concepción anticuada de la Iglesia está llegando por fin al fin de su dominio. Esta concepción de la Iglesia tiene su origen en el Concilio de Trento. Frente a la Reforma, Trento sostuvo que la Iglesia era ante todo una institución, tan visible como la República de Venecia, argumentó Roberto Belarmino. Este énfasis en la Iglesia como jerarquía encarnada era importante y necesario en aquella época. La Iglesia no sólo sobrevivió a la Reforma, sino que floreció. Podemos contemplar con asombro la cultura católica postridentina de santos, una sólida piedad popular y una presencia social efectiva en las obras de educación cristiana y caridad.

    Pero el énfasis tridentino en la Iglesia como institución era unilateral. Tendía a considerar que la esencia de la Iglesia estaba encarnada en la jerarquía, los obispos, los sacerdotes y las órdenes religiosas. Localmente, esta forma social de la Iglesia se manifestaba sobre todo en la parroquia, en torno a la cual se reunían multitud de asociaciones, congregaciones y grupos. Para los bautizados, participar en la misión de la Iglesia significaba ante todo ser activos en las estructuras eclesiales bajo el clero y con él. La "parroquia viva" era la regla de oro. Ser cristiano se definía por la participación en las instituciones dirigidas por la jerarquía. El clérigo o miembro de una orden religiosa representaba la "perfección" que sólo podía alcanzarse a distancia del mundo. La vida cotidiana del cristiano laico en la familia, en las profesiones y en la realidad política y cívica se explicaba demasiado poco. Pocos imaginaban que uno pudiera vivir su misión cristiana y eclesial "en el mundo" o que alguien que viviera en el estado de vida laical pudiera ser también "la Iglesia".

     Los obispos del Concilio Vaticano II reconocieron los importantes cambios que había provocado la modernidad. La Ilustración y la Revolución Francesa marcaron el fin de las sociedades corporativas, y el "mundo separado" de la vida eclesiástica se debilitó. Por ello, intentaron complementar la visión jerárquica e institucional del Concilio de Trento. Después de todo, en los tiempos modernos la Iglesia ordenada jerárquicamente se hizo menos "visible" como la "sociedad perfecta". Los cambios políticos y culturales hicieron que dejara de funcionar como contraparte del Estado y de la sociedad civil. Más bien, el individuo, como ciudadano y como cristiano, pasó a un primer plano.

     El Vaticano II abordó esta nueva realidad, especialmente la idea de la primacía del individuo, y trató de impartir al bautizado una espiritualidad que le convirtiera en sujeto eclesial activo en la moderna sociedad de los libres e iguales. Fortalecido por la labor pastoral del clero y modelado por su conciencia cristiana, debía ser él mismo un agente eclesial en medio del mundo. El cristiano debe vivir su fe en su propio nombre, y no como emisario de la jerarquía: en su profesión, en la política y en los medios de comunicación, en la sociedad civil, en su familia y entre sus amigos. En el capítulo IV de la Lumen Gentium, el Vaticano II logró esta síntesis de la fe cristiana con las sociedades surgidas de la Ilustración. Y, por supuesto, el Concilio lo hizo sin sacrificar la sustancia de la doctrina de la fe.

     Sin embargo, viendo las conversaciones que tienen lugar hoy en la Iglesia, se diría que este capítulo de la Lumen Gentium no se ha escrito nunca. Al menos, sigue siendo malinterpretado en gran parte de la Iglesia. Incluso después de las aclaraciones del Vaticano II, se mantuvo y desarrolló la concepción tridentina de la Iglesia. Los impulsores de la "reforma" declararon correctamente que los laicos tienen una tarea eclesiástica insustituible, que hasta entonces había sido descuidada. Pero concluyeron erróneamente que los católicos laicos debían llevar a cabo esta misión dentro de las estructuras eclesiásticas. El sistema de sínodos y concilios desarrollado tras el Concilio fue la consecuencia.

     Lo que se persigue actualmente en determinadas iglesias y en la Iglesia universal bajo el nombre de "sinodalidad" representa la continuación de la concepción tridentina de la Iglesia por otros medios. Se trata de un intento anacrónico de mantener y ampliar una imagen anticuada de la Iglesia, centrada en la jerarquía, en nuestra era democrática, empleando a los laicos dentro de la estructura de la Iglesia y reservando un espacio para la consulta y la toma de decisiones dentro de la Iglesia. Sólo importa la Iglesia institucional: Este es el mensaje fatal del activismo sinodal. Se supone que los fieles deben vivir la llamada al discipulado principalmente junto con la jerarquía y bajo su liderazgo. El resultado es la clericalización de los laicos, que conduce a conflictos con los sacerdotes y diáconos.

     El Vaticano II reafirmó que existe una diferencia esencial entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio jerárquico. Por lo tanto, es una extraña especie de recaída en la teología de los tiempos preconciliares cuando se hacen cada vez más intentos de conferir tareas eclesiásticas a los laicos "por decreto" -tareas reservadas para aquellos que han recibido el sacramento del Orden Sagrado.

     Hay una ceguera generalizada. Obispos, sacerdotes y activistas laicos que se creen progresistas no se dan cuenta de que están atrapados en una mentalidad anterior al Vaticano II. Están exacerbando la fijación clerical tridentina -en sí misma una distorsión de Trento- al tratar de convertir a los laicos en clérigos de facto. No hace falta ser profeta para darse cuenta de que esta "estrategia" de "actualización" de la Iglesia, basada en presupuestos teológicos erróneos, es contraproducente. En la práctica, resulta ser un programa de autoempleo para los que ya trabajan para la Iglesia. Además, consolida una institución eclesiástica autosatisfecha que no tiene ningún atractivo para la sociedad poscristiana.

     Es incómodo para los obispos verse atrapados entre el "no" de la Iglesia mundial y la presión de los activistas que se creen progresistas, pero que en realidad son tradicionalistas incapaces de ofrecer ninguna perspectiva de futuro. Esto acelera el declive de la Iglesia. Comprender y aplicar las enseñanzas del Vaticano II sobre la misión de los laicos es la única manera de avanzar.

     Los laicos deben querer tener voz como cristianos. El Concilio Vaticano II les dice en Lumen Gentium: "El Señor quiere extender su Reino también por medio de los laicos . . . Por tanto, por su competencia en la formación secular y por su actividad, elevados desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan vigorosamente con su esfuerzo, para que los bienes creados sean perfeccionados por el trabajo humano, la habilidad técnica y la cultura cívica en beneficio de todos los hombres, según el designio del Creador y la luz de su Palabra."

    Los laicos deben querer ofrecer un sacrificio a Dios como sacerdotes. ¿Cómo hacerlo? El Concilio afirma que todos los fieles participan del oficio sacerdotal de Cristo:

    Todas sus obras, oraciones y esfuerzos apostólicos, su vida conyugal y familiar ordinaria, sus ocupaciones diarias, su descanso físico y mental, si se llevan a cabo en el Espíritu, e incluso las dificultades de la vida, si se soportan con paciencia: todo esto se convierte en "sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo". Junto con la ofrenda del cuerpo del Señor, se ofrecen de modo muy apropiado en la celebración de la Eucaristía. Así, como los que en todas partes adoran en santa actividad, los laicos consagran a Dios el mundo mismo.

    Los laicos deben querer anunciar la fe. Para ello, les dice el Concilio: "Los laicos son poderosos anunciadores de la fe en lo que se puede esperar, cuando a su profesión de fe unen con valentía una vida que brota de la fe. Esta evangelización, es decir, este anuncio de Cristo por un testimonio vivo, así como por la palabra hablada, adquiere una calidad específica y una fuerza especial en la medida en que se lleva a cabo en el entorno ordinario del mundo."

     Sólo si logramos comunicar esta espiritualidad a los laicos, y si éstos son capaces de ponerla en práctica en su vida cotidiana, el cristianismo recobrará relevancia en el Estado y en la sociedad civil. El embrague -la misión de los laicos- debe ser liberado. De lo contrario, la perpetuación del inmovilismo preconciliar conducirá a la irrelevancia.

 

(Martin Grichting fue vicario general de la diócesis de Chur (Suiza) y publica sobre temas filosóficos y religiosos.)

domingo, 4 de junio de 2023

Amabilidad, esencia de la cultura

Escena de El festín de Babette


Tras el esteticismo de algunas personas refinadas, que se tienen por artistas y creadores de cultura, se esconde muchas veces el vacío y el hielo, la falta de la experiencia de un contacto noble y abierto con personas sencillas, normales.

 

Ese esteticismo es incapaz de alcanzar la altura de los valores humanos que emergen en la simpática charla familiar de una madre con sus hijos, en la amable tertulia de amigos que comparten experiencias, en el foro público cuando sirve para un intercambio razonado y respetuoso de puntos de vista. En ese diario encuentro entre personas normales es donde verdaderamente se crea la cultura.

 

Woody Allen decía a propósito de una de sus películas: “Un hombre ordinario, no brillante, un no intelectual, tal vez sin la apariencia de la distinción, si se abre con sencillez a los seres humanos, toca más de cerca que el artista a la fuente, a la esencia de la vida.”

 

Si el corazón y los sentimientos están helados, cerrados a dar y compartir con las personas reales que nos rodean, de poco sirve refugiarse en el arte o en las abstracciones políticas. De ahí no puede emerger ninguna cultura auténtica, esa que nos hace mejores y es por tanto la verdadera cultura de progreso.  

 

Sólo cuando uno vive con realismo, abierto a encontrarse con quienes le rodean, dispuesto a dar y compartir, a escuchar y dialogar amablemente, libre de imposiciones y rencores, cuando lleva a la práctica que la vida está por encima de la cultura, empieza a nacer la verdadera cultura que hace grandes a los pueblos. 


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El festín de Babette


 

viernes, 3 de marzo de 2023

Grandes interpretaciones de la historia



Grandes interpretaciones de la historia. Luis Suárez Fernández. Ed. Eunsa.

 

        El historiador Luis Suárez nos ofrece en esta obra un análisis profundo acerca de la percepción histórica y la forma de interpretar los hechos pasados en las diversas culturas de la humanidad, desde la antigüedad hasta nuestros días.

Si la primera concepción de la historia se encuentra en los poemas de Homero, La Odisea y La Ilíada, probablemente debemos a san Agustín una de las primeras intuiciones acerca del sentido de la historia y del tiempo, al percibir la tensión que provoca en el espíritu del hombre la memoria del pasado, la vivencia del presente y la expectación del futuro.

El historiador holandés Johan Huizinga considera que la historia es la forma en que una cultura se rinde cuentas de su pasado. Y que la tarea del historiador consiste no tanto en el estudio objetivo del pasado, como en el conocimiento del presente a través del pasado. En la medida en que este presente cambia, cambian también las preguntas que el hombre formula a su pasado.

Por eso, señala Luis Suárez, casi cada generación necesita rehacer su historia, pues las respuestas dadas por las generaciones que la precedieron ya no satisfacen a los nuevos interrogantes que se plantean. El historiador selecciona, de todos los hechos acontecidos, cierto tipo de hechos, a los que llama “históricos”, que son los que han promovido consecuencias que se reflejan en el conjunto evolutivo de la Humanidad.

Además, del conjunto de los “hechos históricos”, elige solamente los que se relacionan específicamente con su trabajo. Y orienta las investigaciones en el sentido que marcan las tendencias de su propio tiempo: el historiador se sitúa subjetivamente (es necesario) en su propio tiempo.

        La historia trata de entrelazar presente y pasado para someterlos a un orden lógico unitario, explicando el presente por el pasado y el pasado por el presente. Sirve para el autoconocimiento del hombre; sin ella, faltaría en la conciencia científica una dimensión humana esencial: la del tiempo.

        La historia universal es el ámbito en que se mueven las varias culturas, contemporáneas y progresivas; su movimiento constituye sin embargo un proceso único en el sentido de que por medio de él van alcanzando los hombres su libertad –entendida no en el aspecto político, sino en el científico de dominio cada vez más perfecto de la Naturaleza- al mismo tiempo que su unidad.

En las décadas recientes estamos asistiendo al fenómeno de que los hechos históricos se producen a escala mundial; es decir, el hecho histórico está empezando a ser universal. El universalismo es término de llegada más que puro planteamiento científico.

        Luis Suárez señala dos modos de entender la historia:

a) lineal ascensional: la humanidad tiene objetivos exteriores a ella que alcanzar; es común a:

        -providencialismo agustiniano: Dios, supremo motor de la historia, conduce a la humanidad hacia el Reino que no es de este mundo (porque donde Dios quiere reinar es en los corazones…)

        -marxismo: suprime a Dios y su providencia, considerando la meta como un Reino de plenitud humana instalado en el futuro;

        -positivismo: sustituye providencia por progreso, situado fuera de la mente humana; los hombres se dirigen al futuro iluminados por el brillo fulgurante del saber.

b) cíclica: formulada por primera vez por Polibio al constatar el sucederse de regímenes políticos: se cumple en cada cultura; resulta compatible con la concepción lineal de progreso cuando se relacionan unas culturas con otras, ya que ninguna parte de cero, sino de cierto grado de evolución colectiva que sirve de plataforma. En época reciente, coinciden en esta interpretación cíclica las formulaciones de Hegel, Splenger y Toynbee.

Al analizar con detenimiento cada una de esas interpretaciones, Suárez nos ofrece también un ámbito para la reflexión -y revisión quizá- sobre los contenidos esenciales de nuestra particular percepción histórica. ¿Los hemos adquirido de fuentes fiables? ¿O albergamos prejuicios sobre hechos, personajes o culturas? Es notorio el interés de ámbitos de poder, a escala local y global, por ofrecernos visiones sesgadas de la historia, sin otra razón que favorecer sus intereses de dominio económico o político.

Es saludable caer en la cuenta de que la historia se interpreta desde el presente, y que por eso mismo está expuesta no sólo a puntos de vista cambiantes, sino también a falseamientos y manipulaciones de quienes pretenden alcanzar un control ideológico del pueblo. Un ciudadano responsable debe estar atento a quién y cómo formula esas “nuevas interpretaciones”, para no caer víctima del engaño.

El profesor y académico Luis Suárez ha realizado un excelente trabajo científico como historiador, y lo demuestra en cada uno de sus numerosos ensayos, muy recomendables todos ellos: Historia de España Antigua y Medieval, La política internacional de Isabel la Católica, Los Reyes Católicos: el camino hacia Europa, Franco y la Iglesia, etc.

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jueves, 2 de marzo de 2023

El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Paul Hazard

 



El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Paul Hazard. Ed. Alianza


El historiador y ensayista francés Paul Hazard (1878-1944) estudia en este libro el giro sufrido por el pensamiento europeo a lo largo del siglo XVIII, desde un planteamiento cristiano, en el que la razón avanza segura y confiada bajo la luz de la fe, a una visión racionalista, que prescinde de toda dimensión espiritual y trascendente y pone en duda cualquier evidencia ajena a la razón positiva. 

Este movimiento ilustrado, que comienza hacia finales del siglo XVII y alcanza hasta comienzos del XIX -y en buena parte sigue en nuestros días- adquirió diversos matices a medida que se extendía por los diversos países de Europa.

En Inglaterra le abrió camino con antelación el empirismo filosófico y científico -Francis Bacon (1560-1626)- que en su origen afirma que todo conocimiento humano comienza en los sentidos –en esto no difiere de Aristóteles y santo Tomás, que afirman que el conocimiento comienza por los sentidos-; pero en una segunda fase el empirismo pasa a afirmar que el conocimiento sensorial es la única forma de conocimiento, negando validez a otras formas de conocimiento, como la intuición, el sentimiento, la fe o la experiencia religiosa.  

Diversas corrientes de pensamiento de la época cayeron en el deísmo (creencia en un ser supremo creador, pero totalmente alejado e incomunicado con el hombre y sin influencia en la historia). Surge también la propuesta de una ética naturalista, que considera la naturaleza como única guía de las acciones humanas, y rechaza cualquier obligación basada en la Revelación divina. Considera que la ley moral –que distingue la buena o mala conducta- no es una norma objetiva, sino el resultado meramente subjetivo de asociaciones e instintos desarrollados a partir de la experiencia de lo útil y lo agradable, o de lo dañino y lo doloroso.

 A estas corrientes de pensamiento, que van afectando a todas las áreas del saber y de la vida social, se asocian también los diversos movimientos en favor de los derechos políticos, apoyados en nuevas teorías filosóficas sobre el Estado y la sociedad.

En Francia el movimiento ilustrado se aglutina en torno a la Enciclopedia, y su principal exponente fue Juan Jacobo Rousseau (1712-1778). La Enciclopedia reúne a los principales pensadores de la época para lograr una sistematización del saber, con un factor común: el racionalismo, que afirma que la razón es la única fuente de conocimiento y de acceso a la verdad. En Alemania creó el caldo de cultivo propicio el racionalismo de Leibnitz (1646-1716) y diversos movimientos idealistas, que defienden que la realidad es un mero constructo inmaterial de la mente.

El movimiento ilustrado tiene una primera fase de exaltación de la razón empírica: todo avance en el conocimiento debía proceder de un meticuloso análisis de la experiencia sensible.  Pero esa exaltación de la razón llegó en no pocos casos hasta extremos irracionales, con intentos de complementarla con una querencia hacia la irracionalidad y el sentimiento (Rousseau, Herder o Jacobi). En su fase última se llega a platear la contradicción como centro de la realidad, abriendo la puerta al romanticismo: una rebelión en toda regla contra la razón ilustrada francesa.

Todos estos intentos de independizar la razón humana, declarando su autonomía absoluta, no podían acabar bien. Provocaron una gran desorientación en las mentes y desembocaron en graves rupturas entre los propios ilustrados y en los terribles enfrentamientos que se vivieron en Europa y América en los siglos XIX y XX.

Como ha explicado Benedicto XVI, “la verdadera racionalidad del mundo procede de la Razón eterna, y sólo esa Razón creadora es el verdadero poder sobre el mundo y en el mundo. Sólo la fe en el Dios único libera y “racionaliza” realmente el mundo. Donde, en cambio, desaparece, el mundo es más racional sólo en apariencia.” 

Razón y fe, lejos de oponerse una a otra, "pueden cooperar juntas a un mayor conocimiento de Dios y a un amás profunda comprensión del hombre." Por eso la tarea central y permanente de los cristianos es iluminar el mundo con la luz de la razón que procede de la eterna Razón creadora, así como de su Bondad creadora.

No todo el pensamiento ilustrado fue ateo o contrario al cristianismo, aunque sí tuvo ese cariz sectario en el mundo francés (anticlerical) y en el inglés (anticatólico). Los aspectos positivos de la Ilustración fueron acogidos y promovidos por notables pensadores y científicos católicos y cristianos, que impulsaron nuevos desarrollos en la cultura y la ciencia.

La primera parte del libro lleva el significativo título de "El proceso al cristianismo". En la segunda, que titula "La ciudad de los hombres", muestra cómo se intentó edificar con la sola fuerza de la razón cada una de las áreas del saber y dimensiones de la vida humana, incluída la religión natural y la nueva moral. “Disgregaciones” es el título de la tercera parte, en la que describe cómo las propias contradicciones de la Ilustración acabaron con ella.  

Hazard hace gala de un gran dominio del período ilustrado, deja hablar a sus propios protagonistas y describe con objetividad y maestría los hechos y consecuencias que acompañan a las ideas ilustradas. Escribe con un estilo ágil y claro, muy ameno y cierto sentido del humor bañado de ironía. Pone en evidencia que el autollamado siglo de las luces, a pesar de su aparatosa efervescencia, estaba lleno de contradicciones y produjo no pocas oscuridades y evidentes retrocesos en muchos campos esenciales del saber y de la vida social, causando estragos entre el pueblo sencillo.

El espíritu ilustrado afectó a todos los ámbitos de la vida, y Hazard describe con trazo certero cómo se fue generando esa nueva forma de entender la vida. Selecciono sólo algunas ideas en lo referente a la literatura, la historia, las ciencias naturales, y la nueva visión estatalizadora y monopolista de la enseñanza.

 

Literatura

        Junto a la crítica filosófica, hace su aparición en el mundo de las letras la crítica literaria: “El primer necio recién legado, el primer fatuo, el primer poeta fracasado se arrogaba el derecho de hablar alto, de pronunciar juicios injustos, de atacar a los autores célebres: ¡el menos capaz era el más agrio! Sin embargo, aparecieron críticos que pasaron a la inmortalidad.” Nacen las Academias de las lenguas, para llevar a cabo la revisión de la gramática, la ortografía, y modernizarlas.

Otras épocas se interesarán por el individuo en lo que tiene de incomunicable; ésta se interesa por lo que tienen de común los individuos. Estudia lo que une, no lo que distingue. Estrechar el vínculo social pasa a ser una de las funciones de la literatura. Pero lamentablemente, señala Hazard, para muchos que ambicionaron crear un corazón unánime y un espíritu general compartido por todos, valdrían las palabras de la duquesa de Weimar acerca del escritor y editor alemán Wieland: “Tanto como muestra por sus escritos que conoce el corazón humano en general, tan poco conoce el detalle del corazón humano y los individuos.”

Se difunde entre los aristócratas y burgueses ilustrados la afición a escribir cartas. “Las cartas ya no eran una obligación penosa, sino la delicia de cada día. Prolongaban la conversación de los salones, y se leían y releían en otros salones, de corro en corro. Tratan de todos los temas, con una sencillez admirable, sin levantar el tono, pues si tuvieran la menor huella de retórica frustrarían su efecto y harían sonreír. Cuenta los sucesos menudos de cada día. Salvo excepciones, el que coge la pluma no hace confidencias sobre sus penas y sus desesperaciones: por el contrario, un mimetismo lo lleva a ponerse de acuerdo con el destinatario, a tomar su color y su humor, a informarle, evitando las indiscreciones del yo. El estilo elimina comparaciones, imágenes, metáforas, como para desnudar a las ideas de todo lo que no sea ellas mismas; desembaraza el vocabulario de palabras inciertas, inexactas, dudosas, inaugurando una forma inmediatamente reconocible por su sencillez ideal, un estilo alerta, siempre directo, rápido, que excluye los contrasentidos debidos a la ambigüedad de los términos y a los recargamientos estilísticos.”

        Todos se lanzan a escribir, incluso poesía, fabricando versos para los acontecimientos más vulgares. “Se produjo en la literatura una aleación de gravedad y de frivolidad, pues no se llegó a adquirir el sentido de lo profundo: sólo el de lo claro, lo sencillo, lo inteligible. Frivolidad, pues no en vano predicaban que había que gozar placeres de la vida terrena, y los sentidos, exaltados, reclamaban su puesto; y la idea de que el placer era el elemento esencial de la felicidad, que debía buscarse en todas sus formas, descendía a todas las gentes desde la predicación de los filósofos.”

Consideran la literatura como “una decoración de la vida”, uno de los goces de que se compone la felicidad, fin de nuestra vida: el placer es la ley suprema. “Se cambiaban versos como cumplidos o reverencias: gestos rituales de una sociedad cuyos miembros parecían actores de teatro, con sus polvos y colorete, con sus entradas y salidas en momentos fijados, con sus réplicas…”

Historia

        Los historiadores de la Ilustración perseguían el hecho del pasado, y trataban de librarlo de supuestos prejuicios de anteriores testimonios, negando sus prejuicios propios. “Su principal enemigo eran ellos mismos: tenían prisa, no les gustaba la erudición: pero larga paciencia y amplia erudición eran necesarios para la tarea de verdaderos historiadores. Desnudar el hecho, depurarlo, desembarazarlo de toda mezcla, es una operación delicada que sólo con el tiempo se aprende. Había un elemento moral unido a cada hecho: es menester que la historia muestre la derrota del vicio y el triunfo de la virtud, pues no debe ser indiferente a las acciones humanas: los buenos, recompensados; los malos, castigados.”

Los ilustrados acogen esa herencia, pero modifican su moral, que ahora será “filosófica”, con lo que su prejuicio enturbia aún más el hecho. Enfocan sus lecciones de moral hacia los príncipes (en lugar de hacia los súbditos) y hacia la Iglesia: sería una historia anticlerical, antipapista; la Edad Media no será un hecho histórico que hay que intentar comprender, sino un error que refutar; al hablar del hecho mahometano, lo vengarían de las calumnias de los cristianos; las Cruzadas, serían un acceso de locura furiosa; el mérito del Renacimiento sería, más que el suyo propio, haber abierto la edad de la razón…

        Proyectaban el presente sobre el pasado y condenaban a los hombres de antaño por haber cometido el error de ser de su tiempo. Transformaban las cuestiones de origen en cuestiones de lógica, quitando su dignidad a la prueba histórica, que debía someterse a la “prueba moral”, como decía Diderot.

        Sólo admitían como histórico el testimonio del que vio el suceso, pero había que tener en cuenta si era testimonio de un ilustrado, si había vecinos que daban fe de él. Además, renuncian a todo lo maravilloso, entre lo que incluía lo sobrenatural: milagros, prodigios, profecías… y la misma Biblia queda proscrita.

        “Les costaba darse cuenta de que el que descompone los sonidos de una sinfonía no goza ya de la impresión total,” de que entra cobardía en el valor y egoísmo en el altruismo. Para ellos todo debía ser blanco o negro, con lo que acaban cerrando los ojos a la realidad y a la verdad.

        Querían dar cuenta de los fenómenos, sin remontarse a las causas primeras; y dicho esto, lo que se obstinaban en buscar era la causa primera.

        Pero al menos con frecuencia sacrificaron su preferencia por el a priori al método histórico que limpiaba de adherencias los hechos. Y consiguieron preparar el terreno al porvenir, y también a algunas obras maestras.

 

Enseñanza

En 1761 el procurador del rey de Bretaña, La Chalotais, pronunció la requisitoria contra los jesuitas en Francia, acusándoles de peligro para el Estado por haber jurado obediencia al Papa incluso en el orden temporal.

Es lícito ver algo más que una coincidencia en el hecho de que el mismo Charlotais, que en su requisitoria pedía que ante todo los jesuitas fueran desposeídos de sus escuelas, publicara en 1763 un Essai d’education nationale: el Estado, dice, debe proveer a las necesidades de la Nación, no debe “abandonar la educación a gentes q tienen intereses diferentes a los de la patria; la escuela debe preparar ciudadanos para el Estado, por lo que debe estar dirigida por nociones civiles, y no místicas.”

Y proponía lo que hoy en día sería una subsecretaría de Educación nacional, afecta al Ministerio del Interior: la educación debía estar bajo la autoridad del ministro del que dependiese la política general del Estado. Era lo que los príncipes reformadores, sin tantas teorías, empezaban a hacer: convertir la escuela en una provincia de su administración.


Ciencias de la naturaleza

Los botánicos, imbuídos del espíritu científico, aspiraban a hallar una clasificación de las plantas que no se fundase sino en hechos objetivamente observados; pero al mismo tiempo, como los demás científicos y como los filósofos, intentaban hacer entrar el universo y sus producciones en un plan preconcebido.

Imaginaban lo que llamaban la gran escala de los seres; los seres no podían ordenarse de otro modo que según esa escala, donde no faltaba ningún travesaño; se pasaba de uno a otro por gradaciones tan menudas que apenas se podían distinguir, pero que no eran menos reales; lo discontinuo estaba excluido a priori, ningún lugar tenía derecho a quedar vacío; no había corte entre los grados de una serie, entre la serie animal y la serie vegetal, entre la vegetal y la mineral; una conexión imperceptible existía entre los hombres y los ángeles; en la cúspide, el único, aislado, se encontraba Dios.

Era menester a cualquier precio que todas las casillas estuviesen ocupadas; si no se distinguían aún sus ocupantes, estos no dejarían de aparecer algún día. De suerte que los mismos hombres que se proclamaban servidores del hecho sometían el hecho, de grado o por fuerza, al a priori.

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El libro es una delicia para la inteligencia, y ayuda a entender muchos de los desasosiegos que sufren hoy buena parte de nuestros intelectuales y políticos, que beben todavía de fuentes jacobinas, a las que sería bueno irles quitando el poco lustre que aún les queda.

El mundo irá mejor en la medida en que entiendan que secularización no equivale a descristianización. Secularización es un término equívoco, que puede entenderse como sana y necesaria desclericalización, y positiva afirmación de la autonomía de las cuestiones temporales.

Pero cuando se entiende como la autonomía absoluta del hombre, el llamado laicismo, termina en tragedia. No olvidemos el falso mito del progreso: la razón ilustrada conduce hacia los campos de concentración nazis y las bombas atómicas USA arrojadas sobre poblaciones civiles en Hiroshima y Nagasaki

Como ha dicho un gran especialista, Mariano Fazio «la visión prometeica del hombre, ya sea en su versión Ilustrada, como romántica, marxista, nietzscheana... ha causado un grave desorden en los diferentes ámbitos de la existencia humana». 

Este libro ayuda a caer en la cuenta.

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Fe y razón según Benedicto XVI, libro electrónico gratuito.

Verdad, valores, poder. Josep Ratzinger 

Cristianos en la sociedad del siglo XXI



 

 

sábado, 25 de febrero de 2023

El espíritu de La Rábida. El legado de Vicente Rodríguez Casado


 


El espíritu de la Rábida. El legado de Vicente Rodríguez Casado. Edición coordinada por Fernando Fernández Rodríguez. Unión Editorial. 1995


    Profesores, alumnos y amigos del profesor Vicente Rodríguez Casado (1918-1990) aportan en esta obra un sorprendente testimonio sobre la huella que este gran humanista dejó en sus vidas, gracias a sus iniciativas culturales y su dinámica manera de entender la vida cultural y universitaria, en la España de los años 40 a 70 del siglo XX.

    Rodríguez Casado, catedrático de Historia en las universidades de Sevilla y Madrid, fue promotor e impulsor de numerosos Ateneos y fundaciones culturales.  Este libro se centra especialmente en una de sus iniciativas más queridas: la Universidad Hispanoamericana de Santa María de La Rábida, de la que fue fundador y rector. Hizo de ella un potente foco de libertad, cultura y convivencia, por el que pasaron varios miles de jóvenes estudiantes de toda España y de otros países de la América hispana.

    Junto a testimonios de gran calado intelectual, como el de los profesores Jesús Arellano y Miguel Chavarría, el libro recoge otros muchos – hasta ciento setenta - que muestran el alcance y la variedad de puntos de vista de quienes compartieron esa iniciativa durante sus treinta años de existencia.

    He tomado nota de algunas de las ideas expresadas en los testimonios, que componen un mosaico en el que se aprecia el peculiar espíritu, plural y abierto, al que se refiere el título del libro, que se publicó en 1995, 5 años después de la muerte de su protagonista, como homenaje a su buen hacer y testimonio para la historia universitaria española.

    La actividad intelectual y humana que despliega Rodríguez Casado está inspirada en sus convicciones cristianas, fortalecidas por su vocación al Opus Dei. Ese sentido cristiano que inspira su quehacer hace que junto a él y en su entorno la convivencia sea sencilla, confiada y estimulante, porque está basada en el respeto a la personalidad de cada uno y en la afirmación de la individualidad personal. Para un cristiano, cada persona es hija de Dios, al margen de sus ideas, y por tanto merecedora de respeto, atención y cuidado. Eso se traduce en la práctica diaria en la delicadeza de trato mutuo, y un estilo de convivencia en que se fomenta la libertad de ser, pensar y expresarse de cada cual: las distintas formas de pensar no separan, sino enriquecen.

    Entusiasmo, fortaleza y optimismo son otros rasgos en la acción de Rodríguez Casado. Como otros muchos jóvenes de la época, había sufrido la crueldad de la guerra: en 1936 tuvo que refugiarse junto con su padre en la embajada de Noruega en Madrid, de la que salió en 1938 para alistarse en el ejército republicano y, una vez en el frente, intentar pasar al bando nacional. Lo logró, coincidiendo providencialmente en la aventura con Álvaro del Portillo. Duras historias similares forjaron el ánimo de miles de jóvenes que, como él, al terminar la guerra, se veían ante la gran tarea de reconstruir el país y la convivencia entre españoles.

    Ese espíritu que imprimió a su quehacer -positivo, abierto, cálido y acogedor- se percibe tanto en las clases como en el resto de actividades de la universidad: conferencias, ciclos de diálogos y tertulias culturales, conciertos musicales, planes deportivos y lúdicos. Y suponía un descubrimiento luminoso para los estudiantes y jóvenes licenciados que pasaban por la universidad unas semanas o meses de verano. Un descubrimiento muchas veces decisivo para el enfoque de su vida personal: porque iluminaba una posible vocación profesional, orientaba hacia un estilo de trabajo más riguroso, o abría los ojos a la belleza de un compromiso existencial con los valores trascendentes. Muchos descubrieron allí que, como en toda actividad humana, también en el trabajo intelectual es necesario poner el corazón, para dar a la existencia un sentido social que va más allá de lo que pide la justicia.

    La vida estudiantil, resaltan como factor común los testimonios, resultaba alegre y desenfadada, pero a la vez seria, porque se percibía el valor enriquecedor de lo que recibían y construían entre todos. El rector, presente en todas las actividades que le resultaba posible –que eran la mayoría- conseguía con su gran humanidad que la convivencia fuera siempre festiva, hasta en los aspectos más serios.

    El carácter multidisciplinar de los asistentes y de las actividades complementaba los saberes parciales de cada uno, y abría horizontes de interpretación científica y vital. Todos aprendían de los demás, y los conocimientos adquirían una dimensión más universal, descubriendo quizá por primera vez el sentido genuino de la universidad como ámbito donde se comparten los saberes.

    Allí recibían a numerosos profesores invitados, a los que sólo se les exigía que respetaran la libertad de pensar de los demás. Esa actitud contrastaba fuertemente, resalta uno de los testimonios, con “cierto paletismo ideológico actual”, que tacha los hechos que no entiende y desfigura el pasado inmediato, por ejemplo, al no querer reconocer la existencia de un respeto al pluralismo como el que había en España aquellos años en ámbitos como la universidad de La Rábida.

    Historiadores, periodistas, filósofos, científicos, poetas, pintores… se comunicaban en La Rábida de forma abierta y libre, desde sus diversas ideologías y culturas. Se percibía que el amor a la libertad y al trabajo universitario reinaban en el ambiente, puesto que son valores que emanan con naturalidad del sentido cristiano de la vida.

    Uno de los testimonios, al describir ese ambiente de libertad que se respiraba en La Rábida, refiere que, desde la perspectiva actual, en la España de Franco de los años 50 había más libertad de la que algunos políticos e ideólogos quieren dar a entender. “Los únicos que no tenían libertad eran los políticos, que además sólo carecían de libertad política, es decir, de la libertad de organizar partidos. Salvo eso, en lo demás eran libres. Y la mayoría de la gente no sentía la necesidad de tener partidos políticos para vivir libremente.”

    Rodríguez Casado buscaba en sus múltiples iniciativas de cultura (Cofradías de pescadores, Ateneos populares, universidades de verano…) la formación de la juventud, tanto intelectual como obrera, pero también la formación de personas adultas, de manera que mejorara su capacidad de juzgar con sentido crítico y constructivo los acontecimientos a todos los niveles: tanto individual y familiar, como social y político.

    La formación que buscaba era humanista, arraigada en lo mejor de lo clásico y abierta a todos los avances de la cultura y la ciencia, para fortalecer la capacidad crítica y de discernimiento con una formación personal bien asentada. Esa formación, que capacita para interpretar los acontecimientos y las personas, era para él la mejor arma para garantizar la libertad, pues inmuniza frente a dictámenes coercitivos o manipulaciones y demagogias políticas de cualquier signo (estatales, ideológicas o de partido).

    Sus consejos estaban llenos de sabiduría, eran estimulantes y animaban a superar las dificultades con realismo: “Que los desengaños nunca lleguen a amargar el fondo del alma, aunque sean muchos y dolorosos.” Y siempre resaltaba la libertad, también a los que asumen tareas de gobierno: “Mandar es distribuir responsabilidades, y que cada responsable tome y asuma decisiones con espíritu de libertad.”

    Uno de sus temas preferidos era la Historia de España. Entre sus publicaciones más conocidas está precisamente Conversaciones de Historia de España. Cuando se dirigía a los jóvenes, buscaba siempre hablarles con ideas y palabras esenciales, que desde la verdad del pasado les sirvieran para la vida del presente (“lo demás les aburre, por no interesarles o no entenderlo.”) Los jóvenes necesitan que se les hable de ideales nobles y grandes, de confianza en su capacidad de trabajar para construir un mundo mejor y más justo. “España sigue teniendo en nuestros tiempos una misión universal que cumplir, misión que le reclama el reforzamiento y sobreelevación de su vitalidad interior en todos los terrenos: económico, social, político, espiritual y religioso.” Con sus clases, los alumnos ampliaban su visión de la historia, haciéndola más universal (“menos pueblerina”) y más abierta a la situación internacional del momento.




    Rodríguez Casado desprendía una gran fe en la acción de la Providencia, Dios vivo y operante en la historia humana: como diría más tarde Benedicto XVI, Dios actúa en la historia a través de personas que le escuchan. Y Rodríguez Casado era un hombre de oración.

   Se refería a la virtud cristiana de la Esperanza como la capacidad y resolución humano-divinas de hacer realidad, en el progresivo presente y en el futuro a la mano, el bien, la verdad y la belleza, que subsisten vivas en los pueblos y culturas de la tierra, y especialmente en los pueblos hispánicos que llenan América, que por eso fue llamado por Pablo VI en 1968 como el Continente de la Esperanza.

    Esa esperanza brillaba en su forma alegre y abierta de entender la vida y la muerte: “la vida no se pierde, sino que se cambia. La muerte es mudarse a una manera de vivir eterna.” La plenitud de la esperanza, decía, emerge a veces lentamente, pero emerge siempre y es ya real en nuestro presente.  Por eso Rodríguez Casado no era un “optimista” en el sentido superficial y simplón, sino un “ocupante”: no le gustaba ver el lado “preocupante” de las situaciones y proyectos: simplemente se ocupaba en resolverlos, uno detrás de otro, sin desánimos.

    Muchos destacan su entrañable y desbordante humanidad, que armonizaba con un físico ciertamente voluminoso. Tenía una gran capacidad de amistad, que le hacía sentirse íntimo y como en su casa por donde pasara. No creaba distancias desde su eminencia intelectual y su rango, al contrario: hasta los más jóvenes se sentían sus amigos. Esa cercanía amistosa con estudiantes y colegas resultaba aún más penetrante y formadora que su propia actividad docente. Como resalta uno, tenía el don de decir lo más difícil y hondo con lenguaje juvenil, pero además el trato personal y la convivencia directa con él te llenaba de ideales de vida y de trabajo, te estimulaba en el deseo de formarte bien para servir mejor a la sociedad.

    Cuantos evocan La Rábida identifican ese peculiar espíritu: sana humanidad, abierta libertad, actitud universalista, afán creador, resolución hacia ideales de acción y de trabajo. Sin duda allí, como en tantas otras iniciativas similares que surgieron en la España de aquellos años, se forjaron los valores de cientos y miles de jóvenes que, con el tiempo, con su trabajo y buen hacer, hicieron posible el milagro español

 

Relacionados:

Un diplomático en el Madrid rojo. (Memorias de la guerra civil escritas por el cónsul noruego Féliz Schlayer, en cuya embajada estuvo refugiado Vicente Rodríguez Casado junto a su padre).

El espíritu de la juventud. (Impacto juvenil de Camino, el libro más conocido de san Josemaría Escrivá de Balaguer).

Álvaro del Portillo

Benedicto XVI

Qué es el Opus Dei 

Libertad en materia política en el Opus Dei



 

 

 

 

 

 

jueves, 23 de febrero de 2023

¿Puede una madre olvidarse del fruto de sus entrañas?

 



En su impresionante comentario al Padrenuestro, en el primer tomo de su Jesús de Nazaret, Benedicto XVI se pegunta en qué sentido podemos dirigirnos a Dios como Padre.

Es Padre porque es nuestro Creador, le pertenecemos. Cada uno de nosotros, individualmente y por sí mismo, es querido por Dios, Él conoce a cada uno. Y por eso, en virtud de la creación, somos ya de modo especial hijos de Dios.

Pero somos también hijos en otra y más profunda dimensión: hemos sido creados según la imagen de Jesucristo, el Hijo en sentido propio, de la misma sustancia del Padre. Por eso, ser hijo de Dios, afirma Benedicto, es también un concepto dinámico: todavía no somos plenamente hijos de Dios, sino que estamos llamados a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. La palabra Padre que dirigimos a Dios comporta un compromiso a vivir como hijo.

Dios mismo, como buen Padre, se ha ocupado de muchas maneras en explicarnos cómo es su amor por nosotros. En Isaías 66, 13 lo compara con el amor de una madre por el fruto de sus entrañas: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo.” Y más adelante insiste: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Isaías, 49, 15)

Benedicto XVI explica cómo ese amor aparece reflejado de un modo conmovedor en el término hebreo rahamim, que originalmente significa “seno materno”, y poco a poco pasa a usarse también para designar el amor misericordioso de Dios hacia el ser humano.

La Sagrada Escritura emplea esas imágenes tomadas de la naturaleza para describir actitudes fundamentales de nuestra existencia. “El seno materno es la expresión más concreta del íntimo entrelazarse de dos existencias y de las atenciones a la criatura débil y dependiente que, en cuerpo y alma, vive custodiada en el seno de la madre.”

Ese lenguaje figurado del cuerpo, que nos permite comprender los sentimientos de Dios hacia cada uno de nosotros de un modo más profundo, nos enseña también algo esencial sobre nosotros mismos: lo sagrado de cada vida humana, para la que el Creador ha ideado un recinto de protección y cariño único: el seno materno.

Una madre y un hijo en sus entrañas. No se pueden contemplar esas dos existencias que crecen entrelazadas sin conmoverse,  y sin vivo deseo de protegerlas, porque son vidas humanas llenas de dignidad, y porque nos remiten a algo tan sublime y único como el Amor de Dios por cada uno de nosotros.

 

Relacionado:

Red madre

Jesús de Nazaret, Joseph Ratzinger

Cristianos en la sociedad del siglo XXI, Fernando Ocáriz

Cómo defender la fe sin levantar la voz, Yago de la Cierva

 

lunes, 20 de febrero de 2023

Por qué leer a los clásicos

 


 

Podría haber titulado también esta entrada Por qué leer a los mejores. Esos que han sabido preguntarse con espíritu noble por el sentido de la existencia humana, y nos enseñan con viveza su experiencia de lo bueno y de lo malo.

Balzac lo explica muy bien en un pasaje de su Eugénie Grandet:

En la vida moral, como en la física, existe una aspiración y una respiración. El alma necesita absorber los sentimientos de otra alma, asimilarlos para restituírselos enriquecidos. Sin este bello fenómeno humano, el corazón no puede vivir; le falta el aire, sufre y se marchita.”

De los clásicos, como de los mejores amigos, aprendemos a vivir, a discernir entre lo que conviene hacer y lo que conviene evitar. Aprendemos que no todo vale, porque no todo nos hace bien. Los clásicos no nos engañan con experiencias faltas de realismo, fantasiosas e inverosímiles,  en las que quien hace el mal es feliz para siempre (mentira) y quien hace el bien muere sin dejar un rastro de bondad y sin recompensa eterna (falsedad).

Hay que leer, pero también hay que saber seleccionar. En algún sitio leí que “el espíritu del hombre es como su cuerpo: no vive de lo que come, sino de lo que digiere.” Un exceso de lectura, o unas lecturas indigestas, pueden acabar trastornando el metabolismo de la vida del espíritu.

Volvamos a los clásicos, a esos autores y títulos que van desapareciendo de los planes de enseñanza, y están dejando a generaciones de jóvenes sin alimento para su espíritu. Volvamos a los clásicos, antes de que algún loco los condene a la hoguera por contraculturales, y destruya nuestra rica herencia cultural.

 

Relacionados:

Eugénie Grandet.Honorato Balzac

Por qué leer muchoy bueno